21
La luz aún no había vuelto.
Había algo primitivo, incluso siniestro, en la oscuridad tan solo iluminada por el fuego, pero cuando llegó la mañana y las velas se enfriaron en medio de un charco de cera, el apagón ya no resultaba tan inquietante.
Jamie fue el primero en despertarse. Solventó la falta de electricidad encendiendo la barbacoa de propano, calentando agua para la cafetera de filtro y preparando tostadas sobre las llamas. Puso mala cara al ver la botella de ginebra vacía en el cubo de la basura, pero cuando Linda se levantó parecía bastante animada. Encontró a Jamie en la cocina, haciendo listas.
—¿Cómo has conseguido preparar el café? —preguntó después de probar varios interruptores de la luz.
—Es de primero de boy scouts. Barbacoa de gas. —Impresionante. ¿Son para papá Noel?
—¿Qué quieres decir?
—Las listas que estás haciendo. ¿Comprobando que no te dejas nada?
—Más o menos. La primera es la de la comida y el equipamiento general para el viaje. Otra es la de mis pertenencias. Luego está la de las pertenencias de Emma. Y la última es la de las cosas que necesitaré de mi laboratorio.
—Pues más vale que haga yo también mi lista. Pero será después del café.
Jamie tenía un monovolumen de tamaño mediano y Linda un sedán, así que decidieron que llevarían el vehículo de él. Mientras las chicas dormían, Jamie empezó a prepararlo todo en el salón, amontonando en varias pilas las cosas que necesitarían para el viaje. Nunca había sido un apasionado de la acampada, pero cuando Carolyn aún vivía, los había arrastrado en muchas ocasiones a recorrer los bosques y espacios naturales de Nueva Inglaterra. Todo el equipamiento —sacos de dormir, tiendas, herramientas para abrir zanjas y clavar piquetas, hornillos, etcétera— estaba en el sótano, olvidado desde mucho antes de que ella muriera.
Linda, que se había asignado el aprovisionamiento de comida, observó divertida los montones de material de acampada.
—¿De verdad necesitaremos todo esto? ¿Cuánto hay hasta Indianápolis, unos mil quinientos kilómetros? Podemos hacerlo de un tirón, turnándonos para conducir.
—Creo que debemos estar preparados para cualquier eventualidad.
—Estás hecho un auténtico boy scout.
—La verdad es que no. Me gustan los buenos hoteles.
—¿Piensas llevar mucha ropa?
—No mucha, pero necesitaremos prendas de abrigo. A saber cuánto tiempo estaremos en Indianápolis…
—Si es así, tendremos que pasar por mi casa.
—Ya me lo imaginaba. Bueno, vamos a despertar a las chicas y a darles el desayuno.
Cuando Emma era pequeña, la perspectiva de una excursión en coche la volvía loca. De adolescente, había que tirar de ella para obligarla a hacer un trayecto que durara más de una hora. Ahora, mientras engullía la tostada y los cereales fríos y Jamie le contaba que harían un viaje en coche, Emma lo miró con cara de no entender nada.
—Prepararé tu equipaje —le dijo.
Al cabo de un momento, Emma observaba en silencio cómo su padre metía sus cosas en una maleta. La Emma adolescente de antes no lo habría dejado acercarse a su ropa y habría estado días obsesionada con el vestuario que tenía que llevarse. La Emma enferma no mostraba el menor interés. Jamie eligió ropa cómoda: vaqueros, camisetas, jerséis, zapatillas deportivas, un par de botas, un montón de mudas de ropa interior y calcetines. El iPhone de Emma estaba encima de la cama; no lo había tocado desde que cayó enferma. Jamie lo cogió y vio que aún le quedaba de batería. Había perdido la cuenta de la cantidad de veces que, en los últimos años, había tenido que decirle a su hija que saliera de Instagram o de lo que fuera y dejara el maldito móvil por un rato. En cambio, ahora mismo daría cualquier cosa por volver a verla con la cabeza gacha y tecleando sin parar en la pantalla. En un gesto excesivamente optimista, metió el móvil y un cargador en la maleta y cerró la cremallera. Después sonrió a su hija y cogió una toalla para limpiarle la leche que se había derramado por encima al acabarse a lametazos los cereales.
—Te quiero, Emma.
A la luz de las velas, Jamie había intentado enseñarle el concepto de amor hasta que la muchacha había caído rendida de sueño. Una y otra vez, él le decía: «Te quiero, Emma», la abrazaba y le daba un beso. Luego ponía los brazos de la muchacha en torno a su cuello y le pedía que dijera: «Te quiero, papi», pero Emma no consiguió dar el paso. Kyra había observado todo el proceso con cierto recelo, y más tarde Jamie le dijo a Linda que tal vez a ella le gustaría intentarlo con su hija. Linda asintió en la oscuridad y se sirvió otro trago.
Jamie se inclinó para recoger la maleta.
—Te quiero, papi.
Cuando giró la cabeza, vio a Emma sentada en la cama con los brazos extendidos. Se arrodilló a su lado y la abrazó.
