XIV

EN MANOS DE DERYCK

La blanca escollera de Dover fué haciéndase cada vez distinta hasta surgir del mar como un muro formidable cuya inmaculada blancura simbolizara la innegable pureza de su trono, de su iglesia, de su parlamento y sus tribunales de justicia... «Fuerza y pureza: ésta es Inglaterra*, pensaba Juana mientras medía con sus pasos la cubierta del buque. Después de dos años de ausencia su corazón latía acelerado a la vista de la patria nativa. Pasó la mirada sobre el castillo de Dover, tan pintoresco a la perlada luz de aquella tarde de primavera, y su espíritu se alegró súbitamente; mas el recuerdo de su desdicha la hirió con brusquedad y cerró los ojos para no ver el magnífico espectáculo.

Desde el instante en que leyó en la piazza del «Mena Hotel» la noticia publicada por el Morning Post, su corazón se estremecía de dolor a la vista de toda belleza. Una hora después de haberla leído se ponía en camino hacia El Cairo; al día siguiente embarcaba en Alejandría, desembarcaba a poco en Brindisi y continuaba desde entonces viajando noche y día, hasta hallarse a la vista de las costas de Inglaterra. Dentro de unos instantes pondría el pie en la tierra patria y ya le quedarían sólo por hacer dos etapas de su viaje. El fin de éste-según Juana pensó desde el instante que se puso en camino-no podía ser otro que aquella habitación donde la obscuridad, el dolor y la desesperanza debían sostener horrible lucha con el valor moral, la salud mental y el instinto de conservación del hombre a quien ¿imaba. Juana sabía que iba a él, pero se sentía absolutamente incapaz de combinar los medios oportunos. Su buen sentido la avisaba la complejidad del problema y, sin embargo, no podía sino gritar con todas las fuerzas de su ser: «¡Oh, Dios mío! ¡Si es tan natural, tan natural! ¿Cómo puedo dejarle ciego y solo... mi Garth?»

Comprendía, no obstante, que un juicio más severo que el suyo debía resolver el problema, y casi instintivamente sentía que el medio más seguro para llegar a Garth estaba en el ga— binetito de consulta del doctor. Telegrafió, pues, al doctor, desde París, y por el momento su pensamiento permanecía fijo en Wimpole Street.

En Dover compró un periódico y recorrió con ansiedad sus páginas mientras aguardaba en el muelle al mozo que llevaba su equipaje. Entre las notas de sociedad halló lo que buscaba.

«Sentimos participar a nuestros lectores que míster Garth Dalmain, quien se halla en su posesión de Deeside, Aberdeenshire, continúa en el más lamentable estado, consecuencia del accidente de caza de que fue víctima hace dos semanas. Las heridas están en vías de curación y todo temor de complicación cerebral parece haber desaparecido, pero la vista ha quedado borrada de sus ojos irremisiblemente. Además, durante los últimos días el estado general del enfermo ha sufrido una violenta crisis que ha hecho necesaria la asistencia de míster Deryck Brand, el célebre especialista de enfermedades nerviosas, quien ha celebrado consulta con el oculista y el médico de cabecera. En los círculos mundanos y artísticos, donde míster Dalmain goza de tan merecida simpatía y justa popularidad, causarán de fijo estas noticias el más profundo sentimiento.»

—¡Oh, mil gracias, señora! — exclamó casi conmovido el mandadero después de asegurarse, con una rápida ojeada, de que la moneda puesta por Juana en la palma de su mano no era un penique, sino media corona. El pobre hombre tenía en casa a su joven esposa muy enferma, y como le habían recetado una sobrealimentación que sólo con infinitos esfuerzos podía costear, al mezclarse aquella tarde entre el tropel de viajeros que descendían del vapor había dirigido una muda plegaria al Padre Celestial rogándole le iluminara acerca del cual, entre todos, era el más generoso. No le había hecho, ciertamente, mucha gracia tener que seguir a aquella señora de anchas espaldas y rostro moreno, siendo así que casi al mismo tiempo le había llamado cierta damisela cuyo equipaje — en el que no dejaba de contarse la jaula de un loro — era mucho más numeroso que el de Juana. Mas ahora la damisela remilgada, con un puñado de calderilla francesa entre los dedos, regateaba por cuatro peniques con su mandadero, y el que tan a regañadientes había servido a Juana experimentaba la doble satisfacción de la fe confirmada y el servicio espléndidamente remunerado.

Un muchacho del telégrafo recorrió la línea de vagones repitiendo: «¡La honorable Juana Champion! ¡La honorable Juana Champion!» Juana oyó su nombre y sacó el brazo por la ventanilla.

—¡Aquí, muchacho! Es para mí.

Rasgó el papel y lo leyó. Era del doctor.

«Bienvenida a la patria. Acabo de llegar de Escocia. Te esperaré en la estación de Charíng Cross y te concederé todo el tiempo que quieras. No dejes de tomar café en Dover.-Deryck.»

Juana Champion sintió asomar a sus ojos lágrimas de alivio y de gratitud. Hasta aquel instante ¡se había sentido tan sola!

Volvió a la ventanilla.

—¡Aquí, mozo! Una taza de café.

—Era lo que menos necesitaba en aquel instante, pero la idea de desobedecer al doctor no se le ocurrió siquiera.

—El mandadero que había llevado el equipaje de Juana y que estaba todavía de centinela ante la portezuela del vagón echó a correr hacia el restaurante, y en el momento en que el tren partía entregó a Juana una taza de aromático café y un plato de tostadas de pan con mantequilla.

