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UN DÍA EN EL JUZGADO

N

o tenía mucho aspecto de ciudad. La Tierra de los Enanos, así la había bautizado Toby cuando no habían recorrido ni dos manzanas.

Aun en medio de una multitud podía ver a gran distancia, por encima de la cabeza de todo el mundo. Había gente rechoncha corriendo por doquier. Gritando, rezongando, riendo, todo ello con bulliciosa precipitación. En la brumosa distancia había más de lo mismo. Edificios de poca altura, grises, pardos y negros. Incluso los árboles eran achaparrados; en Nieveclara no habrían pasado de ser arbustos.

—¿Qué lugar es este? —envió Cermo por el comunicador.

Por la falta de reacción de Andro, Toby dedujo que no podía interceptar la línea de la Familia. Killeen envió una rápida señal confirmando que podían hablar de aquella manera, así que Toby preguntó:

—¿Quiénes son estos renacuajos?

—Realmente, no son los sujetos brillantes que esperaba —comentó Jocelyn con desconcierto.

—En efecto —dijo Killeen—. Cuando encontramos humanos aquí, pensé que serían de los Candeleros. O de los Tiempos de Gloria, incluso. La gente que podía construir en el cielo, que luchó contra los mecs, que exploró el Centro Verdadero, los heroicos.

—Pensaba que éramos nosotros quienes en los Tiempos de Gloría nos internamos en el Centro Verdadero —dijo Cermo.

—Nadie lo sabe, a decir verdad —dijo Killeen—. Ninguno de nuestros Aspectos lo recuerda. Fue hace mucho, y debió ser obra de humanos cuyos poderes ni siquiera somos capaces de concebir. Quiero conocerlos.

Toby detectó una nota de súplica en la voz de su padre, pero los otros no parecieron advertirlo. Todos continuaban la marcha, disimulando que estaban conversando, felices de burlar a los enanos. Entonces sintió que afloraba la Personalidad Shibo, bienvenida aunque no invocada:

Son ratas con corbatín. Pero útiles.

—¿Cómo?

Toby sintió que ella se abría paso por su sistema sensorial, con fuerza, ocultando la ciudad gris.

Una antigua expresión que aprendí de Zeno. Los antiguos se ponían una prenda alrededor del cuello para demostrar una determinada actitud. Llevar corbatín era prueba de una cierta chulería. La arrogancia de Andro delata su verdadera condición. Alardea delante de los patanes por quienes nos ha tomado.

Toby comunicó esto a los demás, que murmuraron su aprobación. Killeen asintió.

—Eso encaja. Trata de impresionarnos de algún modo. Este lugar es bastante bonito, pero es una choza en comparación con lo que podía hacer la gente de los Candeleros.

—Es posible —admitió Jocelyn—. Pero ¿dónde están las Familias de los Candeleros? ¿Por qué tenemos que tratar con Andro?

Toby deseó que Quath estuviera allí para ayudar. Por una parte estaba contento, feliz de que su padre hubiera logrado encontrar el objetivo tradicional de la Familia Bishop. Por otra parte, se preguntaba qué estaba sucediendo. Aquel no era el gran recibimiento que esperaban. Notaba la decepción en los ojos de todos.

Quería decirle algo a Killeen, franquear el abismo que había crecido paulatinamente entre ellos durante aquellos años de fuga, de capitanía. Pero esos ojos llameantes impedían que tuviera con él una conversación franca.

Andro comentaba las vistas. Parecía creer que los monumentos eran sensacionales, prodigiosos. Edificios municipales marrones cuyas gruesas e intrincadas columnas enmarcaban puertas diminutas. Factorías sin ventanas y sin propósito definible. Negros y chatos edificios de apartamentos cuyos pequeños balcones parecían añadidos toscos.

—Concedo que esto es más complejo que la Ciudadela —le dijo a Cermo—. Pero las ruinas de las Bajas Arcologías me impresionaron más.

