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LA ESTRELLA MORIBUNDA
T
oby lamentaba que Quath ya no viviera en el exterior. Una criatura de aquel tamaño debía vivir bajo las estrellas, no encerrada.
Estaba seguro de ello, a pesar de saber que la especie de Quath había evolucionado a partir de una especie de cavadores que vivían en túneles subterráneos. Era un enigma que semejante raza hubiera desarrollado inteligencia. Parecía improbable que una criatura que reptaba por recovecos tenebrosos y hediondos y se aventuraba a salir para cazar necesitara demasiado seso. Por otra parte, recordó, los humanos se habían guarecido largo tiempo en cuevas, según decía Isaac. El desarrollo de la inteligencia era un profundo interrogante. A fin de cuentas, los mecs tenían una mente ágil y nadie recordaba el cuándo ni el cómo de sus orígenes. Ni siquiera Isaac.
Pero la verdadera razón por la cual Toby echaba de menos que Quath ya no viviera fuera era que ahora él no tenía excusa para ir a caminar por el casco. Sentía un hormigueo que no podía eliminar con ejercicios en gravedad cero. Al menos, cuando visitaba a Quath, estaba en espacios grandes donde podía practicar sus habilidades en baja gravedad.
Por el momento, Quath residía en la agrocúpula abandonada. La alta cubierta reflejaba las volteretas de Toby mientras este botaba en las paredes. Atravesaba la cúpula tratando de aprovechar el viento del ventilador; lanzándose hacia la pared de enfrente, recogía los brazos tratando de hacer girar las piernas, para que absorbieran el impulso y rebotaran como resortes. Era mucho más divertido que levantar pesas como una máquina sin seso.
Quath estaba en el centro de la cúpula, siguiendo con la mirada las piruetas de Toby. Envió una siseante nota de burla.
‹Realizas muchos esfuerzos innecesarios›.
—No espero que una cucaracha gigante como tú lo entienda.
‹Mi gente nunca comería en vuestras mugrientas cocinas, como hacían las cucarachas›.
—Coméis una basura que daría náuseas a cualquier alimaña respetable.
‹En otra época mi gente cazaba seres como vosotros para tomarse un aperitivo›.
Esto sorprendió a Toby. Aferró un agarradero de acero y se detuvo, jadeando.
—¿De veras?
‹Eran nativos de nuestro mundo y del orden de los primates, como os denomináis. No tan hábiles como vosotros, no cazadores. Sorbían gusanos verdosos que pululaban en árboles frágiles›.
—¿Y eran como nosotros?
‹¿Inteligentes? No. Sus extremidades eran delgadas y pequeñas como las vuestras. También tenían los mismos ojos fijos, clavados cada uno a un lado de la cabeza. Y tampoco podían girar la cabeza en redondo. Criaturas muy limitadas… como vosotros. Pero sabían muy bien, y sus espinazos crujían sobre el fuego emitiendo un famoso aroma azul. Sorber la espesa y crujiente médula de los huesos ennegrecidos era una exquisitez›.
—Puaj. Hago un esfuerzo para considerarte un bicho amigo, pero si sigues hablando así…
‹Era un honor ser un bocadillo del Pueblo›.
Toby pudo ver las mayúsculas en la susurrante voz mental de Quath y decidió dejar el tema. Quath hablaba en serio. Tal vez fuera común entre los seres inteligentes de cualquier parte considerarse la cima de la creación —el Pueblo— y considerar que los demás eran a lo sumo animales listos. La inteligencia y la egolatría iban de la mano. O de las pinzas.
A fin de cuentas, si Quath hubiera sido mil veces más pequeña, ¿de qué le habría valido la inteligencia? Toby la habría pisoteado sin vacilar al encontrarla entre las mantas, sin pararse a indagar lo que ella pensaba sobre la naturaleza de la vida.
—Creo que prescindiría de semejante honor. De cualquier modo, muchos-ojos, parece que estás cómoda aquí.
‹Espero que mis excreciones ayuden a revitalizar el suelo›.
—Qué generosa eres. Mira, me han mandado venir para que me entere de si puedes averiguar qué hace tu gente en sus naves.
‹Lo ignoro. Aunque me lo supongo›.
