V

CONFIDENCIAS

Las sombras se extendían silenciosas sobre el césped.

Las cornejas regresaban a sus nidos graznando, mientras trazaban grandes círculos alrededor de los altos olmos.

El viejo reloj de sol señalaba las seis.

Myra Ingleby se levantó de su sillón y permaneció un momento inmóvil con los brazos cruzados bajo la cabeza y recibiendo en pleno rostro los últimos rayos del sol poniente.

El artista admiraba las graciosas líneas de su esbelta figura.

—¡Bah! —murmuró Myra—. ¡Tan bien como se está aquí y pensar que tengo que ir adentro porque me espera mi doncella...! Juana, te lo aviso con tiempo. No empieces a darte masaje facial; llega una a-ser su esclava y a perder así, tontamente, las mejores horas del día. Mírame.

Los dos la estaban, efectivamente, mirando, y en verdad que su belleza era digna de contemplarse.

—Sólo para vestirme no necesitaría entrar hasta las siete, mientras que así debo perder esta última hora deliciosa.

—¿Por qué? — preguntó Juana—. No conozco nada de ese procedimiento.

—No tengo ahora tiempo de darte detalles — repuso Myra—; pero ¿te has fijado qué bien he estado todo el día? Bueno, pues si ahora no dejara mi rostro una hora larga entre los dedos de mi doncella, a la hora de la comida estaría mucho menos bonita y a última hora de la noche parecería diez años más vieja.

—Tú estás bonita siempre — dijo Juana sinceramente — y no comprendo por qué te empeñas en fingir la edad que realmente tienes.

—Querida mía, «el hombre tiene la edad que su corazón siente; la mujer, la que su rostro aparenta>.

—Mi corazón se siente de siete años — dijo Garth, riendo.

—Y su rostro aparenta diecisiete — repuso; Myra.

—Y como en realidad tengo veintisiete — concluyó el artista—, de ahí que la Duquesa me llame «chiquillo ridículo». Por eso, amiga Myra, si retardar el momento de la misteriosa5 ceremonia que en su cuarto tocador la espera significa para usted perder una sola partícula de su mágica belleza, debe usted apresurarse a ir al encuentro de su doncella. De otro modo, a la hora de la comida lloraré y patalearé... y ya usted que la Duquesa odia las escenas, y me enviará a ^ cama.

Lady Ingleby, al pasar delante de él, le dio un ligero golpe con su inmenso sombrero, que llevaba ahora colgado al brazo.

—¡Calle usted, chiquillo ridículo! — dijo—. Usted no tenía por qué haber escuchado mis confidencias a Juana. El próximo otoño pintará usted mi retrato. Después abandonaré el masaje facial, me iré una temporada al extranjero y regresaré completamente vieja.

Esta última amenaza la profirió Myra por encima de su hombro, mientras se alejaba.

—¡Es encantadora! — exclamó Garth siguiéndola con la vista—. Pero, ¿cuánto hay de verdad en lo que ha dicho? ¿Lo sabe usted, señorita Champion?

Juana se encogió de hombros,

—No tengo la menor idea — repuso —; mi ignorancia acerca del masaje facial es absoluta.

—Si hubiese mucho de —verdad en ello — continuó Garth, pensativo — no nos lo hubiera dicho.

