37

La cura de la herida de Kyra fue más o menos todo lo bien que Jamie podía esperar. El maletín quirúrgico contenía cuanto necesitaba, incluidas unas ampollas de lidocaína para aplicar anestesia local. El trozo de cristal estaba clavado en el bíceps a poco más de un centímetro de profundidad, cerca de un par de arterias y venas, pero al extraerlo no se produjo hemorragia.

Linda miraba por encima del hombro de Jamie, a la vez que sostenía la linterna.

—No creo que haya daños vasculares —le dijo él—. De lo contrario, dudo que hubiese podido hacer algo. Con esto ya he llevado al límite mis habilidades quirúrgicas.

—No se lo digas a Edison —advirtió Linda—. Ahora te toca el cerebro de su hija.

—No me lo recuerdes.

Irrigó la herida con suero fisiológico y la cerró con unos puntos de sutura, mientras Linda cumplía el doble cometido de iluminar y sujetar a Kyra. Sentada en una silla cercana, Emma observaba nerviosa el mal rato que estaba pasando su amiga.

—Coses mucho mejor que yo —comentó Linda.

—Entonces debes de ser penosa.

Edison estaba en el pasillo, esperando a Jamie.

—¿Está listo? —preguntó.

—Ha ido bien.

—Más vale que lo de mi hija también vaya bien.

Jamie sabía que aquel hombre no tenía la menor idea de los desafíos a los que se enfrentaban, pero intentó hacérselo comprender.

—Quiero que entienda que el problema de Brittany es mucho más grave que el de Kyra. La intervención que voy a practicar la realizan neurocirujanos en hospitales con la ayuda de sofisticados estudios de imagen cerebral. Aquí no tenemos nada de todo eso.

—No me interesan las excusas.

La niña tenía media cabeza afeitada. Jamie le preguntó a Gretchen si soportaba ver sangre. Cuando ella le dijo que creía que sí, la reclutó como ayudante. Ambos se pusieron la mascarilla. Jamie estaba tan nervioso como el primer día, cuando era un residente recién graduado y lo lanzaron a las trincheras del servicio de emergencias de una zona urbana deprimida. Sin embargo, en aquel entonces contaba con toda clase de mecanismos de seguridad. Lo único que le proporcionaba cierto consuelo era saber que los cirujanos del siglo XIX a veces obtenían buenos resultados usando barrenas para practicar craneotomías en casos de hematoma subdural.

Antes de esterilizar el bisturí, palpó para localizar la arteria temporal superficial y la marcó con un rotulador. Esperaba que la niña tuviese una anatomía estándar. En ese caso, conocía la posición de la arteria temporal media, más profunda, que quería evitar a toda costa. Usó el rotulador para señalar el punto que le interesaba con una X, justo por encima de su oreja y un poco más adelante. Mientras preparaba el campo operatorio con antiséptico Betadine y gasas estériles, Gretchen le comentó que no solo la vida de la niña estaba en juego. Creía que Edison la mataría también a ella si Brittany fallecía.

—Gracias por la información —dijo Jamie—. Necesitaba más presión… —Estaba a punto de añadir «tanto como un agujero en la cabeza», pero decidió callarse.

Edison y su hijo entraron y tomaron posiciones con la espalda apoyada en la pared, ceño fruncido, brazos cruzados sobre el pecho y pistolas pegadas a la cadera. Jamie había dispuesto todo su instrumental en una mesita de noche. Había vaciado una bolsita de solución salina y la había enganchado a un tubo estéril, y tenía el conjunto a mano sobre una tela limpia. Agarró con decisión el inaudito instrumento quirúrgico —un taladro inalámbrico Ryobi para bricolaje— y usó unos fórceps para sacar la broca del cazo en el que la habían hervido. En cuanto la tuvo enroscada y bien sujeta, apretó el gatillo, primero un poco y luego hasta el fondo, para familiarizarse con las distintas velocidades.

—Vale, Gretchen —dijo—. No creo que note nada, pero estáte preparada para sujetarla bien fuerte si se mueve. No acerques las manos a las gasas estériles.

—Espere un momento, doctor —lo interrumpió Edison—. Antes quiero rezar una oración.

—Adelante —dijo Jamie—. Que sea de las buenas.

Edison bajó la cabeza.

—Señor, protege a esta niñita, Brittany Edison, y ayúdala a superar este trance. Es una buena niña que tiene toda la vida por delante y no merece morir. Guía las manos de este médico y ayúdale a ayudar a mi pequeña. Amén.

Joe se sumó con otro «Amén» y Gretchen farfulló uno más.

Acto seguido, Jamie situó la punta de la broca sobre la X y apretó el gatillo.

Era la parte más fina del cráneo y la niña era joven, de manera que Jamie notó cómo el taladro se abría paso casi de inmediato al perforar el hueso. Soltó el gatillo y se recolocó. Brittany no movió un músculo. Jamie le dijo a Gretchen que podía reducir la presión sobre los hombros de la niña.

