EPILOGO

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entro de lo posible he procurado mantener las imágenes de esta novela, y las de sus predecesoras en esta serie, dentro de los límites impuestos por las observaciones astronómicas. La explosión del conocimiento ha sido uno de los prodigios de las últimas décadas, pero ha puesto en aprietos a los narradores.

Durante la última década, el Very Large Array[5] y otras nuevas variedades de «telescopios» han abierto ventanas por las que nos asomamos a nuestro centro galáctico, con asombrosos resultados.

Yo he tenido que revisar mis propias ideas y, naturalmente, también algunos de los supuestos de esta novela, cuyo fundamento teórico se relaciona principalmente con los avances en la teoría de la gravitación.

Es indudable que en el centro galáctico se desarrolla un potente proceso, impulsado aparentemente por una enorme explosión que sucedió hace un millón de años. Los efectos electrodinámicos son tremendamente fuertes en un radio de cientos de años luz a partir del centro dinámico exacto en torno al cual gira el disco en espiral. Allí el campo magnético es por lo menos cien veces más fuerte que en otros lugares de la galaxia, como el que habitamos nosotros, mucho más apacible. Al parecer, esas largas y luminosas franjas derivan de este fuerte campo. Ello sugiere también que los campos magnéticos pueden desempeñar una función formativa en los núcleos galácticos con mayor actividad energética de las galaxias distantes.

Mis investigaciones teóricas sobre la región central, en mi trabajo como profesor de física, toman esto como punto de partida. Lo mismo sucede con mis novelas. Ha sido una experiencia insólita concebir acontecimientos imaginarios acerca de un lugar sobre el cual también realizaba cálculos precisos. Libre de las ataduras del Astrophysical Journal, me permití la libertad de especular sobre los procesos que pudieron conducir, en los diez mil millones de años de frenética cocción de la galaxia, a la creación de formas de vida e inteligencia más allá de nuestra comprensión. (Coincidencia: poco después de escribir el párrafo anterior, recibí una elogiosa nota del director de esa respetada publicación sobre una de mis anteriores novelas. Algún día intentaré rastrear las interacciones entre ciencia y ciencia ficción. Más aún, ese sería un buen tema para un graduado entusiasta en busca de una buena tesis doctoral).

Esta novela y todas las anteriores de la serie «galáctica». —En el océano de la noche, A través del mar de soles, Gran río del espacio, Mareas de luz— tienen una deuda con los científicos, correctores, académicos y escritores que me han alentado durante dos décadas con sus ideas, sus consejos, sus alabanzas y su lectura perspicaz.

Ellos son, aunque no precisamente en este orden, Marvin Minsky, Sheila Finch, David Hartwell, Mark Martin, David Brin, Betsy Mitchell, David Samuelson, Steven Harris, Lou Aronica, Joe Miller, Jennifer Hershey, Stephen Hawking, Gary Wolfe, Norman Spinrad, David Kolb, Ruth Curl y Arthur C. Clarke. Sus estimulantes ideas me han mantenido en marcha.

Mi especial agradecimiento para Mark Morris, de la Universidad de California en Los Ángeles, quien organizó y dirigió el simposio de la Unión Astronómica Internacional sobre el centro de la galaxia. Los datos y teorías de esta y otras convenciones me alentaron a mirar más allá de los modelos que yo había concebido para los fenómenos magnéticos en el centro galáctico. Exponer mis ideas y someterlas al juicio de los observadores —una perspectiva siempre temible para un teórico— me permitió afrontar la desconcertante profusión de espectáculos fulgurantes, explosiones violentas, energías lacerantes y estructuras de elevada (y misteriosa) organización de nuestro centro galáctico. Eso abrió mi imaginación a las posibilidades de la vida (y, supongo, de la muerte) en un lugar tan virulento.

Me disculpo ante los lectores que han esperado varios años la aparición de un nuevo volumen de esta serie. Necesitaba escribir otras novelas.

Y además están las exigencias de la vida real. Mis ideas sobre la vida en el universo han cambiado muchísimo desde que envié a Nigel Walmsley en su odisea en 1971 (comenzando por el cuento «Ícaro desciende», que luego fue ligeramente adaptado y ahora inicia En el océano de la noche). A pesar de los cambios, he procurado mantener la coherencia de las novelas. Los acontecimientos que se prolongan varias decenas de miles de años a menudo presentan contradicciones, sobre todo si el autor ha interrumpido la narración para dedicarse a otras tareas.

El volumen final de esta serie está actualmente en marcha. Prometo terminarlo y publicarlo al año de la aparición de este libro. Tal vez vuelva a aventurarme en este universo en un futuro, si tengo el ímpetu necesario, pero espero resolver la trama y las líneas de razonamiento al final de la próxima novela. Ha sido un viaje largo y extraño.