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El trayecto le llevó algo menos de seis horas; no hizo una sola parada.
Cuando llegaron, Emma y Kyra dormían profundamente bajo la manta con la que las había tapado al principio del viaje.
Sus posesiones materiales empezaban y acababan con esa manta y la ropa que llevaban puesta, junto con una linterna, el fusil, un par de cajas de munición y, por supuesto, los tubos de CREB liofilizadas, que no habían salido en ningún momento del bolsillo de Jamie.
Había perdido hacía tiempo las indicaciones que Mandy le había dado, pero sabía que el laboratorio se encontraba en el campus biomédico, y recordaba el nombre del centro de investigación. En cuanto dejó la 1-70 para tomar la salida del centro, empezó a ver carteles del hospital. Llegó a su destino sin apenas tener que buscar.
Todavía quedaban un par de horas de sol y, aunque la temperatura era bastante agradable, al bajar del coche y echar un vistazo sintió un escalofrío.
La entrada del edificio del laboratorio estaba destrozada.
—Emma, Kyra, despertad.
Las niñas abrieron los ojos, bostezaron y salieron corriendo para hacer pis entre la hierba alta.
Con el AR-15 en brazos, les dijo a las niñas que lo siguieran. Las puertas estaban cerradas con llave, de modo que se colaron por un cristal agujereado. Había un panel informativo, donde localizó a Mandy: DOCTORA AMANDA ALEXANDER — 403.
Usó la linterna para orientarse por la escalera. Mientras subían, le dio a Emma una pequeña lección para distraerse y mitigar su propio nerviosismo.
La tercera planta estaba oscura como boca de lobo porque en el pasillo no había luz natural. Jamie alumbraba con la linterna a medida que avanzaba, hasta que encontró la sala 403. La puerta estaba cerrada.
—¡Mandy! —gritó una y otra vez aporreándola.
Emma y Kyra no tardaron en unírsele con un animado coro de «Mandys» que les pareció divertidísimo.
En el aire flotaba un fuerte hedor a descomposición que inquietó todavía más a Jamie. Se convenció de que lo más probable era que la peste procediera de las ratas de laboratorio que habían abandonado a su suerte en la sala de animales.
Decidió que probaría todas las puertas de la planta, y del edificio entero, pero al darse la vuelta vio que el círculo luminoso de su linterna lo enmarcaba.
Era su nombre, en grandes letras mayúsculas, en un papel doblado y clavado a un tablón de corcho. Lo cogió y lo desdobló. Contenía un mapa dibujado a mano con el mensaje más ilusionante que hubiera leído nunca:
Aquí es donde estoy. Ven a buscarme. Te quiere, Mandy.
Cinco minutos más tarde, el Volvo tomaba el camino de entrada de la humilde casita a la que llevaba el mapa de Mandy.
Jamie hizo salir a las niñas, contuvo la respiración y llamó a la puerta.
Los visillos de las ventanas delanteras se separaron.
—No abras —dijo una voz masculina, pero la puerta se abrió de todas formas.
—Soy Keisha —le dijo una niña alzando la vista—. ¿Cómo te llamas?
—Me llamo Jamie.
La niña entró en la casa corriendo y gritando.
—¡Mandy! ¡Mandy! ¡Ha venido! ¡Jamie ha venido!
Apareció un joven delgado que llevaba una sudadera con capucha.
—Me llamo Shaun —dijo—. No pensaba que fueras a aparecer.
—¿Dónde está Mandy? —preguntó Jamie.
—Ven, tío, por aquí.
Con Emma y Kyra pisándole los talones, Jamie siguió a Shaun hasta un dormitorio en el que, bajo la luz menguante del día otoñal, la vio reclinada sobre tres almohadas.
Mandy se volvió hacia él, demacrada, demasiado débil para articular una sonrisa. Formó su nombre con la boca, pero no emitió el menor sonido.
—Está muy enferma —le informó Keisha.
Jamie encontró un trozo libre de colchón en el que sentarse. Mandy llevaba una mano vendada. Jamie le cogió la que estaba destapada y la notó fría y pegajosa. En la habitación olía a putrefacción.
Al ver que Mandy intentaba hablar otra vez, Jamie acercó la oreja a su boca.
—Has venido —la oyó decir.
—Siento haber tardado tanto.
—¿Una larga historia? —susurró Mandy.
—Sí, es una larga historia.
Shaun andaba por allí cerca. Jamie le preguntó qué le había pasado.
—Le pegaron un tiro en la mano, tío. Se le ha infectado. Le he traído un montón de antibióticos distintos, pero no ha servido de nada.
—¿Pastillas?
—Sí, pastillas. Creo que necesitaba mierda más potente. Lleva así cuatro o cinco días.
—Deja que te examine —le dijo Jamie.
Shaun sostuvo una lámpara mientras Jamie le retiraba el vendaje de la mano. La herida tenía un aspecto nauseabundo, gangrenoso.
Mandy tenía el pulso rápido y débil. Cuando Jamie pegó el oído a su pecho, percibió un sonoro murmullo procedente de la válvula aórtica, y fluido en los pulmones cuando exhaló.
El diagnóstico era tan doloroso como obvio: sufría endocarditis. La infección de la mano se había extendido al torrente sanguíneo y le había colonizado la válvula cardíaca. La válvula estaba muy dañada y le estaba fallando el corazón.
Mandy miró por encima del hombro de Jamie mientras la examinaba.
—¿Es ella? —susurró.
Jamie hizo un esfuerzo por mantener la compostura. Tendió el brazo a Emma y su hija dio un paso al frente.
