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TECNONÓMADAS

T

oby acababa de entrar en la cámara de presión y se estaba quitando el traje cuando apareció Cernió. Toby sólo llevaba pantalones cortos debajo del traje y en la nave tenía más frío que fuera. Buscó el mono en el armario, tiritando.

—¿Dónde estabas? —preguntó Cermo.

El hombretón se erguía sobre Toby. Antes lo llamaban Cermo el Lento, pero ahora estaba más flaco y ágil. Una sonrisa satisfecha le partía la cara en dos.

—He oído el alboroto. El capitán ha encontrado algo de comer, ¿verdad?

—Veremos.

—Pero eso no cambia nada, no para ti —dijo Cermo riendo entre dientes. Era un hombre corpulento de ojos blandos y rostro alegre, así que su risa no resultaba malévola.

—¿A qué te refieres?

—Hoy estás asignado a mantenimiento.

—De acuerdo. Revisaré los biotanques, como de costumbre.

—Hoy no se trata de lo de costumbre. —De nuevo la sonrisa.

—¿Qué sucede?

—Se han roto los sellos de las cloacas.

—¿Otra vez? No es justo. Se rompieron la última vez que me asignaron a mantenimiento.

—Pues entonces eres un experto. —Cermo le alcanzó una fregona—. Aplica tus conocimientos.

Los sellos siempre se rompían porque los reguladores de presión se tenían que ajustar con precisión. Los desechos humanos eran un ingrediente vital en los biotanques. Había que presurizarlos, filtrarlos y aplanar el producto final formando esteras pastosas que los equipos de agricultores distribuían en las grandes zonas de cultivo. El Argo era una nave de larga distancia diseñada para retener cada gota de agua, cada exhalación le aire.

Fácil de entender, difícil de hacer. La mayoría de los tripulantes del Argo eran parientes, todo lo que quedaba de la Familia Bishop. Procedían de Nieveclara, un mundo lúgubre que Toby recordaba con afecto.

Toby pertenecía a la última generación de la Familia Bishop. Eso le permitía ser un novato crédulo, pero la pura y amarga verdad era que los Bishop carecían de las aptitudes necesarias para manejar el Argo.

Todas las Familias habían sido tecnonómadas, y habían aprendido apenas lo necesario para sobrevivir mientras escapaban. Siempre corriendo, esquivando, eludiendo a los mecs. No porque los mecs les prestaran en general demasiada atención. En el Centro Galáctico los humanos eran como ratas correteando detrás de las paredes: su protagonismo era nulo.

El Argo era agradable para sus pasajeros, un digno producto de la Era de la Alta Arcología, pero el diseño de sus sistemas les exigía que tuvieran una educación de la cual carecía la Familia Bishop.

Por ejemplo: el sumidero. Ni el capitán Killeen, ni Cermo ni ningún otro habían podido comprender las instrucciones del sistema de presión.

Se regía por algo llamado la ley de los Gases Perfectos. La inmundicia que circulaba por aquellos tubos lisos y claros no era perfecta, por cierto, y no obedecía ninguna ley conocida. Se desparramaba sin previo aviso en los momentos menos oportunos. La semana anterior, un aullante chorro marrón había rociado a toda la Familia, reunida para una boda. La celebración quedó bastante deslucida.

Toby se reunió con los otros pobres diablos que estaban esa semana en mantenimiento. Respirar por la boca le sirvió sólo hasta que el olor se le subió a la cabeza. Su Aspecto Isaac le habló mentalmente cuando se agachó para limpiar la inmundicia con una esponja.

He conferenciado con los registros más antiguos que llevas en tu biblioteca. Es interesante, pues el término que usáis para esto deriva del nombre del hombre de la Vieja Tierra que inventó el inodoro. Un inglés, dice la leyenda, que amasó una fortuna y benefició a toda la humanidad. Su nombre, Thomas Crapper, ha llegado a ser[1]

—Déjame en paz.

Pensé que una pequeña distracción te facilitaría la tarea.

—Mira, si quiero distracción, tocaré música de la época del Mozarte.

Me temo que confundes el nombre. Sin duda te refieres a Wolfgang Ama…

Mentalmente, Toby obligó al parlanchín Aspecto a regresar a su guarida. Los aspectos eran personalidades grabadas pertenecientes al pasado de la Familia Bishop, algunas muy viejas, como Isaac. Consistían en bases de datos interactivas inscritas en unos chips que Toby llevaba insertos en las ranuras del cuello. Isaac era una transcripción reducida de una personalidad humana muerta hacía tiempo cuyo antiguo saber podía resultar útil. Isaac había intentado una y otra vez explicar a Toby la Ley de los Gases Perfectos, pero este no había logrado entenderla.

Enterarse de la existencia de Thomas Crapper no le serviría de ayuda, pero le hizo sonreír, así que tal vez cumplió un propósito. La familia usaba Aspectos para orientarse frente a los problemas; llevaban a cuestas la información que necesitaban para sobrevivir mientras convivían con una tecnología que superaba su capacidad.

—Oye, ¿vas sonámbulo?

Toby irguió la cabeza. Besen estaba de pie a su lado. Había terminado su parte y a Toby todavía le quedaba medio pasillo por limpiar.

—Oh, estaba sumido en pensamientos profundos.

Besen puso los ojos en blanco.

—Claro.

Él señaló la cubierta manchada de marrón con la fregona.

—Sin duda no sabes quién dio nombre a esta cosa.

