III
El viejo reloj de sol señalaba las cuatro y media en punto.
Había ya pasado la pesante hora del silencio. Los pajarillos empezaban a gorjear, y un cuco, en el bosque vecino, dejaba oír de vez en cuando la única nota de su monótona canción.
La casa despertaba, recobraba súbitamente la acostumbrada vida. Se escuchó ruidoso abrir y cerrar de puertas. Dos lacayos, enfundados en las libreas malva y plata de los Meldrum, cruzaron apresuradamente la terraza llevando mesitas de té plegables que añadieron a las de madera rústica colocadas bajo los cedros seculares. Uno de los lacayos volvió a la casa en seguida; el otro permaneció bajo los árboles cubriendo las mesitas con los níveos manteles.
El guacamayo despertó también; estiró sus alas y las batió por dos veces; después se deslizó hasta el pie de la percha y volvió a subir sin dejar de observar burlonamente todos los movimientos del lacayo.
—¡Cuidado! —chilló de repente, imitando la voz del mayordomo, al ver que un mantel revoloteaba sobre la hierba.
—¡Quieres callar! —exclamó irritado el lacayo dando un ligero golpe al pájaro con el mantel y mirando de reojo al sendero de la rosaleda.
—¡Tommy quiere una grosella! —chilló de nuevo el guacamayo esquivando el golpe y colgándose cabeza abajo en la percha.
—¡Búscala tú, si la quieres! —dijo el criado de mala gana.
—¡Dásela en seguida, perillán! —repitió Tommy imitando a la perfección la voz de la Duquesa.
El lacayo dio un respingo y miró alarmado por encima de su hombro; después, atropelladamente, dijo a Tommy lo que pensaba de él y, tras darle un enérgico sopapo, regresó a la casa seguido de las imprecaciones y las carcajadas del enojado pájaro, que no dejó de danzar arriba y abajo de su percha hasta que hubo perdido de vista a su enemigo.
Algunos minutos más tarde las mesas se hallaban cubiertas de todas esas infinitas chucherías indispensables en el té de las cinco: el jarro y las teteras de plata maciza brillaban sobre el bufet, tras el que presidía el viejo mayordomo; pastas, bizcochos, bollos y pasteles, sandwiches y emparedados se mezclaban a los deliciosos bocadillos de pan tostado cubiertos de manteca, mientras grandes tazones de cristal, rebosantes de recién cogidas fresas, daban una nota de color de artístico efecto sobre el blanco y el plata. Cuando todo estuvo dispuesto, el mayordomo alzó la mano e hizo sonar un antiguo gong chino que colgaba del cedro. Antes de que la penetrante resonancia se hubiera extinguido se oyó rumor de voces en todos los ámbitos del parque.
Del río, de los campos de tenis, de la casa y del jardín iban llegando los invitados de la Duquesa, regocijados ante la refrigerante perspectiva del té tomado a la sombra bienhechora del gran cedro. Encantadoras damas vestidas de blanco resguardaban cuidadosamente su tez bajo la sombra de grandes sombreros y pintorescos quitasoles; lindas muchachas que sacrificaban la blancura de su tez a su comodidad cruzaban el prado con la cabeza descubierta, balanceando sus raquetas y discutiendo el último partido; jóvenes elegantes, tostados por el sol y vestidos de blanca franela, unían sus charlas y sus risas a las de ellas, alabando con calor los triunfos de sus compañeros y callando por modestia los propios.
Eran un grupo pintoresco el que formaban diseminados bajo los árboles, hundiéndose satisfechos en los amplios sillones de mimbres o sentados a su gusto sobre el blando césped. Cuando todos hubieron tomado lo que fue de su agrado —helados, té o café—, la conversación tornó a reanudarse.
—Así —dijo uno—, el concierto de la Duquesa se celebrará esta noche. Sería de desear que se colgaran de los árboles unos cuantos faroles japoneses y que se diera aquí, al aire libre. Hace demasiado calor para ir a meterse en un salón cerrado.