—Te quiero, Emma.
—Te quiero, papi —repitió ella.
—Te pondrás bien, cariño. Papi cuidará de ti.
Cuando llegó el momento de cargar el coche, Jamie se negó a llevar las dos grandes bolsas que Linda había llenado con botellas de alcohol.
—Estas de coña, ¿no? —dijo él.
—¿Vamos a discutirlo otra vez?
—Pues creo que deberíamos.
Ella le sorprendió preguntándole cuánto dinero pensaba llevar para el viaje. Él le dijo que debía de tener unos trescientos dólares en efectivo, más las tarjetas de crédito.
—Pongamos que no vuelve la electricidad. Las tarjetas no servirán de nada. Pongamos también que a la gente a la que queramos comprarle algo no le interese para nada tu dinero, porque considere los billetes papel mojado. ¿Sabes qué es lo único que nos queda? El trueque. Conseguir lo que necesitemos dándole a la gente lo que quiere. ¿Y sabes qué quiere la mayoría de la gente? Alcohol. Así que nos lo llevamos.
Lo cierto era que tenía mucha lógica.
—De acuerdo —dijo Jamie—. Siempre que no te lo bebas todo, me parece bien.
Cada vez que hacía un viaje para cargar el coche, Jamie miraba hacia la casa de su vecino para detectar cualquier señal de actividad. No había visto a Jeff Murphy desde la noche en que le dio la comida, y ahora que se iban, sentía cierto cargo de conciencia por marcharse sin comprobar cómo estaba.
Linda salió cuando Jamie llamaba a la puerta.
—Seguramente se habrán ido —le dijo.
—Uno de los coches está aparcado delante y el otro en el garaje.
Ella le soltó que, como le diera más comida, se cabrearía mucho. Él la despachó con un «No te preocupes», y rodeó la casa para echar un vistazo.
La puerta de atrás también estaba cerrada. Ahuecó las manos para mirar a través de la ventana de la cocina y llamó a Murphy. Se fijó en que el pestillo no estaba echado, así que levantó el cristal, preparándose para oír que saltaba una alarma antirrobo dotada de batería eléctrica. La alarma no sonó. Jamie volvió a llamar a Murphy y, movido por un impulso, se coló en el interior.
La casa de Murphy había sido diseñada por el mismo constructor que la suya, así que tenían más o menos la misma distribución. Junto a la cocina había una pequeña habitación que Jamie usaba como biblioteca. Ellos la usaban como estudio. La puerta estaba entreabierta.
—¿Hola?
La empujó suavemente, pero algo la frenó.
Empujó más fuerte.
Las palabras escaparon de la boca de Jamie como un susurro apenas audible:
—Oh, Dios…
No tuvo ni la más mínima duda de que la esposa de Murphy estaba muerta. Tenía el abdomen totalmente abierto, con los intestinos y el hígado desparramados. Murphy estaba junto a ella sobre la alfombra, cubierto por completo de sangre, aunque no toda era de su mujer. Tenía profundas marcas de mordiscos en los brazos y jadeaba en busca de aire.
Linda vio que Jamie salía corriendo por la puerta de delante, se sentaba en las escaleras y se quedaba mirando al vacío.
Sin decir palabra, pasó junto a él y entró en la casa.
Jamie oyó un disparo, luego otro. Linda salió y se sentó a su lado.
—Uno ha sido para ella, por si acaso aún vivía.
—Estaba muerta.
—Bueno, yo no soy médico.
—Es espantoso —murmuró él—. Quizá debería haber…
Ella lo cortó en seco.
—No te tortures. Mira alrededor. ¿Qué crees que pasa tras esas puertas cerradas? Todo se está yendo a la mierda y tú no puedes salvarlos a todos. Si de verdad quieres hacer algo bueno, pongámonos en marcha cuanto antes.
La zona de carga del monovolumen iba hasta los topes y las chicas estaban instaladas en los asientos traseros con los cinturones abrochados. Jamie dio una última vuelta por la casa, preguntándose si volvería alguna vez. La presencia de Carolyn se había diluido con los años, pero todavía impregnaba sus paredes. En el coche no había espacio para los álbumes de fotos. Jamie cogió una fotografía con un marco de latón que estaba en la sala de estar. En ella aparecían dos jóvenes padres felices y su pequeña abriendo los regalos bajo el árbol de Navidad.
De vuelta en el coche, Linda le preguntó cuánta gasolina tenían. Él respondió que medio depósito y ella dijo que no sería suficiente, y que sin electricidad los surtidores no servirían de nada. Le pidió que bajara al sótano a por un bidón de gasolina vacío y una manguera de jardín. Jamie observó cómo cortaba un trozo de manguera con una navaja automática.
—Pensaba que eran ilegales —dijo él.
—No para las fuerzas del orden, aunque ya no estoy segura de que haya algo que sea ilegal.
Jamie se quedó impresionado ante la destreza con que extraía la gasolina de su sedán para llenar la lata. Cuando el depósito del monovolumen estuvo lleno, emprendieron la marcha.
