XXXVI
Simpson cruzaba el hall pocos minutos antes de las seis y media. Acababa de dejar a su amo en la biblioteca. Oyó que le llamaban desde arriba; alzó la cabeza y vio una alta figura de mujer que bajaba por la amplia escalera de roble.
Simpson se detuvo un memento, petrificado. El rico vestido de noche, adornado de magnífico encaje antiguo cubriendo el cuerpo y bordeando el escote, no le impresionó tanto como la expresión tranquila, noble y segura del rostro que encuadraba.
—Simpson — dijo Juana —. Mi tía, la duquesa de Meldrum, su doncella, su lacayo y su voluminoso equipaje llegarán a Aberdeen a eso de las siete y media. Margarita Graem está preparando ya las habitaciones y Jaime ha ido con la berlina a la estación. La Duquesa odia los automóviles. En cuanto llegue Su Excelencia, condúzcala a la biblioteca. Comeremos en el gran comedor a las ocho y cuarto en punto. En tanto míster Dalmain y yo estaremos particularmente ocupados y nadie debe molestarnos ^antes de la llegada de la Duquesa. ¿Ha comprendido usted?
—Sí, señorita... Sí, Excelencia... — tartamudeó Simpson, que había sido mozo de cuadra en una casa ducal, allá en los comienzos de su carrera, y consideraba que la sobrina de una duquesa bien merecía semejante título.
Juana sonrió.
— Señorita es suficiente, Simpson — dijo. Y se dirigió hacia la biblioteca.
Garth la oyó entrar y cerrar tras sí la puerta; su fino oído notó también el murmullo de la cola del vestido de noche al rozar el pavimento.
—¡Hola, hola, señorita Gray! — dijo —. ¿Ya ha empaquetado usted su uniforme?
—Sí: ya le dije a usted que tenía que arreglar mis cosas. Cruzó lentamente la estancia y se detuvo delante de él.
Le miró largamente. Vestía también su traje de etiqueta, como en aquella inolvidable noche de Shenstone. Tenía una pierna cruzada sobre la otra y bajo su fino pantalón negro asomaba la línea roja de sus calcetines de seda.
La hora de Juana había llegado al fin. Más aun en aquella hora suprema y por amor a él debía obrar con tacto y ser paciente.
—No ha cantado usted, como le rogué — dijo.
—No — replicó Garth—. Primero, se me olvidó. Después, cuando me acordé de mi promesa, tenía otras cosas en que pensar y... ¡Ah, señorita Gray! No puedo cantar esta tarde. Mi alma está muda de ansiedad, de deseo.
—Ya lo sé — dijo Juana dulcemente—. Yo cantaré para usted.
Una ligera expresión de sorpresa se retrató en el rostro de Garth.
—¿Canta usted? — preguntó—. Entonces, ¿por qué no ha cantado nunca?
—Cuando llegué — contestó Juana —, el doctor Rob me preguntó si tocaba el piano. «Un poco», le dije. Y de aquí dedujo él que cantaba «un poco» también. Convencido de la penuria de mi arte, me prohibió tocar ni cantar delante de usted. Dijo que no quería que el tormento de oírme y la galantería de escucharme acabaran por volverle a usted loco.
Garth se echó a reír.
—¡Es muy del doctor Robbie esa ocurrencia! — dijo —. Y, a pesar de sus órdenes, ¿va usted a arriesgarse a cantar «un poco» para mí esta noche?
—No arriesgo nada. Voy a cantar una sola canción. Aquí, a mano derecha, está el cordoncito. No hay ningún obstáculo entre usted y el piano. Cuando quiera usted detenerme, no tiene más que venir hasta mí...
Se dirigió hacia el piano y se sentó ante él. Desde allí veía a Garth recostado en un sillón; una ligera sonrisa jugueteaba en sus labios. Se estaba riendo todavía de la chistosa prohibición del doctor Rob.
El preludio de El Rosario consiste en un solo acorde. Juana lo atacó sin separar la mirada del rostro de Garth. Le vio erguirse en el sillón súbitamente, con la más viva sorpresa reflejada en el semblante.
Entonces ella empezó a cantar. Su voz profunda, llena y vibrante, se elevó en el silencio como el acorde suave y potente de un violoncelo:
Como perlas prendidas de un hilo imaginario,
las horas que a tu lado pasé, mi corazón
las desgranó una a una, y todas ellas son
mi rosario, mujer, mi rosario.
Cada hora es una perla...
Juana no cantó más.
Garth se había levantado. Sin pronunciar una sola palabra se lanzaba a ciegas hacia el piano. Juana se volvió en el taburete y abrió los brazos para recibirlo. La mano de Garth se abatió torpemente sobre las teclas... rozó el suave vestido... y al fin encontró a la que buscaba.
Se arrodilló estrechándola entre sus brazos. Los de ella le rodearon anhelante, con toda la apasionada ternura tan duramente refrenada durante aquellas largas semanas de prueba.
Garth levantó hacia Juana su hermoso rostro sin vista.
—¡Tú! — exclamó—. ¿Tú...? ¿Tú... desde el primer día?
Después escondió su rostro en el suave encaje del pecho de
su amada.