—No; en eso está usted equivocado — replicó Juana rápidamente—. Myra es extraordinariamente sincera y no oculta jamás sus flaquezas. Su educación ha sido muy extraña. Pertenece a una familia muy numerosa, en la cual fue siempre considerada como «la oveja negra», no sólo por sus innumerables hermanas y hermanas, sino por su madre también. Todo cuanto decía eran majaderías; todo cuanto hacía estaba mal hecho. Cuando lord Ingleby la conoció y supo adivinar tal vez sus incipientes cualidades, Myra era todavía una chiquilla alta y desgarbada, de encantadores ojos, linda boca e ingenua, casi asustada expresión. Lord Ingleby le llevaba veinte años, pero se enamoró de la muchacha de tal modo, que aunque la madre de ella intentaba hacer resaltar ante él por riguroso turno a sus hijas mayores, él sólo tenía ojos para Myra. Por último, cuando decidió declararse, le fue casi imposible hacerse comprender. Al fin Myra comprendió lo que las fogosas palabras del lord significaban y su respuesta no se hizo aguardar mucho tiempo. Mil veces he oído a lord Ingleby referirlo. Cuenta que ella le miraba sonriendo, y con los grandes ojos llenos de lágrimas decía: «Bien, sí, naturalmente. Me casaré con usted, si usted quiere... Es usted muy bueno por haberse fijado en mí... y yo se lo agradezco mucho, pero... ¡qué golpe tan cruel para la pobre mamá!» Se casaron en seguida y él la llevó a París, Italia, Egipto. Cuando regresaron, a los seis meses, la chiquilla vejada y despreciada por todos era... ¡esta hermosísima mujer que conocemos! Recuerdo que por aquella época estaba yo una vez con ella y con su madre... Éramos una media docena de mujeres y charlábamos de mil cosas distintas. Al fin, la madre de Myra no pudo por menos de criticar algo de su hija. «¿No te lo ha dicho así lord Ingleby?», le preguntó coma último argumento. Myra levantó hasta ella su mirada dulce y luminosa. «Querida mamá — dijo—, aunque a ti pueda parecerte extraño, lord Ingleby encuentra perfecto todo cuanto yo hago.» «¡Tu marido es un imbécil!», gritó la madre sin poderse contener. «Eso será para ti, querida mamá», repuso Mrya dulcemente.

—¡Valiente bruja! — exclamó Garth—. ¿Por qué se permitirá ostentar el título de madres a gentes de esa clase? Nosotros, los que hemos conocido la dicha de tener madres tiernas, perfectas, deberíamos hacer una ley otorgándoles él título de progenitores femeninos o cosa por el estilo, evitándose así que el santo nombre de madre fuese profanado.

Juana callaba. Recordaba la hermosa historia de la infancia de Garth, al lado de su madre viuda, que lo adoraba. Conocía también la apasionada veneración con que él guardaba su santa memoria. Juana prefería a su amigo en momentos así, en que un destello de luz que alumbraba su corazón brillaba a través de sus palabras, de ordinario superficiales y mundanas. Le escuchó, pues, en silencio, y se guardó bien de alterar su estado de ánimo recordándole que ella ni aun había llegado a pronunciar la palabra madre, el nombre santo.

Garth se puso en pie, y su esbelta figura, como la de Myra pocos momentos antes, fue iluminada plenamente por los rayos solares. Juana le miraba. Como suele ocurrir a todas las personas desprovistas de ella, la belleza física tenía para Juana excepcional atractivo. No obstante, esta cualidad que tanto admiraba, no influiría para nada en la mayor o menor estimación que profesaba a sus amigos. Garth Dalmain no ocupaba, ni muchísimo menos, el primer lugar entre ellos. Era de más edad que la mayor parte de sus ingenuos camaradas y, sin embargo, su carácter jovial, su aspecto infantil y su espíritu burlón le hacían parecer a los ojos de Juana como un chiquillo pueril y atolondrado. En cambio, sobre la absoluta perfección de sus facciones y de su figura no había disputa, y Juana le miraba con la misma expresión que su pobre madre le hubiera contemplado, inundados los ojos de admiración sincera y cariñosa.

Garth, a pesar de la camisa color malva y la corbata morada, no era fatuo ni presumido, y deslumbrado por la luz del sol, que le daba de lleno en los ojos, no reparó en la admirativa mirada de Juana.

