14

Cada vez que saltaba el buzón de voz de Mandy, Jamie se ponía más nervioso. Su hija había caído enferma, Mandy se encontraba en peligro y él no podía hacer nada por ninguna de las dos.

Cuando Linda bajó las escaleras, Jamie le preguntó si las chicas estaban bien.

—Están tranquilas, pero muy asustadas.

Le temblaban las comisuras de los labios. Ella también estaba asustada.

—¿Crees que debo subir? —preguntó él.

—Estarán bien durante un rato. ¿Puedo preparar más café? Jamie le enseñó dónde lo guardaba.

—¿Ha pasado algo más? —le preguntó Linda—. Se te ve muy alterado.

—Es por una amiga mía. Su marido se ha infectado. Y cuando estaba hablando con ella, él la ha atacado.

—Dios… Si tienes que ir a ayudarla, yo cuidaré de las chicas. —Está en Indianápolis.

—Ah.

Se quedaron mirando cómo goteaba el café a través del filtro. Jamie volvió a llamar a Mandy, pero colgó antes de que saltara el buzón.

—Esto es una pesadilla.

—¿Es una buena amiga?

—Sí.

—Espero que no le haya pasado nada.

Jamie subió al cuarto de Emma. Poco después se le unió Linda. Traía dos tazas de café y una bolsa de galletas con pepitas de chocolate que había encontrado abierta en la encimera.

—Es café solo. No sé cómo lo tomas.

—Así está bien.

Las chicas estaban sentadas en el suelo hombro con hombro. Tres pares de ojos, incluidos los del perro, siguieron fijamente el movimiento de las galletas.

—He oído a través de la puerta que les estabas hablando. ¿Qué les decías?

—Le intentaba enseñar a Emma su nombre.

Kyra se puso en pie de un salto y le arrebató la bolsa de galletas a su madre. Empezó a engullirlas, metiéndoselas en la boca de tres en tres, y cuando se le cayó una al suelo, Emma se abalanzó sobre ella, adelantándose a Romulus por un pelo.

Linda se sentó en la cama y se las quedó mirando.

—Están muertas de hambre. Les prepararé unos sándwiches. ¿Puedo usar la cocina?

—No tienes ni que preguntar.

—Gracias. ¿Lo ha hecho?

—¿Ha hecho qué?

—Aprender su nombre.

—Acabábamos de empezar. Ya continuaré.

—¿Y podrá aprenderlo?

—Creo que sí.

Ya en la puerta, Linda le preguntó si podía intentar enseñarle su nombre también a Kyra.

Cuando volvió con una bandeja de sándwiches, Emma y Kyra se le echaron encima.

—¡No! —gritó Jamie, extendiendo una mano con la palma abierta.

Sobresaltadas, las chicas se pararon en seco.

Jamie cogió un sándwich y se lo dio a Kyra, que empezó a devorarlo. Emma se puso nerviosa y se abalanzó sobre la bandeja.

—¡No! —insistió él, impidiéndole el paso con un brazo—. ¡Espera!

Emma empujó con fuerza e intentó morderle, pero él la agarró por los hombros y la llevó de vuelta a la cama.

—¡Emma, siéntate! ¡Espera!

La chica lo miró con una mezcla de furia y desconcierto. Cuando consiguió permanecer quieta unos segundos, él la recompensó con un sándwich, que ella engulló con avidez.

—Buena chica.

Jamie se dio cuenta de que le estaba hablando como a Romulus, y sintió que lo inundaba una nueva oleada de dolor.

Luego Linda les entregó los otros dos sándwiches.

—¿Y qué va a ser de ellas si nosotros caemos enfermos?

Jamie respondió que no quería ni pensarlo.

—Si tú te infectas —insistió Linda—, yo cuidaré de Emma. ¿Harás tú lo mismo por mí?

—Sí.

En ese momento sonó el fijo en el cuarto de Emma. Jamie corrió a descolgar.

