XI

GARTH ENCUENTRA SU CRUZ

Al salir Juana de la fresca sombra del parque, la iglesia del pueblo apareció a sus ojos toda bañada en sol, entre el húmedo verde de los campos. El viejo reloj señalaba las once y media. Juana, sabiendo que Garth no la aguardaba hasta las doce, no apresuró el paso. Las ventanas de la iglesia estaban abiertas y la maciza puerta de roble permanecía entornada todavía.

Juana se detuvo en el atrio, bajo el pórtico todo recubierto de hiedra, y escuchó. Los acentos del órgano la envolvían y, no obstante, parecían llegar hasta ella a través de una inmensa distancia. El mecanismo del ejecutante desaparecía por completo; el órgano alentaba como dotado de vida; su aliento era la música.

Juana empujó un poco la pesada puerta para poder entrar, y la primera idea que acudió a su mente fue que el menudo chiquillo de los cabellos rojos, gran amigo de Garth, y Garth mismo, mucho más esbelto que ella, habrían pasado perfectamente por la angosta abertura que ella necesitaba ensanchar para dar paso a su maciza persona. No pudo menos de sonreír y entró.

Su alma se inundó de paz y de recogimiento. La sensación de presencias invisibles que se apodera de nosotros con tal fuerza al entrar en un templo solitario calmó por completo el tumulto de sus incertidumbres; por unos instantes olvidó el objeto que hasta allí la había conducido y bajó la cabeza uniendo su oración a las oraciones seculares.

La mano de Garth arrancaba al órgano las notas solemnes del Veni Creator Spiritus, según la adaptación de Attwood, y mientras Juana se adelantaba en silencio hacia el coro le oyó cantar las primeras palabras del segundo versículo. Cantaba suavemente, a media voz, pero su admirable voz de barítono llevaba claramente a lo lejos todas sus palabras, sílaba por sílaba.

Alumbra con la eterna luz

las tinieblas de nuestros ojos;

unge y alegra nuestra humilde faz

con la abundancia de Tu gracia;

líbranos de nuestros enemigos, trae la paz a nosotros.

Siendo Tú nuestro Guía, ningún mal puede venirnos.

Después el órgano resonó con toda su fuerza, sin ser acompañado por ninguna voz humana, y Juana repitió en el secreto de su corazón las palabras sagradas: — «Siendo Tú nuestro Guía, ningún mal puede venirnos». ¿No era esto mismo lo que ella había pedido en su oración? Ningún mal podía sucederles entonces.

Juana fue a sentarse en uno de los antiguos sitiales de roble y miró a su alrededor. La radiante luz del sol de mediodía se filtraba a través de los vidrios de colores que formaban los altos ventanales, poniendo aquí y allá bellas pinceladas de nácar tornasolado de vivo carmesí. ¡Qué hermosa aquella frase! ¡La eterna luz! La voz de Garth, entonando esas palabras, era también en el silencio como un purísimo y vibrante rayo de sol. El obscuro cabello de Garth resaltaba sobre el rico fondo que la pesada cortina de brocado del órgano le prestaba. Juana, hundida en el alto sitial, temía el momento en que su amigo, volviéndose hacia ella, la envolviera en su ardiente mirada. ¿Cómo aceptaría la sentencia? ¿Le concedería Dios la fuerza necesaria para soportar sus reproches? ¿Insistiría él hasta imponer al fin su férrea voluntad? ¿Le sería a ella posible resistir a la varonil energía, al ardiente amor de su adorado? ¿Saldrían uno y otro de la contienda sin haberse herido con las armas crueles? ¿Qué le diría para convencerle? ¿Qué contestaría él? ¿Qué razón podría dar para su negativa que fuese acogida como definitiva para Garth?

Tras unos acordes improvisados y suavísimos, la mano de Garth sobre el teclado cambió el tema.

El corazón de Juana detuvo su latir. Garth tocaba ahora El Rosario. No lo cantaba, pero la dulce intensidad de los tubos del órgano parecía infiltrar las palabras en el aire como ninguna voz hubiese alcanzado a hacerlo. Las preciadas perlas del recuerdo se desgranaban una a una en toda su pureza, contadas por la dulce melodía, y un patético acorde marcaba el encuentro de la cruz. Todo ello adquiría un nuevo sentido para Juana, quien miró a su alrededor como buscando, medio de escapar al melancólico encanto de la melodía que llenaba por completo la iglesia.