—Todavía arrastran ese enorme anillo, pero ahora reluce como el marfil.
‹Llevan el gran aro como defensa contra los mecs. Algunos de nuestros textos más antiguos también sugieren otros usos para él›.
—Pues parece mantenerlos alejados. Pero ¿por qué tu gente se nos acerca?
‹Quizá sea necesario. Se aproxima el momento cúspide›.
—Eh… ¿qué es cúspide?
‹Un punto que sobrásale de una curva lisa, mi amena mota›.
—Más geometría. Entre Isaac con sus números y tú con tu cháchara matemática…
‹Si reflexionas, toda la realidad es geometría›.
—¿De veras? Mira, muerdo una manzana, sabe bien. ¿Dónde está la geometría?
‹Incumbe al [intraducible]›.
Toby odiaba que Quath dijera algo y que los programas que ambos tenían implantados no pudieran resolver el intríngulis. Sólo le llegaba un eructo confuso y un blando [intraducible].
—De acuerdo, ¿y dónde está la geometría de un beso?
‹Es simple desde el punto de vista de mi especie. Las relaciones saben a [desconocido] y a [intraducible]. Todo lo demás no tendría [desconocido]›.
—Ah, me alegro de que esté tan claro. Tonto de mí.
‹Mi programa detecta algo más en tu forma de hablar›.
—En efecto, lo llamamos sarcasmo.
‹No entiendo esa pauta›.
—Llamémoslo [intraducible], insecto.
‹Creo que lo entiendo. Puede que para nosotros sea como [desconocido]›.
—¡Ah!
Esto sacaba literalmente de quicio a Toby. Le alegraba poder descargar su frustración trepando a las vigas de la cúpula, dando grandes saltos, quemando calorías para despejar la mente. La temperatura estaba aumentando, allí y en todo el Argo. Las cúpulas absorbían la radiación de los fuegos de artificio astronómicos del exterior.
Un sudor caliente goteaba sobre los ojos de Toby. Se encaramó a las vigas, se balanceó en la escasa gravedad, se soltó. Extendió los brazos, aleteó y descendió como un pájaro torpe, cayendo hacia Quath. La alienígena lo paró en el último momento, evitándole un doloroso impacto en cubierta.
—¡Uf! Gracias.
‹Finges ser una criatura que no eres›.
—Eso forma parte del ser humano, larva gigante.
‹También en nosotros hay algo de eso. De lo contrario no habríamos registrado los astros para buscar›.
—¿Buscar qué?
‹Buscar lo [intraducible]›.
—¡Oh, no empecemos de nuevo!
‹Creo que el conocimiento de las cosas que no podemos decir es lo que nos hace parecidos, pensador diminuto›.
Toby raspó el suelo con la bota, arrojando una lluvia de polvo a la cúpula de baja gravedad. Todavía le quedaban por descargar algunas irritaciones y tenía que reflexionar sobre su padre. Brincó y se colgó de uno de los brazos retráctiles de Quath.
—¿Me permites?
—¡Toby! Trae a Quath al Puente. De inmediato.
La áspera voz de Killeen lo desconcentró tanto que Toby soltó el brazo y cayó en el polvo.
—De acuerdo, pero Quath no cabrá en…
—¡En marcha!
Resultó que Quath pudo agazaparse en el corredor contiguo al Puente, pasar dos pedúnculos oculares por la entrada y ver la mayoría de las pantallas. Quath parecía incómoda con las piernas revestidas de acero torcidas en extraños ángulos y apoyadas contra los tabiques, pero no se quejó. Killeen quería que Quath intentara comunicarse con su gente, las miriapodia.
—A fin de cuentas, una vez yo pasé días atrapado en su vientre —comentó.
Toby parpadeó. Al margen de sus reservas, debía recordar que su padre había vivido aventuras espeluznantes con Quath. Tal vez se comunicaran de maneras que él no llegaba a captar del todo.
Killeen ordenó a varios tenientes del Puente que ayudaran a la alienígena con los problemas técnicos, usando las antenas de largo alcance del Argo.