—No sé —respondió Cermo—. Sospecho que se nos escapa algo. Todavía no entiendo cómo puede estar aquí este lugar.

Al fin llegaron a una masa piramidal de piedra gris y brillante que parecía tener un poco más de categoría. Su destino.

Andro les indicó la rocosa entrada con una profunda reverencia que tal vez fuera sarcástica. Toby respondió con un cabeceo, entró en el vestíbulo, siguió a Andro por el suelo de mármol y se dio de cabeza contra el dintel. Reprimió un gruñido. Andro hizo un gesto burlón que tal vez nadie más vio. Frotándose la frente, Toby siguió al resto hasta una habitación con hileras de bancos. En uno de sus extremos, una figura solitaria ocupaba un desvencijado escritorio de madera. El escritorio estaba descolorido, desconchado, tenía las patas rajadas. Supusieron que se trataba de una «reliquia oficial», como las antiguas escaleras que usaban los mayores en Ciudadela Bishop.

—¿Nueva tanda, Andro? —preguntó la correosa y rechoncha mujer del escritorio. Usaba una toga negra y parecía haber pasado una mala noche—. Los últimos que trajiste todavía están debatiendo los detalles de la ley de importaciones y exportaciones en la cárcel.

—¿Cómo iba a saber que podían burlar nuestros filtros con esas tabletas de sueño inducido? —se quejó Andro, extendiendo las manos—. Es culpa de los ingenieros.

—Un buen artesano no culpa a sus herramientas —dijo la mujer, echando una mirada lánguida a los Bishop. El espectáculo no pareció despertar en ella demasiado interés, y bostezó.

—Estos energúmenos son un caso simple —dijo Andro, adelantándose con deferencia. Apoyó la palma derecha en una zona negra del gastado escritorio de madera de la mujer. Un zumbido pareció evidenciar transmisión de datos de sus archivos personales—. Son un poco imprecisos en cuanto a su procedencia, pero no parecen tan listos como para ocultar contrabando.

—Humm, tal vez tengas razón en eso —dijo la mujer, mirándolos de arriba abajo. Por el rabillo del ojo Toby vio que Cermo abría la boca airadamente, y la cerraba ante una mirada severa de Killeen.

Después de la comida de aprendizaje, Andro les había dado chips idiomáticos para que los insertaran en sus puertos espinales, quejándose sin cesar de la antigüedad de sus puntos de inserción. El chip de Toby funcionaba bien, aunque Andro había definido desdeñosamente esas micropastillas como «simplificaciones», dando a entender que traducían el idioma de la gente de Andro a oraciones sencillas, para que los Bishop pudieran entenderlas.

La mujer miró el escritorio de madera gastada, que se transformaba gradualmente en una reluciente pantalla. Toby vio columnas de cifras y largas listas, todas procedentes de los archivos de Andro. No entendía el idioma, pero parecía contener mucha información, pulcramente ordenada. Sin embargo, Andro no había dado muestras de enterarse de nada, y ni siquiera parecía haberles prestado atención.

Killeen se adelantó.

—Si posees alguna autoridad, debo solicitarte que nos indiques cómo encontrar a algunos parientes nuestros, de los Bishop, y a un hombre…

—Soy juez —dijo la mujer, dura y desdeñosa—. Guardarás silencio hasta que se te haga una pregunta.

—Pero hemos venido…

—Parece que no oyes bien, ¿eh? —Ella torció la mano en un ademán extraño, y un rayo eléctrico atravesó el aire, provocando una conmoción en el sistema sensorial de Toby. El efecto era brutal, y revolvía el estómago.

Killeen trastabilló, se puso verde un instante, recobró la compostura.

—Entiendo…

La juez le dirigió una sonrisa lobuna y mordaz.

