5

MENTES DIMINUTAS

C

uando perdía los estribos, Toby iba a correr.

Como la radiación dura que bombardeaba el Argo le impedía salir a caminar por el casco, tenía que andar por los corredores menos usados. Siguiendo el mismo camino monótono, dejaba que el subconsciente se ocupara de sus problemas. Tal vez desde sus capas más profundas surgiera una idea, pensaba, aunque sin demasiada esperanza. La familia Bishop se dirigía hacia una crisis segura.

Había acudido a Quath en busca de consejo o de un tranquilizador intercambio de insultos, pero la alienígena lo había echado.

‹Estoy en comunicación con las de mi especie›.

Hizo crujir los enormes brazos retráctiles, a modo de puntuación. Parecía tener varios nuevos, quizá elaborados a partir de otras partes de su caparazón. Quath tenía la costumbre de modificar su diseño, quizás en el equivalente miriápodo de seguir los dictados de la moda, pensó Toby. Los brazos ondeaban y crujían con una vibración metálica, como brisa en un bosque de árboles de acero.

—Oye, colección de repuestos, escucha de todos modos.

‹Tengo varias mentes que podrían encargarse de ello, pero están ocupadas›.

—¿Qué? ¿Crees que una fracción de ti basta para hablar conmigo?

‹Escuchar, no hablar. Podría asignar un subyó de seguimiento para…›.

—Olvídalo. A veces hablar contigo es como gritar en un pozo, Quath.

‹No puedo [intraducible]›.

—Pues yo tampoco.

Toby estaba realmente irritado. Sin proponérselo, o tal vez sí, Quath lo había insultado seriamente. Con esa sensación salió malhumorado del gran cuenco donde Quath estaba sumida en conversación con la gente de su especie.

Toby recorrió los pasillos vacíos de la nave, refunfuñando, esperando aliviar con los músculos lo que no podía resolver de sus propios sentimientos. La mayor parte de la Familia Bishop estaba reunida en las cafeterías, hablando y comiendo, generando los consuelos comunales que siempre le habían permitido superar las crisis. Tal vez también funcionara esta vez, pero a Toby no le gustaba el curso de los acontecimientos. Y aquel día el ejercicio no le despejaba la mente, sólo lo acaloraba, y el sudor se le juntaba en las cejas y le ardía en los ojos. Un calor irritante cargaba el aire. No sentía el bienestar natural que proporciona el ejercicio.

Aminoró la marcha mientras seguía una larga curva y dio con el mismo y pequeño pasaje lateral, olió el mismo olor a humo. Con cierta avidez caminó resoplando hacia el grupo —más numeroso esta vez— que se reunía alrededor de la crepitante fogata.

Se acomodó, intercambiando formales gestos de cabeza con los demás; aceptó una botella de licor afrutado que le raspó la garganta pero cuya grata pulsación le recorrió el cuerpo. La charla de la Familia era afable y él se sentó a escuchar un rato, pero en eso cundió la irritación y las miradas se volvieron hacia él. Toby había defendido a su padre la última vez, y ahora se elevaban voces que expresaban un abierto temor que pronto se convirtió en furia contra Killeen, y Toby empezó a sentirse incómodo.

—La temperatura del casco sube cada vez más —dijo Jocelyn.

—Se nota en todas partes —murmuró una voz—. Está caliente como una almeja asada.

Toby nunca había visto una almeja ni sabía qué era, pues ni siquiera conocía masas de agua que superasen en extensión el alcance de un tiro de piedra, pero el término almeja había sobrevivido en la lengua de la Familia.

—Dame un poco de eso —le susurró a una mujer calva.

Ella le pasó una botella de licor de albaricoque. La nariz le ardió cuando tragó un sorbo. Pero era agradable sentir el leve mareo que le permitía distanciarse un poco del mundo. Su cuerpo metabolizaría pronto el alcohol convirtiéndolo en combustible —hacía tiempo que la Familia estaba modificada para convertir todo el alimento posible en energía aprovechable—, pero le proporcionó un estímulo momentáneo. Lo necesitaba. Aquella muchedumbre de figuras agazapadas estaba irritable, y los comentarios hirientes circulaban en la penumbra. Ni siquiera el viejo consuelo del baile de las llamas bastaba para cambiar ese estado de ánimo.

