16
Jamie se quedó muy impresionado al ver el botín que había conseguido Linda. Tuvieron que hacer varios viajes desde su coche, cargados con voluminosas bolsas de basura y bolsas de tela de supermercado.
—Sí que estabas bien aprovisionada —le dijo.
—Me gusta estar preparada para cualquier imprevisto.
—Pues no creo que haya mayor imprevisto que este.
Jamie se dio cuenta de que cojeaba un poco y le preguntó qué le había pasado. Ella respondió que se había tropezado en los escalones de su casa y declinó su ofrecimiento de echarle un vistazo.
Mientras Linda preparaba café, Jamie guardó las provisiones en los armarios. Una de las bolsas de tela estaba llena de botellas de licores caros, y en otra solo había botellines de Heincken. Linda preguntó cómo estaban las chicas.
—Ven. Te lo enseñaré.
Las dos muchachas estaban en su cuarto, sentadas tranquilamente en la cama, sin hacer nada. A Jamie le resultaba desconcertante ver a dos adolescentes de quince años, y más a aquellas dos, sin la cara pegada al móvil y sin cuchichear entre ellas para tramar algo.
Al verlos entrar, no hicieron amago de retroceder. De hecho, Kyra sonrió un poco.
—Cariño, ¿te acuerdas de mí? —le preguntó Linda, acercándose con paso renqueante.
La maniobra de aproximación no le hizo mucha gracia a su hija, que gritó «¡Ahhh!» y se arrimó a la pared.
Linda parecía desmoralizada.
—La sonrisa debía de ser para ti.
Jamie trató de animarla.
—Me he pasado toda la mañana con ellas y se están acostumbrando a mí. Ahora mira esto. —Le explicó que se mostraban menos intimidadas cuando no estaba de pie ante ellas, de modo que se puso en cuclillas. Señaló a Kyra y le preguntó—: ¿Cómo te llamas?
La chica cerró los ojos con fuerza, muy concentrada, y cuando volvió a abrirlos dijo:
—Ky… ra.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Linda—. ¡Cariño!
—Muy bien, Kyra —dijo Jamie, y luego señaló a Emma—. ¿Cómo se llama ella?
Kyra pronunció el nombre de su amiga con mayor fluidez.
Jamie repitió el ejercicio con Emma, que lo hizo igual de bien.
—Estábamos practicando una nueva lección antes de que tú llegaras. No sé si se les habrá quedado, pero déjame intentarlo.
Se señaló a sí mismo y le preguntó a Emma cómo se llamaba él.
—Pa… pi.
Podría haberle enseñado a decir «papá» o «padre», pero algo en la recuperada inocencia de su hija hizo que quisiera que le llamara «papi».
—Muy bien. Y ahora tú, Kyra. ¿Cómo me llamo?
Cuando ella respondió también «papi», él negó con la cabeza. La chica imitó el gesto de negación y volvió a intentarlo:
—Ja… mie.
—¡Muy bien, Kyra! ¡Muy bien!
Los ojos de Linda se llenaron de lágrimas y le preguntó a Jamie si podría enseñarle a llamarla «mami».
—Ahora tengo que hacer una llamada. ¿Por qué no lo intentas tú?
—No sé cómo hacerlo.
—Solo sé tú misma y sonríe mucho.
Jamie tenía el número de Derek en marcación rápida. Mandy respondió tan deprisa que supuso que tendría el móvil en la mano, esperando a que sonara. Jamie poseía una notable capacidad para hablar con tacto y delicadeza en situaciones complicadas, producto de las incontables ocasiones en que había tenido que tratar con los pacientes y sus familias en momentos difíciles, pero aquella conversación fue realmente dura. Mandy rezumaba culpabilidad al igual que un árbol herido rezuma savia, y él la percibía. Ella se lamentaba una y otra vez por haber dejado a Derek solo en la habitación. Le dijo que la aventura que habían mantenido había sido una terrible equivocación, como si la confluencia de su descuido y su infidelidad tuviera alguna relación o sentido. Su rabia y su dolor eran descarnados, y los intentos por tranquilizarla con palabras manidas no sirvieron de nada. Así que al final Jamie optó por guardar silencio y limitarse a escuchar.
—Lo único que quiero ahora es volver al trabajo. No soporto estar en casa. Cuando miro por la ventana de mi habitación, ¿sabes lo que veo? La tierra fresca y removida. Está enterrado en el patio de atrás, a unos cinco metros de la puñetera barbacoa. Me voy al laboratorio y dormiré allí.
Al final, él la interrumpió:
—¿Es seguro que estés allí?
—¿Es seguro en alguna parte?
Jamie contestó débilmente que no lo sabía, y su tono abatido debió de recordarle a Mandy la terrible situación por la que también pasaba él.