—Y digo yo ahora, señorita Champion — dijo ingenuamente—: ¿verdad que es muy agradable que todos se hayan ido adentro? En verdad, yo estaba ya necesitando charlar un rato con usted. Cuando estamos todos juntes no hacemos sino procurar entre todos que ruede la bola. La bola, como esos globos que divierten a los niños, está llena de aire, y como suele estallar a las primeras de cambio, he aquí por qué no son más que aire la mayor parte de nuestras conversaciones. ¿Ha comprado usted globos en Brighton alguna vez? Yo recuerdo perfectamente la excitación salvaje que me producía la sola aparición, allá en el fondo del paseo, del vendedor ambulante, llevando en alto un gran manojo de ellos — azules, verdes, rojos, blancos y amarillos—, todos brillando al sol... Desde lejos, muy lejos, ya escogía yo con la vista el que quería, casi siempre el más alto o el más escondido, y mientras el hombre perdía lastimosamente el tiempo desenredando el hilo de mi globo de la maraña que lo unía a los demás, los otros chicos aguardaban impacientes su turno, dando vueltas a su penique entre los dedos. Pero yo hubiera preferido quedarme sin ninguno a renunciar a aquel que había elegido mi corazón... ¿No le ocurría a usted lo mismo?

—No he comprado nunca globos en Brighton — dijo Juana sin entusiasmo. Garth volvía a tener siete años y Juana se fastidiaba un tanto a su lado.

De pronto el artista pareció darse cuenta de ello. Tomó su chaqueta, que colgaba del respaldo de su sillón, y se la puso.

—Vamos, señorita Champion — dijo—; estoy verdaderamente cansado de no hacer nada. Bajaremos hasta el río, donde encontraremos con exactitud un bote o una lancha. La comida no se servirá hasta las ocho y usted en media hora tiene tiempo de vestirse para el «papel» de Velma. Me consta que en caso de apuro podría usted hacerlo en diez minutos. Nos queda tiempo de sobra para embarcarnos y llegar hasta la vista del viejo monasterio, mientras charlamos tranquilamente. ¡Figúrese usted el contraste de las piedras grises de la capilla en ruinas sobre el verde de los campos dorados por el sol!

Juana no se movió.

—Mi querido Dal — dijo—, no tendría usted tanto entusiasmo por las ruinas del monasterio doradas por el sol después de haber conducido allí mis setenta kilogramos. Caería usted rendido sobre «el verde de los campos». Además, yo no soy mujer capaz de contentarme con ir sentadita en la popa tirando de la cuerda del timón; me gusta remar, y después de haber estado toda la tarde jugando al golf no lo apetezco, la verdad. Sé también que no tendría nada de agradable para usted contemplarme durante todo el camino, sabiendo que in mente iría yo criticando su modo de remar y gobernar el bote.

Garth volvió a sentarse y apoyó en el respaldo del sillón los brazos cruzados bajo su cabeza morena y bien proporcionada. Miró a Juana con ojos penetrantes, como antes había mirado a la Duquesa.

—¿Por qué está usted de tan mal humor, querida amiga?

—preguntó con dulzura.

Juana se echó a reír y le tendió la mano.

—Tiene usted el carácter más encantador que he conocido en mi vida — dijo—; por no ser menos, olvidaré del todo mi mal humor. La verdad es que detesto los conciertos de la Duquesa y no me hace ninguna gracia servir a sus invitados de «sorpresa».

—Lo comprendo — dijo Garth con interés—; pero entonces ¿por qué se ha ofrecido usted?

—Era preciso. ¡Pobre viejecita! Nunca me pide nada y su mirada era tan suplicante... ¿No ha sentido usted nunca en lo íntimo de su ser la necesidad de hacer algo por los suyos? Si mi tía quisiera que yo le lustrara los zapatos, creo que lo haría de la mejor gana. ¡Es tan pesado permanecer aquí semana tras semana y siempre a una respetable distancia de ella, la única persona de mi familia con quien cuento! Es la única cosa que me ha pedido en su vida; sus ojos estaban fijos, con inquietud, en los míos... ¿Cómo podía yo negarme?

Garth sentía el corazón inundado de simpatía hacia su amiga.

—Es verdad — dijo pensativo —, no podía usted negarse. Pero no se atormente más por esa inocente broma de la «sorpresa». La burla no puede llevarse a cabo tratándose de usted. Tengo la seguridad de que cantará con mucho más arte 4d que merece su auditorio. Juzgarán que El Rosario es una linda composición, le darán a usted un aplauso indulgente,... y nada más. No vale la pena de que usted se preocupe.

