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Dillingham, Pennsylvania.
Fundada en 1805 por Thomas Dillingham, un antiguo soldado del Ejército Continental de George Washington que se trasladó con su joven familia desde el confortable hogar donde vivían en Pittsburgh hasta la salvaje y boscosa campiña del oeste de Pennsylvania para construir un aserradero y labrarse una fortuna. Veinte años más tarde, sufrió un accidente y se cortó la mano izquierda con una sierra circular. Murió de hemorragia y septicemia.
Población según el último censo: 729
Perfil racial: 97 % blancos
Afiliaciones religiosas: 81 % cristiana, 19 % ninguna
Ingreso medio por hogar: 31.000 dólares
Industrias principales: agricultura, comercio minorista, pequeñas fábricas.
Blair Edison, su esposa y sus cinco hijos constituían un uno por ciento de la población de Dillingham. Vivían a varios kilómetros del centro del pueblo, en la explotación ganadera Edison, unas trece hectáreas de tierras de pastos exhaustos, cobertizos y una desvencijada granja construida por su abuelo, ampliada por su padre y mantenida con más pena que gloria por él, Blair Edison. Cuando llegaron las primeras noticias de la epidemia, Edison se burló con desdén de lo que decían en la televisión.
—¿Se creen que somos tan estúpidos como para creernos esas chorradas? —le comentó a su esposa—. Así es como tratan de controlarnos, ¿sabes? Intentan distraernos de los problemas reales que tenemos en este país. Ya sabes cómo es esa gente.
Delia Edison no mostró el menor interés en la perorata de su marido. Se limitó a soltar un simple «Ajá» y le dijo que iba a acostarse.
Un suceso ocurrido dos días atrás había pasado inadvertido, ya que a simple vista había sido algo inocuo y trivial. Craig Mellon, uno de los hijos del alcalde, había acudido a la granja para llevarse tres paquetes de unos veinte kilos de carne de vacuno Angus. A raíz del incidente ocurrido la primavera anterior, el alcalde y muchos otros habitantes del pueblo habían jurado no volver a comprarle nunca más a Edison, pero la esposa de Craig pensaba que este tenía la mejor carne de la raza Angus y obligó a su marido a ir a la granja. «No se lo digas a tu padre y ya está», le había dicho ella. Antes de lo sucedido en primavera, la mayoría de los lugareños le compraban a él. Todos coincidían en que su carne era la mejor de la zona. Su ganado se alimentaba a base de grano, no usaba hormonas ni antibióticos —o al menos eso decía— y aseguraba que su carne se maduraba en seco durante veintiún días (aunque lo cierto es que el proceso duraba como mucho catorce). Pese a todo esto, a raíz del infausto incidente, el negocio de Edison había caído en picado.
Craig Mellon, que trabajaba en el banco de su padre como gerente adjunto, acababa de regresar de un seminario financiero en Pittsburgh y notaba que estaba incubando algo. Mientras cargaba la carne en la camioneta, tosió varias veces en la cara de Joe y Brian Edison, los dos hijos mayores de Blair, de veinte y veinticuatro años. Blair Edison le vio hacerlo, pero como la transacción ya estaba hecha y no quería seguir viéndole la cara de prepotente a Craig, se alejó sacudiendo la cabeza ante aquella exhibición de malos modales.
Brian Edison había ido al instituto con Craig, y desde entonces no podían ni verse. En aquella época, Craig había sido el quarterback del equipo y Brian el suplente; Craig conducía un flamante Camaro rojo y Brian una camioneta herrumbrosa; la casa de Craig tenía piscina y la de Brian un estanque fangoso que compartía con el ganado. Craig había ido a la universidad y Brian se había quedado en la granja.
—¡Por Dios, Craig, ten más cuidado! —gritó Brian secándose la cara con un pañuelo mugriento.
—Perdona, tío. He estado de juerga estos últimos días. Debo de haber pillado algo.
Joe Edison era más joven que Brian pero más agresivo, y siempre salía en defensa de su hermano mayor.
—Seguramente la gonorrea.
—Eso es algo de lo que tú nunca tendrás que preocuparte —replicó Craig.
—Ya, claro, ¿y eso por qué?
—Porque un tío virgen no suele pillar la gonorrea.
