52

Solo llevaban veinte minutos en la carretera cuando, al tomar una salida, Connie le susurró a Jamie que sabía adonde iban.

La calzada estaba llena de baches y hacía viento. Iban dando botes de un lado a otro en la parte de atrás del minibús de Streeter, que llevaba estampado a cada lado «Departamento Penitenciario del Condado de Haywood».

—Este camino lleva al lago Splendor —dijo Connie.

—¿Qué hay allí?

—Poca cosa. Un puñado de pequeños campamentos de pesca. Y…

—¿Y qué?

—Un campamento de verano. Dylan iba de pequeño. Arthur estaba sentado entre Emma y Kyra en uno de los asientos, con la lengua colgando mientras las dos le acariciaban la panza. Morningside viajaba sola en otro banco, contemplando la noche.

Llegaron a una puerta rematada con alambre de púas y cerrada con cadena y candado. A cada lado de la puerta, Jamie vio una alambrada que se perdía en la oscuridad. Dos de los hombres de Streeter montaban guardia en la entrada. Quitaron el candado, abrieron la puerta y volvieron a cerrarla cuando Rocky pasó con el minibús. A un centenar de metros, el oscuro camino iba a parar al lago. El reflejo de la luna bailaba en las aguas agitadas. Rocky aparcó delante de una casa en cuyas ventanas brillaba una luz procedente de una chimenea y unas velas.

—Esperad aquí mientras hablo con él —le dijo Streeter a sus hombres.

Al cabo de un rato, un tipo de mediana edad bastante bajo, con entradas y el pelo peinado hacia atrás, subió de un brinco al minibús. Tenía los labios carnosos y femeninos y la barbilla pequeña, lo que confería a su rostro una apariencia puntiaguda. Iba vestido como un contable o un abogado que no acabase de pillarle el truco a la ropa informal de los viernes, con unos pantalones gris marengo con la cintura muy alta y un cinturón fino, y una camisa de vestir blanca con el cuello abierto. Cuando se acercó por el pasillo, Jamie vio que sus ojillos se posaban en cada uno de los ocupantes del autobús, examinando la remesa.

—¿Es cierto? —preguntó con entusiasmo—. ¿De verdad viaja Gloria Morningside en este autobús?

—¿Ha oído hablar de mí? —dijo la aludida, algo asombrada.

—Por supuesto que sí —respondió Holland acercándosele—. Cuando Oliver Perkins dio su último discurso presidencial antes del apagón, usted estaba con él en el estrado. El señor Streeter me comenta que ahora es usted la presidenta. ¿Qué ha sucedido, en nombre de Dios?

—Viajábamos con parte de esta buena gente cuando el Marine One se estrelló cerca del lago Junaluska. Oliver no sobrevivió. Yo sufrí heridas graves, pero la doctora Alexiadis me salvó. Si soy presidenta o no, está abierto a conjeturas, ya que no hay nadie en situación de tomarme el juramento del cargo.

—Bueno, es un honor darles la bienvenida a mi campamento. Soy Jack Holland. Mi mujer, Melissa, y yo somos muy aficionados a la historia, de manera que será un placer inconmensurable hablar con usted de la sucesión presidencial y de nuestra actual crisis constitucional. Melissa está preparándole el alojamiento en este preciso instante.

Jamie y Connie cruzaron una mirada. Parecían a punto de competir entre ellos por ser el primero en manifestar indignación, pero Morningside se les adelantó.

—Permita que le diga una cosa, señor Holland. No sé a qué se dedican aquí, pero este hombre, el señor Streeter, es un asesino sin escrúpulos. Ha disparado a un joven sin provocación previa.

Holland se volvió hacia Streeter.

—Chuck, ¿eso es cierto?

—El muy cabrón me ha atacado con un cuchillo.

—Ya lo ve —dijo Holland—. Defensa propia.

—Eso es mentira —protestó Jamie—. El chico iba desarmado, y estaba herido cuando este hombre le ha disparado. Defensa propia, una mierda.

—¿Y usted quién es? —preguntó Holland.

—Jamie Abbott.

—Un médico, me cuentan.

—Sí.

—¿Qué clase de médico?

—Neurólogo.

—Mi querida esposa está sufriendo unas jaquecas tremendas. ¿Puede ayudar con eso?

—A lo mejor.

—¿Y usted es cirujana, doctora Alexiadis?

—Correcto.

—Uno de nuestros reclutas tiene un absceso muy doloroso en las posaderas. Imagino que usted podrá tratar eso, ¿no?

