55
Sabes qué me obliga a hacer? —le contó Morningside a Jamie una mañana—. Me va a hacer asistir a una de sus charlas.
Era un día soleado, el más apacible y templado de las últimas semanas. Era uno de esos días de invierno en los que Holland reunía a sus reclutas alrededor de la bandera para impartir una lección magistral. Cuando bajaban las temperaturas y soplaba el viento, hacinaba a la mitad de sus reclutas en un barracón para darles una clase matutina y por la tarde repetía con la otra mitad.
Jamie accedió a acompañarla. Había asistido a alguna de las lecciones de Holland y le parecían desagradables ejercicios de propaganda, pero Morningside estaba cada día más frágil y pensó que le vendría bien un poco de apoyo. Bajo una flácida bandera estadounidense, Holland se subió a una caja de madera para que todos lo vieran. Había acomodado a Morningside en una silla plegable, envuelta en una manta. Los reclutas, de pie, formaban un semicírculo sobre la nieve pisoteada, mientras que los hombres de Streeter, con los fusiles al hombro, habían establecido un laxo perímetro. El expolicía se había agenciado un expositor de gafas de sol de espejo estilo aviador tras el saqueo de una farmacia y había dado un par a cada uno de sus hombres; se habían convertido en su uniforme. Streeter haraganeaba en una silla Adirondack e iba dando cabezadas como si tuviera un muelle en el cuello. Jamie solía reconocer su droga del día, y en esa ocasión sin duda se trataba de algún opiáceo. Los días de opiáceos eran mil veces mejores que los días de anfetaminas: la somnolencia era mejor que la agresividad.
Jamie estaba de pie a un lado, escrutando el rostro de los reclutas. Había llegado a conocerlos a todos durante sus visitas médicas, cuando trataba sus enfermedades internas: gargantas irritadas, infecciones respiratorias, diarreas. Holland mantenía una estricta separación entre los sexos y, por el momento, no se había producido ninguna agresión sexual, aunque Jamie mantenía sus sospechas acerca de Streeter. Como los hombres no dejaban de ser hombres, alguna que otra vez se producía una pelea a puñetazos o un combate de lucha libre a propósito de alguna disputa territorial en los barracones, pero la lesión más grave que Connie había tenido que atender había sido una clavícula rota.
Holland había dado a Streeter órdenes estrictas acerca del tipo de personas que quería para el campamento. Tenían que ser jóvenes, pero no demasiado. La mayoría se encontraban entre los dieciséis y los cuarenta años de edad. Tenían que estar sanos: no quería ocuparse de reclutas heridos o enfermizos. Pese a todos sus defectos, Holland no parecía un racista declarado, y la proporción entre blancos y personas de color reflejaba la diversidad de aquella región de Carolina del Norte.
Holland quizá tuviera una veta igualitaria, aunque Streeter no la compartía. Era evidente que trataba peor a los negros y a los hispanos, pero cuando Jamie le llamó la atención por discriminar a un niño negro y abusar verbalmente de él, Streeter afirmó que él no veía el color de piel.
—Solo veo un hatajo de retrasados.
Holland quizá fuera ciego respecto al color de piel, pero se mostraba despectivo con las teologías que no fueran la cristiana. Según le contó Roger a Jamie un día, en una de sus batidas se toparon con un joven y, cuando lo llevaron al campamento, Streeter le comentó a Holland que, en su opinión, y a juzgar por la parafernalia que habían visto en la casa, probablemente era judío.
—Bueno, no importa, ¿verdad? —se supone que había respondido Holland—. No recordará nada de eso. Ahora es cristiano.
Durante el mes que llevaba en el campamento, Jamie había visto mejorar la competencia lingüística de los reclutas a pasos agigantados. Emma, Kyra y Dylan también hacían progresos, no solo con su adquisición del lenguaje, sino también con una fuente de conocimientos cada vez mayor. La comunicación resultaba más fácil. Para Jamie y Connie, eso significaba que cabía la posibilidad de actuar como médicos y no como veterinarios. Para Holland, significaba que sus lecciones podían ser más sofisticadas.
