XXXVII

LA CEREMONIA

Pocos días más tarde, en la pequeña iglesia parroquial perdida entre las montañas escocesas, Juana y Garth se unieron para siempre. En las notas de sociedad de los periódicos mundanos se describía la boda como «celebrada en la más estricta intimidad». Para aquellos que estaban presentes fue más bien una boda «celebrada en las más extraordinarias circunstancias».

Para Garth y para Juana lo esencial era casarse en el más corto plazo que fuera posible. Los detalles accesorios, que parecen indispensables camino de tal fin, les eran absolutamente indiferentes. Juana lo dejó todo al cuidado del doctor, con una breve pero gráfica frase: «Haz de modo que el matrimonio sea válido, y envíanos las facturas», había dicho a Deryck Brand.

La Duquesa, fiel a las tradiciones, empezó desde el primer día a hablar de raso blanco, azahar y transparente tul, pero Juana le contestó:

—¡Querida tía! Imagíname envuelta en tul y seda blanca y adornada de capullos de azahar. ¿Me parecería que es? taba representando una pantomima de Navidad... Yo, que no llevo velo ni para ir en auto... En cuanto a la seda blanca, una clase de tejido que he tenido siempre la discreción de evitar.

—Entonces, ¿cómo pretendes casarte, chiquilla extravagante?— preguntó, severa, la Duquesa.

—Pues con un vestido cualquiera; el que se me ocurra ponerme esa mañana — replicó Juana haciendo los nudos de un cordón carmesí que estaba tejiendo y dirigiendo una mirada a Garth, que fumaba, sentado en la terraza.

—¿Tienes un horario de trenes? — preguntó Su Excelencia la duquesa de Meldrum con amenazadora calma—. ¿Puedes prepararme la berlina para ir a la estación esta tarde?

—La berlina está siempre preparada — dijo Juana considerando el efecto de sus nudos en el cordón carmesí—; pero ¿adonde vas a ir, querida tía Gina? Ya sabes que Flora y Deryck llegan esta noche.

—Me lavo las manos en todo cuanto toca a ti y a tu boda, y me voy a Londres — dijo la Duquesa, furiosa.

— No hagas eso, querida tía — dijo Juana plácidamente —. Ya «te has lavado las manos» acerca de mis cosas muchas veces, mas yo, como en las de Macbeth la sangre del rey Dun— can, de Escocia, sobresalgo siempre en ellas. «Todos los perfumes de la Arabia no bastarían, a layar esta mano tan pequeña»[22]. Garth — añadió Juana levantando la voz—, si quieres ir a dar un paseo, llámame. Estoy aquí, con la tía Gina, hablando de mi trousseau[23].

—¿Qué es un trousseau? — repitió la alegre voz de Garth.

—Una cosa indispensable para casarse.

—Entonces, que lo traigan en seguida — gritó Garth con entusiasmo.

—Querida tía — dijo Juana—, vamos a conciliar las cosas. Arriba tengo algunos lindos trajes, de Redfern muchos de ellos. Los hay de corte sastre y los hay de etiqueta; que tu doncella los examine, que escoja el que le parezca mejor, y si me lo prepara para la mañana de mi boda, te prometo ponérmelo.

Resultado de este amistoso arreglo fue que Juana apareciera en la iglesia con un elegantísimo vestido azul bordado en plata, que sentaba maravillosamente a su elevada figura. Garth, por su parte, se había ocupado tan poco de su traje de boda como Juana del suyo. Mas Simpson, que se sabía de memoria el ritual de todas las ceremonias, cuidó de que apareciera en la más correcta tenue nupcial. Estaba verdaderamente hermoso, de pie ante las gradas del altar, aguardando impaciente el momento en que escuchara los pasos de su prometida. Cuando Juana entró en la iglesia del brazo de Deryck, Garth Dalmain volvió la cabeza hacia ellos, como si pudiera verlos, y sonrió. La Duquesa, resplandeciente de raso, de encajes y de armiño, todo cubierto de plumas blancas el sombrero, enjoyada y adornada con mil anillos, pulseras y cadenas que cada vez que se movía chocaban entre sí y tintineaban en el profundo.silencio de la iglesia, estaba a la izquierda de la novia, pronta a desempeñar su importante papel.