La siguiente pulsación del gatillo decidiría el destino de la niña y quizá también el suyo.

Apretó con suavidad, y cuando la broca giraba a tal vez un cuarto de la velocidad máxima, empujó con delicadeza, atento al momento en que el acero perforaba la duramadre, la membrana fibrosa que envolvía el cerebro.

Fue casi imperceptible, pero lo notó y relajó de inmediato el dedo del gatillo. Un líquido marrón empezó a desbordarse alrededor de la broca y, cuando la retiró del orificio, brotó un minúsculo chorro que le salpicó la mascarilla.

Jamie cayó en la cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Cuando soltó el aire, sonó como una ráfaga de viento.

—¿¡Qué pasa!? —gritó Edison.

—Silencio, por favor. No pasa nada.

—¿Eso es sangre? —preguntó Joe.

—Es sangre de antes, de la hemorragia que se ha producido sobre su cerebro. No es fresca, y eso es buena señal, muy buena.

Dejó a un lado el taladro y se puso unos guantes estériles para recoger el tubo enganchado a la bolsa vacía. Metió el extremo libre por el orificio que había practicado en el cráneo hasta que la sangre parduzca fluyó por él y empezó a acumularse en la bolsa. Empujó y tiró del tubo con movimientos sutiles varias veces hasta que el flujo de sangre que caía en la bolsa se convirtió en un reguerillo constante.

Le pidió a Gretchen que lo relevara. Jamie quitó el dedo que presionaba el tubo en el punto donde le cruzaba la barbilla y ella puso el suyo, mientras él lo cosía a su cuero cabelludo. Cuando vio que estaba bien sujeto, cubrió la zona con gasas y le vendó la cabeza.

Se quitó los guantes y se desplomó en una silla. Había vencido al cansancio a base de subidones de adrenalina, pero la batalla había terminado y la fatiga había ganado. Estaba mareado; los músculos le flaqueaban.

Edison corrió hacia la cama.

—¿Por qué sigue sin moverse ni hablar?

—Era un hematoma muy grande —dijo Jamie—. Creo que ha ido bien, pero no lo sabremos hasta al cabo de un tiempo.

—¿Cuánto tiempo?

—Será cuestión de horas, o incluso días, no de minutos. Pero debo advertirle que el cerebro sufría mucha presión. No puedo descartar que haya secuelas. No queda más remedio que esperar y observar.

Edison se calmó lo suficiente para mostrarles un mínimo de hospitalidad. Después de ordenarles a las dos ayudantes de Gretchen en la cocina, Mary Lou y Ruth, que preparasen una cena tardía, se sentó a la mesa y ofició de anfitrión para Jamie, Linda y sus dos hijas. Jamie habría preferido dormir, pero tenía hambre y curiosidad. Las dos ayudantes que salían de vez en cuando de la cocina parecían más agotadas, si cabe, que el grupo de Jamie. Es más, parecían aterrorizadas, y Mary Lou era incapaz de ocultar su aflicción, pues no paraba de secarse las lágrimas y de vez en cuando se le escapa un sollozo entrecortado. En un momento dado, Edison se enfadó y le ordenó que volviera a la cocina, mascullando que estaba harto de sus numeritos. Entretanto, Joe Edison irradiaba unas vibraciones malsanas: recostado con suficiencia contra el respaldo de la silla, lanzaba miradas lascivas a Emma y a Kyra, que se abalanzaron sobre la comida en cuanto les pusieron los boles delante.

—Tienen buen apetito —comentó con una sonrisilla.

Edison, sentado a la cabecera con la espalda recta y aires de patriarca, bendijo la mesa, a pesar de que Emma y Kyra ya tenían la boca llena.

—¿Tienen algo de beber por aquí? —preguntó Linda.

—Estamos bien surtidos —respondió Edison—. ¿Qué le apetece?

—Vodka, si es posible, pero me va bien cualquier cosa.

—Joe, saca una botella para la señora.

El filete estaba delicioso, como comentó Jamie por cortesía.

—La mejor carne de Pennsylvania —dijo Edison—. El ganado es mío.

—¿Lo cría aquí? —preguntó Jamie.

—Tengo otra granja aquí cerca.

—Bueno, tiene usted una propiedad magnífica. Debe de ser un buen negocio.

—No nos quejamos.

Las chicas agarraron los trozos de carne con las manos y empezaron a pegarles bocados. Linda se levantó para cortársela.

—Contaremos los cuchillos de carne después de la cena —avisó Joe.

Linda lo miró con cara de pocos amigos.

—No te olvides del que tendrás clavado en las costillas.

—¡Epa! —exclamó Joe con una risotada—. Eres toda una fiera.

Una vez más, Jamie quiso ejercer de pacificador y desplazar la conversación hacia un terreno neutral.

—Edison es un apellido ilustre.

Su anfitrión habló con la boca llena de carne.

—No venimos de los Edison de las bombillas, sino de los Edison del estiércol.