Juana permaneció un instante pensativa. Al fin:

—Dal — dijo—, no me gusta cantar para esta clase de gente. Es como mostrarle el alma desnuda. Y el alma también tiene su pudor. Para mí la música es en la tierra lo que más revela nuestros íntimos sentimientos. Tiemblo siempre que pienso en esa canción, y sin embargo, llegado el momento, no sabría cantarla de otro modo que poniendo en ella el alma entera. Mientras las notas vayan desprendiéndose de mi garganta viviré tan plenamente en ellas que olvidaré por completo a mi auditorio. Déjeme que le cuente una lección que me dio en cierta ocasión madame Blanche. Cantaba yo la Canción hindú, de Bemberg, que es la apasionada plegaria de una mujer hindú a Brahma, su dios. Y empecé: «¡Brahma, oh Brahma! Dios de los creyentes.» Pronuncié esta frase con el mismo fervor que hubiera podido entonar el do, re, mi, fu, sol. Brahnia no era nadie para mí. «¡Basta!-gritó madame Blanche en su tono más imperativo—. ¡Estos ingleses...! ¿Que estaba usted haciendo? ¿No sabe usted que Brahma dios? Podrá no ser su dios, ni mi dios, pero mientras cantemos su himno es un dios: es el dios de este cántico...

Levantó su hermosa cabeza y cantó: «¡Brahma, oh Br»

¡Dios de los creyentes, Señor de las santas ciudades!»[5]. Su bella frente parecía nimbada de luz, y el fervor religioso de su voz vibraba en lo más hondo de mi corazón. Fue una lección que nunca he pedido olvidar. Puedo decir con toda sinceridad que jamás he vuelto a cantar nada con indiferencia.

—¡Magnífico! — exclamó Garth Dalmain —. Yo adoro el verdadero entusiasmo por todas las manifestaciones del arte. Jamás me empeñaré en pintar un retrato de mujer si no adoro antes al modelo.

Juana sonrió. La conversación tomaba precisamente el giro que ella deseaba.

—Querido Garth — dijo—, adora usted a tantas a la vez, que los amigos antiguos que nos interesamos de veras por su dicha tememos mucho no verle nunca adorar de un modo definitivo y a una sola.

Garth se echó a reír.

—¡Válgame Dios! — exclamó—. ¡También usted es como los demás! ¿También cree usted que admiración y adoración son sinónimos de matrimonio? Yo esperaba de usted un modo de pensar más viril, más sensato.

—Querido amigo — continuó Juana, imperturbable—, los que de veras le quieren han decidido que necesita usted una esposa. Está usted solo en el —mundo: tiene usted una casa lindísima. Está usted en peligro de que le pesque cualquiera de esas necias que corren tras de usted. Todos sabemos, naturalmente, que su mujer deberá reunir una incomparable belleza y un exquisito espíritu. Más usted retrata cada año tres o cuatro bellezas incomparables, cada una de las cuales es, durante algún tiempo, su completo ideal. ¿Por qué, en lugar de contentarse con pintarlas, no se casa Usted con una de ellas para que continúe siéndolo?

Garth permaneció un instante pensativo, frunciendo las bien dibujadas cejas. Al fin dijo:

—La belleza es, después de todo, una cosa superficial. La contemplo y la admiro; la deseo y la pinto. Cuando la he pintado es mía, y ya he dado fin a mi deseo. Mientras estoy pintando un retrato de mujer, busco invariablemente el alma de ésta; quisiera que resplandeciera también sobre mi lienzo... Pero, ¿sabe usted, señorita Champion, que he hecho un amargo descubrimiento? Una bella mujer no siempre posee un alma bella.

Juana callaba. Nada tan lejos de su deseo como discutir acerca del alma de las demás mujeres.

—Ahora conozco una que me parece casi perfecta — continuó Garth—. Debo pintar su retrato este otoño. Y estoy seguro de hallar en ella un alma tan hermosa como su cuerpo.

—¿Y es...? — inquirió Juana.

—Lady Brand.

—¡Flora! — exclamó Juana—. ¿Tan prendado está usted de Flora?

