II

PRESENTACIÓN DE JUANA

El único de los parientes de la dama que compartía realmente con ella los esplendores de la ducal mansión era la honorable Juana Champion, su sobrina y antigua discípula. El secreto de esta cohabitación consistía sencillamente en la prerrogativa que Juana disfrutaba de invitarse a sí misma, lo mismo a ir a Overdene que a Portland Place, de llegar cuando quería, de permanecer cuanto tiempo le parecía bien y marcharse cuando le acomodaba. Así, a la muerte de su padre, marchita su primera juventud, transcurrida en la soledad de su hogar de Norfolk, la honorable Juana hubiera ocupado de buena gana el lugar de una hija al lado de la anciana Duquesa. Pero ésta no parecía necesitar para nada una hija; es más: una hija de acusada personalidad, de firme voluntad propia, elevada estatura y rostro desprovisto de belleza hubiera parecido seguramente a Su Excelencia de Meldrum una adquisición poco deseable. Por ello dio a entender a Juana que podía ir y venir cuando quisiera y permanecer a su lado cuanto tiempo le pareciera bien, pero siempre en el mismo pie que el de los invitados. Esto significaba absoluta libertad de acción y ninguna responsabilidad para con los huéspedes de su tía. La Duquesa gustaba de manejar a su antojo a sus diferentes categorías de invitados.

Juana Champion acababa de cumplir treinta años. En cierta ocasión había sido descrita por alguien que sabía leer en el fondo de los seres y las cosas como una mujer de belleza perfecta oculta bajo ruda corteza; ningún hombre se había preocupado todavía de mirar bajo esta corteza, y ninguno, por tanto, había descubierto a la mujer en su admirable perfección. Juana habría sido, en verdad, capaz de convertir la tierra en cielo para un hombre si hubiera hallado un enamorado ciego que, no teniendo vista para apreciar la vulgaridad de sus facciones y la solidez maciza de su figura, hubiese estado capacitado, en cambio, para acercarse a su espíritu y comprender todo su femenino encanto y gozar del raudal de su ternura, y refugiarse, en fin, en el santuario de su corazón amoroso, conociendo así la inmensa dicha de conquistarla y casarse con ella. Mas ningún ciego dotado de este don de visión interior se había cruzado aún en su camino, y Juana se había visto en todas las ocasiones de su vida relegada a un segundo lugar; ¡ella que con tanta perfección hubiera podido ocupar en todas partes el primero!

Juana era dama de honor en las bodas de todas sus amigas, y acompañaba hasta el altar a las lindas desposadas, tan ricas en superficiales atractivos como desprovistas, por regla general, de las bellas cualidades precisas a una buena esposa, cualidades con que ella había sido tan ricamente dotada.

Juana era la madrina obligada de los niños de sus amigas, ¡ella en quien la maternidad hubiera sido algo tan grande, tan maravilloso y tan augusto!

Juana poseía una voz admirable que la vulgaridad de su rostro no dejaba sospechar siquiera, mas, como acompañaba a la perfección, debía limitarse a tocar para que las demás se lucieran cantando.

En suma, toda su vida había representado segundos papeles y se había encontrado en ellos muy a gusto. Nada sabía de la dicha de ser para alguien la primera. Su madre había muerto siendo ella todavía muy niña; no le quedaba, pues, ni aun la sombra de un recuerdo de aquel amor, de aquella ternura maternal cuyos afectos trataba de imaginar muchas veces sin haberlos experimentado nunca.

La camarera de su madre, mujer fiel y abnegada, había sido despedida de la casa a poco de morir su ama. Unos doce años después, hallándose casualmente en las cercanías de la finca, quiso visitarla, con la esperanza de hallar todavía en ella alguien que la reconociera. Después del té, cuando Fräulein y miss Jebb se retiraron, Sara se introdujo en la sala de estudio para ver a la señorita Juana; llevaba el corazón henchido de recuerdos de la «dulce niña» a quien ella y su amada señora habían prodigado tantos y tan tiernos cuidados.

En la sala de estudio la aguardaba una muchachota alta y vulgar, de modales francos, casi varoniles, y cuya manera «de hacer el inventario de la persona con quien hablaba» —había dicho después la buena Sara— resultaba casi desconcertante. Este detenido examen de su persona detuvo el raudal de recuerdos que tan espontáneamente se había desbordado de los labios de Sara momentos antes, en su conversación con la antigua ama de llaves, y la buena mujer se limitó a contemplar, llorosa, el papel que cubría las paredes. Ella misma lo había escogido en unión de su señora, ahora desaparecida para siempre. ¡Qué grande había sido el gozo de las dos cuando la niñita se dio cuenta por primera vez del cambio y quiso coger con sus manos las rosas de papel! «Y puedo señalarle, querida señorita —le decía—, el ramo mismo que usted trataba de arrancar.»

Antes de que la visita de Sara concluyese, Juana supo otras muchas cosas sorprendentes, entre ellas que su madre solía besarle las manecitas. «¡Oh, cuántas veces se lo vi hacer, señorita mía! Las llamaba pétalos de rosa y las cubría de besos.»