—Jamie, soy yo.

Él respiró aliviado.

—Mandy… Espera un momento.

Dejó el teléfono en la mesilla y le susurró a Linda que colgara cuando él cogiera el supletorio. Luego salió del cuarto y fue a su habitación.

—Me tenías muy preocupado —le dijo a Mandy.

—Ha sido horrible. Era Derek, pero no era él… Ha intentado violarme. Mi propio marido ha intentado violarme.

—Oh, Dios… —fue todo cuanto pudo decir.

Dejó que Mandy llorara para desahogarse.

—Oh, Jamie… —dijo ella cuando fue capaz de hablar.

—¿Estás a salvo ahora?

—He tenido que golpearle. He tenido que golpearle muy fuerte. Ni siquiera sé con qué lo he hecho, pero está sangrando. Lo he llevado a rastras hasta el cuarto de invitados y he cerrado la puerta. Solo tiene que girar el pomo para abrir y salir, aunque no creo que se acuerde de cómo hacerlo. Y ahora no sé qué hacer.

—Sal de la casa. Llama a un amigo que aún esté bien y pídele que vaya a cuidarlo.

—No puedo abandonarlo. Se morirá de hambre.

—Déjale comida y la puerta un poco entreabierta.

—¿Y qué pasará cuando se quede sin comida?

—No lo sé, Mandy. Solo sé que ahí no estás segura.

—No volverá a pillarme desprevenida. Ahora sé cómo puede reaccionar.

—Ojalá pudiera ayudarte.

—Cuando se quede dormido, le vendaré la cabeza. Le sale mucha sangre de detrás de la oreja.

Jamie le dijo que el cuero cabelludo solía sangrar mucho, pero que probablemente la herida se coagularía sola. En ese momento, Linda lo llamó a través de la puerta. Jamie pidió a Mandy que no colgara y dejó el teléfono encima de la cama.

—Emma está intentando ir al lavabo. ¿Qué hago?

—Déjala que vaya —contestó desde el umbral—. Creo que será capaz de ir sola.

—¿Cómo?

—Es un acto automático. Depende de la memoria almacenada en una parte del cerebro que no está afectada por el virus.

Luego volvió a ponerse al teléfono.

—He oído a una mujer que nombraba a Emma —dijo Mandy—. ¿Es tu Emma?

No tenía ningún sentido continuar mintiendo. Jamie se lo contó todo. Cuando acabó de hablar, el silencio al otro lado de la línea se prolongó unos segundos eternos.

—¿Sigues ahí? —le preguntó él.

—La verdad, no estoy muy segura —murmuró ella—. No sé qué decir.

—No tienes que decir nada.

En el cuarto de Emma, Linda descolgó el teléfono con mucho cuidado y tapó el auricular con una mano. Ninguno de los interlocutores pareció darse cuenta.

Jamie percibió la respiración agitada de Mandy y pensó que igual estaba sufriendo un ataque de pánico.

—Es un castigo —dijo ella—. Un castigo por lo que hicimos. Es culpa nuestra, Jamie.

—Si es culpa de alguien, es de Steadman. ¿Qué hicimos de malo nosotros?

—Tal vez creíamos que no estábamos haciendo nada malo, pero no puedes negarlo. Es mi virus y es tu carga. Sin nosotros, Derek, Emma y todos los demás ahora estarían bien. —Se le quebró la voz. Sonaba muy lejana—. Tengo que dejarte. Te llamaré más tarde. Ah, Derek me rompió el móvil. Este es su número. Supongo que seguiré usando el suyo.

Linda colgó después de que Jamie lo hiciera.

Esa noche, cuando Linda bajó al salón, Jamie estaba sentado frente al televisor. Silenció el volumen. ¿Cuántas veces podías escuchar las mismas estadísticas nefastas que unos locutores agobiados y exhaustos recitaban sin parar?