—No hay por qué preocuparse —dijo Garth Dalmain—; todo irá bien. Soy maestro de ceremonias, ya lo sabe usted, y puedo garantizar que todas las grandes ventanas que dan a la terraza estarán de par en par abiertas. Así, el que guste de estar fuera no tendrá por qué permanecer en la sala de conciertos. Se colocará una fila de sillas en la terraza, bajo las ventanas: desde ellas no se verá gran cosa, pero se oirá todo.
—¡Pero si lo más divertido es ver, precisamente! —advirtió una de las jugadoras de tenis—. Los que se queden en la terraza no podrán apreciar después las perfectas imitaciones que la Duquesa haga de los artistas. Por mi parte, doy por bien empleado el calor que tenga que soportar; que me guarden un sitio en la primera fila.
—¿Quién será la «sorpresa» de esta noche? —preguntó lady Ingleby, que había llegado después del lunch.
—Velma —repuso Mary Strathern— llegará luego para pasar aquí el fin de semana y para hacer hoy nuestras delicias. Nadie, excepto la Duquesa, hubiera conseguido de ella que aceptara una invitación; ningún lugar del mundo la hubiera hecho caer en la tentación como Overdene. Sólo debe cantar un número del concierto; pero, una vez roto el hielo, es seguro que conseguiremos nos ofrezca lo mejor de su repertorio. Convenceremos a Juana para que se siente al piano y, como por casualidad, ejecute algunos de los éxitos resonantes de Velma. No tardaremos en escuchar la voz mágica de la célebre artista, que no se ha resistido jamás ante la probabilidad de un acompañamiento perfecto.
—¿Por qué llaman ustedes a madame Velma «la sorpresa»? —preguntó una muchacha, ignorante aún de las delicias que Overdene brindaba a sus invitados de la «serie selecta».
—Esto es, querida mía —aclaró complaciente lady Ingleby—, una de las bromas predilectas de la Duquesa. Este concierto está organizado de modo que de él resulte solaz para sus invitados y gloria para las celebridades locales. Todo el vecindario ha recibido su correspondiente invitación. A ninguno de nosotros se nos rogará que luzcamos nuestras habilidades; este honor se reserva a los presuntos artistas de la localidad. Así, ellos confeccionan el programa a su gusto para plena satisfacción suya y de sus parientes y amigos... y para extraordinaria diversión nuestra, que llega a su colmo cuando, después del acto, la Duquesa nos los ofrece a todos en perfectas imitaciones, sin perdonar detalle y sin dejar de sazonar su burla con notas y comentarios originales. ¿Recuerda usted, Dal, aquella vez que, colocando una hoja de papel blanco en forma de alzacuello sobre el escote de su traje de noche, ridiculizó al coadjutor de la parroquia, convirtiendo en canzonetta cómica la salmodia patética que él había cantado?
Después, al final (y ello es una buena lección para estos pobres aficionados), la Duquesa hace salir al estrado a Velma o a otra artista famosa y demuestra prácticamente a los talentos locales cómo debían haberlo hecho; se oye entonces música buena, el auditorio se recoge en un absoluto silencio y los desdichados y complacientes aficionados se convencen de que el ruido que han estado haciendo no podía calificarse en justicia de «música» y regresan mudos a sus casas. Pero al año siguiente todo se ha olvidado y un nuevo contingente de aficionados deseosos de lucirse vuelve a caer en la trampa. ¡Las ocurrencias de la Duquesa no tienen precio, ésta es la verdad!
—Sin embargo, la honorable Juana no las aprueba —advirtió el joven Ronald Ingram—; por eso, generalmente, dispone su marcha antes de la fecha del concierto. Mas, como nadie podría acompañar a madame Velma con tanta perfección, esta vez se le ha ordenado que se quede. No obstante, dudo mucho que «la sorpresa» se lleve tan lejos como otras veces y que la diversión sea, por tanto, tan completa. La honorable Juana no cede ante su tía en esta clase de cosas; y si por el momento no la vence, en el transcurso del tiempo no deja de notarse su influencia.
—A mí me parece que Juana Champion hace bien negándose a secundar esta clase de burlas —dijo, atrevida, una linda americanita empuñando la cuchara dorada que, llena de crema de fresas, acababa de ofrecerle Garth Dalmain—: en mi país consideraríamos un acto mezquino y despreciable el burlarnos de gentes que son nuestros huéspedes y que a ruego nuestro se prestan a cantar, bien o mal, en nuestros salones.