De pronto cesó la música. Garth se había puesto en pie; se volvió y vio a Juana. Su rostro resplandeció de gozo.

—Perfectamente, Jimmy — dijo—; basta por hoy. Aquí tienes una reluciente moneda de seis peniques por lo bien que has manejado el fuelle. ¡Hola, es un chelín! Tanto mejor; tuyo es, que el de hoy debe ser para todos un día feliz. Jamás ha habido para mí otro día como éste, Jim, y quiero que tú tengas parte también en mi felicidad. Ahora vete, muchacho, y cierra la puerta tras de ti.

La radiante alegría que vibraba en la voz de Garth destrozaba el corazón de Juana.

El chiquillo de los enmarañados cabellos rojos, mísero y harapiento, salió de detrás del órgano mostrando en su cara, salpicada de rojas pecas, el más vivo contento. Bajó, metiendo ruido, hasta una de las naves laterales, donde se le cayó el chelín y tuvo que buscarlo; al fin lo encontró, y salió de la iglesia cerrando tras sí las pesadas hojas de roble, no sin dar un violento y gozoso portazo.

Garth permaneció inmóvil junto al órgano sin mirar a Juana; cuando estuvieren completamente solos aguardó así todavía unos instantes. Aquellos instantes parecieron a Juana días, semanas, años... la eternidad. Después, Garth se dirigió al centro del coro, con la cabeza erguida, los ojos brillantes, en la actitud serena del conquistador seguro de su victoria. Atravesó la tallada cancela y se detuvo en el primer escalón, junto a la nave.

—Aquí, amada mía — dijo —; aquí debe ser.

Juana fue adonde él estaba y juntos permanecieron un instante vueltos hacia el coro, a aquella hora más obscuro que el resto de la iglesia, iluminado sólo por estrechas fajas de luz policromada que se filtraban a través de las ventanas de colores. La ventana central, que caía sobre el altar mayor, representaba al Salvador del mundo. Hubo un instante de reverente silencio. Garth y Juana contemplaron el altar sin pronunciar palabra. Después, Garth se volvió' a Juana.

—Amada mía — dijo—, estamos ante la divina presencia y en un lugar sagrado. Ningún sitio mejor para decir lo que tenemos que decirnos, ya que el Dios en que los dos creemos está aquí para bendecir nuestras palabras. Juana, aguardo una respuesta...

Juana se aclaró la voz y hundió sus manos temblorosas en los grandes bolsillos de su chaqueta.

—Dal — dijo—, mi respuesta va a ser una pregunta: ¿qué edad tiene usted?

Juana vio que el rostro de Garth expresaba una intensa sorpresa; luego vio cómo se extendía la luz gozosa que lo iluminaba. Después de una ligera vacilación, Garth Dalmain dijo al fin:

—Creí que lo sabía usted, Juana. Tengo veintisiete años.

—Pues bien — contestó Juana, firme y lentamente—. Yo tengo treinta años, aparento treinta y cinco y siento como si tuviera cuarenta. Usted, Dal, tiene veintisiete, aparenta diecinueve y en muchas ocasionas parece tener nueve. Lo he pensado mucho, Dal, mucho; lo he reflexionado bien, y comprendo... ¿sabe usted...? comprendo que... no puedo casarme con un chiquillo...

Siguió un largo y absoluto silencio.

Presa de verdadero terror, Juana levantó los ojos hasta Garth. Estaba blanco hasta los labios. Su rostro severo y tranquilo tenía la fría serenidad de la piedra. Diríase que había perdido en un momento su radiante juventud.

Al fin habló.

—No había pensado en mí — dijo en voz baja—. No sé cómo ha podido suceder, pero desde que mi pensamiento ha estado tan lleno de usted, yo no he pensado en mí misma. Por eso no había yo comprendido lo poco que valgo para que usted se interese por mí. Creí que usted sentía como yo, que éramos... el uno para el otro.

Levantó una mano como si fuera a tocarla. Después la dejó caer pesadamente.

—Tiene usted razón, Juana — concluyó—; no le es posible a usted casarse con un hombre a quien considera un niño.

Se volvió y miró hacia el altar mayor. Durante un largo minuto silencioso miró la ventana de que pendía la efigie del Cristo doliente. Después inclinó la cabeza.

—Acepto mi cruz — dijo.

Y dando la vuelta, atravesó en silencio la nave. Abriose la puerta de la iglesia, volvió a cerrarse con un golpe sordo y Juana se encontró sola. Tambaleándose se dirigió al altar y cayó de rodillas.