—¿Cómo está Emma?
Jamie le habló del proceso de aprendizaje, de su amiga Kyra y de la madre de esta. Derivar la conversación hacia otras personas tuvo por lo visto un efecto terapéutico, porque Mandy se animó un poco.
—No debe de ser fácil tener a gente desconocida en tu casa.
—La presencia de Kyra tranquiliza a Emma, y viceversa. En ese sentido merece la pena. Pero su madre no acaba de encajarme. Es una mujer bastante brusca, y además bebe mucho, algo que, dadas las circunstancias, no me hace ninguna gracia.
—Pero no está enferma, ¿no?
—No. Debió de exponerse al virus el mismo día que yo. Estaba de servicio e interrogó a un tipo muy aturdido y confuso que, por lo que me contó, debió de ser uno de los primeros infectados. Tú, yo, ella… Es una cuestión de suerte, supongo. Y confío en que a estas alturas ya no lo pillaré.
—Creo que estamos a salvo —repuso ella—. Como ya comentamos antes, es probable que en algún momento del pasado nos infectáramos con algún tipo específico de adenovirus que activó una respuesta inmune a la cepa actual.
—Y también es probable que en aquel momento nos quejáramos y despotricáramos por una molesta irritación de garganta y unos ataques de tos que apenas duraron un día.
Fue muy agradable oír la risa tintineante de Mandy al otro lado de la línea.
—¿Y tú qué vas a hacer ahora? —preguntó ella.
—También estoy pensando en ir a mi laboratorio. Tenemos que investigar las opciones de tratamiento. Linda es policía, joder. Debería ser capaz de vigilar a las chicas. Si es que…
—¿Si es que qué?
—Si es que consigue mantenerse alejada de la cantidad de bebida que ha traído hoy.
—Ah.
—Sí… Ah.
Tuvo que pasar otro día para que Jamie empezara a sentirse cómodo dejando a Emma al cuidado de Linda. Durante ese tiempo, ambos adoptaron una extraña rutina: se repartían las tareas domésticas como si fueran una pareja al cuidado de un par de crías pequeñas. Se turnaban para preparar la comida y atender las necesidades de las chicas. Él era de lejos el más limpio y ordenado de los dos, y se encargaba de arreglar un poco la casa. También era un profesor más paciente y efectivo. Para Jamie, la máxima prioridad era la reeducación de Emma y Kyra, así que se pasaba la mayor parte del tiempo con ellas.
En su opinión, lo que necesitaban era un léxico de base, la piedra angular sobre la que fundamentar su futuro aprendizaje. Estaba convencido de que, como las funciones del lóbulo frontal estaban intactas, la lógica gramatical de la memoria procedimental se activaría y les permitiría organizar las palabras reaprendidas para formar frases con cierta coherencia y sentido. Esa tarde realizó grandes progresos con Emma.
—Yo comida —dijo la muchacha, mirando el tazón lleno de trozos de fruta que él había traído de la cocina.
—Bien. Inténtalo otra vez.
Emma adoptó una expresión seria e introspectiva, como si rebuscara en su interior.
—Yo quiero comida —dijo al fin.
Jamie sonrió entusiasmado y su hija dejó que le diera un beso en la frente, seguido de una rodaja de manzana Fuji.
Kyra estaba sentada en la cama, observando muy atenta su interacción.
—Yo quiero comida —soltó en un tono de súplica.
Y recibió también su beso y su trocito de manzana.
—Voy a enseñarle a tu mamá lo que has aprendido —dijo Jamie—. Se pondrá muy contenta.
Cuando llegó el momento de la siguiente reunión con el CDC, Jamie marcó el número y un sistema automatizado le informó de que la llamada comenzaría cuando el organizador de la conferencia se conectara. La música de espera era un tanto irritante; al cabo de veinte minutos, resultaba desquiciante.
«Ya está —pensó al colgar—. El CDC está fuera de juego. Estamos solos».
Las noticias de la televisión, si es que se las podía llamar así, daban la misma impresión de desamparo. La única cadena por cable que emitía ininterrumpidamente era la CNN, pero ya no contaba con reporteros ni corresponsales sobre el terreno. Los presentadores que quedaban recurrían a fragmentos de informaciones extraídas de Twitter o Facebook, de muy escasa fiabilidad. Solían introducir las noticias con un «No podemos confirmar la veracidad de…» o un «Por favor, tómense esto con la máxima reserva», antes de dar paso a desagradables imágenes de saqueos y violencia, escasez de provisiones o grupos de gente deambulado sin rumbo por las calles de tal o cual ciudad.
