XX
Carta de la honorable Juana Champion al doctor Deryck Brand:
«En el castillo de Gleneesh. N. B. [12].
»Mi querido Deryck: Mis telegramas y postales sólo han podido informarte de mi feliz viaje y llegada a este castillo. Ahora que llevo aquí ya quince días creo que es hora de que te envíe un ligero relato de cuanto me sucede.
»Sólo te ruego que no olvides que soy una criatura poco hábil. Desde los días de mi infancia he experimentado gran dificultad en escribir algo más que el consabido encabezamiento: «Espero que se hallará usted en perfecta salud, etc.» El esfuerzo que hago al enviarte mi crónica es, pues, colosal, y lo apreciarás en más cuando sepas que en estos días he atravesado por pruebas tan duras como pocas veces se hallan en una vida de mujer.
»«Nurse» Rosemary Gray cumple maravillosamente su tarea. Va camino de hacerse indispensable al enfermo, quien se vuelve hacia ella con una confianza tan completa que satisface en absoluto su orgullo profesional.
»En cuanto a la pobre Juana... le ha sido preciso escuchar de aquellos labios adorados que ella sería la última persona del mundo a quien él desearía tener a la cabecera de su lecho. Cuando su nombre fue pronunciado junto a él como el de una posible visitante, su rostro mostró una visible repugnancia y se incorporó en su lecho gritando: «¡Oh, no, no; Dios mío!» Así Juana recibe su bien merecido castigo, «boy»; pero, de acuerdo con aquel juez que ordena treinta latigazos en tres veces, este castigo es aplicado a intervalos: no se le da cada vez más latigazos que los que puede buenamente soportar, que son los suficientes para mantener su corazón en continuo dolor y su espíritu en temor perpetuo. ¡Oh, querido y sabio doctor, qué acertado fue tu diagnóstico! Nuestro enfermo querido dice que la compasión de Juana sería el más grande dolor que podría pesar ya sobre su cruz. ¿Cómo hacerle comprender que ella, cogida entre las redes de su propio error, es, de los dos, la más digna de compasión?
»¿Recuerdas aquel pasaje de la Biblia, cuando los israelitas se encuentran confiados entre Migdol y el mar? Yo sabía cuando estudiaba el libro santo, que Migdol significa «las torres», pero nunca pude comprender el sentido del pasaje hasta que me hallé sobre aquel estrecho triángulo del desierto, teniendo el mar Rojo ante mí, a la izquierda, y a la derecha la rocosa alineación de Gebel Attaka que perfila sobre el cielo sus torres, que lo hacen semejante a una inexpugnable fortaleza. Detrás se extiende sólo el camino que siguieron viniendo de Egipto y sobre el cual atronaba ya el ruido de los carros y tropas de Faraón, que venían persiguiéndoles. Así, querido «boy», se encuentra hoy la pobre Juana, pisando sólo un escaso trozo de desierto que se estrecha a medida que ella avanza en su desesperación. Migdol, «las torres», es la absoluta certeza, en que él se obstina, de que el amor de Juana ya no puede ser más que compasión. El mar Rojo es la confesión inevitable en que un día deberá al fin caer y en donde el amor, de él acabará por extinguirse, ahogado por las olas de la duda y la desconfianza... Las huestes de Faraón que la persiguen v son la ocasión, las circunstancias, lo imprevisto... A cada momento un accidente cualquiera puede obligarla a una revelación, e instantáneamente vería a su adorado escalar las torres de Migdol, con los pies y las manos destrozados. Y ella, la pobre Juana, caería para siempre en el profundo abismo del mar Rojo. Sólo un nuevo Moisés, con su divina vara, podría extender su camino de amor y comprensión por el cual los dos juntos alcanzasen la tierra prometida... ¡Oh tú, sabio y querido «boy», atrévete a arrostrar el papel de Moisés!
»Pero he aquí que mi relato se parece prodigiosamente a cierta página de Baedelcer, mientras me olvido de ponerte al corriente de les hechos reales.
»Como es natural, Juana enflaquece notablemente a pesar del sabroso porridge[13] que la vieja Margarita empieza a hacer todos los días, inmediatamente después del lunch, para ser tomado en el almuerzo del día siguiente y el cual revolvemos al pasar con la cuchara. Yo había creído siempre que el porridge se hacía en cinco minutos, pero la buena Margarita dice que eso es el comistrajo a que los ingleses damos ese nombre.
No puedes imaginar la gracia con que esta buena Margarita pronuncia estas palabras:.«Menee usted el porridge, «nurse» Gray». Ahora estoy agradablemente sorprendida de la facilidad con que entiendo a estas gentes y del placer que encuentro en su conversación; pues después de desembrollar un par de novelas modernas tratando de los escoceses creí no ser capaz de entenderles una sola palabra. Pues bien: la vieja Margarita, Maggie, la doncella; Mac-Donald, el jardinero, y Macalister, el guardabosque, hablan un inglés tan puro como yo y acaso más correctamente...