—Mil gracias, muchacho — dijo Juana poniendo el plato sobre el asiento del vagón y registrando su portamonedas—. No sabe usted qué gran favor me ha hecho... No, no me dé usted el cambio. Un café traído con tanta oportunidad y ligereza debe pagarse bien. Adiós.

Partió el tren. El mandadero le vio alejarse con lágrimas en los ojos. Al recibir la primera media corona se había dicho: «Leche y huevos frescos.» Ahora, al guardarse la segunda, acudían a su pensamiento otras dos cosas mencionadas por el doctor: «Sopa y gelatina.» Y su corazón latía agradecido.

En tanto, Juana, instalada cómodamente en un rinconcito del vagón, sofocaba las lágrimas prontas a desbordarse de sus ojos, sorbía su café y se sentía notablemente reanimada. En aquellos momentos comprendía más que nunca la necesidad de un amigo fuerte, sabio y cordial. Y allí estaba Deryck para ayudarla.

Leyó de nuevo el telegrama y sonrió. Le agradaba aquella recomendación de que tomara café; le agradaba sobre todo que el doctor la esperara en la estación de Londres.

Se quitó el sombrero y reclinó la cabeza sobre los almohadones. Había viajado día y noche en una carrera loca y febril, y al fin se hallaba casi tranquila al saber seguro el apoyo de Deryck. La agitación que la dominaba se calmó por completo; un gran reposo le sucedió. Juana se quedó dormida dulcemente.

Cuando el tren llegó a la estación de Charing Cross Juana estaba ya lavada y arreglada, en pie junto a la ventanilla de su departamento.

El doctor se hallaba estacionado, aguardando, precisamente en el lugar del andén en que quedó, al pararse el tren, el vagón en que iba Juana; pura casualidad que a Juana pareció de buen augurio. Una enferma, entusiasta del doctor, había dicho en cierta ocasión que «Deryck Brand se hallaba siempre en el sitio preciso en que debía estar». Esta vez, por lo menos, no fallaba la definición.

En un minuto atravesó por entre el tropel de mozos y empleados de la estación que impedían el paso y se encontró la mano puesta en la portezuela del vagón ocupado por Juana.

La viajera miró desde la ventanilla aquel rostro, a la vez enérgico y delicado, que le daba la bienvenida, y leyó en los ojos del amigo de su infancia una comprensión y una simpatía absoluta. Tras el doctor vio al lacayo de su tía y a su propia camarera, empleada durante el viaje de su ama en casa de la anciana duquesa. Un instante después Juana se hallaba en el andén y estrechaba la mano de Deryck.

—Todo va bien, querida amiga — dijo el doctor—. Ya veo que vuelves completamente curada. Ahora vengan las llaves de tu equipaje... Supongo que no traerás nada de contrabando. He avisado por teléfono a la duquesa para que enviara alguien a recoger tu equipaje y para que no te espere hasta la hora de comer. Tomarás el té con nosotros. ¿He hecho bien? Por aquí... Salgamos de una vez... ¡Qué gentuza! Todos ponen su mayor empeño en burlar el reglamento y ponerse los primeros en fila. Realmente, la paciencia de los empleados del ferrocarril debiera servir de ejemplo al resto de la humanidad.

El doctor, mientras hablaba, conducía a Juana a través de la muchedumbre, abría la puerta de un automóvil eléctrico, la hacía subir y se sentaba junto a ella. Se deslizaron rápidamente por el Strand y volvieron hacia Trafalgar Square.

—¿Y bien? — dijo el doctor—. El Niágara es grandioso, ¿verdad? Cuando oigo a algunas personas decir que han sufrido una desilusión ante el Niágara, me siento homicida por un momento; desearía que la tierra se abriera y los tragara. Gentes que no han comprendido la magnificencia del Niágara y que, además, se atreven a decirlo no merecen el privilegio de estorbar a los demás sobre la superficie de la tierra. Y ¿qué me dices de la «Madrecita»? ¿No es digna, en verdad, de ser conocida? Supongo que me traerás recuerdos suyos... ¿Y Nueva York? ¿Has visto nunca nada semejante a su bahía iluminada por la puesta de sol?

Juana no pudo reprimir un sollozo; con los ojos secos se volvió hacia el doctor.

—¿No hay esperanza, Deryck?

El doctor puso su mano sobre el brazo de Juana.

—Será ciego para siempre, querida. Pero la vida ofrece sus compensaciones... No todo es en ella la vista. No se debe decir jamás «no hay esperanza».

—¿Vivirá?

—No hay razón ninguna para que muera... Pero el valor que la vida haya de tener de hoy en adelante para él dependerá de lo que por él pueda hacerse durante estos primeros meses de prueba. Su quebranto es más moral que físico...

Juana se quitó los guantes, se estremeció de nuevo y puso su mano sobre la rodilla del doctor.

—Deryck — dijo—, le amo.

El doctor permaneció silencioso unos instantes, absorto en la asombrosa revelación. Después alzó hasta sus labios la mano fuerte y cuidada que se apoyaba en su rodilla y la besó con reverencia; era aquél el homenaje de un hombre de corazón a la valerosa sinceridad de una mujer.

—En ese caso, amiga mía — dijo —, el porvenir reserva tanta ventura a Garth Dalmain que le compensará con creces de la pérdida de la vista. En tanto, tenemos que hablar muy largamente, ya que tienes derecho a conocer todos los detalles que yo te pueda dar. Ven a mi gabinete de consulta. He dado orden a Stoddart de que no se nos interrumpa bajo ningún pretexto,

El rosario
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