—¿Cuánto tiempo tenemos antes de asarnos? —preguntó una maquinista, agitando su melena de cabello castaño.

Jocelyn se encogió de hombros; miró a Cermo.

—¿Un día? ¿Dos?

Cermo parecía incómodo. Los oficiales tenían que ser el lubricante entre el capitán y la Familia, y a veces pagaban las consecuencias.

—Los ordenadores dicen que falta un día para que deje de funcionar la refrigeración. Entonces tendremos que usar el sistema de seguridad.

—¿Y eso qué es? —masculló un hombre—. ¿Nos desnudamos y nos metemos en las neveras?

Esto provocó risas socarronas que Cermo no compartió.

—Puedes desnudarte si quieres. Por lo que veo, no llevamos demasiado encima.

Tenía razón. Toby iba en pantalones cortos, como la mayoría en torno el fuego. Algunos llevaban batas sueltas. A los miembros de la Familia les gustaba vestirse con elegancia, una reminiscencia de la época en que una chaqueta de paño o una camisa de seda eran un preciado tesoro, un último emblema rescatado de la Calamidad, de la pérdida de la Ciudadela Bishop.

La sugerencia suscitó bromas sobre costillas esqueléticas, barrigas rosadas y brazos pálidos, pues a los miembros de la Familia les gustaba tomarse el pelo. Toby pensó que era buena señal; cuando no pudieran reírse más, estarían en un gran brete. Cermo continuó:

—El plan de seguridad consiste en reunirse en el centro de la nave. Todos.

—¿Para qué? —preguntó una mujer arisca.

—Las zonas exteriores se pondrán imposibles —dijo Cermo con serenidad—. Los sistemas refrigerantes podrán protegernos si estamos apiñados en las zonas internas.

—¿Y abandonar las agrocúpulas? —preguntó una mujer con incredulidad.

La muchedumbre se dividió en voces discordantes.

—Las plantas morirán si no las cuidamos.

—Nunca lograremos recobrar la cosecha.

—¡Eso es la muerte!

—¿Quién tuvo esta idea?

—Los malditos ordenadores, sin duda.

—Sí, ¿y qué saben ellos? No son los ordenadores de la Familia.

—¿Y qué? Nuestros sistemas, los que teníamos en la Ciudadela, eran los parientes pobres de estos ordenadores.

—Yo digo que no podemos confiar en ellos.

—No estoy de acuerdo. Nosotros…

—Nadie puede salvarnos si perdemos todas las cosechas al mismo tiempo.

—Tiene razón. No podemos cultivar de nuevo si el suelo se calcina.

—Mira, pues nos libraremos para siempre de esos gorgojos.

—Sí, y de todos las lombrices que fertilizan el suelo.

—Cermo, no puedes decirlo en serio.

—¡No nos encerraremos en un agujero para rendirnos!

—¡Somos los Bishop!

—Eso es; nos movemos, buscamos y abrimos fuego… no nos comportamos como topos.

—¿Y quién dice que debemos hacerlo? Ya sabemos quién: el capitán.

—Claro, esta idea huele a él.

—Sí, es verdad que despide cierto tufo.

—Esto le viene grande.

—Nunca he confiado en él. Siempre he dicho…

—Seguir este maldito rumbo fue idea suya.

—Nos ha metido en una maldita trampa.

—¡Cualquier tonto se hubiera negado a entrar en este agujero!

—Pero no, el capitán dice que hay que ir, y nosotros rodamos por el suelo, meneamos el rabo y allá vamos.

—Mientras él remolonea en el Puente.

—En efecto, cómodo y fresco.

—El Puente está en pleno centro de la nave. Estará helado.

—Yo digo que vayamos a refrescarnos. ¿Qué os parece?

—¡Buena idea!

—Basta de estar aquí abajo.

—¡En marcha!

La multitud, que había crecido en la penumbra, se levantó como un solo hombre, rezongando y oliendo a sudorosa irritación. Con la lógica zigzagueante de una turba, se proponía hacer lo que acababan de decir, y se desplazó rápidamente hacia el interior. La atmósfera se enfriaba a medida que descendían por la rampa de caracol central.

Toby los siguió. Un efecto bola de nieve arrastró a los indecisos de los corredores laterales. Los Bishop preferían la acción a la reflexión.