Al lado opuesto, lo más cerca posible del novio, estaba Margarita Graem, vestida de seda negra, con pequeña coña de seda en la cabeza y fichú de muselina blanca cruzado sobre el fiel corazón que, desde la hora en que Garth nació, había latido tiernamente por su joven amo. Cada vez que las cadenas de la Duquesa tintineaban, Margarita volvía la cabeza con ansiedad, pero luego tornaba a fijar sus ojos en el gran devocionario que tenía sobre las rodillas y en el que iba siguiendo toda la ceremonia.

El doctor Rob, único soltero disponible, hacía las veces de padrino del novio, si bien Juana convino con él en que no llevaría el anillo, pues era de temer que, después de deslizárselo en el dedo, distraídamente, empezara a buscarlo en todos los bolsillos suyos y de Garth, y aun acabara por levantar las alfombras de la iglesia, sin ocurrírsele mirarse la mano. Esto, si bien hubiera resultado divertido, habría implicado alguna dilación, por lo cual el anillo fue a la iglesia dentro del bolsillo del chaleco de Garth, donde había estado desde que Juana lo trajo de Aberdeen.

El doctor Rob tenía la misión de distribuir la gratificación entre el personal de la iglesia y entre los pobres de la parroquia; Garth era generoso y ansiaba que su largueza fuese digna del gran don que iba a recibir en aquel día. Así, el doctor Rob iba bien provisto de dinero, que inconscientemente hacía sonar en sus bolsillos, formando una especie de duetto con el tintineo de las cadenas de la Duquesa, duetto en que cada uno oía la parte del otro, pero no la propia. Así, la Duquesa dirigía furibundas miradas al doctor Rob y el doctor Rob fruncía el ceño a la Duquesa, mientras la vieja Margarita los contemplaba a los dos, sorprendida y llorosa.

Deryck Brand, esbelto y elegante con su levita de irreprochable corte que Flora había juzgado indispensable, dada la importancia de la ceremonia, fue a sentarse al lado de su esposa, precisamente detrás de la anciana Margarita, en cuanto hubo conducido a Juana al lado de Garth. Cuando Juana desprendió su brazo del de su amigo de la infancia se volvió hacia él y le sonrió: los dos antiguos camaradas cruzaron una larga mirada. Todos los recuerdos, toda la confianza y el afectó de tantos años parecieron concentrarse en ella. Lady Brand la sorprendió y bajó los ojos hasta su libro de oraciones, blanco y Oro. Flora Brand ignoraba lo que eran los celos; su marido para quien no florecía en este mundo otra flor que su Flora, no le había dado nunca motivo para que los conociera. No obstante, la esposa del doctor no había acabado de comprender el estrecho lazo de amistad que, fundado en las comunes aspiraciones de la infancia y de la juventud y en una cierta similitud de carácter, unía a su marido y a Juana. En aquel instante se le reveló toda la grandeza que puede haber en una sincera y leal amistad. Y comprendió... y admiró...

Flora, con su vestido color de rasa pálido, prendida de jacintos la cintura y de rayos de sol el cabello, era la más linda y juvenil figura que había en la iglesia. Cuando el doctor dejó a Juana ante el altar y buscó un sitio en el banco al lado de ella, contempló un instante aquel dulce rostro inclinado con tanto fervor sobre el devocionario, y pensó que jamás había visto a su esposa tan encantadora... Casi inconscientemente miró con ternura la blanca flor que ella había puesto en el ojal de su levita aquella mañana, al pasar por el invernadero. Flora levantó los ojos y sorprendió aquella mirada. Su fervor no le permitía sonreír en la iglesia, pero una oleada de delicado rubor inundó su rostro, y su cabeza se inclinó, acercándose su mejilla al hombro del doctor todo cuanto el ala de su sombrero permitía. Flora comprendió en aquel momento que Deryck no había mirado nunca a Juana de aquel modo.