»Y perdona la digresión. Pero es, «boy», que la herida „de mi corazón es tan profunda y dolorosa que temo hasta el roce de tu mano experta y cariñosa. ¿Dónde estaba yo? ¡Ah, sí!
El porridge me había servido de puertecilla de escape. Pues, como te iba diciendo, Juana aparece macilenta y delgada, no obstante el gustoso porridge de la buena Margarita; pero «nurse» Rosemary, encantadora y fresca, continúa siendo una personilla menuda y exquisita, cuya cabeza gentil corona rubios y sendos rizos. El propio doctor Rob ha contribuido a hacer más delicioso su retrato. Y, a propósito, debo declarar qué, a pesar de tus observaciones, no esperaba habérmelas con un carácter tan original. Debo declarar también que he aprendido mucho del doctor Mackenzie y que siento un vivo afecto por el doctor Rob, aunque en algunas ocasiones me dan ganas de colgarlo por el cuello de su inmenso gabán y tirarlo por la ventana.
»Por otra parte, y debido a la contradicción establecida entre su retrato y el original, «nurse» Rosemary ha creído prudente confiarse a la servidumbre. Al principio, y antes de que así fuera, la susodicha contradicción daba lugar a continuos y lamentables equívocos. Por ejemplo, la primera vez que Garth bajó a la biblioteca ordenó a Simpson que llevara a la señorita Gray un escabel para tomar un libro determinado del segundo estante. Simpson me miró asombrado y, cuando abrió los labios, creí que iba a decir que «nurse» Gray podía alcanzar, y alcanzaba en efecto todos los días, los libros del estante más alto con sólo empinarse sobre las puntas de los pies. Pero, gracias a Dios y a la corrección característica de los criados ingleses, nuestro ayuda de cámara salvó la situación limitándose a decir: «Sí, señor; ciertamente, señor», y a mirarme sin moverse de su sitio. Si llega a estar allí la buena Margarita, todo se hubiera perdido, pues aunque lenta en el hablar, cuando empieza no hay nada que pueda detener su lengua. Me hubiera visto precisada a tomarla a viva fuerza entre mis exquisitos y delicados brazos para sacarla fuera de la habitación.
»Aquella misma tarde convoqué a Simpson y a Margarita en el comedor y les dije que, por razones que no podía explicarles detalladamente, su amo había recibido una descripción de mi persona enteramente falsa; que me creía pequeñita y esbelta, rubia y muy agraciada, y que, para evitar complicaciones que pudieran empeorar su estado,'era preciso mantenerle en tal error. La impresión impasible del rostro de Simpson no se alteró siquiera: «Ciertamente, señorita; muy bien, señorita», fue lo único que dijo. La fisonomía de la buena Margarita reflejó, en cambio, mientras yo hablaba, mil distintas y opuestas impresiones, que al fin cristalizaron en una sonrisa de aprobación y en el siguiente satisfactorio comentario: «Estoy pensando que así debe ser, señorita Gray. Míster Garth, ¡pobre niño mío!, ¡ama con tal delirio la belleza! Yo se lo decía muchas veces antes de su desgracia: «Master Gartie, es preciso recordar lo que dice la Escritura: no debe darse más importancia al vaso que a su contenido». Por eso creo, señorita Gray, que ese engaño le será muy agradable a nuestro enfermo y que debemos sostenerlo».
»Y después, como Simpson le diera en el brazo con el codo para imponerle prudencia, añadió con voz impregnada de simpatía: «Claro está que una cara vulgar o fea puede embellecerse por medio de una expresión bella o bondadosa, pero no es cosa fácil explicarle a un ciego la expresión de una cara». ¡Ya ves, querido Deryck, cómo esta viejecita sagaz, que conoce a Garth desde la cuna, hubiera estado de acuerdo con mi decisión de hace tres años!
»Pero prosigo mi relato. Mi voz, como tú habías previsto, estuvo a punto de echar a rodar todo nuestro plan; y el éxito o fracaso del mismo pendieron de la balanza durante unos momentos, que para mí fueron interminables, espantosos. Después de haber dado a nuestro enfermo la explicación convenida, cuando ya la había aceptado, al parecer, llamó al doctor Mackenzie y le suplicó que me despidiera, declarando que el sonido de mi voz iba a volverle loco. Pero el doctor supo convencerle y no se ha vuelto a hablar más del asunto; sólo algunas veces, cuando le hablo, por la atención con que me escucha, comprendo que recuerda...
»Ahora, mientras a la pobre Juana se la tiene alejada, excluida, «nurse» Rosemary disfruta horas de inefable ventura. El adorado enfermo vuelve a ella su espíritu y su rostro, sólo en ella confía; le habla, la escucha, trata de adivinar sus pensamientos, no le oculta ninguno de los suyos; esta enfermera es un ser exquisito, y una delicia vivir a su lado... La pobre Juana, en tanto, transida su alma por el frío más espantoso, vaga en derredor de ellos y, oyéndoles hablar, comprende qué mal supo apreciar el don precioso que un día tuvo al alcance de su mano; qué poco profundizó en el alma del hombre a quien una mañana de cruel recuerdo despidió como a un «chiquillo». «Nurse» Rosemary, sentada durante largas horas al lado de ese «chiquillo», comprende cuánto vale, y Juana, confinada en su estrecha faja de desierto, lucha con el simoun de la desesperación.