—Están dormidas —dijo Linda—. El perro se ha acostado entre las dos.

Habían llevado una cama pequeña del cuarto de invitados para que las dos amigas pudieran estar juntas en la habitación de Emma, porque, cada vez que se separaban, aunque fuera por poco tiempo, se alteraban mucho. Jamie no creía que conservaran ningún recuerdo de su amistad, pero era indudable que existía algún tipo de conexión entre ambas.

—Habrás dejado la puerta abierta para que podamos oírlas, ¿verdad?

—Claro —respondió Linda, distante y fría—. ¿Tienes cerveza?

—Hay un pack de doce en la nevera. Sírvete tú misma.

Volvió con dos latas y se sentó en el sofá junto a Jamie.

—No, gracias —dijo él.

—Las dos son para mí. Así me ahorro un viaje. ¿Te parece bien?

—Sin problema.

—¿Alguna novedad en la tele?

—Un incremento brutal de casos. Caos político en Washington. Saqueos. Colas en las gasolineras. Retrasos en los servicios de emergencias. ¿Quieres más?

Linda contestó con un resoplido; era suficiente.

—Supongo que yo soy parte del problema —añadió.

—¿Qué quieres decir? —repuso Jamie.

—Mi jefe me ha estado enviando mensajes todo el día para que me reincorpore al servicio si estoy en condiciones. Pero de momento lo veo muy crudo.

—También se necesitan médicos. Ahora hay que tomar decisiones, debes elegir, establecer prioridades.

—La familia es lo primero. Es lo que toca cuando tienes hijos, ¿no? ¿Cuánto tiempo llevas solo?

—Mi mujer murió hace trece años.

—Ojalá mi marido hubiera muerto. Nos las hizo pasar canutas con el divorcio y la pensión alimenticia. El muy cabrón se desentendió por completo. Lo último que supe de él es que andaba por Maine. No se ha puesto en contacto conmigo desde que empezó todo esto. O bien le importa un carajo, o es que lo ha pillado.

Linda se acabó la cerveza de un par de tragos y estrujó la lata. Jamie no había visto a nadie beber tan deprisa desde la época de la universidad.

—¿Sabes qué es lo más curioso? —prosiguió la policía—. Que si se le borrara la memoria, sería mejor persona. Hasta soportaría estar con él en la misma habitación. En fin… ¿Cómo lo hacemos para dormir?

—Acuéstate en mi habitación. Yo dormiré aquí en el sofá.

Linda abrió la otra lata.

—No, de verdad que no. El sofá ya me está bien. ¿Tienes el sueño pesado o ligero?

—Ligero —fue su respuesta.

—Entonces será mejor que te quedes al otro lado del pasillo por si se despiertan y empiezan a deambular por ahí. Para despertarme a mí hace falta un gong chino. Por cierto, tienes una casa muy bonita. Kyra ya me lo había dicho.

Él le agradeció el cumplido.

—Yo vivo de alquiler en la peor zona de Brookline. Cuando estaba casada teníamos una casa que estaba bien… No tanto como esta, pero estaba bien. Al final la perdimos.

—¿Qué pasó?

—Que confié en mi marido, eso pasó. Al principio era agente de seguros, pero luego se hizo corredor de bolsa en no sé qué compañía de mierda… No me enteré de cómo de mierda era hasta mucho después. Lo único que yo sabía del dinero era que las deudas son malas y que los ahorros son buenos, así que dejé que él se encargara de nuestras finanzas. Entonces se le metió en la cabeza que no sé qué absurdas acciones iban a subir como la espuma e invirtió casi todos nuestros ahorros. Y las acciones cayeron en picado. Nos arruinamos. Y nunca me recuperé.

Fue como un truco de magia: estrujó la segunda lata de cerveza sin que Jamie ni siquiera se hubiera dado cuenta de que se la bebía. Le dijo que esperara un momento y volvió de la cocina con otra lata.