—¡Ah, es que es lindísima! — dijo Garth con fervoroso entusiasmo —. No hay derecho realmente a ser de una perfección tan absoluta. A mí me obsesiona, lo confieso. ¿No sabe usted, señorita Champion, que la contemplación de una belleza perfecta me hace casi sufrir?

—No, no lo sabía — dijo Juana secamente —. Ni me parece bien que las esposas de los demás le produzcan semejante efecto.

—Amiga mía — repuso Garth, asombrado—, esto no tiene nada que ver con que sean o dejen de ser esposas de los demás. Una enredadera de azules campanillas brillando al sol de una espléndida mañana me haría exactamente el mismo efecto. Necesito pintar el retrato do esa mujer. Cuando lo haya pintado, cuando haya hecho verdadera justicia a su belleza, tal como yo la veo, me sentiré aliviado. Hasta ahora la he pintado siempre de memoria, pero en octubre posará para mí.

—¿De memoria? — preguntó Juana.

—Sí, pinto así muchas veces. Cuando he visto en un rostro un destello, un rasgo que me permite profundizar un poco bajo la superficie, no necesito más para reproducirlo, aun al cabo de algunas semanas. Muchos de mis mejores bocetos han sido hechos de este modo. ¡Ah, si supiera usted qué deleite se experimenta! La belleza..., el culto de la belleza es para mí una religión.

—Una religión sin Dios — observó Juana.

—¡Oh, no! — repuso Garth con reverencia—. Toda verdadera belleza viene de Dios y vuelve a Dios. «La Bondad y la Perfección son los regalos de nuestro Divino Padre.» Una vez conocí a un viejo extravagante que profesaba la idea de que toda enfermedad provenía del demonio. Yo no pude creerlo nunca, pues mi santa madre era también perfección, belleza... La belleza es un don divino, es indudable; por eso os para mí una religión el culto a la belleza. Nada malo ha sido nunca perfectamente hermoso; nada feo ha sido completamente bueno.

Juana sonreía mientras le contemplaba, bañado en la luz crepuscular, como personificación varonil de aquella belleza que amaba tanto. Hablaba ingenuamente, sin asomo de fatuidad ni de crueldad para con la mujer que le escuchaba, la menos favorecida por la naturaleza entre todas sus amigas. Ella le oía complacida; le agradaba más así que comprando globos de colores o criticando el sombrero de la Duquesa.

—Entonces, Dal, una persona desprovista de belleza | puede ser buena, según sus teorías — observó Juana.

—La falta de belleza no implica precisamente fealdad — replicó Garth sencillamente—. Aprendí esto siendo aún muy niño. Mi madre me había llevado a oír a un predicador famoso. Al subir éste al pulpito, antes de que empezara a hablar, me pareció el hombre más feo que yo en mi vida había visto; me recordaba a un gorila grotesco y me hacía temer el momento en que se levantara y nos mirara frente a frente. Sin forzar la imaginación me parecía ver entre él y nosotros los barrotes de la jaula; no faltaban más que los chiquillos tirándole nueces y naranjas. Más cuando empezó a hablar se transfiguró casi repentinamente. La bondad y la inspiración brillaban en su mirada y hacían su rostro digno de un Ángela La belleza de su espíritu irradiaba de todo su ser, transfigurando la materia. Por más que quería yo recordar su fealdad anterior, me era imposible. Era yo muy chiquillo y, sin embargo, comprendí... La fealdad de sus facciones no podía cambiar, pero su sonrisa, casi divina, las iluminaba, las aureolaba de belleza. Desde entonces recuerdo a aquel hombre como pruebe que la bondad no puede ser fea y de que la inspiración y el amor divino pueden prestar a los rasgos más irregulares la expresión de una belleza perfecta.

—Sí — dijo Juana—; debe de haberle sido a usted muy útil esa temprana experiencia. Pero volvamos ahora a la importante cuestión del rostro que deberá usted tener ante sí todos los días, para toda la vida. Ya sabemos que no puede ser el de lady Brand ni el de la encantadora Myra, pero sabemos también que merece tal honor, pues se trata de un rostro muy lindo...