—¿Se ha contagiado alguien de su familia? —preguntó Jamie.

—Mi mujer Dalia, que está arriba, y mis dos hijos adolescentes. El mayor, Brian, también pilló la enfermedad, pero ha fallecido.

—Lo siento.

Edison mandó a Joe al piso de arriba a por Gretchen, para preguntarle si Brittany había despertado. La mujer arrastraba los pies, como si apenas pudiera mantenerse despierta.

—¿Cómo está? —preguntó Edison.

—Tranquila.

—¿Sigue entrando sangre en la bolsa? —preguntó Jamie.

—Creo que sí.

—Subiré dentro de un momento —dijo Jamie.

—Gretchen ha estado enseñando a Dalia y a mis hijos a hablar otra vez. Cuéntales cómo les va.

—Hacen progresos —contestó en un tono obediente de forma mecánica.

—¿Qué saben decir ya? —preguntó Edison.

—Los niños cuentan hasta diez.

—Eso es útil. ¿Y mi mujer?

—Le he enseñado a decir «Alabado sea Jesucristo» mientras señala al cielo.

—Eso también es útil. ¿Entiende quién es Jesucristo?

—No lo creo, Blair.

Gretchen se excusó, y Edison preguntó si Jamie estaba reeducando a su hija.

A modo de demostración, Jamie la señaló y le preguntó su nombre.

—Me llamo Emma.

—¿Quién es tu mejor amiga?

—Kyra —respondió la niña, inclinándose para darle un beso.

—¿A quién quieres?

—Quiero a papá. Quiero a Kyra.

—¿Estás contenta?

La niña arrugó la frente.

—No.

—¿Estás triste?

—Sí.

—¿Por qué?

—Rommy ha muerto.

—¿Quién es Rommy? —preguntó Joe.

Jamie le dijo que un perro. Joe quiso saber qué le había pasado.

Linda iba por el segundo vaso de vodka.

—Le pegué un tiro —soltó sin más explicaciones.

Edison soltó una risilla.

—Le pegaste un tiro al perro de la niña. Bueno, bueno, seguro que esa anécdota merece la pena. Cuéntame cómo te ganas la vida, señorita Bocazas.

—Soy detective de policía.

—¡Hay que joderse! —exclamó Edison—. Joe, tenemos aquí a la policía y no nos habíamos ni enterado.

—No irá a arrestarnos, ¿verdad? —preguntó Joe.

—Están fuera de mi jurisdicción —contestó Linda con rostro inexpresivo. Y añadió—: A ver, venga, ¿aquí qué pasa?

—¿A qué te refieres? —preguntó Edison.

—Me refiero a cómo te has convertido en el rey del mambo. ¿Cómo has reclutado a tu pequeña tropa de psicópatas? ¿Y qué haces en esta casa? Ni siquiera es tuya.

—Anda que no. —Edison tiró la servilleta sobre la mesa.

—Entonces ¿por qué en todas las fotos del salón sale otra gente?

Edison se levantó, pero luego cambió de rumbo y volvió a sentarse. Su cara también cambió de rumbo y pasó de la cólera a la sonrisa.

—Conque eres detective, ¿eh? Pues escúchame, y escúchame bien. A mi modo de ver, el mundo se ha vuelto mucho más sencillo desde el virus. Están los débiles y los fuertes. ¿Sabes cuáles salen ganando? ¿Tú qué eres? ¿Débil o fuerte?

—No tienes ni puta idea de lo fuerte que soy.

—Ni puta idea —repitió Kyra con una risilla.

A Joe también le entró la risa.

—Me gusta esta chica.

—Pues a ella y a su madre no les gustas tú —replicó Linda.

Edison prescindió de su hijo y se dirigió a Jamie:

—¿Da fe de eso, doctor? ¿Es fuerte?

A Jamie le interesaba muy poco la conversación.

—Es una fuerza de la naturaleza. Creo que voy a subir a ver cómo está Brittany.

—Hágalo. Arriba tenemos un par de dormitorios libres para ustedes dos y sus niñas. Doctor, Gretchen me despertará para que vaya a buscarle si hay algún cambio en el estado de Brittany. Por su propia seguridad, les encerraré con llave durante la noche.

—Más bien por vuestra propia seguridad —resopló Linda.

—Nos gustaría ponernos en ruta por la mañana —intervino Jamie.

—Bueno, eso ya lo veremos.

Joe y Edison se quedaron a solas.

—Las quiero, papá —dijo Joe—. De una en una o, mejor aún, las dos a la vez. Hacen que las otras chicas parezcan comida de perros.

—De momento déjalas en paz. Hay que tener contento al médico hasta que cure a tu hermana. Y escucha, quiero que esta noche te quedes en la casa grande. La señorita detective probablemente está demasiado borracha para causar ningún daño, pero tenemos que vigilarla, aunque esté encerrada. Es toda una hembra.

—Te gusta, ¿eh?

—Digámoslo así: la miro y es como si me viera en un espejo.