—Cuando empezamos con ellos —le dijo a Jamie la señora Holland desde su lecho de dolor—, era como enseñar catequesis a párvulos. Hacíamos dibujos y empleábamos palabras muy sencillas. Ahora, Jack me cuenta que es como enseñar a alumnos de sexto curso. Espero vivir lo suficiente para verlos a nivel de secundaria. Jack tendrá que llevarlos a la universidad solo, supongo.
Jamie y Connie en general estaban a gusto con los reclutas. Tenían algo en común con sus hijos: una inocencia dulce inherente. Habían olvidado todos los recuerdos acumulados que volvían a la gente suspicaz, temerosa, arrogante o grosera. La parte buena de perder la identidad era que también se perdía el lastre. Lo que quedaba era una especie de sinceridad y asombro infantiles. Blair Edison había llenado la cabeza de sus esbirros con el odio a los «hombres malos» y les había inculcado inclinaciones homicidas. Las enseñanzas y prédicas de los Holland eran de corte más benévolo, reflejo de su visión de una utopía cristiana. Por lo menos sus reclutas se estaban convirtiendo en corderos, en vez de leones.
La favorita de Jamie era Valerie, la vecina de los Holland y su primera recluta. Era una mujer grande y animada, con una sonrisa perpetua y un entusiasmo contagioso. Según contaban los Holland, había sido una persona colérica y amargada, con un largo historial de arrestos por hurtar en comercios y por pagar con cheques sin fondos para costear su adicción. Ahora era un encanto.
—¡Es mi amigo! —exclamaba cuando él entraba en su barracón—. ¡Es el doctor Jamie!
—Buenos días —respondía Jamie jadeando, atrapado en un abrazo de oso.
—Te quiero.
—Yo también te quiero.
—Quiero a Jesús —decía Valerie cuando lo soltaba—, quiero a la doctora Connie, quiero a Jeremy, quiero al señor H, quiero a la señora H y quiero a…
Jamie la paraba antes de que citara a todas sus compañeras de barracón.
Para la lección magistral de aquel día, Holland usó un megáfono como de costumbre, según él para que su mujer pudiera oírlo desde la cama. Jamie sospechaba que se sentía un hombre más grande al amplificar su voz. Los reclutas se apiñaban alrededor de la bandera para calentarse unos a otros y miraban a Holland con rostro expectante.
—Amigos míos —empezó Holland, y el eco de su voz rebotó en la casa y se alejó en dirección al lago—, demos gracias al Señor por este precioso día. Decid: «¡Gracias, Señor!».
—¡Gracias, Señor!
—La señora Holland se siente enferma. La señora Holland está en la cama. Por favor, gritad tan fuere como podáis: «¡La queremos, señora Holland!».
—¡La queremos, señora Holland!
—Muy bien, seguro que eso la hace sentirse mejor. ¿Cómo se llama nuestro campamento?
—¡Campamento Mentes Limpias!
—Eso es. Llegasteis aquí con la mente limpia porque no recordabais nada de vuestra vida. La señora Holland y yo somos vuestros maestros. Lo que os enseñamos provee a vuestra cabeza de datos e ideas nuevas, pero seguiréis teniendo la mente limpia. No tendréis la mente sucia porque lo que os enseñamos trata de la bondad. No os enseñamos cosas sucias. La Biblia dice que hagamos el bien al prójimo, y sobre todo a los hermanos en la fe. Aquí todos somos hermanos en la fe, y esa fe se basa en nuestro amor a Jesucristo, nuestro Señor y Salvador. Así pues, ¿a quién queremos?
—¡Queremos a Jesucristo! —corearon todos.
—Muy bien. Hoy, quiero hablar otra vez sobre Estados Unidos. Os acordáis de Estados Unidos, ¿verdad?