La única cobertura con tintes de realidad era la que realizaban los propios empleados de la CNN cuando informaban sobre su situación personal, girando las cámaras hacia sí mismos en su autoimpuesta cuarentena en la sede central de Atlanta, y hablando de sus angustias y miedos por lo que les estaría ocurriendo a sus familias y amigos allá fuera.
A última hora de la tarde, Jamie estaba cocinando algo de pasta cuando llamaron al timbre. Llegó al recibidor al mismo tiempo que Linda. La inspectora dejó su lata de cerveza en una mesita auxiliar y sacó la pistola.
—Por Dios, Linda, no creo que eso sea necesario.
—No contestes —ordenó cuando volvió a sonar el timbre.
Romulus no paraba de ladrar como un poseso y Jamie trató de acallarlo.
—Mi casa, mis reglas —dijo él al fin—. ¿Quién es? —gritó a través de la puerta.
La respuesta sonó amortiguada:
—Soy Jeff, tu vecino, Jeff Murphy. He visto que había luz.
Unos años atrás, los Murphy habían invitado a cenar a Jamie a su casa, pero pronto quedó claro que no tenían mucho en común y ahí acabó su intento de socialización. Jeff y su esposa se dedicaban a una rama de servicios financieros que Jamie apenas alcanzaba a entender, y la puntilla llegó cuando el matrimonio intuyó que las ideas políticas del doctor tendían hacia la izquierda.
Jamie abrió la puerta lo suficiente para ver que una máscara antipolvo de pintor cubría prácticamente toda la cara de su vecino, que retrocedió al verle.
—No llevas mascarilla.
—Ya he estado muy expuesto, Jeff. A estas alturas estoy bastante seguro de que soy inmune.
—Tú eres el médico, pero, si no te importa, seguiré con la mía puesta. ¿Tu hija está bien?
—No. Está arriba Con una amiga, que también se ha infectado. La madre de la chica está conmigo.
—Lamento mucho oír eso.
—¿Y cómo estáis vosotros?
—Liz y yo dejamos de ir a trabajar el día que salió la noticia. No creo que hayamos estado expuestos. Estamos bien, pero el caso es que nos hemos quedado cortos de provisiones. ¿No te sobrará algo de comida para darnos?
—¡Y una mierda! —espetó Linda detrás de Jamie.
Jamie le pidió que se tranquilizara e invitó a su vecino a entrar. Jeff vaciló cuando vio que ella tampoco llevaba mascarilla, y se quedó junto a la puerta abierta mientras Jamie y Linda iban a la cocina para discutir en privado.
—No pensarás darle nuestra comida, ¿no? —le preguntó ella, furiosa.
—Pues claro. Unas cuantas latas, un paquete de espaguetis.
Hay que ser civilizados. Si perdemos eso, lo perdemos todo.
—Si nos morimos de hambre, sí que lo perderemos todo.
Jamie quería decirle que aquella era su puñetera casa y que podía hacer lo que le diera la gana, pero no quiso meter más cizaña.
—Aún falta mucho para eso —respondió con calma—. Si no quieres desprenderte de tus provisiones, le daré algunas de las mías.
Linda subió al primer piso echando humo mientras él llenaba una pequeña bolsa con algo de comida.
En la puerta, Jeff le dijo que le estaba muy agradecido y repitió que lamentaba mucho lo de Emma.
—Como doctor, ¿qué nos aconsejas que hagamos?
—La clave es el aislamiento. Procurad no moveros de casa.
—¿Y qué pasará cuando nos quedemos sin comida?
—Confiemos en que el Gobierno y el Ejército, o lo que quede de ellos, empiecen cuanto antes a distribuir alimentos.
—¿Y si no pueden hacerlo?
—No sé qué decirte, Jeff. Ya lo veremos cuando llegue el momento.
En mejores circunstancias, el laboratorio de Mandy era el lugar más feliz de su universo. Los jefes de laboratorio suelen ser unos autócratas en potencia, pero sus técnicos y posgraduados la consideraban una jefa maravillosa. Nunca perdía los estribos y hacía que todos se sintieran parte integral del equipo. Su éxito era también el de ellos. A juzgar por los metros cuadrados, no era un espacio muy grande. Cuando estaban todos trabajando, parecía la cocina de un restaurante, con gente que iba de acá para allá sin llegar a chocar en una estudiada coreografía. Sin embargo, ahora que estaba sola, parecía casi una caverna.
