2

OPTIMISMO IRRACIONAL

L

os encontró en una sabana, cultivando unos cereales nudosos que Toby no reconoció.

Cuidaron de él. Estaba peor de lo que pensaba, pero no poder entenderles era una ayuda.

No hablaban ningún idioma que él conociera o que tuviera en los chips. Eran menudos y compensaban con elegancia lo que les faltaba en talla y fuerza. Eran equilibrados, reservados. Las mujeres, aunque tímidas, eran radiantes, ágiles y cálidas, con unos ojos velados que chispeaban cuando hablaban.

Los individuos de ambos sexos parecían comprimidos; sus hombros anchos coronaban un torso que nacía de una cintura delgada. Tenían un porte perfecto, iban erguidos y se movían con desenvoltura. Su tez era suave, oscura, dorada y reluciente bajo el cabello negro muy trabajado.

Las Familias se cuidaban mucho el cabello y durante los largos años de huida lo habían convertido en su única concesión a la moda. Aquí, en gravedades distorsionadas que cambiaban sin cesar, el cabello podía obrar milagros: formar salientes imposibles, curvarse como un fuego negro y congelado, enroscarse de manera cómica.

Tenían los dos sexos habituales y cuatro géneros; ambas variedades de homosexuales llevaban un peinado distintivo, una sinfonía provocativa. Eran muy agradables. Hablar por señas resultaba siempre más interesante que conversar, y el escaso vocabulario que dominaba Toby lo obligaba a guiarse por la intuición. Aprendió a leer lo tácito, que era más interesante.

En sus momentos de descanso —no muchos, pues todo el mundo trabajaba o de lo contrario nadie comía— comenzó a comprender qué distinta era aquella gente.

Para ellos todo detalle merecía atención, en todo momento debían estar ocupados. Lo que se estaba haciendo lo era todo. Mientras uno trabajaba no existía más que la labor concreta del momento. Todo pensamiento acerca de otras actividades, de inconvenientes pasados o futuros, desaparecía. Salvo por algunos dolores en el brazo derecho y las costillas, consecuencia de su larga fuga, Toby se las apañaba bastante bien.

La vida social de la comunidad se centraba en un complejo drama escénico. Les aburría hablar del esti y de los mecs. Sólo querían comentar la obra que se representaba. Toby asistió a una representación y descubrió que ellos lo consideraban un gran honor. El público se puso de pie y lo aplaudió juntando los labios cuando él se sentó. O al menos eso creyó que hacían, aunque luego se preguntó si habría cometido alguna torpeza.

El drama comenzó de inmediato, así que no tuvo tiempo de reflexionar sobre ello. La obra dependía absolutamente de la concentración. Sin el control y la concentración de los actores, habría sido insoportablemente aburrida.

De hecho no lo era. Miró cautivado cómo una actriz entraba en escena y caminaba con inhumana lentitud por el borde del escenario, a centímetros del público pero enormemente distante a causa de su ensimismamiento. Controlaba el ritmo y el andar hasta tal punto que ningún gesto ni pestañeo perturbaba un andar sugestivo que evocaba la superficie de un lago negro y liso. La actriz parecía atravesar el aire del teatro vestida de un silencio tal que habría podido cortar un tornado. Más tarde, la escena se repitió. Esta vez los micrófonos amplificaron cada movimiento de los sedosos pies sobre el tablado desnudo. Una música susurrante seguía cada movimiento, transfigurando el acontecimiento hasta volverlo irreconocible.

Descubrió que el drama, cuyo escaso argumento se podía sintetizar en una frase, surtía un curioso efecto sedante. Parecía decirle: Presta atención. Concentrarse en el momento era más importante que jugar mentalmente con el pasado o el futuro.

Extraño, si se paraba a pensarlo. Porque aquel era un lugar donde no era fácil separar pasado y futuro. Fluían juntos en ciertos lugares, como un río lodoso.

Allí ya habían combatido contra los mecs. Tardó en averiguar un hecho tan simple porque hablaban muy poco. Una vez se cruzó con una ceremonia fúnebre —no se realizaba en un lugar ritual sino en la calle— que parecía honrar a alguien muerto a manos de los mecs. Sus hogares y talleres eran como los cascos del Argo invertidos, de modo que desde lejos parecían ampollas creciendo juntas. Las cruzaban quemaduras y dos de ellas tenían enormes boquetes.