—Imagina bien —respondió ella, aunque no tardó en añadir—: Lo que le han contado Jamie y Gloria es la pura verdad.

—Suele pensarse en la verdad como en algo absoluto —dijo Holland—. Sin embargo, conforme a nuestro sistema jurisprudencial, en circunstancias como estas en las que es la palabra de uno contra la de otro, corresponde al poder judicial establecer la veracidad. El señor Streeter era, hasta hace bien poco, un representante de la ley, de modo que es lo más parecido a una autoridad jurídica que tenemos por estos lares en estos tiempos de zozobra. Así pues, si él dice que ha sido en defensa propia, entonces, ipso facto, ha sido defensa propia. Además, es hermano de mi mujer, y como no lo trate bien, se me cae el pelo.

Jamie sintió que le hervía la sangre.

—Entonces, lo que nos está diciendo es que usted es una basura por ponerse del lado de esta otra basura.

Streeter gruñó y se acercó por el pasillo con todo el aspecto de ir a darle una paliza, pero Holland lo mantuvo a raya.

—Tranquilo, Chuck. Estoy seguro de que ha sido una noche difícil para nuestros invitados. Dejemos que se tranquilicen. ¿Estos jóvenes de aspecto encantador son nuestros nuevos reclutas?

—¿Qué coño quiere decir con eso de «reclutas»? —preguntó Connie.

—Todo a su tiempo. Vamos a instalar a todo el mundo para pasar la noche y por la mañana hablaremos largo y tendido. Los jóvenes se irán con el señor Streeter. La señora Holland les esperará fuera para mostrarles a ustedes tres a su cabaña. Me temo que tendrán que compartirla, por el momento. Andamos un poco justos de espacio, pero estamos trabajando en ello.

—No dejaremos que nos quiten a nuestros hijos —saltó Jamie.

—Ni de coña —coincidió Connie.

—Vaya pico tiene la tía —comentó Streeter.

—Creo que seremos nosotros quienes nos ocupemos de la logística de mi propiedad —dijo Holland con tono vacilante.

—Si quiere que tratemos las jaquecas de su mujer —protestó Jamie con la mandíbula apretada—, si quiere que drenemos sus abscesos, si quiere que prestemos servicios médicos a las sesenta personas que, según dicen, viven en este sitio, nuestros hijos se quedan con nosotros.

—Oye, capullo, aquí no mandas tú —le advirtió Streeter, pero Holland levantó la mano.

—Chuck, no pasa nada. Reclutas se encuentran a patadas. Los médicos son como los diamantes. Y la presidenta de nuestra antaño gloriosa nación… En fin, eso es una rareza única, como encontrar el diamante Hope. Las cosas como son: para nosotros ha sido una noche muy buena. Señora presidenta, hoy será usted nuestra invitada, mía y de Melissa, y los médicos compartirán una cabaña con sus hijos. Hala, arreglado.

—¿Arthur dormirá con nosotros? —intervino Emma. Por lo visto, se había esforzado mucho por seguir la conversación.

—¿Se me ha pasado por alto un alma? —preguntó Holland.

Connie señaló al perro.

—Ese es Arthur.

—El señor Streeter llevará a Arthur a la cabaña. Será muy popular aquí.

Melissa Holland tenía el mismo acento plano de Carolina del Norte que su marido y vestía con el mismo estilo conservador. En su caso, combinaba una blusa blanca abrochada hasta el cuello con una falda gris oscuro hasta media pantorrilla y unos zapatos cómodos. A Jamie le pareció que tenía más o menos la misma edad que Jack Holland, cuarenta y muchos años. No era una mujer atractiva: tenía los ojos saltones, tiroideos, con una nariz que parecía la proa de un barco. Aun así, por el atento lenguaje corporal de Holland, saltaba a la vista que besaba el suelo que ella pisaba.

Jamie, Connie, sus hijos y Gloria Morningside se sentaron en el salón de los Holland mientras Streeter y sus hombres preparaban una cabaña. La casa tenía un aire acogedor. Había una librería que ocupaba una pared entera y, sobre la chimenea, un retrato al óleo de los Holland posando delante de un señorial edificio de ladrillo, rodeados de arriates de primaverales azaleas. Sobre la mesa baja estaban las gafas de leer de ambos. Aquello no era como Dillingham, donde Edison se había adueñado de una casa ajena. Aquello parecía la residencia de los Holland.

Mientras tomaban té y galletas de jengibre, Holland dedicó toda su atención a Morningside, porque estaba claro que no cabía en sí de contento por tener a la presidenta en su salón.