—En su país de usted, querida —repuso Myra Ingleby—, no existen duquesas.
—Es cierto; y así y todo, hemos enviado para acá unas cuantas de las mejores —dijo fríamente la americana sorbiendo con deleite la cucharada de rosada crema.
Una carcajada general acogió la oportuna respuesta, que provocó una discusión acerca de la última unión angloamericana.
—¿Dónde está la honorable Juana? —preguntó uno.
—Jugando al golf con Billy —contestó Ronald Ingram—.
Aquí están, precisamente.
La elevada figura de Juana apareció en la terraza. Iba acompañada de Billy Cathcart, al que hablaba con animación. Dejaron los bastoncillos de golf en el hall y juntos bajaron hacia los cedros, hasta el lugar en que estaban colocadas las mesitas del té.
Juana vestía traje sastre de paño gris, blusa de batista azul y blanca, con cuello y puños almidonados, corbata de seda y sombrerillo de fieltro gris sin más adorno que un ala negra a un lado. Andaba con decisión y soltura, que acusaban su fuerza y su dominio de sí misma. Su aspecto era completamente distinto del de todas las lindas muchachas que se agrupaban bajo el cedro. Y, sin embargo, no era precisamente masculina —o, para usar una palabra más apropiada, hombruna, pues si bien todo lo que es realmente fuerte es masculino, la mujer que aparenta una fuerza que no posee es hombruna—; antes bien, era tan verdaderamente femenina que podía adoptar la severa sencillez de su estatura sin perder por ello nada de femineidad.
Se detuvo un instante ante el corro bajo el cedro formado, y, al momento, seis de sus jóvenes amigos se levantaron para dejarle sitio. Aceptó uno de éstos y se sentó con la naturalidad exenta de toda presunción que la caracterizaba.
—Le ha vencido usted, ¿verdad, señorita Champion? —preguntó uno de los presentes.
—¡Cualquiera se acuerda ya! —repuso Juana eludiendo la respuesta.
Pero Billy saltó, entusiasmado:
—Me ha vencido, porque...
—¡Cállese usted, Billy! —interrumpió Juana—. Usted y yo somos los únicos maniáticos del golf aquí presentes. La mayor parte de la concurrencia ignora hasta el nombre de nuestros golpes triunfales, y no sería prudente enterarles. Pero ¿dónde está mi tía? El pobre Simmons la busca por toda la casa con un telegrama en la mano.
—¿Por qué no lo ha abierto usted? —preguntó, curiosa, Myra.
—Mi tía no permite que nadie abra su correspondencia. Ama las sorpresas y emociones, y un telegrama es siempre una posibilidad de algo sorprendente. Así, el saber que alguien conoce una noticia antes que ella le amarga el placer de las primicias.
—He aquí a la Duquesa —dijo Garth Dalmain, que desde el lugar que ocupaba dominaba perfectamente el sendero de la rosaleda.
—No nombre usted delante de ella el telegrama —advirtió Juana—. No le agradaría saber que alguien conoce su llegada.
Sería lástima privarle de semejante goce en este día bochornoso, en que parece que nada extraordinario puede suceder.
Todos miraron hacia el lugar por el cual avanzaba la Duquesa, cuya extraña figura aparecía y se ocultaba entre las flores. Era aquella anciana extravagante la que los había reunido en aquel lugar de delicias, era ella la legítima propietaria de cuantas exquisiteces les rodeaban, mas esto no impedía que momentos antes hubiesen criticado con toda libertad sus ridiculeces mientras sorbían su aromático té y saboreaban sus exquisitas fresas.
Todos los caballeros se levantaron a su llegada para dejarle sitio; este movimiento no fue, sin embargo, tan rápido y espontáneo como, momentos antes, al acercarse Juana.
La Duquesa llevaba al brazo un cesto de madera desbordante de fragantes rosas. Cada flor era de una belleza perfecta; cada capullo había sido cortado en el preciso instante en que ostentaba su máximo esplendor.