Cuando llegaron a la altura del Puente, el grupo de la fogata era una turba agresiva y murmurante. Los murmullos se elevaban como el gruñido de advertencia de un animal. Killeen se había servido otras veces de su semblante ceñudo, sus rápidos razonamientos y una cálida sonrisa para disgregar grupos de protesta. Pero ahora nada de aquello iba a serle de utilidad. Aquel grupo se movía obedeciendo una sórdida y oscura determinación.

Los tenientes del Puente también lo notaron. Formaron un bloque de cuatro a la entrada del Puente y procuraron calmar a la turba. Toby miró a su alrededor, pero tanto Cermo como Jocelyn habían desaparecido. No valía la pena que ellos dieran la cara cuando los otros podían hacer ese trabajo.

¿O no era simple astucia? Toby tenía sus dudas. El ritual de la fogata había dado expresión a la inquieta angustia que todos sentían; a fin de cuentas, ese era el propósito del antiguo ritual.

Toby trató de alejarse del Puente en silencio. Estaba en una posición conflictiva, aún más que Cermo y Jocelyn. Pero el apiñamiento de codos y hombros le impedía batirse en retirada. Ojos escépticos lo escrutaban, como diciendo: ¿Te vas a escabullir ahora?

Toby no sabía qué hacer, pero los acontecimientos decidieron por él.

Sobre el pasillo contiguo al Puente asomaba un balcón dispuesto para que los oficiales pudieran retirarse para mantener una conversación privada. Killeen lo usó; se presentó sobre las cabezas de la inquieta muchedumbre. Llevaba el uniforme de gala: fríos azules y borlas doradas. Un murmullo alborotado estalló ante su aparición. Más miembros de la Familia se sumaban a cada instante. Killeen permaneció erguido, las manos a la espalda, dejando que aquella bestia gruñona se aplacara, esperando a que cesaran las protestas.

Cuando habló, su voz era firme y asombrosamente tranquila.

—¿Habéis venido a ver nuestros progresos?

—¿Progresos? ¡Ja! ¡Navegamos hacia el infierno! —dijo un hombre. Killeen sacudió la cabeza.

—Nos mantenemos a distancia de los mecs.

—¡Querrás decir que nos obligan a correr! —se mofó una mujer.

—Ellos tratan de alcanzarnos, claro. ¿No ha sido siempre así? —Killeen echó una ojeada a la creciente multitud, clavando los ojos en cada individuo.

—¡Nos freirán sin remedio! —se quejó un hombre.

—De ninguna manera. —Killeen sonrió confiadamente—. Hace unos minutos que hemos entrado en el chorro galáctico.

Hubo un murmullo confuso.

—¿No lo habéis notado? —añadió Killeen—. El casco comenzará a enfriarse dentro de un rato.

—¿Cómo es posible? Ese chorro parece bastante caliente.

Killeen movió una mano.

—No lo es. Es curioso, pero resulta que el gas es azul porque está frío. En su intento de ascender desde el pozo de gravedad que produce el agujero negro pierde temperatura.

La muchedumbre murmuró con incredulidad.

—¿Cesará el recalentamiento? —preguntó una mujer.

—Eso dicen nuestros ordenadores.

—Vale, está bien —convino un hombre—. Pero aun así…

—Podemos seguir el chorro hacia fuera —continuó Killeen—. Las nubes azules se condensan al enfriarse.

—Eso no justifica la tonta idea de venir aquí en principio —protestó un hombre.

—¡Te consideramos el responsable! —exclamó una mujer.

—Así es. ¿Y qué ganamos con todo esto, en cualquier caso?

—¡Más problemas!

—¡Más mecs!

Eso fue demasiado para los Cards. Algunos Ace, Fiver y Jack acallaron a los escépticos Bishop. Bromas hirientes, comentarios airados. Estallaron peleas a puñetazos, pero los oficiales las controlaron.

El caos continuó varios minutos y Killeen aguardó en silencio. Torció la boca una vez, y Toby pensó: Le extraña ver que su Familia se le opone y los Cards lo defienden.

Al fin la multitud se aplacó, entre murmullos de protesta. Killeen extendió las manos.

—Creo que deberíais regresar a vuestras tareas y…

Todos lo notaron al mismo tiempo: una pulsación rodante, como si el Argo se hubiera convertido en un gran corazón que palpitaba con lenta y solemne gravedad.