—¡No diga usted nombres, se lo ruego! — exclamó vivamente Garth—. Los nombres de muchachas solteras no deben mezclarse en esta clase de conversaciones.

—¡Bravo, amigo mío! Comprendo y respeto sus escrúpulos. No hay para qué nombrarla; usted la ha hecho ya célebre con el boceto que pintó de su hermosa cabeza. ¿Es verdad que para el otoño va usted a hacerle un retrato más completo? Vale la pena, pues es deliciosa, encantadora, y viene de aquel país cuyas mujeres tienen una gracia y una frescura sin igual. Esto también le conviene a usted, que por ser tan «único en su clase» necesita una mujer dotada de cierta originalidad. Yo no sé hasta qué punto le importará a usted la opinión de sus amigos, pero tenga la absoluta seguridad de que todos ellos aprobarán plenamente su elección si acabara usted de decidirse por... ¿lo digo?... por la bella de la «bandera estrellada».

Garth Dalmain sacó del bolsillo su pitillera, tomó de ella un cigarro y le dio unas cuantas vueltas entre sus dedos mientras lo contemplaba absorto.

—Fume usted —dijo Juana. — Gracias — dijo Garth.

Rascó un fósforo y encendió en él con toda calma su cigarrillo. Al tirar el fósforo, todavía encendido, la brisa lo alzó, llevándolo hasta el césped, que llameó un instante. Garth se levantó de un salto de su asiento y extinguió la llama con el pie. Después arrastró su sillón hasta ponerlo frente a Juana, y se recostó en él, contemplando, pensativo, el humo de su cigarrillo, que en grandes espirales subía hasta las ramas del cedro, se esparcía, se disfumaba y se desvanecía.

Juana le miraba en silencio. Le interesaban siempre las distintas y características maneras de encender el cigarrillo propias de cada uno de sus amigos. Conocía, por lo menos, una docena de muchachos de los que podría dar en seguida el nombre con sólo oír la descripción de su método. También había aprendido de Deryck Brand el valor de las pausas en una conversación importante, y el arte de no debilitar nunca una frase feliz con una postdata inoportuna.

Al fin Garth habló.

—Quisiera saber — dijo — por qué el humo es de un azul tan encantador cuando se eleva en espirales, y de un gris blancuzco, en cambio, si se desparrama soplándolo.

Juana sabía perfectamente que era porque así llegaba al aire impregnado de humedad, mas no quería alentar las fantasías de su amigo. Esperaba en silencio que él respondiera a la llamada hecha a su corazón. Estaba segura de que respondería. Al fin:

—Es usted muy buena, señorita Champion — dijo Garth —, al preocuparse así de mi felicidad. ¿Puedo probarle mi gratitud explicándole los inconvenientes con que tropiezo? Nunca me los he confesado aun a mí mismo, pero creo que a usted sabré explicárselos.

Otro largo silencio. Garth seguía fumando pensativo. Juana esperaba. Era un silencio cordial, comprensivo. La situación de Garth parodiaba aquellas últimas líneas de una vieja canción del siglo XVI:

Tan sólo ruego al cielo que, mostrándose

generoso conmigo,

me conceda, como hoy,

un buen cigarro, un buen sillón y un excelente amigo[6].

El cigarrillo, el sillón o Juana — o acaso las tres cosas combinadas—: producían a Garth una indefinible sensación de reposo y bienestar, una elevación del espíritu que le hacía ver todas las cosas buenas, todas las dificultades fáciles, todos los ideales realizables. Era un silencio luminoso y dorado como el sol poniente; al fin, Garth lo rompió:

—Dos mujeres (las únicas que han representado algo en mi vida) me han hecho concebir un ideal muy alto, del que me costaría mucho descender. Una, mi madre, de sagrada memoria; la otra, Margarita Graem, mi nodriza y guía de mi infancia, que es hoy mi ama de gobierno y mi consejera. Su devoción fiel y su devoción constante me ayudan a conservarme digno de la memoria santa de aquella a quien perdí cuando apenas alcanzaba yo los umbrales de la virilidad. Margarita vive siempre en mi castillo de Gleneesh. Cuando vuelvo a mi casa, lo primero que encuentran mis ojos, apenas la puerta se abre, es a mi vieja Margarita, con su delantal de raso negro y su gran pañuelo de hierbas. Entonces sí que mi corazón vuelve a los siete años y no puedo resistir al deseo de saltar a su cuello, como cuando realmente los tenía. La abrazo, la acaricio, y ella me corresponde. Ahora bien...: esto es lo que quiero que comprenda usted, Juana. El día que yo lleve una esposa a Gleneesh y la presente a Margarita, los ojos de ésta, no por cansados menos generosos, tratarán de no ver en ella sino perfecciones; su viejo corazón fiel no anhelará sino amarla y servirla, y sin embargo... yo sé que ella recuerda como yo recuerdo, y quiero que encuentre a su nueva señora positivamente digna del alto ideal de ella y mío; ¡una mujer dulce, tierna, cristiana, como lo era mi madre idolatrada! Muchas veces, señorita Champion, cuando la atracción física se ha adueñado de mí, inclinándome a adorar ciegamente la hermosura externa de una mujer y a desdeñar, en cambio, las cualidades esenciales (aquellas que no se ven, pero que son eternas), el solo recuerdo de Margarita me ha detenido en la pendiente. Me ha parecido ver sus claros ojos fijos en los míos y su enmitonada mano apoyada en la manga de mi chaqueta, mientras su voz, aquella voz que guió mis pasos infantiles, decía con suave dejo de asombro: «¿Es ésta la elegida por usted, míster Garth, para ocupar el sitio de mi amada señora?» No dudo, señorita Champion, que todo esto le parecerá absurdo mirándolo desde el punto de vista de las gentes de nuestra sociedad; bien sé que es ridículo confesar aquí (en plena «serie selecta» de la Duquesa) que me he abstenido de pedir en matrimonio a las mujeres que más he admirado por miedo a la opinión que de mi esposa pudiera formar mi anciana nodriza. Pero no debe usted olvidar que el criterio de Margarita se forma de un recuerdo y ese recuerdo es el de mi madre muerta. Por otra parte, Margarita es como la encarnación viva de mi propia conciencia, cuando ésta no está ofuscada por la pasión o desviada por mi culto a la belleza. No es que a Margarita no le agrade lo bello; por el contrario, estoy seguro de que lo desea para mí en cuanto pueda rodearme.

Pero su penetración va más allá de la superficie. De acuerdo con una de las sublimes paradojas de San Pablo, «ve las cosas que no se pueden ver». Es raro, señorita Champion, que yo le cuente a usted todas estas cosas; en realidad, es la primera vez que así, concretamente, me las cuento a mí mismo. Y es que ha sido usted tan buena, tan buena, preocupándose de mí y aconsejándome...

Garth Dalmain concluyó de hablar. El silencio que siguió a sus palabras alarmó a Juana; le parecía que delante de ella se había alzado una alta barrera que le era imposible escalar.

En vano trató mentalmente de buscar una salida; no podía reanudar el tema, ni siquiera contestar de un modo adecuado a las inesperadas revelaciones de su amigo. En realidad, su mutismo provenía de la emoción que la confesión de Garth le había producido. Cuando Juana sentía profundamente, experimentaba gran dificultad para expresarse. Que aquel muchacho cuya belleza física y exquisitos modales eran el encanto de las jóvenes de la alta sociedad, perseguido, merced a su excelente posición, por madres y muchachas casaderas; famoso ya en el mundo del arte, mimado, lisonjeado, cortejado, dijera con tanta sencillez que la única mujer que representaba algo en su vida era su anciana nodriza y que fuera la opinión de ésta la que le apartase de un matrimonio mundano o poco sensato, conmovía hasta lo más íntimo el corazón de Juana, quien, por otra parte, no podía dejar de sonreír al imaginar qué dirían las gentes de su sociedad si pudieran darse cuenta de su situación tan singular. Todo ello revelaba un Garth completamente nuevo para Juana, que comprendió entonces a su amigo como nunca hasta aquel instante le había comprendido. Y, sin embargo, la única réplica que se le ocurrió fue:

—¡Cuánto me gustaría conocer a la buena Margarita!