»Y ahora llego al punto más importante de mi carta: aunque soy mujer, no quiero dejarlo para la postdata.
»Deryck, ¿por qué no vienes pronto, muy pronto, a visitarle a él y a hablar conmigo? Si no acudes en mi ayuda, creo, querido «boy», que no podré soportar mucho tiempo esta situación. ¡Me sería tan grato tenerte aquí unes días, mostrarte mis adelantos, enseñarte cuánto ha progresado nuestro enfermo en su nueva vida, en su vida de ciego! Así, además, podrías decirle aunque fuera una sola palabra acerca de Juana, y sabríamos lo que él piensa de esa infortunada. ¡Oh «boy»! ¡Si pudieras dedicarme aunque sólo fueran cuarenta y ocho horas!
El aire del brezal te sentaría bien. Tengo, además, un proyecto que depende en gran parte de tu venida. ¡Oh «boy»! ¡Ven! La que te necesita,
»Juanita.»
Del doctor Deryck Brand a «nurse» Rosemary Gray:
«Castillo de Gleneesh N. B.
»Mi querida Juanita: No te quejarás de mi: iré. Saldré de Euston el viernes por la tarde; pasaré todo el sábado y parte del domingo en Gleneesh y regresaré a tiempo de recomenzar aquí el lunes mi trabajo.
»Haré cuanto pueda en tu ayuda; mas, ¡ay!, no soy Moisés y no poseo su mágica varita. Por lo demás, recientes investigaciones han probado que los israelitas no atravesaron por el lugar a que tú te refieres, sino mucho más allá, al norte de los Lagos Amargos[14]. Es un pequeño detalle que en manera alguna rebaja el nivel de tu cultura, antes lo eleva, no quitando verosimilitud a tu bien hallada imagen, ya que por desgracia tienes que atravesar todavía aguas muy amargas, mi pobre amiga.
»No obstante, tengo mis esperanzas; más aún: confianza plena en nuestra victoria. Desde hace poco tiempo, siempre que pienso en ti, no puedo evitar la idea de que todo.cuanto ha sucedido es para tu mayor y bien merecida felicidad. Acaso esto parezca un poco raro. pero... ¡la bondad del Señor es tan grande, y sus caminos tan inexplicables para nosotros, míseras criaturas! Son éstas viejas verdades, Juanita, no por viejas y sencillas menos verdaderas y eternas, por lo tanto.
»No sabes cuánto me alegro de que «nurse» Rosemary cumpla con tal perfección su cometido, y espero que no dará lugar a que tengamos que hacer frente a otra nueva e inesperada complicación. Supongamos que nuestro enfermo se enamore perdidamente de la pequeña y delicada Rosemary. ¿Qué haría entonces Juana? No le quedaría otro remedio que arrojarse de cabeza al mar Rojo. Por eso es preciso que evitemos a todo trance semejante catástrofe. ¿No podría «nurse» Rosemary cometer alguna falta o declararse a su vez trastornada por el correcto Simpson?
»¡Oh mi vieja amiga! No bromearía así si no me faltara tan poco tiempo para estar a tu lado.
»Quiero ayudarte; quiero que cese esa horrible situación. ¡Cuando pienso en todo lo que vales, Juanita!... Pero así como hay hombres tontos y hombres ciegos, el que tú y yo conocemos es, en este caso, ambas cosas a la vez. Confío en demostrártelo así si llega la ocasión.
»Sabes que es tu devoto amigo,
»Deryck Brand.»
Del doctor Deryck Brand al doctor Roberto Mackenzie: «Querido amigo Mackenzie: ¿Juzgaría usted conveniente que vaya yo a Glenessh y haga una breve visita a nuestro enfermo, a fin de darle mi opinión acerca de su estado actual?
»Creo que podré salir para el Norte a fines de semana.
»Espero que estará usted satisfecho de mi recomendada, «nurse» Rosemary Gray.
»Su sincero amigo,
«Deryck Brand.»
Del doctor Mackenzie al doctor Brand:
«Querido sir Deryck: Nuestro enfermo recibe de la inteligente persona que envió usted como enfermera los más exquisitos cuidados. Creo que míster Garthie no nos necesita ya, por lo tanto, ni a usted ni a mí. Pero, en cambio, me parece muy oportuno que venga usted a visitar a la «nurse», que adelgaza todo cuanto es posible que adelgace una mujer de sus proporciones.
»Es indudable que, aparte la responsabilidad inherente a su cargo, algún pesar secreto la consume. Acaso tendrá confianza en usted; yo, por mi parte, y a pesar de todos mis esfuerzos, estoy seguro de no merecerle ninguna.
»De usted humilde servidor,
»Roberto Mackenzie»