La primera parada fue en casa de Linda. Ella entró a toda prisa y salió poco después con dos bolsas de ropa y un par de abrigos de invierno. Jamie le advirtió que había una cara en una de las ventanas de la planta baja.
El sol brillaba con fuerza y Linda se llevó una mano a la trente para protegerse del resplandor.
—Es mi casero. Lo ha pillado seguro, tiene toda la pinta. Que se joda. Una parada más, ¿vale?
La comisaría de Brookline estaba en el Complejo de Seguridad Pública situado en Washington Street. Linda le dijo a Jamie que parara en el aparcamiento de servicio, que estaba lleno de coches patrulla abandonados. Habían destrozado algunas de las ventanas de la parte de atrás del edificio, y Jamie procuró evitar los cristales desperdigados por el asfalto. En una situación normal, Linda habría usado su tarjeta magnética para entrar, pero, como no había electricidad, recurrió a la llave de repuesto. A medida que pasaban los minutos, Jamie no hacía más que esperar nervioso.
—Yo hambre —dijo de pronto Kyra.
—Yo tengo hambre —la corrigió.
Después de que las dos lo enunciaran correctamente, las recompensó con unas galletas Oreo, la mejor y única herramienta de enseñanza de su incipiente carrera docente.
—Mmm… —dijo él, dándose palmaditas en la barriga.
Las dos chicas lo imitaron y se echaron a reír.
Aquellas muestras de sentido del humor le daban esperanzas.
«Emma, sé que sigues ahí dentro», pensó.
La puerta de servicio se abrió de golpe, pero no fue Linda quien apareció. Dos jóvenes con bandanas y mochilas a la espalda salieron cagando leches. Sus miradas se cruzaron con la de Jamie, quien tuvo la impresión de que habrían ido a por él de no ser porque Linda los perseguía blandiendo su pistola y gritándoles que más les valía seguir corriendo.
Jamie bajó la ventanilla y ella le dijo casi sin resuello:
—Cuando los saqueadores entran en la puñetera comisaría —dijo Linda casi sin resuello—, es señal de que las cosas están fuera de control. Aún no he acabado ahí dentro. Toma la pistola hasta que vuelva.
Linda captó el mensaje de su expresión pasmada.
—Nunca has disparado un arma, ¿verdad?
—Nunca.
—Ya te explicaré los detalles más tarde, pero con este tipo de pistola solo tienes que apuntar a quien quieras matar, apretar el gatillo y seguir disparando hasta que haya muerto.
Jamie trató de apaciguar su ansiedad.
—Te devolveré el favor enseñándote a interpretar un escáner cerebral.
—Ni de lejos es tan útil —respondió ella. Y Jamie no tuvo claro si Linda había sido realista o simplemente bruta.
Cuando regresó, llevaba un pesado macuto negro. Jamie dudaba de que cupiera en el abarrotado compartimento trasero, así que bajó para ver cómo se las arreglarían para meterlo en el coche. Le preguntó qué había dentro.
Linda le dijo que quería poner la bolsa en la cabina a los pies de las chicas, y le respondió abriendo la cremallera. Estaba lleno de cajas de municiones, dos pistolas Glock, idénticas a las que Jamie había estado agarrando en su mano humedecida, y dos fusiles de asalto AR-15 con mira telescópica y cargadores de repuesto.
—¿De verdad necesitamos todo esto?
—Ojalá no.
La última parada fue en el laboratorio de Charlestown. Linda insistió en quedarse en el coche para vigilarlo y Jamie se llevó a Emma y a Kyra con él. Les pidió que esperaran en su despacho mientras hacía lo que tenía que hacer, y les lanzó una pelota de tenis para que tuvieran con qué entretenerse.
El edificio funcionaba gracias a un generador de emergencia y todo el equipamiento de investigación continuaba operativo. Los últimos días, Jamie había conseguido identificar dos variantes normales de CREB que eran capaces de desplazar la CREB mutante del virus del SAF de los circuitos de memoria. Por desgracia, ninguna de esas dos variantes había pasado por el proceso de secuenciación de péptidos, así que tendrían que hacerlo en el laboratorio de Mandy con las muestras que él llevara. Sin embargo, Jamie no podía garantizar su conservación durante el trayecto en coche. La única solución era liofilizarlas. Jamie calentó los tubos con las muestras agitándolos en agua y, una vez descongelados, los introdujo al vacío en el liofilizador. Una hora más tarde, tenía dos tubos con péptidos en polvo criodesecados, que envolvió en plástico de burbujas y se guardó en el bolsillo. Echó un último vistazo al interior del congelador regulado a menos setenta grados centígrados, y el corazón se le encogió. Cuando se agotara el combustible del generador, se echarían a perder todas las muestras obtenidas después de una década de investigaciones.
Fue a buscar a las chicas y apagó las luces del laboratorio, preguntándose si estaría cerrando para siempre ese capítulo de su vida.
Cuando menos, la bola de cristal de su futuro se veía muy borrosa.