Los ojos castaños de Garth brillaron de placer.

—También a mí me gustaría que la conociera usted — dijo — y que viniera usted a ver el castillo de Gleneesh. Disfrutaría usted del panorama delicioso que se admira desde la terraza, escarpada a pico en la roca de la colina. Vería usted los bosques de pinos y el pantano. Dígame, señorita Champion: ¿por qué no he de organizar yo también una «serie selecta» en el mes de septiembre, rogando a la Duquesa que venga a dirigirla? Entonces vendría usted e invitaría sólo a las personas de su agrado. Si a usted le pareciera bien, podríamos invitar a... la «bella de la bandera estrellada» y a su tía mistress Parker Bangs, de Chicago. ¡Así sabríamos a tiempo qué opinión le merecía a Margarita!

—¡Magnífico! — exclamó Juana—. Yo iría verdaderamente encantada. Y, sinceramente, Dal, esa muchacha me parece de un carácter dulcísimo. ¿Cómo podría usted elegir mejor? Su exterior es perfecto: su alma, a no dudar, es tan bella como su rostro. Sí, sí; invítenos usted, y veremos lo que sucederá.

—Convenido — exclamó Dal, gozoso—. ¿Y qué pensará Margarita de m ¿stress Parker Bangs?

—¿Qué nos importa? — dijo Juana con decisión—. Cuando usted se case con la sobrina, la tía volverá a marchar a Chicago.

—¡Ah, sí! Es lo único que me disgustaría: que sus padres fuesen millonarios.

—¡Qué le vamos a hacer! Las americanas son tan encantadoras, que debemos perdonarles su dinero.

—Yo quisiera que la señorita Lister y su tía estuvieran aquí — observó Garth—. Creo que irán a casa de Myra Ingleby, adonde estoy invitado para el próximo, martes. ¿Vendrá usted, señorita Champion?

—Sí — repuso Juana—; primero debo ir a casa de los Brand unos días, pero he prometido a Myra ir a Shenstone a últimos de semana. Me encuentro a gusto en aquella casa. Los Ingleby son lo que se dice una buena pareja.

—Sí — dijo Garth, pensativo —; cualquiera sería buena pareja habiéndose casado con lady Ingleby.

—¡Vaya un rodeo! — dijo Juana riendo—. Pero comprendo lo que quiere usted decir, y me gusta que piense usted así de Myra. ¡Es realmente encantadora! Mas dese prisa a pintar su retrato para no pensar más en ella y quedar libre para Paulina Lister.

El reloj de sol marcaba las siete. Las cornejas habían cesado con sus círculos alrededor de los olmos y se recogían ya a sus nidos.

—Entremos ya — dijo Juana levantándose—. No sabe usted cuánto me alegro de que hayamos podido tener esta conversación — añadió mientras atravesaba la pradera.

—Sí — repuso Garth—; ésta no ha estado llena de aire, como los globos de mi infancia. Ha sido, en todo caso, una pelota de fútbol, de cuero sólido y resistente. Usted me la ha tirado al aconsejarme; yo la he recogido... y creo que ha hecho gol. Merezco un lazo. ¿No le parece, señorita Champion?

Garth Dalmain volvía de nuevo a sus siete años; mas Juana le miró a través de las gafas de la vieja Margarita y esta vez no le pareció fastidioso.

—Sí — dijo con una sonrisa afectuosa y franca—; merece usted un lazo que yo le he concedido. Será el lazo de nuestra amistad. Gracias, Dal, por todo cuanto me ha contado.

Al llegar á su habitación, Juana vio que tenía aún media hora que emplear a su gusto antes de empezar a vestirse. Sacó un «diario». Su conversación con Grath Dalmain era digna de anotarse con todos sus detalles, particularmente el del predicador cuya hermosura de alma redimía la fealdad del cuerpo. Juana escribió durante largo rato.

Después llamó a su doncella y se vistió para la comida y el concierto.

El rosario
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml