54

Habían caído cuatro copos algún día, pero la primera nevada de verdad cayó un mes después de su llegada. Fue el mismo día en que Melissa Holland sufrió sus primeras convulsiones. Corría el mes de diciembre y en las montañas hacía un frío gélido. Mantenerse calientes era la prioridad de todos. Las cabañas y los barracones carecían de un sistema de aislamiento; si Holland hubiese tenido que empezar otra vez de cero, quizá se habría repensado lo de usar un campamento de verano en invierno. La casa del matrimonio y las demás cabañas contaban con unas chimeneas rústicas, pero los barracones no.

Fue el momento de la entrada estelar de Rocky, el amigo de Streeter. Rocky era un hombre sencillo del sur, de los que mascan tabaco. Había trabajado en la construcción hasta que ganó demasiado peso y le fallaron las rodillas. Streeter lo conocía desde hacía tiempo. Cuando era un joven policía, le habían llamado a investigar un robo de herramientas en una obra de Asheville en la que Rocky trabajaba de carpintero. Streeter acababa de comprar su primera vivienda y se llevó la tarjeta de Rocky porque necesitaba armarios en la cocina. Durante la reforma, se hicieron amigos porque compartían la afición a la caza y, con el paso de los años, mataron a escopetazos a muchas aves y con el arco a muchos ciervos. Cuando la epidemia se agudizó y Holland le pidió a Streeter que lo ayudara a preparar el campamento, este recurrió a Rocky para que lo acondicionara de cara a las cuatro estaciones. Rocky sabía qué hacer. Fueron con un camión hasta la sede de una empresa de suministros para la construcción y se llevaron todas sus estufas de leña. Ahora cada barracón tenía dos.

Acababan de comer, y Jamie y Connie estaban dando un paseo con el perro y los chicos. A Jamie le gustaba recorrer la alambrada en busca de debilidades. De vez en cuando veía algún pino o una rama grande recién caídos, y albergaba la esperanza de encontrar una sección de alambrada derribada antes que Streeter.

Los chicos no tenían recuerdos del invierno. Para ellos era su primera nevada, y andaban como locos de alegría pateando el manto blanco. Connie les enseñó a hacer ángeles de nieve y en eso estaban cuando llegó Roger corriendo y resbalando. Era un joven con la nariz torcida a raíz de un altercado, que había conocido a Streeter en un bar de Ashenville jugando al billar. Era funcionario de prisiones y usaba una jerga de tipo duro, la misma que Streeter, de manera que se entendieron a la primera. El expolicía fue a buscarlo el mismo día en que Holland le dijo que necesitaban gente en forma para ayudar con su proyecto del Campamento Splendor. Entre Roger y él localizaron a otros cuatro jóvenes no infectados, que de buena gana se mudaron a un campamento en mitad del bosque para hacer piña y defenderse de las incógnitas que la epidemia no paraba de generar.

Roger había salido corriendo a buscarlos sin abrigarse. Los faldones de su camisa a medio abotonar ondeaban al viento y dejaban a la vista su vientre enjuto. Resbalaba sin parar; sus deportivas no se agarraban al suelo.

—¡Jamie! ¡Jamie! ¡Tienes que venir! —gritó nada más verlos.

—¿Qué pasa? —respondió Jamie, también a voces.

—Es la señora H. Le pasa algo. El señor H quiere que vayas.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé. Streeter solo me ha pedido a gritos que viniera a buscarte.

Jamie le dijo a Connie que se quedara con los jóvenes y se marchó pisando la nieve con paso firme. Roger arrancó a correr hacia la casa de Holland. Al cabo de un momento se paró y miró por encima del hombro.

—¿No puedes ir más deprisa?

Jamie todavía llevaba el pie enyesado y envuelto en una bolsa de plástico para mantenerlo seco. Correr no era una opción.

—No, no puedo.

—¿Te llevo a caballito?

Jamie pesaba unos veinte kilos más; no creyó que el ofrecimiento mereciera respuesta.

Jack Holland esperaba en el salón, inquieto y angustiado. Morningside estaba con él, con las manos sobre un libro cerrado, a un mundo de distancia de las tribulaciones de Holland.

—Gracias a Dios —le dijo este a Jamie—. ¿Dónde estaba?

—Paseando el perro. ¿Qué sucede?

—No lo sé. Está arriba.

Entró Streeter, sudoroso y cabreado.

—He dado la vuelta al mundo buscándote —se quejó a Jamie—. Se supone que tienes que estar localizable en todo momento.

—Yo le he encontrado —señaló Roger.

Jamie no hizo caso a Streeter y subió cojeando al piso de arriba.

Melissa Holland estaba en su dormitorio, en el suelo. Estaba consciente pero confundida, paseando la mirada por el techo mientras repetía como un patético metrónomo:

—Ah, ah, ah, ah…

Jamie se arrodilló, le cogió la mano y le tomó el pulso en la muñeca. La alfombra que tenía debajo estaba mojada a causa de la incontinencia y su reconocimiento corroboró lo que ya sabía: la señora Holland había sufrido su primera crisis epiléptica.

Habría más.

Streeter entró y miró a su hermana.

—Ayúdame a subirla a la cama —dijo Jamie.

—¿Qué le pasa?

—Es una crisis. Causada por el tumor.

—Eso no es bueno, ¿verdad?

—No, no lo es.

Jamie llamó a Holland para que subiera y le expuso la situación. Los ataques se repetirían. La enfermedad avanzaría.

—¿No podría darle usted algo? —preguntó él.

—En circunstancias normales, estaría tomando esteroides para reducir la hinchazón alrededor del tumor y fármacos anticonvulsivos.

—¿Podemos conseguirle algo de eso?

—No sé si ya habrán desvalijado todas las farmacias. Pregúntale a tu cuñado.

—¿Qué se supone que significa eso? —saltó Streeter.

—Tú te manejas bien en las farmacias, ¿no? —dijo Jamie.

—Que te den por culo —le espetó Streeter.

—Calma, Chuck —intervino Holland—. Si Jamie escribe el nombre de los medicamentos que necesita, ¿podrías ir a buscarlos fuera del campamento?

Streeter no dejó escapar la oportunidad de salir del recinto. Jamie hizo una lista y el expolicía partió.

Cuando estuvieron a solas, Holland preguntó a Jamie si estaba seguro de que los fármacos la ayudarían.

—Con las crisis sí, pero no con el cáncer.

—¿Sentirá dolor? Más adelante, quiero decir.

—Por culpa de los ataques no, pero si el cáncer se extiende a los huesos, sufrirá. Estoy seguro de que Streeter tiene un alijo de narcóticos bien surtido, si se da el caso. Por la noche se queda frito como un yonqui.

—Me estoy cansando de que andéis siempre a la greña —dijo Holland—. ¿Me harías el favor de no buscarle las cosquillas?

—El día que nos dejéis marchar —replicó Jamie—. Hasta entonces, todo el mundo, y no lo digo solo por nosotros, vivirá atemorizado por culpa de ese hombre.

—¿A qué te refieres?

—Por el amor de Dios, Jack. Abre los ojos. ¿No has visto cómo se comportan algunas de las jóvenes cuando anda cerca?

—¿Tus chicas?

—Las mías no. Yo no las dejo a solas con él ni por un segundo.

—Entonces ¿qué quieres decir?

—Digo que tú no patrullas por el campamento de noche. Él sí. Si te crees que no tiene favoritas con las que hace lo que se le antoja, es que estás ciego. Hemos visto a las mujeres en nuestros paseos. Connie, Gloria y yo pensamos que tu nueva sociedad moral ya está podrida hasta el tuétano.

—Eso no puede ser cierto. Lo sabría.

—Vale, Jack. Lo que tú digas. Volveré dentro de un par de horas para ver cómo está Melissa.

La vida en el campamento se estaba volviendo repetitiva.

Jamie y Connie despertaban todas las mañanas en su lecho platónico, le abrían la puerta a Arthur y encendían los fuegos. Se habían quejado de que la chimenea de piedra era insuficiente y habían exigido que les instalaran una estufa panzuda en la pared de enfrente. Rocky tenía una de sobra y había completado la instalación en un día. No quiso subirse al tejado para aislar el agujero que había abierto para el conducto de evacuación, arguyendo que sus días de encaramarse a los tejados habían pasado, de manera que Jamie, tras recibir las debidas instrucciones, se había ocupado del trabajo trepando por una escalera de mano. Una vez encendidos los fuegos, se ponían manos a la obra con el desayuno, que cocinaban al estilo de la frontera sobre una parrilla en el fuego de leña, mientras el café se calentaba en el fogón. Entones llegaba el momento del primer conflicto del día.

Jamie había insistido en cerrar la puerta del dormitorio de Dylan por fuera con llave todas las noches. Había visto muestras suficientes del enamoramiento entre Emma y él para convencerse de que se enrollarían en cuanto tuvieran la menor oportunidad.

—Vamos a tener que poner un candado en esa puerta —había dicho Jamie.

—No pienso encerrar a mi hijo en su cuarto.

—No tenemos elección, Connie. No hay anticonceptivos. Un embarazo y un parto son impensables en estas condiciones.

—Pon el candado en la puerta de las chicas, si eso es lo que quieres.

—Dylan descubrirá cómo desatornillarlo. Tiene maña con las herramientas.

—Reparó su propio coche —añadió Connie con cierto orgullo.

—Esa clase de memoria está intacta.

—Gracias, doctor Memorión.

—Mira, sé que estás cabreada conmigo, pero si cerrar su puerta con llave no te convence, puedes dormir con él.

—No está bien que una madre comparta cama con su hijo casi adulto.

—¿Lo ves? Tú tampoco confías en él.

—Vete a la mierda, Jamie. A la mierda.

Al final, Connie dio su brazo a torcer y le pidieron un candado a Rocky. Escondían la llave bajo una taza de café, y todas las mañanas, cuando Jamie iba a por ella, Connie se sacaba de la manga alguna pulla nueva.

—Hombre, el guardián del zoo va a abrir la jaula de mi hijo.

Los niños se levantaban, se turnaban para ir al baño y se sentaban alrededor de su única mesita, donde el perro mendigaba las sobras y Emma y Dylan se ponían a tontear.

—Te he echado de menos —decía Emma.

—Yo también te he echado de menos.

—¿Quieres darme la mano? —decía él.

—Sí.

Emma estiraba el brazo por debajo de la mesa.

—De acuerdo.

Habían encontrado un tubo de pelotas de tenis en un armario, y Dylan fue a buscarlas.

—¿Quieres jugar fuera?

—Sí.

—Ahora no, Dylan —dijo Connie.

—¿Podemos jugar después del desayuno? —preguntó Emma.

Jamie dijo que sí.

Kyra ya no estaba celosa de ellos. Tenía la cabeza en otra parte.

—¿Podemos ir a buscar a Jeremy, papá?

Jamie solía llevarla consigo cuando hacía su ronda matutina mientras Connie vigilaba a Dylan y a Emma. Sin la escayola, podía desplazarse sin impedimentos. Kyra tampoco llevaba ya el brazo en cabestrillo y volvía a estar contenta. Mientras Jamie comprobaba el estado de salud de los reclutas de Holland, ella y Jeremy lo acompañaban y tonteaban bajo su atenta mirada. Más tarde, Connie examinaba a los reclutas que Jamie le indicaba, los que tenían problemas más indicados para que los tratase un cirujano: lesiones, dolor abdominal, problemas ginecológicos.

La ronda de Jamie terminaba en casa de Holland, donde veía a sus dos últimos pacientes. Melissa estaba empeorando. Streeter había encontrado una reserva de Dilantin para las convulsiones, pero seguía sufriendo ataques varios días por semana. Tenía un brazo inutilizado y una pierna tan débil que ya no podía caminar sin ayuda. Su existencia se limitaba a ir de la cama al sillón, y la confusión empezaba a hacerse notar.

—Anoche me preguntó acerca de la programación de su curso de Historia colonial —le contó Holland a Jamie un día—. Cree que tiene que dar clase en la facultad.

—Prepárate para más incidentes parecidos —le advirtió Jamie con frialdad.

Holland era su captor, de modo que Jamie le negaba la comprensión que de ordinario concedería al marido de una paciente enferma. Le contaba la verdad sobre su pronóstico, le exponía sus quejas sobre la adicción y las fechorías de Streeter y pasaba el menor tiempo posible en su presencia.

Después de ver a Melissa, visitaba a su otra paciente, Gloria Morningside.

Su apatía se había agudizado hasta convertirse en una depresión con todas las de la ley, y Jamie pasaba tiempo con ella a diario para animarla y tratar de ofrecerle alguna clase de esperanza. Era una batalla difícil.

—Mi marido está muerto —decía ella—, mi familia en Iowa y, bueno, no quiero ni pensar qué habrá sido de ellos. Nosotros somos prisioneros. Estamos aislados. ¿Qué sentido tiene nada?

—Eres la presidenta, Gloria. Tú eres la esperanza. Tú misma le dijiste a Oliver Perkins que su trabajo no carecía de sentido. ¿Lo recuerdas?

—Oliver está muerto. El Gobierno no existe. Él tenía razón. El cargo no tiene sentido.

Compartiendo la comida o tumbados en la cama, de espaldas, Jamie y Connie a menudo discutían sobre su otra manzana de la discordia: la huida. Jamie quería intentarlo; Connie se oponía.

—Tengo que llegar a Maryland —insistía él.

—Esos hombres son unos asesinos. Si nos pillan, alguien recibirá un tiro. No puedo correr ese riesgo.

—No creo que Rocky nos hiciera daño —señalaba Jamie—. A lo mejor Roger tampoco.

—Tienen tanto miedo de Streeter como nosotros. A la hora de la verdad, probablemente nos dispararían. Los otros, seguro. Y Streeter se muere de ganas de tener una excusa.

—Podemos robar un coche —decía Jamie—. Sé dónde guarda las llaves Holland. Esperamos hasta la medianoche. Estoy casi seguro de que los vigilantes nocturnos no aguantan despiertos. Nos llevamos la puerta por delante y nos largamos.

—¿Y qué pasa con Gloria?

—No creo que podamos sacarla de la casa. Tendría que quedarse.

—Muy bonito.

—Hay asuntos más importantes, Connie. La epidemia.

—Olvídalo. No pienso arriesgarme a que mi hijo salga herido o a dejarlo sin madre. La respuesta es no.

—Entonces quédate. Me llevaré a Emma y a Kyra.

—¿Y dejarnos atrás a Dylan y a mí? ¿Sabes qué? Te has convertido en un capullo integral, Jamie.

A pesar de la cólera y la frustración que le inspiraba su negativa, Jamie se preguntaba si tal vez Connie tendría razón.