Epílogo
Cuando la primavera llegó por fin al lago Splendor, se anunció con un gran colorido.
El deshielo dejó a la vista una tierra fértil y oscura en la que creció un mar verde pálido de delicados helechos que ondulaban bajo una brisa cada vez más cálida. El bosque era una paleta de colores. Las yemas rojas de los arces punteaban las montañas. Los rododendros florecían en tonos blancos, rosas y violetas. Los cornejos sacaban flores blancas, mientras que los trilios salpicaban el suelo del bosque con espirales de pétalos blancos con el centro rosa.
El lago también cobró vida. Libres del hielo, las aguas empezaron a moverse, captando los destellos del sol que doraban la superficie. Los peces, tras su largo letargo bajo el hielo, asomaron a la superficie para alimentarse de insectos. Jeremy enseñó a todos a poner el cebo en el anzuelo y a echar el sedal, y los campistas, encantados, se volvieron unos expertos en la pesca de percas de boca pequeña. Connie se negaba a llamarlos reclutas, porque ese nombre era una mentira. Los llamaba campistas cuando le daba por ahí, pero prefería la expresión «damas y caballeros». En una de sus excursiones para buscar comida, Jeremy encontró un alijo de paquetes de semillas en un invernadero, y Connie sembró un gran huerto.
Trataba lo mejor que podía las toses, los resfriados y los cortes infectados, y procuraba que todo el mundo estuviera lo más sano posible. Impartía una clase diaria sobre el tema que más le apeteciera. Podía ser lectura o aritmética. Podía ser el funcionamiento del cuerpo humano. A veces, se limitaba a leerles de una novela. A Dylan siempre le leía por las noches y, cuando se dormía, salía al porche con un té negro, escuchaba a los búhos y se preguntaba si Jamie y las chicas seguirían vivos.
Era una mañana cálida y luminosa en la que todo el mundo andaba ocupado con sus tareas. Connie y varias de sus damas y caballeros quitaban las malas hierbas del huerto. Otros barrían los barracones o preparaban la comida. Jeremy y Dylan escarbaban en busca de gusanos y fabricaban trampas para conejos. Arthur tomaba el sol en la hierba junto a Connie.
Uno de los hombres a los que Streeter había disparado no había llegado a recuperarse del todo. Era el mayor del campamento, de unos cincuenta años, según Connie. Streeter lo había herido en el pulmón derecho y, aunque Connie le había salvado la vida, le había quedado una herida supurante en el pecho que no había manera de sanar. Por su estado enfermizo, estaba excusado de la mayor parte de las tareas. En aquella hermosa mañana, paseaba por el campamento cogiendo flores silvestres. Sabía que siempre se llevaba un beso cuando regalaba un ramillete a Connie.
Acuclillada, Connie oyó cómo la llamaba. Alzó la vista y lo vio corriendo con paso torpe, tosiendo y farfullando. Se levantó y le dijo que no corriera.
—¡Te vas a poner enfermo!
—¡Connie! ¡Connie! —insistía él.
—¿Qué pasa?
—¡Un coche! ¡Viene un coche!
A Connie le entró el pánico.
Durante un tiempo, no había ido a ninguna parte sin un arma de fuego, pero había perdido esa costumbre. Llamó a Jeremy a gritos y corrió hacia la casa para coger el fusil, pero llegó demasiado tarde.
Un todoterreno negro con las lunas tintadas se acercó por el camino a toda velocidad y se detuvo delante de la casa, cerrándole el paso.
Estaba a punto de gritar a todo el mundo que arrancara a correr, cuando se abrió la puerta del conductor.
—¡Jamie! —gritó Connie, y cayó de rodillas.
Él corrió hasta ella, la levantó del suelo y la besó más apasionadamente de lo que había besado nunca a nadie.
El perro saltó al interior del coche y empezó a lamer a las chicas como un desesperado.
—¡Arthur! —dijo Kyra con una risilla—. ¡Cuidado con el bebé!
—¡Pero mira qué par de bellezas! —exclamó Connie cuando salieron del coche.
A Emma ya se le notaba, y Kyra tenía un barrigón.
Se abalanzaron hacia Connie, y cuando estaban a punto de abrazarse, Jeremy y Dylan llegaron corriendo desde el lago.
Las chicas desviaron su atención. Emma chilló y señaló a Dylan.
—¡Me acuerdo de ti! —gritó—. ¡Te quiero!
—¡Y yo me acuerdo de ti! —respondió Dylan también a voces—. ¡Y te quiero!
Se abrazaron y Dylan preguntó:
—¿Dónde está el bebé?
—Sigue dentro de mi barriga —respondió ella—. ¿Quieres tocarlo?
Jeremy abrazó a Kyra.
—¡Dios mío! ¡Cuánto te he echado de menos! ¿Cómo está mi chica?
—¡Pronto tendré a nuestro bebé! Te quiero, Jeremy.
—Yo también te quiero —contestó él—. Pensaba que no volvería a verte.
—¡Pues aquí estoy! ¡Ahora puedes verme!
Los campistas se reunieron a su alrededor, contemplando felices el espectáculo, mientras Connie pegaba la cara a la de Jamie y le decía:
—Oye, yo a ti también te recuerdo.
Ya en la casa, las dos parejas se pusieron a charlar y hacerse arrumacos, y Arthur tuvo que pelear para que le hicieran caso. Jamie sacó de una bolsa una lata de café molido.