El puente bullía de actividad, pero Killeen mantenía una disciplina estricta y controlaba la excitación, visible principalmente en los rostros fruncidos y los ojos entornados. Las grandes pantallas mostraban escenas que cambiaban a velocidad vertiginosa. El aro de marfil colgaba entre tres naves extrañas y angulosas. La forma de aquellas naves —de nuevo la geometría, pensó Toby— habría bastado para revelar que pertenecían a la especie de Quath, si él no lo hubiera sabido.
El aro titilaba y palpitaba con turbadores juegos cromáticos. Lo recorrían relámpagos de oro y carmesí, que luego se desvanecían en la luz lechosa como manchas acuosas hundiéndose en un profundo mar de tiza.
Killeen se paseaba por la cubierta de mando del Puente, haciendo chasquear las botas sobre el acero, las manos firmemente asidas a la espalda. Toby sabía que lo hacía para que nadie pudiera deducir la tensión y la angustia que lo embargaban por el movimiento de sus dedos. Así procedía un capitán.
Toby sintió preocupación y amor por aquel hombre corpulento que procuraba mantener su imagen de control. ¿A qué precio? ¿Alguna vez alguien lo sabría?
Y había buenos motivos para estar agitado. Las pantallas fluctuaban. Ahora mostraban una escena tan extraña que uno tardaba en asimilarla. Una esfera naranja y brillante colgaba contra un fondo de miles de estrellas que ya no eran puntitos poblando el cielo, sino joyas. Las tormentas se arremolinaban en torno a la esfera.
Toby pensó que era una estrella de color raro, nada excepcional, hasta que comenzó a hincharse por un lado. Llamaradas azules lamían el borde turbulento. La protuberancia creció, se volvió amarilla como un plátano. Era como si la estrella se convirtiera en un huevo gigantesco; ¿para dar nacimiento a qué? Killeen se volvió, vio a su hijo y lo llamó con una seña.
—Hasta las estrellas son su presa —dijo el capitán.
—¿Qué está sucediendo?
—Lo lamento… olvidaba, después de observar esto tanto tiempo, que no todos sienten fascinación por la vida de las estrellas.
—Insisto, ¿qué sucede? —Toby temió que su padre se pusiera a divagar.
—Esa estrella está a punto de ser engullida, ¿ves?
Los dedos de Killeen bailaron sobre un teclado. La perspectiva se alejó de la estrella, cuyo flanco seguía hinchándose como el vientre de un gordo en un festín. Una feroz estría roja entró en el cuadro, propagándose como una mancha en la pared.
—El gran disco —dijo Killeen—. La Familia tiene leyendas sobre esto. Algunos lo llaman el Ojo del Comilón.
—¿Disco?
La perspectiva seguía en retroceso. Toby vio que la estrella anaranjada estaba al borde de un inmenso plano de fuego hirviente. El plano se desplazaba. Hilillos rojos y sanguinolentos, anaranjados y fosforescentes, ondeaban a lo lejos, girando lentamente en torno a un eje que estaba fuera de la vista.
—¿La estrella es absorbida?
Killeen se cruzó de brazos mientras el sol condenado se estiraba, poblándose de errantes penachos amarillos y oscuras venas purpúreas.
—Sí, pero no por el disco. El Ojo del Comilón es materia que fue absorbida antes.
El Aspecto Isaac de Toby comentó desdeñosamente:
Está repitiendo el antiguo saber popular. Ni por un instante creo que entienda…
—Oye, ¿quién te crees que eres? —susurró Toby—. Todos repetimos lo que nos contáis los Aspectos y Rostros, y ¡claro que no tenemos tiempo para aprender todo ese rollo técnico!
Aun así, si él diera crédito a las fuentes clásicas que elaboraron las teorías, que realizaron las peligrosas mediciones…
—¡Déjame en paz! No seríamos más que huesos secos si dejáramos que los Aspectos hablaran a gusto. —Silenció a Isaac.
—Esa masa —continuó Killeen— es materia que fluye hacia dentro, aproximándose más con cada giro. El disco es una carretera, nada más. No podemos ver al malo de esta película.
Toby lo comprendió.
—¿El agujero negro? ¿Está despedazando esa estrella?
Killeen asintió.
—Un acontecimiento raro, y hemos llegado a tiempo para verlo. El agujero devora estrellas, pero primero le gusta masticarlas.