Cuando Morningside, con frialdad, puso objeciones a que la llamase señora presidenta, los labios carnosos de Holland esbozaron una sonrisa.

—Bueno, como sabrá —dijo él—, el Artículo II, Sección 1 de la Constitución establece que, en caso de destitución del presidente, o de su fallecimiento, dimisión o incapacidad para desempeñar los poderes y deberes de su cargo, este recae en el vicepresidente. Ahora bien, los padres de la carta magna sembraron aquí la semilla de la ambigüedad, al no dejar claro si el vicepresidente se limitaba a asumir las responsabilidades del cargo o si se convertía en presidente. Esa ambigüedad persistió hasta la Vigesimoquinta Enmienda de la Constitución, que se ratificó en… ¿Cuándo fue?

—En 1967, querido —respondió la señora Holland.

—Gracias, sí, en 1967. La enmienda dejaba meridianamente claro que, en caso de destitución, muerte o dimisión del presidente, el vicepresidente se convierte, en efecto, en presidente. De manera que yo diría lo siguiente, señora presidenta: fue usted nombrada formalmente vicepresidenta por un Congreso funcional, aunque fuera en sus últimos estertores, y que, por tanto, a la muerte del presidente Perkins, se convirtió de forma automática en presidenta.

Morningside escuchaba con expresión perpleja.

—¿Cómo es que se sabe la Constitución de memoria? —preguntó en ese momento.

—Mi mujer y yo somos profesores de historia —anunció Holland con orgullo—. Enseñamos historia estadounidense durante casi veinte años en una escuela universitaria de Asheville. No es una gran universidad, pero como escuela es muy buena —añadió a la defensiva.

—Jack era el director del departamento —dijo la señora Holland—. Yo trabajaba para él.

—Y domésticamente yo trabajo, y lo digo en presente, para Melissa —puntualizó él—. Ella lleva la batuta en nuestras moradas, tanto en la de Ashenville, que ven en ese cuadro al óleo, como en esta de aquí.

—Pero esto es un campamento de verano —dijo Connie, y pasó los dedos por la mata de pelo de su hijo—. Dylan vino un año. ¿Tienen algo que ver con el campamento?

—Somos los propietarios. ¿En qué año fue campista?

Connie se lo dijo.

—No creo que coincidiéramos, doctora.

Connie se encogió de hombros.

—Lo más probable es que yo estuviera ocupada en el hospital. Dejé a mi hijo y vine a recogerlo; no me apunté a ninguno de los extras.

—¿Recuerdas haber venido aquí de campamento? —le preguntó al chico la señora Holland.

—No —respondió Dylan mirándola con rostro inexpresivo.

—Ya sabe que no lo puede recordar —señaló Connie enfadada—. Tiene la enfermedad.

La señora Holland esbozó una sonrisa fugaz y falsa.

—Solo preguntaba.

—Creo que nos hemos desviado del asunto —dijo Holland—. El tema era la sucesión presidencial.

—Me impresionan sus conocimientos —continuó Morningside—, pero no he jurado el cargo y, sin un magistrado del Tribunal Supremo que tome el juramento, no creo que mi nombramiento sea oficial.

Holland tenía preparada una réplica.

—La Constitución no se pronuncia acerca de quién debe tomar el juramento. Sí, la tradición manda que se ocupe el presidente del Tribunal Supremo, pero no se especifica en ninguna ley o reglamento. Si no me falla la memoria, a Calvin Coolidge le tomó juramento su padre en la residencia familiar cuando les llegó la noticia de la muerte del presidente Harding.

Streeter volvió para comunicar a los Holland que las cabañas ya estaban preparadas. Se sirvió cuatro dedos de bourbony se sentó en el sillón de lectura que Holland tenía en la esquina. Al llegar al campamento, a Jamie le había dado la impresión de que a Streeter se le estaba pasando el subidón. Ahora parecía otra vez colocado: tenía los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas.

—Se hace tarde —comentó Holland—, pero propongo que resolvamos esto aquí y ahora. No tardaremos mucho. Melissa, trae la cámara, por favor. La Polaroid. Yo sacaré la Constitución.

Holland sabía exactamente dónde mirar en su muralla de libros; cogió uno y lo hojeó hasta clavar el dedo en una página.

—Señora Morningside, ¿puede ponerse en pie?

Ella se incorporó ayudándose con las manos y gruñó al notar que la herida aún le dolía.

—No sé por qué les sigo el juego. Ese hombre es un asesino despiadado al que ustedes emplean sin el menor reparo.