—¡No fastidies! —dijo Connie—. Llevamos semanas sin.
Encendió el fogón y puso en marcha la tetera mientras Jamie se desplomaba en una silla, algo aturdido.
Emma entró y pidió un vaso de agua. Connie lo llenó con la garrafa.
—Aquí tienes, cariño.
La chica se la bebió y miró por la ventana hacia las montañas.
—Esto es bonito. Mira todos esos colores. Es precioso.
—La primavera en las montañas —dijo Connie—. No hay nada más bello.
Jamie se agachó para besar a su hija en la coronilla.
—Eres una buena chica, Emma.
—Voy a volver a besar a Dylan un rato más.
—Adelante. —Cuando se hubo ido, se dirigió a Connie—: Quiero que me cuentes todo lo que ha pasado.
—Ya, bueno, eso tendrá que esperar —dijo ella, recalcando todas las palabras y adoptando una postura de tipa dura, con los brazos en jarras—. Tú primero, qué coño. ¿Llegasteis a Detrick?
—Sí. Tuvimos un par de sustos por el camino, pero llegamos.
—¿Y? ¿La cura? ¡Venga, Jamie, no te hagas de rogar!
—La gente de Detrick era increíble. Había científicos que llevaban tiempo trabajando en sus ideas, completamente a su aire. Allí están al margen de cualquier cadena de mando o control civil o militar. El Pentágono está mudo; nadie sabe por qué. Son buenas personas que hacen todo lo que pueden, nada más.
—¿Y? —insistió ella.
—Y todos y cada uno de ellos vieron la lógica de mi propuesta y todos y cada uno de ellos se volcaron en mi propuesta.
—¿Y?
—Hace dos semanas, la probamos con una docena de personas infectadas que viven en la base.
—Te juro que voy a estrangularte —dijo Connie—. ¿Y?
A Jamie se le hizo un nudo en la garganta, lo que la obligó a esperar unos instantes más.
—¡Funcionó, Connie! Funcionó. Al cabo de una semana, volvió todo. Lo recordaban todo. Recuperaron hasta el último recuerdo que tenían antes de contagiarse. Se convirtieron en las personas que eran antes.
—Dios mío —murmuró Connie emocionada, una y otra vez.
—Para ser una curtida cirujana de combate, desde luego lloras un montón.
—Eres un puto genio —sollozó ella—. Un genio chapado en oro.
—Tuve mucha ayuda en Detrick… y antes de Detrick.
—Mandy —dijo ella.
—Sí, Mandy.
—¿Y ahora qué?
—La gente de Detrick está acelerando la producción de vacunas. Creen que podrán fabricar cientos de miles de dosis dentro de unos pocos meses, y millones para finales de verano. El comandante de la base está trabajando en un plan de logística para emplear las tropas de las que dispone y distribuirlas por todo el país, reclutando voluntarios por el camino, para vacunar a todo aquel que puedan encontrar y después dejar que el nuevo virus se disemine solo hasta alcanzar a quienes no encuentren ellos.
—¿Y las chicas qué? Están igual. Estupendas, pero igual.
—Quise venir aquí en cuanto supe que funcionaba. No quería vacunarlas justo antes de emprender un viaje largo.
—¿Hay suficiente para Dylan, para todos los del campamento?
—Llevo conmigo unos centenares de dosis. —La tetera silbó—. Hablemos con los chicos mientras tomamos el café, ¿vale?
Se reunieron alrededor de la mesa del comedor y Jamie dio un pequeño discurso. Jeremy escuchó y asintió, mientras le contaba a Emma, Kyra y Dylan que había una medicina que les ayudaría a recordar todo lo que habían olvidado desde que enfermaron. Serían la vieja Emma, la vieja Kyra y el viejo Dylan.
—¿Quién era el viejo Dylan? —preguntó Dylan.
—Eras un joven maravilloso —respondió Connie—. Eras inteligente y divertido, y tenías mucho talento. No había nada que no pudieras hacer.
—¿Recordaré todo lo de después de ponerme enferma? —preguntó Kyra.
—Es una muy buena pregunta —dijo Jamie—. Las personas que tomaron la medicina en la base militar todavía recordaban lo que había pasado después de enfermar. Tenían los antiguos recuerdos y también los nuevos.
Se hizo el silencio en la habitación. Los cuatro adolescentes cruzaron unas miradas enigmáticas.
—¿Tú qué crees, Jeremy? —preguntó Connie—. Es emocionante, ¿no?
—Supongo. Si…
—¿Si qué?
—Si después todavía le gusto a Kyra.
Hubo otro silencio. En esta ocasión lo rompió Emma.
—Me gusta la nueva Emma. No quiero a la vieja Emma.
Kyra se sumó de inmediato.
—No quiero a la vieja Kyra.
—No quiero al viejo Dylan —coincidió Dylan.
Le tocó llorar a Jamie. Tardaría un tiempo en saber si estaba feliz o triste.
Se levantó, le pasó un brazo por la espalda a Emma y luego tiró de Kyra con el otro. Connie lloraba y hacía lo mismo con Dylan y Jeremy.
A Jamie le gustaba la nueva Emma. Le gustaba mucho.
—Entonces qué, ¿nos quedamos todos aquí una temporada? —oyó que decía Connie.
Y se oyó a sí mismo responder:
—No me imagino en ninguna otra parte.