La vista panorámica crecía, alejándose de la estrella, presentando una visión más amplia del enorme e hirviente disco. El Ojo del Comilón era de un color rojo intenso en el borde, cruzado por rachas de naranja y amarillo. Cada llamarada era como una efímera fogata, pero Toby se recordó que esas fogatas eran más grandes que planetas enteros.
Al ampliarse la vista, notó que el disco se hacía más brillante en el centro. Los rojos se convertían en verdes palpitantes y púrpuras coléricos. Aún más lejos hervía un duro resplandor azul. Se obligó a mirar, aunque el resplandor le lastimaba los ojos. El disco giraba alrededor de una esfera blanca que bullía con lacerante energía.
—¿Dónde está el agujero?
Killeen señaló la esfera blanca.
—Allí… pero no podemos verlo, porque todo está caliente en el borde interior de ese disco.
Isaac intervino:
Lo he consultado con ocho Aspectos de la Era de los Candeleros —cada vez me resultan más difíciles de entender— y he traducido sus quejas. Debo admitir que les doy la razón. La atribución correcta es importante, pues de lo contrario perdemos nuestro pasado. Ahora bien, todo esto fue descubierto en el 3045 por Antonella Frazier, quien escribió un poema épico sobre ello. Una ironía cósmica, «que el lugar más negro use un manto blanco». Recuerdo haber oído hablar de esta gran obra y…
Toby dejó que el Aspecto disertara un poco, sin prestarle atención. Tal vez Isaac y el tecnoAspecto de Killeen usaban a los dos seres humanos vivos para competir sutilmente. ¿Esas criaturas que moraban en chips sentían celos, envidia, despecho? Él y su padre se ufanaban de su tecnocháchara, tal vez tratando de impresionarse el uno al otro. Los Aspectos antiguos estaban encastrados dentro de los más nuevos, para facilitar la traducción. Sus ideas y sentimientos también se filtraban, en un guisado de emociones y datos.
Mezquinos motivos humanos, insignificantes dentro de la gran escala de los hechos. Todo aquello era hermoso, a su extraña manera, pero resultaba difícil de comprender.
Toby despertó de esta ensoñación.
—¿Por qué está todo tan caliente?
—Debido a la fricción. Toda esa materia que gira en órbita cada vez más próxima al agujero se frota contra otra materia… gas, polvo y demás. Se recalienta.
Toby trató de entenderlo. El disco refulgía como un ojo rojo con una mancha bulbosa y blanca en el centro. Una mirada de monstruo. El Ojo de Comilón. Pero el Comilón era invisible, la cosa más negra del universo. Por lo que él podía entender, un agujero en el espacio. Las cosas caían en él.
—Conque el agujero come estrellas, y prefiere masticar la comida primero. El disco es toda la materia que ha despedazado últimamente.
—Y está comiendo desde los orígenes de la galaxia.
—¿Quieres decir que lo que ahora es esa bandeja de gas antes eran estrellas?
Killeen asintió, mirando una espectacular erupción. Un geiser verdoso brincó desde el disco como una serpiente enloquecida, agitando lenguas amarillas.
—¿Qué mejor modo de servirle la comida al Comilón, que en bandeja? —Una risa sombría.
Toby miró el rostro tenso de los tripulantes. La teniente Jocelyn aguardaba para hablar, de pie, a un lado, como si no quisiera interrumpir una conversación entre padre e hijo ni siquiera en el Puente. Se adelantó; su largo cabello ondeaba en el aire tibio de la nave.
—Capitán —dijo—, los impactos que recibimos en el casco aumentan.
Killeen despertó de sus cavilaciones.
—¿Cerca de la línea de peligro?
—Todavía no, pero…
—¿El refrigerante circula al máximo?
—Sí, señor.
Killeen frunció el ceño.
—¿Cómo está nuestra rotación?
—Todas las partes móviles y autónomas de la nave están en rotación máxima. —La alta y musculosa Jocelyn permanecía en posición de firmes, pero Toby notó que movía los dedos con preocupación.
Hacían rotar partes del Argo para reducir la carga térmica. El furor de aquel gas colérico podía recalentar el casco y freír a los pasajeros humanos. Toby recordó los comentarios gastronómicos de Quath acerca de los crujientes huesos de primate y el sabor de la médula. Se estremeció.