Aquella gente estaba bien organizada. Se entrenaban para la defensa y usaban armas que él no comprendía. Decían que la última incursión mec en el esti se había prolongado tanto como se tardaba en criar a una niña hasta que alcanzaba la mitad de su altura —lo cual parecía ser su modo de medir el tiempo—, y que las anteriores habían sido peores. Las mutilaciones de algunos eran buena prueba de ello.

Toby les hablaba de la Familia Bishop y del largo camino que lo había llevado hasta allí. Aun así, no era uno de ellos: había dado un uso diferente a su mellada y estropeada armadura. En términos generales, se había limitado a mantenerse con vida. Allí habían luchado contra los mecs y los habían matado, los habían acechado, derrotado y sufrido bajas por ello. Ser alcanzado como lo había sido Toby era un accidente que todos conocían; muy diferentes era participar en una batalla porque uno quería.

Y ellos querían. Una mujer menuda le contó con acaloramiento que estaban luchando por una gran idea. No pudo entender claramente de qué idea se trataba, y al cabo de un rato desistió de forzar su vocabulario. La mujer hablaba deprisa y parecía considerar toda pregunta como un desacuerdo.

Toby pensó en ello después de presenciar ese lento y solemne drama. Una actriz llevaba un tambor que contenía un cerebro mec. Cuando golpeaba el tambor, el cerebro botaba, chocaba contra el interior del tambor mientras la actriz seguía batiendo los parches. El contrapunto creaba un eco horripilante. Toby no sabía qué significaba, pero le daba escalofríos.

Una vez, después de terminar su trabajo, regresó al lugar donde dormía. Un viento cortante hacía oscilar los escasos faroles que titilaban en la niebla suave. Sabía que nunca habría participado en una batalla en pro de algún principio abstracto. Había luchado y huido —normalmente huido— por la Familia, y sólo luchaba cuando no le quedaba más remedio.

Estos tranquilos hombres y mujeres eran diferentes. Tenían la antigua tradición de permanecer atrincherados en el esti. Ellos no la comprendían, o al menos no se la sabían explicar. Quizá la entendían de una forma que él no podía conocer. A veces vivir las cosas producía ese efecto.

Recordó las largas dársenas vacías donde habían atracado el Argo. Grandes y cubiertas de melladuras, abolladas y maltrechas. Desiertas salvo por el Argo, como brazos estirándose para recibir naves que ya no llegaban.

Aquella gente había dicho que pocas naves venían de otros mundos, de los planetas como Nieveclara. Muchas naves más pequeñas se deslizaban entre los portales del esti, siguiendo atajos entre las Vías. Pocas Familias planetarias entraban en las Vías porque casi todas habían perecido. Fracasado.

Su historia no cuadraba con lo que él sabía. Tenía su lógica. El tiempo era diferente en cada Vía. Algunas estaban a mayor profundidad en la curvatura que rodeaba el agujero negro, de modo que allí el tiempo transcurría con más lentitud. Y el propio esti mezclaba y enmarañaba los acontecimientos, de modo que confundía la memoria humana.

Renunció a la idea de comprenderlo cuando descubrió que se había internado en la oscuridad. Era la primera vez que notaba cuánto extrañaba a su padre. Lloró un rato en la oscuridad y se alegró de que nadie le viera.

Algo le decía que era estúpido avergonzarse de llorar. Nunca se lo había planteado. Se preguntó si no sería indicio de un vestigio de Shibo, pero no pudo detectar nada de ella por ninguna parte.

Se sentía inquieto. Regresó con aprensión hasta el cobertizo donde dormían los peones eventuales. Todos los demás ya estaban acostados, así que se tendió en el catre.

Durmió bien y sólo despertó cuando el cobertizo se vino abajo. Un golpe en la frente, suciedad en la boca. El suelo temblaba. Alguien gritaba en la oscuridad.

Las vigas del techo no le habían acertado, pero estaba bajo los escombros. Salió a rastras mientras explosiones violentas sacudían el suelo. Fuera había mecs en la penumbra. Edificios derribados. Llamas que lamían un cielo moteado.

La gente corría por doquier. Aullantes ferocidades peleaban por encima de nubes sucias.

Las pantallas de defensa se activaron. Las vio en su sistema sensorial como planos rojos y brillantes que se elevaban en el aire; un verdor eléctrico serpenteaba en sus bordes.

Bajas. Personas sin heridas visibles, pero ojerosas y conmocionadas. Algunas sangraban por la nariz y la boca. Otras se apretaban el vientre sin poder hablar. Otras más estaban tumbadas de bruces sobre la hierba machacada.