—¡Verdad!
—El campamento Mentes Limpias se encuentra en Estados Unidos. Nosotros nos llamamos estadounidenses. Estados Unidos es muy especial. Hay muchos países en el mundo. El mundo es un sitio muy grande, mucho más que Estados Unidos. Pero… ¿queréis saber una cosa? Estados Unidos es el mejor país del mundo. Levantad la mano si queréis saber por qué es el mejor país del mundo.
Las manos se alzaron.
—Es el mejor país porque tiene los mejores valores. ¿Qué son los valores? Los valores son las cosas en las que creemos, las cosas que tenemos por ciertas e importantes. Voy a enseñaros tres valores estadounidenses. El primer valor es la libertad individual. Decid: «Libertad individual».
Algunos lo dijeron con más fluidez que otros.
—La libertad individual es el poder de hacer lo que queramos, decir lo que queramos y pensar lo que queramos.
«… a partir de lo que Holland plante en vuestro cerebro», pensó Jamie.
—No podemos tener libertad —prosiguió Holland—, a menos que podamos cuidar de nosotros mismos. Eso se llama «independencia».
Su segundo valor era la igualdad de oportunidades para todos, y explicó que, como todo el mundo tenía las mismas posibilidades de éxito en Estados Unidos, había que aprender a competir para triunfar. El tercer valor era lo que él llamaba «el sueño americano», la oportunidad de tener una vida mejor.
—Pero entended una cosa —concluyó—: no podéis conseguir vuestro sueño americano sin trabajar duro. Todos y cada uno de vosotros tendréis que trabajar muy duro. ¿Trabajaréis duro?
—¡Sí, señor H! —gritaron.
—Estados Unidos es un gran país porque tenemos los mejores valores. También tenemos el mejor Gobierno. Ya hemos hablado del Gobierno. ¿Quién recuerda lo que es?
Valerie levantó la mano y la movió para llamar su atención.
—Sí, Valerie.
—¡El Gobierno son nuestros líderes!
—Bien. ¿Yo soy vuestro gobierno?
—¡Sí! —exclamó Valerie.
—No ha sido una pregunta justa. Aquí, en el Campamento Mentes Limpias, soy vuestro líder, pero no vuestro gobierno. El Gobierno lo elige la gente. Vosotros no me elegisteis. El líder del Gobierno estadounidense es el presidente de Estados Unidos. Tenemos la inmensa suerte y el gran honor de tener a la presidenta de Estados Unidos aquí, en nuestro campamento. —Se situó detrás de ella—. Presidenta Morningside, le ruego que pronuncie unas palabras para todos.
Morningside hizo una mueca y se tapó la oreja más cercana al megáfono.
—No quiero —susurró.
—Por favor, señora presidenta —insistió Holland—. Esto es tan especial para ellos…
Le entregó el megáfono y le enseñó qué botón debía pulsar.
El aparato cobró vida una vez más con un graznido.
A Jamie le pareció que el aspecto de Morningside era un tanto extraño. Tenía la boca torcida y daba la impresión de que sus ojos no enfocaban a los asistentes, sino a un halcón que trazara círculos sobre ellos.
—Sí, soy la presidenta de Estados Unidos, la líder de América, como ha dicho el señor Holland. —Su voz retumbaba—. Quiero deciros lo siguiente: no hagáis caso al señor Holland. Nos ha arrebatado la libertad, la mía y la vuestra. Todos nosotros somos sus prisioneros. Somos…
Holland le quitó el megáfono y la asamblea concluyó de forma confusa y abrupta.
Habían enseñado a Emma cómo se llamaba aquello, de modo que, cuando una tarde anunció que tenía la regla, Jamie le dio un tampón. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que Kyra hacía un tiempo que no la tenía.
—¿Cuánto hace? —le preguntó Connie.
—He perdido la cuenta.