Killeen se asestó un puñetazo en la palma.
—No veo qué más podemos…
‹Ahora necesitamos Bahía Besik›, declaró la vibrante voz de Quath por la frecuencia general de comunicación.
Los del Puente se volvieron como un solo hombre hacia la alienígena que aguardaba en el corredor.
Killeen fue el primero en hablar.
—Me preguntaba cuándo comenzarías a compartir tus conocimientos con nosotros —ironizó.
Los dos pedúnculos oculares de Quath golpetearon contra la compuerta.
‹Sois gusanos frágiles, y no podéis resistir el calor. Si perecéis calcinados, me sentiré sola›.
Killeen rio.
—Me alegra tu preocupación. En cuanto a las antenas que instalamos… ¿el nuevo enlace con tu nave funciona mejor?
‹Hablaré bien y [desconocido]. No podéis comprender la plena [intraducible] de lo que significa conversar con quienes realmente entienden…›.
—Bien, vamos aprendiendo. —Killeen sonrió. Toby notó que su padre disfrutaba de la conversación, que estaba menos tenso.
En parte.
‹Sois listos, para ser tan pequeñitos›.
—No necesitamos toda esa masa extra que cargas tú.
‹La sabiduría proviene de la acumulación. Los vermes ignoran esto›.
—Parece que te han salido más ojos desde la última vez que te vi.
‹Soy de las miriapodia, y no estoy limitada a vuestros dos débiles agujeros ópticos. Observamos con ojos entornados y múltiples órbitas. Abundan las visiones en este pestilente lugar. Pero no necesito más piernas, pues nosotras no huimos ni siquiera del peligro más extremo›.
Toby sabía que miriapodia significaba miriápodo («de muchas patas o piernas»), pero el gorjeo con que Quath pronunciaba la palabra daba a esta un aire de nobleza y respeto. Killeen, después de insistir en que Toby acudiera deprisa, había ignorado a Quath. Toby comenzaba a entender que Killeen tenía otra manera de vérselas con la alienígena, tal vez mejor.
—En cuanto a Bahía Besik… ¿quieres esconderte ahí, muchos ojos?
Los tripulantes murmuraron. Toby sabía que todos sospechaban que las miriapodia los utilizaban con algún propósito poco claro, y ahora esa duda afloraba nuevamente. ¿Pero qué otra opción les quedaba?
Quath movió de nuevo los pedúnculos oculares.
‹Las Filósofas lo consideran prudente›.
—Mmm. Muy diplomático por tu parte. Pero te he preguntado qué pensabas tú.
‹El hombre en sí evoca fábulas trilladas, pero aporta poca información. Antiguas expediciones de miriapodia descubrieron que ese nombre se lo dieron al parecer los humanos›.
—¿Besik? —intervino Toby—. No hay ninguna Familia con ese nombre.
‹Es el de un antiguo emplazamiento humano, un refugio. Mirad…›.
Quath hizo saltar y girar las imágenes de las pantallas. Los sensores de la nave buscaban otro blanco, y enfocaban un borrón viscoso por encima del refulgente disco rojo.
‹Los exploradores han usado la sombra de Bahía Besik para escapar del calor del disco. Según cuentan las leyendas, los miriapodia se ocultaban ahí, se enfriaban y luego huían de esta tormenta estelar›.
Killeen miró a la teniente Jocelyn.
—Vayamos allá —dijo. Siempre había sido rápido tomando decisiones, y el Puente se apresuró a obedecer. Killeen se volvió hacia Quath con expresión velada—. ¿Qué buscaban ahí tus antepasados?
‹Un arma mencionada en nuestras antiguas leyendas›.
—¿Qué clase de arma?
‹Al final, todas las herramientas defensivas son conocimiento. Buscábamos el [intraducible]›.
—¿No puedes decirnos más?
‹No sé qué es este conocimiento [intraducible]›.
—¡Maldita sea! Mira, para la Familia Bishop el Centro Verdadero es una leyenda. Casi un lugar sagrado… pero ignoramos por qué.
‹Lo mismo ocurre con nosotros. Sin embargo, creo que vuestra especie estuvo aquí antes de que se aventurase a venir la nuestra›.