Besen escuchó la explicación con escepticismo.

—Es la verdad —dijo él.

Besen sonrió y Toby pensó que últimamente tenía un aspecto maravilloso. Incluso vestida con el mono y con el cabello castaño echando hacia atrás, salpicado y sucio, le seguía pareciendo espléndida. Las muchachas florecían una sola vez, antes de convertirse en mujeres, pero era suficiente. Besen rebosaba lozanía y vitalidad.

—Sólo me acordaba de una de esas obras que tuvimos que escuchar —dijo él—. Es aplicable al caso.

—¿De veras? —preguntó ella con escepticismo.

—Claro, ¿recuerdas? «¡Buenas noches, buenas noches! Pedorrear es una dulce pesadumbre». Muy romántico.

—«Separarse es una dulce pesadumbre», dice. Vaya romántico estás hecho.

Uno de sus juegos particulares se basaba en un antiquísimo chip que llevaba Besen. Contenía textos de la Vieja Tierra, incluidos los de un tío llamado Shake-Spear, quien, según Besen, era un gran poeta de una especie de sociedad primitiva de recolectores cazadores[2]. Aquel era uno de los fragmentos de Shake-Spear que los humanos conservaban en medio del Gran Abismo que los separaba de las culturas de la Vieja Tierra, y a Besen le gustaba citar pasajes de ese material, sólo para alardear.

—Bien, lo he recordado casi literalmente. —Toby sonrió—. Espera a que termine con esto e iremos a divertirnos en el gimnasio.

A Toby le gustaban las zonas de gravedad cero del Argo. La mayoría de los sectores de la nave giraban, creando una «gravedad» centrífuga artificial. En el gimnasio de gravedad cero podían brincar en las paredes, salir catapultados, lanzarse a relucientes esferas de agua.

Besen sacudió la cabeza.

—Ha habido otra rotura. Por eso he venido a buscarte.

—¡Oh, no!

—Oh, sí. Y nos han elegido para ayudar a limpiar.

—¿Dónde?

Toby esperaba que no fuera en una zona sin gravedad. Eran tan divertidas como difíciles de limpiar. La inmundicia se pegaba a todas las superficies imaginables y también a las inimaginables.

—En el Puente. ¡Ven, deprisa!

Cuando llegaron al amplio e iluminado Puente, Toby quedó pasmado ante la filtración. Una sustancia espesa bajaba por una pared. Por suerte, no había en ella instrumental electrónico ni pantallas. Apestaba. Toby conocía por su nombre de pila a todos los oficiales de uniforme, pues eran miembros de la Familia, pero ellos no reparaban en él, en Besen ni en la hedionda mancha parda. Las manos a la espalda, el ceño fruncido, se concentraban en tareas que no ofendían su altiva dignidad de oficiales.

El Puente era una parte sagrada del Argo, donde se tomaban decisiones trascendentales sobre el futuro de la Familia Bishop, a menudo en fracciones de segundo. Aquella invasión de desechos fétidos parecía una afrenta deliberada del burlón Dios de las Cloacas.

Las fluctuantes pantallas del Puente exponían imágenes, columnas de datos, estimaciones y proyecciones en cuatro colores presentadas automáticamente por los vigilantes ordenadores del Argo. Sin este nivel de control, la Familia Bishop se habría visto reducida a lo que era: una tribu de nómadas semianalfabetos que habían tenido la suerte de encontrar una nave confortable.

Aun así, se notaba que hacía años que ocupaban el Argo. La moqueta tenía una gran mancha amarilla y marcas de fregado. Alguien había desgarrado una pared, y un equipo de reparaciones había abierto un boquete que luego había dejado sin cerrar. Trozos de servomecanismos y aparatos electrónicos atestaban las superficies de trabajo. Como nómadas que eran, estaban acostumbrados a arrancar y trasladar, a cargar e improvisar, no a evitar el abarrotamiento.

Toby y Besen trataron de escuchar las conversaciones del Puente mientras trabajaban. La nave se internaba en la nube molecular. Se oía una melodía grave, una nota prolongada que el polvo de la nube emitía al frotar las zonas esféricas de la nave. Era como si el gas interestelar tocara una música plañidera sirviéndose del Argo.

—Escalofriante, ¿no? —dijo Besen.

—Como una endecha fúnebre —susurró Toby.

—La fricción de la realidad —dijo Besen teatralmente—. Una sinfonía del espacio.

Sendas polvorientas cruzaban las pantallas. Los rayos de las estrellas cercanas penetraban los turbios bancos, salpicando de azul y naranja la niebla cenicienta.

—¡Allí está! —exclamó un oficial.

Los oficiales se apiñaron en torno a las pantallas para ver la rutilante serpiente, que se contorsionaba procurando alejarse del Argo. El cazador cazado. Toby se puso de puntillas para mirar, pero había demasiada gente. Casi todos los presentes, al ser mayores, eran un poco más altos. Un teniente, viendo que él y Besen estiraban el cuello, los cogió de la nuca y les ordenó seguir trabajando.

Amplias perspectivas poblaban las pantallas, rebosantes de luz, cubiertas por el gran manto de polvo. Belleza. Asombro. Pasmo. Vastos espectáculos que despertaban un temor reverencial en el alma humana.

Toby se agachó para limpiar la mancha. Apestosa. De olor penetrante. Viscosa.

—La mierda y el cosmos —murmuró.

—¿Qué? —preguntó Besen.

—Sólo trataba de no perder la perspectiva de las cosas.