La «chiquilla», poco acostumbrada a tales demostraciones de afecto, miraba sus manos grandes y morenas y se reía, acaso para ocultar, avergonzada, el violento latir de su corazoncito y el escozor de las lágrimas bajo sus párpados. Así, Sara partió bajo la impresión de que la señorita Juana se había convertido, al crecer, en una mujer sin corazón.

Mas Fräulein y Jebb no pudieron adivinar jamás por qué desde aquel día aquellas manos toscas que causaban antes su desesperación fueron cuidadas hasta llegar a ser irreprochables, ni nadie supo nunca cómo, la noche de su cumpleaños, en la oscuridad y el silencio de su alcoba, la «pequeña Juana» besaba apasionadamente sus propias manos bajo las ropas de la cama, esforzándose por encontrar en ellas las huellas de los amantes labios de su madre.

Años más tarde, cuando Juana fue dueña de sus acciones, su primer cuidado fue buscar a Sara Matthews y colocarla a su lado con un salario que le permitiera irse formando una saneada renta vitalicia.

Mientras vivió su padre, Juana le veía rara vez. El buen señor no podía perdonarla fácilmente, en primer lugar por ser niña, cuando él hubiera deseado un hijo; en segundo, por haber heredado, siendo mujer, su fealdad, en lugar de la belleza de la madre.

Los padres no suelen darse cuenta de la injusticia que cometen al encontrar insoportables en sus hijos defectos físicos o morales con que han tenido la desdicha de dotarles.

El héroe de la infancia de Juana, el compañero de su adolescencia, el sincero amigo de sus años de madurez, fue Deryck Brand, hijo único del rector de la parroquia y cerca de diez años mayor que ella. Mas aun siendo tan estrecha esta amistad, Juana sabía bien que no era ella lo primero en el corazón de su mejor y único amigo. Cursaba éste la carrera de Medicina y, al regresar al hogar durante las vacaciones, su madre y su profesión eran para él antes que aquella chiquilla solitaria que le halagaba por su adhesión y le interesaba por su original intelectualidad y su carácter firme y resuelto. Años después, Deryck Brand contrajo matrimonio con una linda muchacha tan distinta de Juana como puede serlo una mujer de otra; sin embargo, su amistad continuó y aun se afirmó más y más; y ahora que él se encontraba próximo a conquistar el más alto lugar de su carrera, la simpática comprensión de Juana, su aliento en el esfuerzo, su aplauso en el triunfo, significaban más para él que el señalado honor con que el mismo Rey le distinguió hacía poco.

Juana Champion no tenía ninguna amiga entre las mujeres de su clase. Su primera juventud solitaria había desarrollado en ella hábitos de franqueza que chocaban con las flaquezas triviales y artificiosas de las muchachas de la alta sociedad. Aquellas a quienes ella había demostrado particular afecto —y eran muchas— testimoniaban en su presencia una admirativa gratitud que no eran capaces de sostener en su ausencia si alguien se permitía criticarla.

En cambio, entre los hombres contaba con numerosos amigos, sobre todo entre los muchachos recién salidos de la Universidad, simpáticos mozalbetes a quienes ella trataba como verdaderos camaradas, que le contaban en sus cartas sus disgustos y sus aventurillas, con mayor confianza que lo hubieran escrito a su propia madre. Juana sabía que entre ellos la llamaban «nuestra vieja Juanas», «la linda Juana» y «nuestra querida Juana»; pero creía en la inocencia de sus bromas y en la espontaneidad de un afecto que les devolvía con creces.

Juana Champion, en aquella tarde en que la Duquesa salía a cortar las mejores rosas de su rosaleda, se encontraba en una de sus largas visitas a Overdene y jugaba animadamente al golf con un jovencillo al que hacía tiempo deseaba ajustar cierta cuenta... Claro que, como Juana comprendía perfectamente, el momento no era muy oportuno para sermones: ¿cómo defenderse cuando se juega con un apasionado entusiasta del golf que durante toda la partida no cesa de explicar su último golpe, comparándolo al que acabáis de hacer para celebrarlo... y celebrarse?

Juana se consideraba fracasada aquella tarde. Por la noche, en el saloncillo de fumar, el joven Cathcart, explicando la partida a unos cuantos amigos escogidos, terminaba su relato de este modo:

—¡Por fin, nuestra vieja Juana ha estado soberbia, admirable!

¡Hacer un drive3 semejante (siete en tres, muchachos) y no alabarse siquiera! ¡Qué queréis! Casi, casi me dan ganas de no enviar más bouquets a Tou-Tou. ¡Considerad, muchachos! No hay modo de ir con la conciencia tranquila a cenar en un cabaret con una bailarina después de haber pasado una tarde como ésta en los campos de golf con la honorable Juana. Hay que ver sus drives[3] certeros como tiros de rifle; su pelota, semejante a una golondrina al levantar el vuelo. ¡Es admirable, admirable! Me ha ganado tres veces y nunca lo menciona. ¡Por Júpiter, muchachos; hay que tener una hoja de servicios muy limpia para atreverse a estrecharle la mano!

El rosario
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