—Me he tomado la molestia de procesar vuestros patrones de lenguaje, para poder explicaros de forma clara y familiar las consecuencias de vuestros actos. Doy por sentado que pasaréis un año, tal vez dos, en la casa de trabajos, por la violación de nuestros códigos impositivos. Si queréis reducir esa sentencia…

—¿Violación? —exclamó Killeen—. Vinimos a este lugar en busca de…

—Al aparecer de ese modo desde la Negrura Lejana, activasteis alarmas. La Regencia tuvo que preparar defensas. A fin de cuentas, podíais ser mecs.

—Pilotamos una antigua nave humana.

—El engaño es frecuente en la Negrura Lejana. Y no enviasteis ningún aviso previo. Preparar la defensa cuesta dinero, tiempo, esfuerzo. Una deuda que se debe saldar en la casa de trabajos. —La juez se encogió de hombros—. Simple justicia social.

Killeen se envaró. Los Bishop no eran simples carroñeros; siempre habían comerciado hábilmente con las otras Familias. Incluso hubo una época, durante el tristemente célebre Alojamiento, en que las Familias negociaban con los mecs.

—Tal vez tengamos algo de vuestro interés —sugirió Killeen.

La juez movió el cabello fingiendo desinterés.

—¿Qué podríais tener?

—¿Nuevas muestras de plantas espaciales de una nube molecular?

Killeen le hizo una seña a Cermo, quien añadió:

—Las estamos cultivando. Buena comida.

—Humm. ¿Productos regionales? Son de interés relativo. —La juez miró el vacío.

—Tenemos tecnología que traemos de nuestro mundo natal —se apresuró a añadir Killeen.

—Humm. —Ninguna reacción.

—Y de otros. Artefactos extraños. Antiguos, tal vez.

—¿Más mercancías planetarias? —La juez parecía aburrida—. Esas cosas nos llegan a espuertas cuando vienen inmigrantes.

—Bien… —Killeen miró de soslayo a Toby—. Traemos un alienígena.

La juez demostró interés.

—¿De qué phylum?

—Miriapodia.

Ella arqueó la boca sorprendida, adoptó una expresión astuta.

—¿Estás seguro?

No había sabido disimular, pensó Toby. ¿Y cómo alguien podía confundir a Quath con otra cosa?

—Ella me capturó en el último planeta que visitamos —dijo Killeen con desenvoltura—. Llegué a conocerla bastante bien.

—¿Ella? No sabía que tuvieran sexos. —La juez parpadeó, obviamente desconcertada.

—Varios, por lo que yo sé. —Ahora era Killeen quien fingía desinterés—. Son complicados. Y tienen buena memoria. Ella nos contó muchas cosas sobre las tradiciones de su especie.

—Excelente, excelente. Ciertamente existe un mercado para esa información. —La juez apoyó el pulgar en el escritorio, miró una nueva pantalla, cabeceó—. Podría negociar una suspensión de vuestros deberes en la casa de trabajo si las autoridades indicadas pueden pasar un tiempo con esta alienígena. Supongo que la tenéis arrestada.

Killeen demostró sorpresa, y Toby supo que no era fingida.

—Es una amiga.

—Claro, está bien, no quise ofender. Comprenderás que esto requiere delicadas negociaciones. Los expertos tendrán que venir desde lejos en el esti. Dados los cambios de turno, tendremos que…

—Bien. Encárgate de ello —dijo Killeen, recobrando el aplomo—. Tenemos aquí otras cosas que hacer y nos encargaremos de ellas.

La juez miró de nuevo el escritorio, como si recibiera un mensaje.

—La alienígena es una cuestión importante. Preferiríamos tenerla bajo nuestro control hasta…

—¡De ningún modo! —ladró Killeen—. Ella permanecerá con nosotros.

La juez titubeó, entornó los ojos.

—¿Cómo sabemos que realmente tenéis una miriapodia?

—Os la traeremos —dijo Killeen.

—¿Aquí? Pero eso podría ser peligroso.

—No para nosotros.

Ella pareció alarmarse.

—Esas criaturas mataban a la gente sin piedad.

Toby recordó que Quath había comentado desaprensivamente que ella y los suyos consideraban a los humanos nulidades, seres a su modo de ver sin la menor importancia. Y sus predecesores habían cazado primates. Tal vez esta gente era reacia a olvidar, o sabía algo que él ignoraba.