Regreso, dispuesto a impartir instrucciones.

Era como si Dios hablara en una sala atestada. La muchedumbre se agitó. Los ojos estudiaron las paredes, buscando el origen de la voz. Parecían ovejas asustadas.

Pero Killeen reaccionó con una mueca y un gesto de escepticismo. Se cruzó de brazos, disponiéndose a escuchar a la Mente Magnética y respondió:

—Bien, te escuchamos.

Debo transferir este complejo de extraños significados a ti y a la criatura Toby.

—¡Estoy aquí! —dijo Toby.

La gente que estaba cerca lo miró de soslayo y se apartó de prisa, como si no quisiera tener nada que ver con alguien capaz de comunicarse con aquella criatura aterradora que sacudía las paredes al hablar.

Obligaciones heredadas del pasado remoto me imponen este deber. Una vez me beneficié de los poderes que ahora me convocan; por ello oficio de mensajero ante motas como vosotros, un cargo que exige una humildad impropia de mí. Así que me daré prisa.

Un gemido lacerante inundó la nave, resonando con hiriente armonía. Agudo, estridente, incesante. Una presión afilada que eliminaba todo pensamiento. Por un doloroso momento se mantuvo y creció, luego cesó súbitamente. En el silencio de aturdimiento que siguió reinaba el espanto.

Eso era vuestro curso. Seguidlo bien o seréis reducidos a átomos, y a algo todavía menor.

—¿Nuestro… curso? —graznó Killeen.

La trayectoria que vuestros benefactores os ordenan que sigáis.

Recobrando la compostura, Killeen preguntó gravemente:

—¿Y qué camino es ese?

Debéis seguir las líneas de mi campo magnético. Aferraos a mí, si no queréis haceros trizas.

—¿Por qué? ¿Y adónde vas tú? —gritó un hombre corpulento.

Silencio, mente diminuta.

—No me callaré. ¿Quién eres tú? ¿Qué eres tú…?

Un puño de sonido atacó. El colosal golpe reverberó en el suelo, el techo, las paredes. La gente tembló, calló, gritó.

Sólo soporto a los mortales por la misión que me han asignado, nada más.

—Ese sonido que has emitido… —Killeen extendió las manos, las palmas hacia abajo, para calmar a la muchedumbre—. ¿Dices que era un curso a lo largo de ti?

Sin mi guía, pronto seréis víctimas de la destrucción y la ruina.

—Mira, seguiremos a lo largo del chorro galáctico. Yo…

Dicha trayectoria se cruzará inevitablemente con la de quienes desean vuestro final.

—¿Los mecs? Ya los hemos evitado antes.

Aquí hay agentes y leyes físicas que ignoráis por completo.

Killeen se cruzó de brazos y frunció el ceño. Toby conocía aquella expresión, la había visto levantarse como una muralla de piedra frente a los oponentes. Pero había un elemento nuevo en la postura de su padre, una extraña nota de histrionismo. Le llamó la atención, intuyó algo, pero entonces el capitán habló.

—Quiero saber con qué autoridad tú o esos «agentes» nos imparten órdenes.

¡Vaya arrogancia! He morado aquí por más tiempo del que ha existido tu especie. Sois efímeros como nubes pasajeras. Pero el orgullo a menudo acompaña esas duraciones infinitesimales.

—Tal vez sea tu longevidad lo que te permite perorar de ese modo. —Killeen le guiñó un ojo a la multitud.

Os hablo sólo por obligación; no tengo por qué soportar las injurias e insolencias de las inteligencias diminutas. Muy bien, vuestro benefactor es la criatura Abraham, de quien hemos hablado.

La alegría encendió los ojos de Killeen.

—Está vivo.

Aquí las distorsiones y deslizamientos del espacio-tiempo no permiten tan burda simplificación.

—Pero si envía esto ahora…

El término «ahora» es tan efímero como tú. Aquí no significa nada.

Toby notó que la curiosidad superaba la exasperación de su padre. Killeen se mordió el labio y respondió:

—Ese curso que ordenaste… Quiero saber adonde nos llevara.

A donde yo vivo más intensamente. La sede de energías formidables y grandiosos remordimientos. Allí donde mis pies bailan sobre plasma hirviente. Hacia dentro, criatura diminuta. Hacia tu terror.