—¡Oh mi niño querido! — dijo Juana tiernamente estrechando contra sí la adorada cabeza—. ¡Yo, sí; yo desde el primer día! Desde el primer día al lado de mi bien amado: junto a él en su dolor y en su soledad. ¿Cómo hubiera podido estar lejos de ti? Mas, ¡oh Garth!, ¿qué es todo ello comparado con la felicidad de tenerte aquí, tan cerca? ¡Sí, yo, yo! ¿No estás completamente seguro? ¿Quién, sino yo, hubiera podido comprenderte de tal modo? ¡Cuidado, amor mío! Sentémonos aquí, juntos, en el sofá.
Garth se levantó y la hizo levantar sin aflojar la dulce presión con que la sostenía. Ella le guiaba dulcemente hasta el sofá y le hizo un sitio a su lado. Más él volvió a caer de rodillas ante ella y dejó caer de nuevo la cabeza sobre su pecho.
—¡Oh amor mío, amor mío! — decía Juana dulcemente mientras sus manos acariciaban con ternura la querida cabeza—. ¡Ha sido tan dulce, tan consolador para mí estar al lado de mi niño adorado, atenderle y protegerle en su obscuridad, evitarle todo dolor inútil, servirle en todos sus deseos! Pero no podía venir yo (yo misma) hasta que él supiera y comprendiera... y perdonara a la pobre Juana. No, perdonarla, no; amarla todavía, ¿verdad? Y ahora él comprende... y perdona... ¡Oh Garth, oh mi Garth! Cálmate, bien mío... me asustas... No; nunca te dejaré ya, ¡nunca, nunca! Luego te contaré más detalladamente... Querido mío, durante unos días debemos ser todavía... lo que hemos sido hasta aquí... con la diferencia de que tú, niño mío, sabrás que soy yo quien está aquí, contigo. La tía Gina llegará dentro de media hora. Obtendremos en el menor tiempo posible una licencia especial y nos uniremos, Garth... Y entonces...
Aquí Juana se detuvo; el hombre, arrodillado ante ella, contuvo el aliento para escuchar.
—...Entonces — concluyó ella con voz firme y apasionada— toda mi felicidad será estar junto a mi esposo siempre, día y noche.
Hubo un silencio largo y tierno. La tempestad de emoción que sostenían aquellos brazos enlazados fue calmándose poco a poco. La eterna voz del amor perfecto se dejó oír. «Paz, reposo.» Y la más dulce calma reinó en la habitación.
Al fin Garth levantó la cabeza.
—¡Siempre! ¿Siempre juntos? — dijo—. ¡Ah, eso será otra vez la luz, la eterna luz!
Cuando Simpson, pálido y tembloroso ante la importancia de las palabras que iba a pronunciar, abrió majestuosamente la puerta de la biblioteca y anunció: «¡Su Excelencia, la duquesa de Meldrumb, Juana estaba sentada al piano, improvisando soñadoras melodías, y un esbelto joven en traje de etiqueta se adelantaba cortésmente a recibir a su huéspeda.
La Duquesa no vio, o hizo como que no había visto, el cordoncito que le guiaba. Tomó entre sus manos, efusivamente, la que él le tendía.
—¡Bondad divina, mí querido Dal! ¡Qué sorpresa tan grata! ¡Yo que creía encontrarle ciego, y veo que viene a mi encuentro con su seguridad y gentileza habituales!
—Querida Duquesa — dijo Garth inclinándose a besar las viejas manos amigas que estrechaban las suyas —, es muy triste para mí no poder verla y, sin embargo, puede usted muy bien decir que no soy ciego esta noche. Mi obscuridad ha sido iluminada por una dicha que no puede expresarse con palabras.
—¡Oh, oh! ¡Miren ustedes por dónde sale! ¿Y con quién va a casarse por fin? ¿Con la «nurse», que, según creo, es una muchacha juiciosa y sumamente recomendable, o con la buena pieza de Juana, que sin el menor remordimiento hace atravesar a su tía el reino de un extremo a otro cuando a ella le conviene?
Juana se levantó del piano y deslizó su mano bajo el brazo de su prometido,
—Querida tía Gina — dijo—: demasiado sabía yo que deseabas venir, pues siempre te ha gustado llegar en el momento propicio como las hadas buenas. En cuanto a Garth, va a casarse con las dos mujeres que has nombrado: con la «nurse» y con Juana, ya que las dos le aman demasiado para abandonarle, y él, por su parte, no puede vivir sin las dos.
La Duquesa miró aquellos dos rostros radiantes de felicidad y sus ojos se inundaron de lágrimas.
—¡Por mi peluca! — dijo —. ¿Es que estamos en la Ciudad del Lago Salado?[21]. Después de todo, siempre habíamos convenido en que una sola novia no era bastante a satisfacer a Garth, quien, en su anhelo de perfecciones, necesitaba las cualidades combinadas de varias; ahora parece que al fin las ha encontrado. ¡Dios os bendiga, jóvenes absurdamente felices! Yo os bendeciré también; pero después de haber comido. Ahora llamad a ese nervioso personaje de las patillas que me ha introducido hasta aquí y decidle que me envíe a mi doncella, que me enseñe mi habitación y que me diga dónde ha puesto mi guacamayo. He tenido que traerlo, Juana. ¡Es tan encantador, tan cariñoso ese querido pájaro! Yo sabía que a ti no te haría falta ninguna, pero, ¿sabes?, no he tenido valor para separarme de él.