—Garantizo vuestra seguridad —dijo Killeen con desenvoltura, disfrutando de la situación—. Y ni siquiera os cobraré por ello.

Toby notó que a Cermo le costaba contener la risa. Miró a su espalda. Sin que ellos lo notaran, varias personas habían entrado silenciosamente en la gran sala y permanecían detrás. No parecían amenazadoras, pero tampoco sonreían. Llevaban pequeñas mochilas rectangulares y tenían un aura de autoridad. La situación era seria.

—Muy bien —dijo la juez—. Por favor, traed a la alienígena aquí.

—No tan rápido —replicó Killeen—. Antes quiero cierta información.

—Te aseguro que recibirás toda la información pertinente cuando…

—Ahora.

—Supongo que podemos llegar a un acuerdo…

—Por otra parte, Andro dijo que nos aguardaba un mensaje.

—A su debido tiempo…

—En el mismo momento en que interroguéis a Quath. No después.

La juez frunció los labios, guardó silencio, hizo una seña a la gente que aguardaba detrás.

—Te agradecería que enviaras a algunos de los tuyos con mi gente. Pueden encargarse de que la alienígena pase a estar bajo nuestro control.

—Quath no os pertenece —objetó Toby.

La juez lo miró como si lo viera por primera vez, y no le gustara mucho lo que veía.

—Estableceremos la propiedad de la información que obtengamos de…

—No deis por sentado que Quath vaya a deciros algo —comentó Toby, mirando a su padre—. Muchas veces se niega a hablar.

—Creo que ese es un problema técnico para los equipos que se encargarán de interrogarla y…

—Un momento —la interrumpió Killeen—. Toby tiene razón. Hay que manejar a Quath con cuidado, pues de lo contrario ni siquiera se dignará pedorrear.

La juez parpadeó.

—¿Pedorrear? Supongo debo entender que se trata de una hipérbole, de una figura de lenguaje.

Cermo rio entre dientes y Toby recordó cómo había construido Quath su refugio: juntando sus propios excrementos.

—No exactamente —dijo Toby, y sonrió misteriosamente.

La juez miró a Toby con escepticismo.

—Entonces tal vez podamos contar con vuestra ayuda. ¿Hay alguien que pueda ayudarnos a hablar con el miriápodo?

Los otros Bishop miraron a Toby.

—Supongo que sí —dijo él. —Lo que hagáis con lo que Quath decida contaros es cosa vuestra. Pero no os la entregaremos. Se quedará con nosotros.

La juez guardó silencio, estudió la superficie del escritorio, miró a los que aguardaban en el fondo de la sala. De forma serena aunque claramente amenazadora, dijo:

—No creo que estéis en posición de imponer condiciones.

Killeen se volvió y miró a la gente que estaba detrás. Los otros también dieron media vuelta, doblando rodillas y codos, preparándose para la acción. Ese largo momento se prolongó.

Toby comprendió la intención de su padre. Era probable que aquella gente dominara una tecnología superior, pero era humana. Gran parte de la comunicación dependía menos de las palabras que del aspecto físico, y los Bishop eran mucho más altos que esos hombres y mujeres. Jocelyn y Toby, los más bajos, doblaban en altura a aquellos enanos arrogantes.

Killeen dejó que este hecho calara en ellos, y luego dijo:

—Espero que respetes por completo la letra y el espíritu de nuestro acuerdo.

La juez reflexionó, evaluando la situación. Luego sonrió por primera vez.

—Es agradable conocer a un visitante que domina los matices de la negociación. —Extendió una mano—. Mis amigos me llaman Monisque. Mis enemigos prefieren apelativos más cortos. Elaboremos las condiciones en detalle. Luego quizá podamos beber un trago.

Algunos ritos humanos eran eternos. A Toby no le cabía duda de que los tragos contendrían una generosa porción de alcohol.