Empezó la ceremonia. El oficiante, algo corto de vista y muy nervioso, casi alarmado por lo inaudito de una especial licencia, un novio ciego y una Duquesa en su humilde parroquia, leía tan de prisa y en voz tan baja, que la vieja Margarita apenas podía seguirle, aunque su grueso dedo, aprisionado en el tormento de un guante de cabritilla, iba siguiendo cuidadosamente las líneas de su libro. Después el párroco comprendió lo excesivo de su velocidad, se reportó y emprendió la lectura con gran solemnidad, haciendo largas pausas, en las que sobresalía el tintineo de las cadenas de la Duquesa y el que hacían las monedas del doctor Rob en el bolsillo de su pantalón.

Llegó el momento en que el oficiante pregunta a los presentes si conocen algún impedimento a la unión legal de los contrayentes. La pausa que siguió fue tan larga que la vieja Margarita gritó nerviosamente: «¡No!», y lanzó un desesperado sollozo. El novio se volvió, sonriendo a aquella voz y a aquel sollozo maternales; el doctor Deryck se inclinó hacia la anciana y, apoyando afectuosamente una mano en su hombro, dijo:

—Animo, buena amiga. Todo va bien.

Después, Juana sintió su mano derecha fuertemente apretada por la de Garth y escachó las palabras litúrgicas, de belleza maravillosa, con que el oficiante preguntaba a Garth si quería a Juana por esposa.

Y Garth — y la vieja Margarita con él-contestó que sí.

Y fue hecha a Juana la misma pregunta y Juana contestó:

—Sí, quiero.

Al decirlo, su voz profunda vibraba del mismo modo que al cantar El Rosario.

Al escuchar la sonora afirmación de Juana, Garth levantó la mano que sostenía entre las suyas y la besó con reverencia.

Este movimiento, que no estaba en el ritual, desconcertó al párroco. Miró a todos los presentes, asombrado. La Duquesa hizo un movimiento de impaciencia. El doctor Rob removió las monedas en el bolsillo de su pantalón. La buena Margarita se echó a llorar.

—continuó la ceremonia; y el ministro, que antes no había sabido cómo separarles las manos, no encontró dificultad alguna en juntárselas otra vez. Y así quedaron unidos para siempre, ellos que tan firmemente estaban unidos ya — ante Dios y ante los hombres, y el anillo nupcial, símbolo del eterno amor que no tiene principio ni fin, fue deslizado desde el bolsillo de Garth al dedo anular de Juana.

Cuando todo hubo terminado, Juana se apoyó en el brazo de Garth, y como si fuera él quien la guiara, le guió hacia la sacristía.

Después, cuando estuvieron en el coche, en aquellos precisos momentos en que marido y mujer, unidos ya, se encuentran solos por primera vez, Garth se volvió hacia Juana con contenido anhelo. No dijo: «¡Esposa mía!», como tres años antes, sino estas sencillas palabras, que la conmovieron más que cualquier elocuente discurso.

—Queridísima — dijo—, ¿cuándo se irán todos? ¿Cuándo nos quedaremos, tú y yo, completamente solos? ¿No podrán marcharse desde la iglesia a la estación?

Juana miró su reloj.

—Debemos ofrecerles una comida, querido mío — contestó—. Recuerda lo buenos que han sido todos con nosotros. No vamos a empezar nuestra vida de casados faltando a los deberes de la hospitalidad. Ahora es la una en punto. Nos servirán la comida dentro de media hora. El tren sale de la estación a las cuatro y media. Dentro de tres horas justas nos quedaremos solos, Garth mío.

—¿Crees que tendré paciencia para soportar convenientemente estas tres horas? — preguntó Garth ingenuamente.:

—Es preciso — dijo Juana —; si no, tendré que ir en busca de «nurse» Rosemary.

—¡Oh, calla! — dijo Garth—. Este día es demasiado grande para tomarlo a broma. Juana — añadió vivamente cogiéndole las manos—, ¿comprendes bien que ahora eres mi esposa?

Juana levantó la mano de Garth y la apoyó en su pecho sobre su corazón, sobre aquel corazón que ella había apretado tantas veces con sus propias manos, temerosa de que él le oyera palpitar.

—Amor mío — dijo—, no sé si lo comprendo bien... pero sí sé que, gracias a Dios, ésa es la verdad, la hermosa verdad.

El rosario
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