Acercó un taburete a su cabina de bioseguridad y se dispuso a iniciar lo que sería un experimento de varios días a fin de explorar el efecto de la combinación de diversos antivirales sobre la viabilidad del virus del SAF. Ya había demostrado que, por separado, los medicamentos habituales no conseguían acabar con el virus. Los nuevos experimentos serían tediosos y, al trabajar sola, requerirían mucho tiempo. Empezó a preparar laboriosamente soluciones amortiguadoras, placas de medios de cultivo y diluciones de agentes antivirales para llenar docenas de microplacas de noventa y seis pocillos. No sabía si los medicamentos serían terapéuticos, pero, para ella, el trabajo sin duda lo era. Mientras estaba enfrascada en la labor, pasaban preciosos fragmentos de tiempo en los que no pensaba en Derek ni en toda aquella película de terror que la rodeaba.
Ya estaba bien avanzada la tarde cuando sonó el móvil de Derek y la devolvió a la realidad. No reconoció el número.
—Soy Stanley.
—Perdone, ¿quién?
—¿Stanley Rosenberg? ¿Tu vecino? Tú me diste este número. No te molesta que te llame, ¿verdad?
Mandy se disculpó y le dijo que se le había ido el santo al cielo con tanto trabajo.
—Sé que estás muy ocupada con tareas de gran importancia, pero quería saber a qué hora volverás a casa esta noche.
—No estoy segura de que vuelva. ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien. Y aún no he caído enfermo; de lo contrario no estaría haciéndote esta llamada. Pero qué tonterías digo… Quizá es que solo necesito un poco de compañía.
Mandy se lo debía, y lo último que quería era que la culpa la abrumara aún más.
—¿Sabes, Stanley? Tal vez no sea mala idea que vuelva a casa esta noche.
—Estupendo. Tengo un pollo que se va a estropear si no lo cocino pronto.
Cuando fue a visitar a su vecino, Mandy no encendió las luces del patio: no quería ver la tumba de Derek. Las dos casas habían sido construidas más o menos en la misma época, pero la de Rosenberg nunca había sido remodelada. Parecía una cápsula del tiempo de los años cincuenta, con sus encimeras de formica, sus suelos de estrechos listones y sus persianas bajadas un tanto amarillentas. Pero no fue eso lo que primero captó la atención de Mandy: las paredes del comedor y de la sala de estar estaban cubiertas con cuadros al óleo.
—¿Los has pintado tú?
—Pareces sorprendida —dijo él.
Desde luego, lo estaba. No era ninguna experta, pero las breves y certeras pinceladas, y el audaz enfoque de sus colores pastel, la dejaron sin aliento. Eran paisajes y naturalezas muertas, con motivos europeos, caribeños y mexicanos.
—Eres un impresionista —exclamó Mandy.
—Y tú una joven muy culta. Pues sí, he sido catalogado como neoimpresionista. Es un trabajo excelente si quieres asegurarte de no ganar mucho dinero, al menos últimamente. Ya nadie está interesado en este tipo de arte.
—A menos que se trate de un Monet o un Degas.
—Sí, claro… Ellos eran colegas míos.
—Tú no eres tan viejo.
—No tanto, no. Ven. Vamos a ver si se deja comer ese pollo alia cacciatora.
Durante la cena, Rosenberg no paró de servir vino, buen vino. Tenía una conversación muy agradable y Mandy apreció su manera de mantener un ambiente distendido en esos tiempos oscuros. Evitó cualquier mención a Derek, a su esposa (que ella supuso que estaría en el piso de arriba) o a la enfermedad. A la hora del postre, le encargó que montara la nata mientras él fundía el chocolate para preparar los helados en su vieja cocina eléctrica. Una serie de hondos suspiros alertaron a Mandy de que el anciano se disponía a abordar temas más serios. De pronto, las luces parpadearon unos segundos y luego se estabilizaron.
—Una caída de tensión —dijo él—. Debe de fallar el sistema.
—Dios quiera que no nos quedemos sin suministro.
Rosenberg asintió con solemnidad y, de repente, dijo:
—Mi esposa se llama Camila.
—Es un nombre muy bonito.
—Es mexicana. De joven yo solía ir a México a pintar y a pescar marlines. Y acabé pescándola a ella, si me perdonas que utilice una comparación tan vulgar. Camila y yo hemos disfrutado de un largo matrimonio y de muy buenos momentos. Supongo que a raíz del derrame no le quedaba ya mucho tiempo en este mundo, pero ahora, con la infección…
—Lo siento mucho, Stanley.
—No busco compasión, y menos de alguien que está pasando por una situación mucho peor que la mía. Tengo la sensación de que ahora mismo tú y yo estamos unidos en la adversidad. Y, en virtud de este nuevo vínculo que hemos establecido, me gustaría pedirte ayuda.
—Haré cuanto esté en mi mano.
Los ojos húmedos de Stanley tenían el color del mar de una de sus pinturas de México. Clavando esos ojos en los de Mandy, cogió por el tallo la guinda al marrasquino de su copa de helado y se la metió en la boca.
—Quiero que me ayudes a matarla.