—¡Oh, Dios mío! — exclamó—. ¡Devuélvemele, haz que vuelva a mí...! ¡Oh Garth, soy yo quien, siendo mujer, carezco de atractivos; soy yo la indigna de tu amor, no tú del mío! ¡Oh Garth; vuelve... vuelve, vuelve! ¡Creeré en ti, no temeré el futuro! ¡Oh amado mío, vuelve, vuelve!

Escuchó temblorosa, conteniendo el aliento. Esperó con todos los nervios en tensión, vibrando de dolor. Decidió en un instante las palabras que diría cuando la pesada puerta de la iglesia volviera a abrirse y Garth apareciera en ella Otitis vuelto en un dardo de sol. Trataba de recordar las notas del Veni Creator, pero el sordo golpe de la puerta era lo único que resonaba en su espíritu Aguardó así silenciosa y atenta al menor ruido; mas el silencio crecía, crecía, encerrándola en un muro cruel e inexorable que sólo se abría para dejarle entrever la horrible soledad de sus añas futuros. Una vez más su voz rompió el silencio.

—¡Oh amado mío; vuelve, vuelve!

Pero el ruido de los pasos esperados no se oyó. Juana, con la cabeza hundida entre las crispadas manos, se dio cuenta súbitamente de que Garth Dalmain había aceptado su resolución de un modo irrevocable.

Nunca supo cuánto tiempo había permanecido allí, de rodillas. Al fin recobró la serenidad. Se dijo a sí misma que había obrado bien. Unas horas de angustia en el presente eran preferibles mil veces a largos años de desilusión en el futuro. Era verdad que su vida quedaba rota, vacía para siempre, y que esta renunciación a la entrevista dicha le costaba más de lo que nunca había imaginado; pero estaba segura de haber obrado lealmente, prudentemente, por el bien y la dicha de Garth. ¿Qué importaba entonces su propio dolor?

Así volvió la calma al espíritu de Juana.

Al fin se levantó y salió de la iglesia y respiró la pura brisa de los campos y gozó la caricia del sol. Cerca de las puertas del parque un animado grupo de chiquillos se preparaba a lanzar una cometa. Jimmy, el héroe de la fiesta, el que atraía todas las miradas, demostraba con su orgullosa actitud ser el dichoso mortal poseedor de la cometa. El día era para él realmente feliz. «Quiero que tengas parte también en mi felicidad», había dicho Garth. Y los ojos de Juana se llenaron de lágrimas al recordar estas palabras y el tono en que habían sido dichas.

Al llegar a la gran avenida que conducía directamente a la morada de los Ingleby se cruzó con ella un ligero cochecito. Lo guiaba Garth Dalmain. Detrás de él iba un groom con una maleta. Al pasar junto a Juana el artista se quitó el sombrero, saludándola, pero no volvió la cabeza para mirarla. Un instante después había desaparecido. Aun cuando Juana hubiera sentido el deseo de detenerle no hubiera podido. Estaba absolutamente convencida de haber hecho lo mejor para él; de haber reservado el dolor sólo para sí. Garth no tardaría en encontrar otra mujer que fuera para él lo que ella no había podido nunca ser. Pero ¿y ella? El punzante dolor de su corazón le recordaba sus propias palabras, dichas la noche antes en el secreto de su aposento, allí donde él no estaba ¡ay! para oírlas: «Traiga el Destino lo que quiera para ti o para mí, ninguna otra cabeza se apoyará jamás aquí... donde la tuya ha reposado». Y la desolada visión de los solitarios años del futuro volvió a pasar ante sus ojos.

Al entrar encontró en el hall a Paulina Lister.

—¿Es usted, señorita Champion? — dijo la americanita—. ¿Sabe usted ya las noticias? Garth Dalmain parte inesperadamente a la ciudad en el tren de la una y cuarto, y mi tía ha dejado caer su dentadura postiza entre el mármol del lavabo y es preciso que vaya a casa del dentista inmediatamente. Por eso nos marchamos también a la ciudad en el tren de las dos y media. ¡Qué inciertas son las cosas en este mundo!, ¿verdad? Todos los planes se desbaratan cuando es preciso depender de los dientes de los demás. Sin embargo, es preferible romper dientes postizos a destrozar corazones sinceros, Juana. Lo primero tiene arreglo, pero no así lo último. Tomaremos el almuerzo temprano en nuestras habitaciones; por eso me despido ya de usted. ¡Adiós, señorita Champion!

El rosario
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