—Tenga visión de conjunto —la instó Holland—. Aquí lo importante no es un hombre o un incidente desafortunado, sino los Estados Unidos de América. Y ahora, doctora… Lo siento, me cuesta recordar su apellido, de modo que la llamaré doctora Connie. ¿Le importa sostener la Biblia de nuestra familia?

Connie no se movió.

—Por favor —insistió Holland.

Connie se levantó a regañadientes y cogió el desgastado libro.

—Señora Morningside —dijo Holland—, ponga la mano derecha sobre la Biblia, por favor. —Consultó la Constitución—. Repita conmigo, por favor: «Juro solemnemente que ejerceré con lealtad el cargo de presidenta de Estados Unidos y que haré cuanto esté en mi mano por mantener, proteger y defender la Constitución de Estados Unidos».

La señora Holland sacó una instantánea mientras Morningside repetía el juramento. Holland la felicitó y la declaró presidenta.

Morningside dejó caer la mano de la Biblia, con los labios temblorosos, y se desplomó en una silla.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Jamie.

Ella tragó saliva y se secó los ojos con una servilleta.

—Estoy bien. No me siento presidenta, pero estoy bien.

—Creo que es hora de acostarse —anunció Holland, frotándose las manos con satisfacción.

—Aún no nos ha dicho a qué juegan aquí —observó Jamie.

—¿A qué jugamos? Esto no es ningún juego. Se trata de la supervivencia y de la renovación de nuestro país. Se encuentran ustedes en la zona cero. Esperen a mañana. Mañana, todo quedará claro.

La señora Holland se llevó a Morningside a un dormitorio de invitados mientras Streeter les ladraba a los demás que lo siguieran hasta su cabaña. Rocky y Roger cubrían la retaguardia con los fusiles al hombro, cargados. Había suficiente luna para formarse una idea de la distribución del campamento. Frente a la casa de Holland había un patio central con un mástil de bandera como eje. En la dirección contraria a la que avanzaban, Jamie entrevió lo que parecían pistas de tenis y canchas de baloncesto. El serpenteante camino que se adentraba en el bosque pasaba por delante de varias edificaciones alargadas, semejantes a barracones, todas ellas a oscuras.

Jamie y Connie dejaron unos pasos de distancia entre ellos y Streeter.

—Creo que va colocado otra vez —susurró él.

—Ya me he fijado.

Streeter se detuvo delante de una cabaña más pequeña. A través de las ventanas se veía titilar unas velas en el interior. Camino abajo, Jamie vio por lo menos una caseta más.

—Esto es para vosotros —dijo Streeter—. Tres dormitorios. Ya os organizaréis.

Dentro, iluminadas por un par de lámparas que funcionaban con pilas y desperdigadas por el suelo, vieron las posesiones que les habían permitido llevarse de casa de Connie, junto con los grandes arcones de plástico que contenían el instrumental médico. Los dormitorios eran minúsculos y la estancia principal, pequeña y rudimentaria. Había una cocina americana al fondo con un fregadero que no funcionaba, una mesa de roble con seis sillas, un sillón que perdía relleno y varios pufs para sentarse delante de la chimenea apagada. En vez de tirar de la cadena del váter había que usar una garrafa de agua. Había un montón de leña, unas cuantas ramitas y cerillas.

—¿Dónde está mi cama? —preguntó Kyra—. Tengo sueño.

—Enseguida nos organizamos —respondió Jamie.

—Yo quiero quedarme con Emma —dijo Dylan.

—Ni lo sueñes —le espetó Connie—. Las chicas dormirán juntas.

—Ni se os ocurra escapar —advirtió Streeter—. El campamento está rodeado de alambre de espino y mis chicos montan guardia durante toda la noche. Además, estamos en medio de la nada. En estos bosques hay osos y coyotes, y están muertos de hambre.

Jamie se agachó para volver a meter en las bolsas los objetos que Streeter había desparramado en el suelo. Los apuntes de laboratorio seguían ahí. Se dirigió hacia el petate, pero Streeter le arrebató el retrato enrollado de Mandy.

—Muy bonita —comentó Streeter—. ¿Esposa? ¿Novia?

Antes de que Jamie pudiera reaccionar, Streeter acercó un mechero al cuadro y, cuando prendió, se encendió un puro con las llamas.

—¡Hijo de la gran puta! —explotó Jamie.

Cuando Roger se bajó el fusil del hombro, Connie sujetó a Jamie de la manga para contenerlo.

—Jamie, no.

Emma y Kyra se echaron a llorar.

Jamie se sacudió la cólera y le dijo a Connie que, por el bien de las niñas, se controlaría.