—Dilo, cariño —la animó.
La niña miró a Mandy y sonrió, mientras repetía la lección.
—Hola, Mandy, me llamo Emma. Quiero ser tu amiga.
Mandy tenía los ojos secos como el desierto, pero de algún modo se formó una lágrima.
—Hola, Emma.
—Lo hemos estado practicando —dijo Jamie—. Lo ha clavado. Esta es Kyra, la mejor amiga de Emma. También está enferma.
Kyra sonrió.
—Me llamo Kyra.
—No te aburrirás —dijo Mandy. Entonces Jamie vio cómo le cambiaba la cara, como si acabase de recordar algo importante—. ¿Cuántos días?
—¿Perdona? —preguntó Jamie.
—Desde que se fue la luz. ¿Cuántos días?
—Es el decimotercero.
Mandy le dijo que quería incorporarse más. Shaun fue a buscar unos cojines del sofá para encajárselos tras la espalda.
—El generador debería aguantar, pero date prisa —lo apremió Mandy—. ¿Tienes las CREB?
Él le enseñó los tubos.
—Tengo sed.
Keisha le llevó un vaso de agua con una pajita flexible. Mandy recuperó un poco la voz, pero hablar la dejaba sin aliento.
—Las llaves de mi laboratorio están ahí encima. Me temo que hay dos cadáveres en mi despacho.
—¿Quiénes son? —preguntó Jamie.
—Mi amigo, Stanley. Era pintor. Y el hombre al que disparó, que nos estaba atacando. Las muestras de adenovirus están congeladas. —Hablaba jadeando—. Llevan etiqueta. No podré ocuparme de la biología molecular. Lo siento.
—Yo no conozco las técnicas —señaló él.
—Mis cuadernos de laboratorio. Todo está ahí. Mete las muestras en hielo. Encuentra un virólogo. Ve al NIH. Ellos tendrán electricidad.
—Iremos juntos. Me colaré en el hospital y sacaré antibióticos intravenosos. Te curaremos y luego nos vamos.
—Ve tú. —Parpadeó deprisa—. Jamie, te quie…
Los párpados se le cerraron poco a poco y un largo aliento sibilante escapó entre sus labios secos.
Jamie no necesitaba buscarle el pulso. Ya no necesitaba ser médico. Se limitó a darle un beso y se volvió hacia los demás.
Keisha lloraba a moco tendido.
—No quiero que se vaya —dijo.
Shaun se secaba la cara con la manga.
Jamie estaba demasiado aturdido para llorar. Ya habría tiempo para eso más tarde. Los abrazó a los dos. Jamás llegó a enterarse de que se llamaban KeShaun.
—Gracias por cuidar de ella —dijo—. Ojalá tuviera tiempo para escuchar cómo la conocisteis. Dejad que os ayude a… ya sabes…
—Vete tranquilo, tío —replicó Shaun—. Mandy nos ha hablado de tu cura. Eso es lo que tienes que hacer. No te preocupes por ella. La enterraré en el patio de atrás, al lado de mi amigo Boris. Así podremos visitarla cuando queramos. Por ahora solo tenemos flores de plástico, pero, cuando llegue la primavera, cogeremos flores de verdad para ponerlas encima.
—De las bonitas —dijo Keisha agarrando a Shaun de la mano.
Cuando Jamie abrió la puerta del laboratorio de Mandy, el hedor lo golpeó de lleno. Las niñas tuvieron que taparse la cara. Las dejó al lado de la puerta y usó la linterna para localizar el congelador.
Algo iba mal.
Debería brillar una lucecita en la base del aparato.
Cuando tiró del asa, debería haberle golpeado una vaharada de aire gélido.
Debería haber visto estantes de tubos de ensayo y ampollas congelados.
Debería haber sentido algo más que desesperación.
La temperatura en el interior del congelador era la misma que en el resto de la sala. Lo más probable era que el generador hubiese dejado de funcionar días atrás. Todas las muestras de adenovirus estaban descongeladas.
—Oh, Dios —suspiró—. Niñas, quedaos aquí.
Jamie entró en la oficina pegando la nariz y la boca a una manga. Pasó por encima del cuerpo de un joven y por encima del cuerpo del amigo de Mandy, Stanley. Los cuadernos de laboratorio de la doctora Alexander estaban cuidadosamente apilados en una estantería. Cogió el equivalente a cinco años de trabajo, lo metió en la mochila vacía de Mandy, que colgaba del perchero, y se la colgó al hombro.
Cuando estaba a punto de irse, vio algo y enfocó el haz de luz.
Era una pintura de acuarela sobre un caballete improvisado, el retrato más bello que había visto en su vida: Mandy, con el rostro lozano y sonriente, sentada en un jardín de flores dolorosamente hermoso.
—¡Mandy! —dijo Emma entusiasmada.
—Sí, es ella.
Jamie enrolló el cuadro y se lo guardó en la chaqueta.
—Vamos, chicas. Daremos otro paseíto en coche.
No preguntaron por qué. No preguntaron dónde. Jamie ansiaba que llegara el día en que hicieran esas preguntas.
Ellas no entenderían nada si les dijera que se dirigían a un sitio llamado NIH. No entenderían que Mandy había muerto intentando salvar su mitad de la cura. No entenderían que el dolor que él sentía jamás desaparecería.
Sin embargo, Jamie sabía una cosa: las dos notaban que con él estaban a salvo y que las protegería con todo su ser.
Se metió la linterna bajo el brazo y les tendió las manos moviendo los dedos.
—Dadme la mano —dijo—. Está oscuro.