Quiso ayudar. Los médicos no parecían agradecer su presencia. Ponían mala cara y comprendió lo que sospechaban. Nadie podía saberlo con certeza, pero él había llegado y luego habían llegado los mecs.

Pensó que sería más un estorbo que una ayuda, así que dejó a los heridos y corrió hacia el límite de los edificios. Allí observó el rápido y misterioso juego de resplandores y detonaciones en la sombra.

Quería luchar, pero no sabía qué hacer. Los métodos de la Familia Bishop no parecían adecuados. Y si esas fuerzas de arriba lo buscaban a él, nada había que pudiera hacer.

Al final huyó. Si había sido el causante de aquella catástrofe, lo mejor sería desviarlos. Durante horas trotó por el aire turbio. De nuevo solo. Quath. Killeen. Besen. Nombres.

Su sistema sensorial no detectaba perseguidores. Al fin la luz comenzó a filtrarse por un arrugado risco y vio que estaba en otro terreno. Había gente aferrada a la desnuda piedra de tiempo y una presencia la buscaba.

De repente se encontró en medio de un combate. Se echó al suelo y no tardó en entender que algo —no sabía muy bien qué— trataba de exterminar a un grupo de gente. También aprendió a mantener la cabeza gacha en la cambiante piedra de tiempo.

Una bruma verde fluía en lo alto. Desde lejos llovía sobre él y sobre la imagen que él veía reflejada en la piedra de tiempo.

Esa imagen lo miraba. Pasaron segundos lentos, difusos. La figura lo saludó. Toby parpadeó. La figura sonrió. No entendía cómo la piedra de tiempo podía tener un Toby atrapado en su interior, un otro yo que lo saludaba jovialmente; pero no había tiempo para averiguarlo.

Ni para ver al causante de la matanza. Quiso erguir la cabeza para ver, pero desistió. Su sistema sensorial no indicaba la presencia de nada peligroso, pero oía motas sibilantes, astillas en el viento que le habrían rebanado la cabeza con precisión quirúrgica si hubiera mirado.

Lo supo porque lo vio al cabo de unos segundos. Una de aquellas cosas susurrantes le dio a una mujer en la barbilla. Los objetos buscaban un blanco deslizándose por el terreno hasta encontrar su presa.

También observó los intentos de los amigos por volver a juntar la cabeza de la mujer. Aquella gente hablaba en un idioma rápido y entrecortado que él no comprendía. Incluso intentó ayudar, aunque no le veía sentido, y no le prestaron atención. Confiaban en que la medicina humana curase una cabeza escindida en tajadas precisas. No resultó.

Al cabo de un rato cesaron los susurros. Toby quería ayudar a la gente, pero cuando fue a hacerlo todos habían muerto.

Le quedaban ya pocas dudas de que detrás de aquel caos había algo que lo buscaba. ¿Esa gente había muerto por su culpa? No quería pensar en ello.

Y lo único que podía hacer era huir en vez de luchar, aunque le disgustara como Bishop.

Encontró refugiados. Pudo entenderse con algunos. Hablaban de lugares y tiempos peores, pero la mayoría seguía su camino como si él fuera un espejismo. O tal vez consideraban que sus preguntas carecían de sentido.

Caminó mucho tiempo. Era mejor no pensar demasiado.

El mundo parecía más liviano, como si su cabeza fuera un globo sostenido por su cuerpo. Caminó así, disfrutando de cada paso. Haces brillantes y amarillos brotaron de arriba, de la piedra de tiempo. El resplandor era abrasador.

La gente pasaba sonriente. Aquel estado de ánimo fue en aumento hasta que todos aplaudieron y aun para Toby la escena se volvió tan agradable que parecía ridículo que alguien pudiera morir. No él, al menos.

Recordó afligido lo que una vez Quath le había dicho sobre el irracional optimismo de los primates, o al menos sobre el de los actuales. Según Quath, era una extraña adaptación de la cual carecía su especie. Toby se había echado a reír.

Y ahora también rio, entre dientes. Era una insensatez, pero hacía que se sintiera mejor. Recordando el desconcierto de Quath, rio de nuevo. Ni siquiera la pesadumbre de la soledad pudo quebrar aquella alegría repentina e inesperada. Podía ser irracional, pero era divertido; lo era en un lugar y un tiempo como aquellos, tan racionales y prácticos.