—Desde entonces he ido trampeando como he podido —prosiguió, dejándose caer de nuevo en el sofá—. Los inspectores de policía de Brookline no nos ganamos mal la vida, pero he tenido que criar sola a Kyra y ella tiene amigas como tu Emma que llevan siempre cosas muy bonitas y muy caras. Y ella también las quiere. No puedo dárselo todo, pero hago lo que puedo. Después de pagar los impuestos y los gastos de la casa, no queda mucho a final de mes. Y encima me lo restriegan por la cara a cada momento.

—¿Qué quieres decir?

—Sabes muy bien que esta es una ciudad de ricos. Recibo llamadas de casos de robo o violencia doméstica, y yo entro en esas mansiones para ayudar a la gente, y va y ellos me tratan como si fuera una de sus putas sirvientas. Me entran ganas de… Mierda, lo siento. No creo que tengas muchas ganas de oírme despotricar y quejarme.

—Ya es muy tarde —dijo Jamie—. Te traeré unas sábanas, toallas, cepillo, pasta de dientes y todo eso.

—Gracias. Espero acordarme por la mañana de lo amable que has sido con Kyra y conmigo.

Jamie no estaba seguro de si le preocupaba no acordarse por culpa de la bebida o por culpa del virus.

Mandy estaba refugiada en su habitación, incapaz de dormir. Hacía varias horas que no se oían ruidos en el cuarto de Derek y ya era cerca de medianoche. Jamie le había enviado un mensaje antes de acostarse y ella le había contestado que se encontraba bien, pero que no le apetecía hablar. Ahora sí tenía ganas de charla, pero no quería despertarlo.

Le resultaba inconcebible que tuviera que armarse para protegerse de su marido, pero lo hizo por si acaso se despertaba. Se había equipado con tres líneas de defensa. La primera y más benigna era una escoba larga para impedir su avance si se acercaba con aire agresivo. Si eso fallaba, tenía un pico pequeño que había cogido del garaje. El último recurso era un cuchillo grande de cocina. Había dispuesto el armamento sobre la cama, a su alrededor, y mientras permanecía tumbada escuchaba los ruidos nocturnos que llegaban a través de las ventanas con las cortinas echadas. Hacía un rato se habían oído algunas sirenas, pero ahora reinaba un silencio sepulcral; ni siquiera se oía el habitual zumbido de coches pasando por Westfield Boulevard.

Pensó en Derek y en cómo su aventura con Jamie había resquebrajado su matrimonio. Pensó en cómo sería contraer aquella enfermedad y sentir cómo los últimos granos caían por el reloj de arena de la memoria. ¿Le quedaría algún indicio de quién era ella, de quién había sido? Pensó en Jamie y en la agradable sensación de estar arropada entre sus brazos, y poco a poco se quedó dormida.

El ruido la confundió.

Sonó como si llegara del interior de su cabeza, porque había estado soñando que se encontraba en una librería de estantes delirantemente altos y, al intentar coger de puntillas uno de los libros, la estantería se había desplomado y la había aplastado.

Cuando del sobresalto se incorporó en la cama, no le quedó tan claro que el ruido estuviera dentro de su cabeza. En su sueño no había cristales, pero el estrépito que había oído era de cristales haciéndose añicos y un golpe sordo a continuación. Su dormitorio tenía ventanas que daban delante y atrás. Se levantó y se asomó a las ventanas del jardín delantero, parcialmente iluminado por una farola. No vio nada y se acercó a la parte de atrás. Allí no había luz, y la luna en cuarto creciente no era de mucha ayuda. Notó movimiento en el patio de la barbacoa. Cogió el móvil de Derek, activó la linterna y, al enfocarla hacia abajo, soltó un grito espantoso.

Corrió escaleras abajo, encendió las luces del patio y abrió las puertas correderas. Vio la herida abierta, el hueso del cráneo y, por debajo, la masa reluciente de cerebro. Los gritos de impotencia de Mandy resonaron en la noche. La mano derecha de Derek se abría y cerraba débilmente. Su pecho subía y bajaba como un fuelle exhausto.