No hacía falta mucho para provocar a Joe.
—¡Baja de la camioneta y dímelo a la cara!
—Tranquilo —le dijo Brian a su hermano—. ¿En cheque o en efectivo, Craig?
Ahora Edison maldecía por los descosidos lo que decían en televisión.
—¿Qué coño pasa? —respondió a gritos cuando oyó que su esposa lo llamaba.
—¡Sube! Es Seth.
Seth era su hijo de catorce años, que compartía habitación con su hermano de doce, Benjamin. Cuando Edison subió, la familia al completo estaba dentro del cuarto, incluidos sus dos hijos mayores, que aún vivían en la casa, y su hija pequeña de ocho años, Brittany.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Edison.
—Se le ha ido la olla —contestó Benjamin.
Seth estaba sentado en la cama, agarrándose mechones de pelo rubio.
—¿Qué te ocurre, chaval?
—No tengo bien la cabeza.
—¿Qué quieres decir?
—No sé dónde estoy.
—Estás en tu puñetero cuarto, ahí es donde estás.
—Creo que tiene fiebre —dijo la madre—. ¿Podría ser lo que dicen en las noticias?
—¿Qué dicen en las noticias? —preguntó Benjamin.
—Nada más que estupideces —replicó Edison.
—Es una enfermedad que te borra la memoria —repuso la madre.
Joe se inclinó sobre la cama de su hermano.
—¿Cómo se llama tu profesor de tutoría?
Seth alzó la vista y dijo que no lo sabía.
—¿Cuál es la marca de mi camioneta? —le preguntó Brian.
—No lo sé —respondió Seth, compungido.
Tratando de ayudar, la pequeña Brittany se apresuró a intervenir:
—¿Cuál es mi color favorito?
—¿El rojo?
—¡Sí! —exclamó la niña—. ¿Lo veis? ¡Está bien!
—¿Cómo se llama tu novia? —la interrumpió Joe.
—No me acuerdo —volvió a responder, quejumbroso.
—Pues mejor que te olvides de ella —repuso Benjamin—. Es una petarda.
Delia ya había tenido suficiente.
—Ya está bien, Blair. Me lo llevo a urgencias.
—¿Y eso cuánto nos va a costar? —preguntó Edison.
—Yo fui para que me pusieran cuatro puntos —comentó Brian—, y me cobraron doscientos cincuenta pavos.
—¡No nos lo podemos permitir! —gritó el padre—. ¿Por qué no lo llevas a urgencias en Clarkson?
—Ya sabes quién es el propietario de ese consultorio, ¿no? —repuso Brian.
—¡Mierda! —maldijo Edison—. Ed Villa no me sacará ni un centavo. Llévalo al puñetero hospital.
Brian se ofreció a llevar a Seth a urgencias, pero más tarde Delia se arrepintió de no haberlos acompañado. Permaneció despierta en la cama durante horas oyendo los ronquidos de su marido y esperando angustiada a que regresaran. A las tres de la madrugada, despertó a Edison y le dijo que estaba muy preocupada.
—¿Y qué quieres que haga yo? —respondió él de mala leche—. Llama a Brian al móvil. Y no vuelvas a despertarme. Mañana tengo que matar dos vacas.
Delia se levantó y llamó a su hijo desde el teléfono de la cocina, pero el buzón de voz saltó al instante. Se quedó otra media hora junto a la ventana, esperando ver acercarse los faros de la camioneta, y luego subió al cuarto de Joe. Su hijo se despertó al oír el crujido de la puerta.
—Aún no han vuelto y Brian no me coge el teléfono. Estoy muy preocupada.
Joe se incorporó en la cama.
—Me acercaré al hospital.
—Eres un buen chico.
Había unos veinte minutos de trayecto hasta Clarkson, la sede del condado. Joe dejó la camioneta en el aparcamiento situado delante de urgencias e intentó entrar, pero las puertas automáticas no se abrieron. Empezó a aporrearlas con la palma de la mano hasta que se presentó un vigilante de seguridad con mascarilla y le dijo a través del cristal que la unidad de urgencias estaba cerrada.
—¿Cómo que «cerrada»?
—Es por el virus. Ordenes del Departamento de Salud Pública.
—Mi hermano ha venido aquí esta noche.
—Esta noche no creo.
