45
Encontraron a Jonas Bigelow en una sala de descanso. Había un cartel en la puerta: no entrar sin mascarilla. Deakins llevaba una puesta, de modo que entreabrió la puerta e iluminó el interior con la linterna. Las persianas estaban echadas y un bulto empezó a moverse en la cama estrecha.
—Buenos días por la mañana —dijo Deakins.
El haz de luz enfocó unas docenas de botellas de vino volcadas en el suelo. La pequeña habitación olía a humanidad.
—¿Qué? —dijo el bulto.
—Doctor Bigelow —saludó Deakins a pleno pulmón—. Soy el cabo Deakins, del Ejército de Tierra de los Estados Unidos. Tiene visita, señor.
Apareció una cabeza canosa, y una mano tapó la luz.
—¿Cómo que una visita?
A través de la puerta entreabierta, Jamie notó el acento británico. Deakins le dio una palmadita en el hombro.
—¿Por qué no se presenta usted mismo?
Jamie se asomó a la habitación.
—Doctor Bigelow, soy el doctor Jamie Abbott, del Hospital General de Massachusetts.
Bigelow se incorporó y sacó de la cama sus piernas escuálidas. Era un cincuentón raquítico y desgarbado, despeinado y con una barba canosa de varios días.
—¿Viene de Boston?
—Directamente no, pero sí.
—¿Por qué ha venido?
—Tengo una posible cura. Necesito algo de ayuda.
—No me diga. Denme un minuto, hagan el favor.
Cuando salió, tenía el aspecto y aroma de un hombre que llevara un tiempo durmiendo de cualquier manera en las calles. Una expresión de miedo cruzó su rostro cuando vio que Jamie y las niñas no llevaban mascarilla. Sacó rápidamente una que llevaba arrugada en el bolsillo y se la puso a toda prisa.
—Tienen que ponerse mascarilla los tres —les riñó, mientras corría pasillo abajo y sacaba unas cuantas de un laboratorio.
Las niñas habían encontrado una pelota antiestrés en una de las habitaciones en las que habían mirado antes y se la estaban pasando de un lado a otro del pasillo, entre risas. Jamie les ayudó a ponerse la mascarilla y se puso otra él.
—¿Quiénes son? —preguntó Bigelow.
—Mis hijas.
—Parecen… pequeñas.
—Actúan como si fueran pequeñas, quiere decir. Están infectadas.
Bigelow no dijo que lo sentía por él.
—Ya me lo parecía —contestó.
Jamie no veía claro si aquel hombre había tenido alguna vez unas habilidades sociales razonables o si las había perdido durante el aislamiento.
—Tengo inmunidad natural —dijo Jamie—. He estado con ellas continuamente. Estuve expuesto a docenas de pacientes.
—Antes de que el CDC bajara la persiana, decían que alrededor de un veinte por ciento de la población tiene inmunidad natural.
—Esos datos procedían de mí.
Bigelow enarcó sus pobladas cejas.
—¿De verdad? —No hizo más preguntas—. Yo he sido escrupulosamente cauto. No soy inmune.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque he desarrollado una prueba de anticuerpos para el virus. Mi título de anticuerpos en sangre es cero. ¿Un café? Dispongo de un suministro ilimitado.
Bigelow los llevó a todos hasta un laboratorio al final del pasillo, donde encendió un quemador Bunsen con un encendedor de chispa y puso a hervir un vaso de precipitados. El cabo Deakins pidió disculpas por no querer café, le dijo a Jamie que pasaría más tarde a ver cómo estaba y, excusándose, se retiró. Bigelow preguntó si las niñas podían quedarse en el pasillo, y así él se quitaría la mascarilla para tomarse el café.
Mientras trasteaba con los posos y el filtro, Bigelow se mostraba ansioso por hablar de sus propios problemas. La explicación de Jamie sobre la cura tendría que esperar. Bigelow era un británico doctorado en Oxford que había acudido al NIH como estudiante de posdoctorado y ya no se había ido. Era, en sus propias palabras, el actual —y muy probablemente último— jefe del Departamento de la Vacuna para el ébola. En los primeros compases de la epidemia había puesto manos a la obra a todos los miembros del instituto, que se habían volcado en cuerpo y alma en el nuevo virus, pero el desgaste empezó a pasar factura a los pocos días, a medida que los integrantes del equipo caían enfermos o los empleados se marchaban para cuidar de sus familias.
—Soy el último mohicano —dijo—. Los dos compañeros que me quedaban hicieron las maletas hace más de una semana. Yo no. Yo me quedo aquí hasta el mismísimo final. No tengo familia, ya ves. Ni siquiera un gato. En cualquier caso, aquí estoy más seguro que en mi piso, y con diferencia, creo yo. Además, encontré la llave de las bodegas de vino de los peces gordos, el que reservan para los cócteles con congresistas y dignatarios extranjeros. Así que tengo algo con lo que entretener las noches. Y el trabajo me ha proporcionado una sensación de propósito que también vale lo suyo, ¿no cree?
—¿En qué ha estado trabajando?
—Bueno, da la casualidad de que ha llegado usted en un momento decisivo. Me he dedicado al desarrollo de vacunas a la vieja usanza. Louis Pasteur hubiese reconocido a la perfección las técnicas, porque son las suyas. He estado transmitiendo una cepa clínica del virus a través de varios conejos sucesivos, que por cierto comen mejor que nosotros, los Homo sapiens, y ahora tengo una versión del virus lo bastante atenuada, o debilitada. Así precisamente creó Pasteur su vacuna contra la rabia. Ahora estoy preparado para probarla con un voluntario.
—¿Y quién será ese voluntario? —preguntó Jamie.
—Pues yo, por supuesto. Me la inyectaré en el músculo del muslo y me sacaré sangre para ver si es lo bastante potente para producir unos títulos de anticuerpos decentes, pero lo bastante débil para que no me produzca demencia. Ahora ya tengo a alguien para sacarme sangre sin necesidad de ir a buscarlo a la otra punta del campus. Todavía hay científicos dispersos aquí y allá, pero no me gusta arriesgarme a salir. ¿Sabe sacar sangre?
—Soy médico.
—Excelente. ¿De qué especialidad?
—Neurólogo.
—Doblemente excelente. Podrá documentar mi estado mental posinoculación.
—¿Cuándo tenía previsto inyectarse?
—Ahora mismo.
Había llegado el momento de que Jamie metiera baza en la conversación.
—Mire, le ayudaré con mucho gusto, pero antes me gustaría que me ayudara usted… por si acaso, más que nada.
—Por si acaso la vacuna me jode el cerebro.
—Algo así.
—De acuerdo, doctor Abbott. Me ha escuchado usted con mucha educación mientras parloteaba. Hábleme de su supuesta cura.
Jamie le expuso los hechos, empezando por su propio papel en el desastroso estudio de Baltimore. Le dio a Bigelow un curso intensivo acelerado sobre la biología de la memoria, sobre cómo las moléculas CREB anormales bloqueaban la recuperación de recuerdos a largo plazo y cómo las variantes de CREB liofilizadas que traía debían injertarse en las cepas de adenovirus adecuadas.
Bigelow, entretanto, había rellenado su taza y le escuchaba dando sorbos y asintiendo con la cabeza. Al final, intervino.
—¿Y usted cree que este virus terapéutico liberaría su carga y desplazaría las moléculas anormales que ocupan esos circuitos de memoria?
—Así es.
—¿Y los recuerdos podrían volver de golpe?
—Exacto.
—Es muy elegante… si funciona. ¿Cómo se administraría su nuevo virus?
—Unas gotitas en la nariz. El virus empieza a dividirse y se ocupa del resto. Y eso es lo más bonito: en principio será tan contagioso como el virus de la fiebre amarilla. Debería extenderse por la población ya contagiada a través de las mismas toses y estornudos que la infectaron la primera vez.
Bigelow se rascó la nariz por debajo de la mascarilla.
—Umm. Es un método mucho mejor que el mío de ir pinchando de uno en uno, de cara a tratar una gran masa de población. Además, mi método prevendría que se infectaran los vulnerables, pero quizá no sirviera para tratar a los ya contagiados. Sin embargo, también es cierto que no hay garantías de que su enfoque funcione, mientras que el mío se ha ensayado y contrastado. Umm. ¿Qué hacer? —Recapacitó durante unos instantes—. ¡Vale! Primero lo ayudaré yo a usted. ¿Qué necesita de mí?
—La cepa actual de adenovirus, un laboratorio de biología molecular en condiciones y electricidad.
—Las dos últimas cosas las tengo. La primera, no lo sé. Yo no me ocupo de los adenovirus, pero rebuscaré en los congeladores del instituto. Entretanto, hay salas de descanso libres con camas y servicios, además de una cocina con provisiones suficientes. Parece cansado.
—Apenas me mantengo derecho.