—No sé qué hacer —le dijo ella—. ¿Qué hago?

Llamó a Emergencias con el móvil de Derek y le salió una grabación: debido a la inusual actividad registrada en el condado de Marion, había que dejar un mensaje y un operador intentaría contactar con ese número. Mandy dejó un mensaje desesperado, aunque sabía que no serviría de nada. Lo único que podía hacer era quedarse junto a él, hablarle, cogerle de la mano. El charco de sangre se fue extendiendo hasta alcanzar el dobladillo de su camisón.

—Oh, Dios santo…

La voz la sobresaltó. Cuando se dio la vuelta, vio que pertenecía a uno de sus vecinos, un hombre con el que ella y Derek solían intercambiar comentarios amables. Sin embargo, él y su mujer se mostraban siempre reservados, manteniendo las distancias, aunque del modo más agradable posible.

—He oído la caída —dijo—. ¿Está…?

—Está vivo.

—¿Qué ha pasado?

—Lo encerré. Y debió de asustarse.

—¿Ha llamado a Emergencias?

—He dejado un mensaje, pero no creo que venga nadie.

—En televisión han dicho que Emergencias está paralizada. ¿Puedo hacer algo?

—¿Me ayuda a llevarlo dentro?

Rosenberg no era un hombre robusto ni tampoco joven, pues tendría unos ochenta años. Debía de pesar algo más de sesenta kilos, pero era sorprendentemente fuerte para su tamaño y cargó con casi todo el peso de Derek, levantándolo por las axilas. Lo tumbaron en el sofá y, sin decir nada, Rosenberg fue a buscar una toalla para ponerla debajo de la cabeza sangrante, como si hubiera que proteger la tapicería.

Mandy, sentada en el suelo y agarrando la mano de Derek, musitó un «Gracias». Rosenberg le preguntó si quería que se quedara, pero, antes de que ella pudiera responder, decidió que no iba a irse.

—No debe estar sola ahora —dijo, y a Mandy le saltaron las lágrimas.

Había unas cuantas botellas de licor en un carrito de bebidas. El anciano preguntó si podía tomarse un whisky y ella contestó que por supuesto.

—¿Estaba…, ya sabe, enfermo?

Mandy asintió.

—No lleva mascarilla —observó él.

—Usted tampoco.

—Mi mujer también lleva enferma dos días. No sé por qué yo no lo he pillado. Tal vez acabe contagiándome. Pero usted es joven. Debería llevar mascarilla.

—Quiero infectarme.

—¿Por qué dice una cosa así?

Rosenberg estaba de pie junto a ella, con un vaso de whisky en la mano. Tenía una mancha roja en la barba blanca de haber cargado con Derek.

—Tiene sangre en la barbilla.

—Oh.

Se levantó el polo desde la cintura y lo usó para limpiarse. Tenía la barriga prieta y musculosa, y el pecho cubierto por una mata de pelo gris.

—¿No tiene que ir con su esposa?

—Ya estaba muy mal antes de contagiarse. Sufrió un derrame el año pasado.

Mandy no apartó los ojos de Derek, que respiraba de forma entrecortada.

—Lo siento. No lo sabía.

—No lo conté a los cuatro vientos. Y apenas nos conocíamos. Ella no quería vivir tal como estaba. Me pidió que la ayudara a acabar con su vida, pero yo no pensaba hacer algo así. Creo que le pegó el bicho una de las cuidadoras. Si quieres saber lo que pienso, ahora está mucho mejor, sin acordarse de nada.

Mandy abrió la palma y la mano de Derek resbaló. Su pecho había dejado de moverse.

—Lo siento mucho —dijo Rosenberg—. ¿Suele rezar?

—No.

—Normalmente, yo tampoco.