—Claro que ha venido.
—Pues mi compañero le habrá dicho que se vaya.
Joe llamó de nuevo al móvil de Brian, se montó en la camioneta y serpenteó entre las calles oscuras y desiertas de Clarkson para dirigirse hacia el sur y tomar la carretera estatal de vuelta. Condujo con las luces largas puestas y los ojos muy abiertos, hasta que a medio camino de Dillingham divisó una señal de animales sueltos retorcida, formando un ángulo extraño. Paró en el arcén y, usando la linterna de su móvil, exploró la oscuridad. El aire debería haber olido a campo, pero no era así. ¿Ese olor que le llegaba era de gases del tubo de escape?
Entonces vislumbró algo, soltó una maldición y echó a correr.
La Ranger de Brian se había salido de la carretera y había acabado estampada contra la maleza boscosa. El motor todavía estaba en marcha y, de no ser porque un árbol de buen tamaño se había interpuesto, la camioneta habría seguido su camino.
Brian llevaba el cinturón puesto. La puerta del pasajero estaba abierta y Seth había desaparecido. Joe abrió la puerta del conductor y se inclinó por encima de su hermano, aún conmocionado, para poner el vehículo en punto muerto y apagar el motor.
—¿Brian? ¿Qué ha pasado?
—Yo… Yo no…
—¿No qué, tío?
—Esto no…
—¿Dónde está Seth? ¿Qué cojones le ha pasado a Seth?
Brian abrió la guantera que tenía al lado y rebuscó dentro.
—¿Qué estás haciendo, tío? —gritó Joe.
Brian alzó la vista y tosió.
—Tengo hambre.
—¡Joder, por lo que más quieras, quédate aquí! Tengo que encontrar a Seth.
Joe cogió una linterna de la caja de herramientas. Había llovido bastante hacía poco y no resultaba difícil seguir el rastro de las pisadas en el suelo mojado.
—¡Seth! ¡Seth! ¡Soy Joe! ¿Dónde estás?
Un búho ululó a lo lejos. El aire era húmedo y pesado. Hacía calor para la época del año que era y Joe sudaba bajo su maltrecha cazadora de cuero. De pronto oyó un chasquido. Apuntó con la linterna.
—¿Seth?
El chico estaba junto a un olmo enorme, paralizado por el haz luminoso.
—Seth, soy Joe. No tengas miedo. ¿Estás herido?
Seth echó a correr. Joe sabía que era muy rápido y que le costaría atraparlo, pero su hermano tropezó con una raíz y cayó de bruces. Cuando Seth llegó junto a él, se arrodilló y le puso una mano en el hombro. Al notarla, Seth soltó un chillido espeluznante, se revolvió e intentó morderle.
—¡Maldita sea! ¿Qué haces? Estoy intentando ayudarte.
Seth hizo ademán de levantarse, pero Joe se lo impidió extendiendo un brazo. El chico trató de zafarse lanzando furiosos manotazos.
—¡Vamos, Seth! Tenemos que volver con Brian.
Hubo un violento forcejeo. Joe trataba de reducir a su hermano a la vez que evitaba que le golpeara en la cara o que le mordiera. Al final logró agarrarlo por los hombros, fuera del alcance de sus mordiscos, y lo condujo de vuelta a la camioneta. Una vez allí, lo tumbó en la parte trasera y lo sujetó con bridas para impedir que saltara o se cayera. Luego aparcó su coche para que no se viera desde la carretera, trasladó a Brian al asiento del copiloto, arrancó y regresaron a casa a toda velocidad en la camioneta de su hermano.
La granja de los Edison estaba al final de un largo camino de tierra lleno de baches. Joe avanzó con cuidado para que Seth no se zarandeara demasiado en la parte trasera de la camioneta. La casa debería estar a oscuras a esas horas, pero había luz en casi todas las ventanas. Cuando los faros iluminaron el porche delantero, vio a su padre sentado en las escaleras con la pequeña Brittany. Joe paró y se bajó, y estaba a punto de explicarles por qué Seth iba atado en la parte de atrás de la camioneta cuando de pronto se detuvo. Su padre parecía angustiado y su hermanita no paraba de llorar.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Edison alzó la vista y le miró.
—Ahí dentro se ha desatado el infierno.