—Pero tú… —añadió apuntando a Streeter con el dedo índice—. Sé muy bien lo que eres. He visto gente como tú en la carretera. ¿Quieres saber lo que les pasa a los cabrones malvados como tú?

Streeter le tiró el humo del puro a la cara.

—¿Qué? ¿Qué les pasa?

—Que mueren.

Streeter dio una calada a su cigarro.

—Deberías controlarte, doctor. Se te marca esa vena del cuello; te vas a poner enfermo. ¿Quién cuidará de tus preciosas hijas si el que muere eres tú?

Streeter y sus hombres se alejaron por el sendero en dirección a su cabaña y de paso comprobaron los barracones.

—Chicos, chicas, chicos, chicas —le dijo en tono de broma a Rocky—. Asegúrate de que están bien encerrados. Ya sabes lo que piensan Jack y Melissa de la confraternización.

Holland esperaba delante de la cabaña de Streeter, protegido del frío por una gruesa chaqueta y un gorro de lana persa.

—¿Tienes un minuto, Chuck?

—Claro, Jack.

—Demos un paseo.

El viento había amainado y las olas lamían la orilla con suavidad. Streeter se agachó para recoger unos guijarros e hizo saltar unos cuantos por la superficie del lago.

—¿De qué querías hablar?

—¿Es verdad lo que dicen?

Streeter lo sometió a una catarata de palabrería.

—Ha sido en defensa propia. Cuando hemos entrado en su casa, él, y supongo que su padre, nos han disparado, y hemos respondido al fuego. Hemos abatido al viejo, pero el chaval ha salido corriendo por la parte de atrás y ha ido hasta donde estaban los otros. Cuando hemos llegado, el crío sangraba; supongo que le hemos herido en su casa. En cualquier caso, tenía un cuchillo y se me ha echado encima. Entonces es cuando le he disparado.

—¿Por qué han dicho que iba desarmado?

—Porque son unos cabrones muy listos. Acaban de llegar y ya están intentando sembrar cizaña.

—En tus batidas de reclutamiento —dijo Holland—, no matas a gente inocente, ¿verdad, Chuck? Sería una violación de los cimientos morales de nuestra empresa.

—Nada más lejos de mi intención que joder tus cimientos morales, Jack.

—Preferiría que no dijeras palabrotas.

Streeter le guiñó el ojo.

—Lo intentaré.

—Te veo nervioso. No estarás consumiendo otra vez, ¿verdad?

—No, no consumo. —Pronunció la última palabra con tono sarcástico—. Solo me Como alguna pastillita de nada cuando salgo de batida, para mantenerme despierto.

—Tú dices «pastillita de nada» y yo oigo «anfetaminas». ¿Son las drogas que llevabas cuando llegaste al campamento, o has encontrado nuevas fuentes?

—Fui franco contigo. Te dije que saqueé a fondo el depósito de pruebas de la comisaría antes de largarme por patas. Ya casi no me quedan, por si te interesa. Pero oye, si no confías en mí, me piro por la mañana y me llevo conmigo a Rocky, Roger y los demás.

Holland alzó sus manos enguantadas.

—Vale, Chuck, te creo. —Rebajó el tono de voz—. Has sido una gran ayuda para Melissa y para mí. No hubiésemos llegado tan lejos sin ti. No te lo agradezco suficiente.

Streeter sonrió.

—No hay problema, Jack. Voy a acostarme. Ha sido un día que te cagas.

—Y tanto que sí —dijo Holland—. La presidenta de Estados Unidos. ¿Te lo puedes creer?

La cabaña de Streeter estaba a oscuras. Rocky y Roger se habían metido en sus respectivas habitaciones y oía sus ronquidos a través de la puerta. Encendió una lámpara de pilas en su cuarto, el que había ocupado el director deportivo del campamento otros veranos. Se arrodilló, no para rezar como imaginó que estaría haciendo Holland, sino para meter el brazo debajo de la cama, sacar un pequeño baúl, abrir el candado y hacer inventario de la cantidad de narcóticos que había liberado del Departamento de Policía de Asheville durante sus últimos días como sede policial. Iba hasta arriba de metanfetamina, así que buscó algo para contrarrestar un poco el efecto y poder dormir. Encontró una bolsa llena de OxyContins, sacó dos pastillas y las regó con un trago de bourbon.

—Justo lo que recetó el médico —dijo desplomándose sobre el colchón. Al cerrar los ojos, reprodujo en su cabeza el momento en que Jamie Abbott lo había amenazado, y murmuró—: Oye, cabrón, ya estás muerto. Lo único que pasa es que no lo sabes.