—¿Eso crees? —Killeen frunció el ceño—. De un modo u otro, lo que hiciéramos entonces se ha perdido.
‹Nos ocurre lo mismo. Pero las Filósofas nunca conocieron los verdaderos laberintos de este lugar. Los mecs procuran destruir todas las referencias que encuentran sobre esa época distante›.
Killeen miró melancólico aquella inmensidad.
—Para nosotros, venir aquí es como escalar la montaña más alta que se haya visto.
‹Creo que por eso mismo se os necesita›.
Killeen se encogió de hombros, comprendiendo que no averiguaría nada más.
—De acuerdo, nos enfriaremos los talones detrás de esa nube.
Aunque los tripulantes rara vez hablaban en el Puente sin permiso de Killeen, Toby decidió aprovecharse de su posición como hijo del capitán. No podía resistirse a sondear un poco más.
—Quath, ¿por qué se fueron tus antepasados?
‹Los mecs custodian este ciclón de fuego›.
—¿Por qué? Es un agujero infernal.
‹Los mecs se encuentran a sus anchas aquí, donde se agitan las energías. Ellos se nutren de esa ferocidad›.
—Pero aquí no hay mecs.
‹Eso parece, y me preocupa›.
—Hay bastantes siguiéndonos el rastro —observó Killeen.
‹Tratarán de encontrarnos en la nube de Besik›.
—¿Así que nos escondemos? —preguntó Killeen, frunciendo el ceño.
Toby sabía que su padre no eludía un reto a menos que fuera absolutamente necesario. Por otra parte, las Familias hacía tiempo habían aprendido a sobrevivir aplicando tácticas evasivas y conocían las ventajas de ocultarse.
‹Mi gente tendrá la oportunidad de hablar y de [desconocido]›.
Killeen comprendió que no obtendría más información de Quath. Tecleó en el tablero de control. Las pantallas se reorientaron para enfocar la distorsionada estrella, que ya no era tal.
Mientras ellos hablaban, la panza se había abierto y escupía torrentes blancos. El torturado sol se deshilachaba. Tortuosos remolinos de gas brotaban de la estrella mutilada y se sumaban al borde candente del gran disco. A medida que la perspectiva retrocedía, Toby se imaginó la estrella como un animal indefenso que luchaba en vano mientras le sorbían la vida. Sus fragmentos caían hacia el disco para provocar nuevas explosiones anaranjadas.
Toby estaba asombrado y atemorizado.
—¿Cómo puede ser que el agujero desgarre una estrella entera a tanta distancia, y sea tan pequeño que ni siquiera podemos verlo?
Killeen palmeó el hombro de su hijo, y en su semblante Toby vio las mismas emociones ambiguas.
—A mi modo de ver, ese agujero es pequeño pero su masa muy densa. Esa densa masa comprimida provoca fuertes mareas. La cara anterior de esa estrella intenta seguir una órbita curva, ¿ves? Su cara posterior está un poco más lejos del agujero, y quiere seguir otra órbita.
—Así parece. ¿Y?
—Bien, no puede seguir ambas órbitas y ser una sola estrella, ¿verdad? —Por la expresión distraída de Killeen, Toby supo que recibía instrucciones de su tecnoAspecto—. Pero sí puede hacerlo si se parte en dos. Cuando las mareas son muy fuertes, eso es lo que ocurre. Las mareas despedazan la estrella como si fuera una muñeca de trapo.
Toby miró a su alrededor. La gente del Puente guardaba silencio, mirando al capitán. En aquellos rostros leyó esperanza y necesidad, mutismo ante el espectáculo. La cauta sonrisa de Killeen reflejaba el resplandor del sol moribundo.
Quath habló en el silencio, con un siseo.
‹Este nuevo bocado alimentará al Comilón… y antes al disco›.
El rostro de Killeen se contrajo de preocupación.
—¿Y se calentará más?
‹Sí. Busquemos deprisa la frescura de Besik›.
Toby sonrió.
—Creía que tu especie miraba pero no huía.
‹Correr rápidamente y bien es un arte que permite vivir para mirar de nuevo›.
—Mmm. A mí eso me suena a excusa, gran insecto.
‹[Intraducible]›.