Connie se ofreció a examinarla y se llevó a la niña al dormitorio, donde se puso los guantes y le dijo que se quitara los tejanos y la ropa interior.
—Solo voy a tocarte aquí abajo para ver cómo tienes tus partes —explicó mientras se untaba los dedos con lubricante.
—¿Qué son mis partes? —preguntó Kyra.
—Son esto, justo aquí, y dentro de ti. Sube las rodillas.
Kyra se rio mientras Connie introducía los dedos.
—Imagino que no te hago daño —dijo Connie mientras le palpaba el cuello del útero y el resto.
—Hace cosquillas. ¡Esto es lo que hace Jeremy!
—Bueno es saberlo —comentó Connie sacando la mano.
—Está embarazada —informó a Jamie cuando estuvieron a solas.
—¡Me cago en todo, no!
—Me ha dicho que Jeremy le ha tocado sus partes.
—La única vez que estuvieron a solas, y solo durante un ratito, fue hace un par de semanas.
—Lo recuerdo —dijo Connie—. Fue cuando nos llamaron a los dos para examinar a la chica que había resbalado en el hielo y se había dado un golpe en la cabeza; le pedimos a Jeremy que las vigilara.
—¿Cómo es posible que detectes un embarazo de dos semanas con un examen pélvico?
—No puedo. Está de seis semanas como mínimo.
Jamie se desplomó en el sillón.
—Joder. Es de Joe Edison. Necesito una copa. Por lo menos ese cabrón no dejó preñada también a Emma.
—¿Quieres que le cuente a Kyra lo que le espera?
—No veo por qué no —respondió él en un tono lúgubre.
Jamie partió hacia la casa de Holland para ver si, después del incidente en la asamblea, Morningside todavía estaba bien surtida de vino.
Al cabo de una hora, Jamie no había regresado. Connie acostó a Dylan y lo encerró muy a su pesar. Hizo lo mismo con Emma y Kyra, apagó las velas y se metió en la cama.
A oscuras, Kyra tocó a Emma en la mejilla y le dijo:
—Voy a tener un bebé.
—¿Qué es un bebé?
—Connie dice que es un niño pequeño o una niña que crece dentro de ti.
—¿Dónde?
Kyra le puso la mano encima de la barriga.
—Aquí dentro.
—¿Por qué tienes un bebé?
—¿Te acuerdas de cuando Joe nos hacía daño en las partes?
—¿Qué son las partes?
Kyra le puso la mano más abajo.
—Me acuerdo —dijo Emma—. No me gustaba.
—A mí me gustó cuando Jeremy me tocó mis partes —comentó Kyra—. Fue bueno.
—¿Por eso tienes un bebé?
—Creo que sí.
—¿Dylan me tocará mis partes?
—No lo sé. Pregúntaselo a Dylan.
—Vale.
Emma se levantó y abrió la puerta sin hacer ruido. El fuego moribundo de la chimenea y la estufa iluminaban la sala común. Emma llevaba los calcetines gruesos, y se deslizó hasta el armarito donde había visto a su padre esconder la llave bajo una taza.
Dylan se despertó con un sobresalto.
—Soy Emma.
—No es por la mañana —dijo él.
—Lo sé. Quiero meterme en tu cama.
—¡Yo también quiero! —exclamó él.
Emma se metió bajo las mantas.
—Kyra tiene un bebé. Yo quiero un bebé.
Le explicó lo que sabía sobre el proceso de adquirir uno y puso la mano de Dylan entre sus piernas.
—Tienes que ponerla ahí.
—¿Poner qué? —preguntó Dylan.
Emma recordaba todos los detalles de lo que Joe Edison le había hecho y le dio una explicación pormenorizada.
Cuando acabaron, le dio un beso.
—Te quiero, Dylan. ¡Ha estado bien!
—Yo también te quiero, Emma. ¿Ahora tendrás un bebé?
—Eso espero.