XVII

APARECE «NURSE» ROSEMARY

«Nurse» Rosemary había llegado al castillo de Gleneesh.

Cuando se encontró, con su modesto neceser en la mano, completamente sola en el andén de la pequeña estación campesina, le pareció que acababa de caer de las nubes y que había dejado su mundo y su verdadera identidad en— algún planeta lejano.

Un auto de camino esperaba a la puerta de la estación, y Juana sintió, por un momento, el temor de ser reconocida por el chofer. Mas éste, tan macizo e indiferente como si formara parte del coche que guiaba, no so dignó fijar su atención en la viajera ni en su modesto equipaje. Tratábase, en suma, de una enfermera y un neceser, dos cosas sumamente vulgares, que, de acuerdo con las órdenes recibidas, debía transportar hasta Gleneesh. Así, mientras un portero de la estación, grave y majestuoso, acompañaba a Juana y a su equipaje al auto en cuestión, el chofer permanecía imperturbable, sin desviar la mirada de delante de sí. Juana gratificó al portero con tres peniques, cantidad muy de acuerdo con la modestia de su neceser; el chofer puso la mano en el volante y el coche emprendió su camino a través de la montaña.

Recorrieron varias millas de landas y brezales solitarios; delante de ellos se levantaban inmensas rocas grises que dibujaban su perfil gigantesco sobre el azul del cielo... Una vez más le pareció a Juana que acababa de caer en un mundo desconocido, y la indiferencia, rayana en descortesía, del chofer le inspiró una deliciosa sensación de éxito y seguridad en su nuevo papel.

Juana había oído hablar infinidad de veces del viejo castillo que Garth poseía en el Norte, mas no había imaginado nunca que su situación fuese tan pintoresca ni su aspecto tan imponente. Cuando el auto dio la vuelta a la colina y aparecieron los torreones del castillo, rodeado por todas partes de inmensos bosques de pinos, Juana creyó escuchar la voz infantil de Garth Dalmain vibrando alegremente bajo el gran cedro de Overdene. «Me gustaría que viera usted el castillo de Gleneesh. Disfrutaría usted del hermoso panorama que se domina desde la terraza: los bosques de pinos centenarios, los brezales inmensos...» fue entonces cuando Garth había proyectado reunir algunos invitados, a los cuales debería hacer los honores la duquesa... Y he aquí que ahora el dichoso dueño de tan bello dominio yacía ciego y solo, y ella, que con tanto entusiasmo había aceptado su invitación un día, pisaba los umbrales de Gleneesh sin el consentimiento de su dueño y bajo el disfraz de «nurse» secretaria. Recordaba haber dicho aquella tarde, en Overdene, a Garth: «Sí, invítenos usted, y veremos lo que sucede.» Y he aquí que «lo que tenía que suceder» ya había sucedido. ¿Qué iría a suceder ahora?

Simpson, el ayuda de cámara de Garth, salió a la puerta a recibir a la enfermera. Su presencia alejó de la mente de Juana la posibilidad de otro peligro. Aquel hombre había entrado al servicio de Dalmain hacía menos de tres años y, por lo tanto, no la conocía.

Juana se detuvo en el centro del gran hall antiquísimo y, siguiendo su inveterada costumbre siempre que entraba por primera vez en casa de uno de sus amigos, examinó detenidamente cuanto la rodeaba. Miró con cariño la extraña e inmensa chimenea de campana, los frisos de nogal de las paredes; después se dio cuenta de que Simpson la aguardaba ya a mitad de la amplia escalera de roble, y se apresuró a reunirse con él. En lo alto de la escalera fue recibida por la anciana Margarita. No hubiera sido preciso el gran pañuelo de hierbas ni el delantal de raso negro con largas cintas de colores para que Juana reconociera al momento a la anciana nodriza, ama de llaves, consejera y amiga del pintor. Le bastó para ello dirigir una sola mirada a aquel rostro dulce y severo, arrugado y, sin embargo, fresco todavía, feliz conjunto de edad avanzada y perfecta salud. Aquellos ojos perspicaces y penetrantes, que llegaban desde el primer instante al alma de aquel a quien ella miraba, eran inconfundibles. La fiel Margarita acompañó a Juana, sin dejar de hablarle por el camino con la mayor cordialidad, esforzándose por expresar su bienvenida en el tono más cálido que permitía la atmósfera de tristeza que se cernía sobre aquella casa, tristeza que era precisamente la que hacía necesaria en ella la presencia de la recién llegada. La nodriza llamaba a Juana «nurse Rosemary» al final de cada frase arrastraba las erres, con él acento peculiar de los escoceses, dé un modo tan gracioso, que encantaba a Juana. La supuesta enfermera sentía a cada momento tentaciones de exclamar: «¡Viejecita querida! ¡Qué feliz me hace estar en esta casa con usted!»: pero recordó que esta expansión, que hubiera significado una gran condescendencia de parte de la honorable Juana Champion, resultaría casi una impertinente familiaridad en boca de «nurse» Rosemary Gray. Así, siguió en silencio a su guía hasta la habitación que ésta le tenía preparada, admiró la cretona que cubría las paredes, hizo algunas preguntas acerca del enfermo, y declaró que almorzaría con gusto, pero que antes, si era posible, desearía darse un baño.

Después del baño y del almuerzo, Juana se asomó a la ventana de su habitación y admiró el magnífico panorama mientras aguardaba la llegada del médico de cabecera para subir con él a la habitación de Garth.

Se había puesto el más lindo y el más práctico de sus uniformes: vestido azul, cuello y puños blancos y delantal, blanco también, con tirantes y grandes bolsillos. Llevaba, además, el gorrito peculiar a las «nurses» del establecimiento en que había hecho su aprendizaje. No tenía ciertamente intención de seguir usando este último detalle, más coquetón que práctico, pero aquella mañana no quería omitir nada que contribuyera a darle ante el doctor Mackenzie el aspecto más estrictamente profesional. Notó con pesar que, no obstante los zapatos sin tacón, la sencillez de su indumentaria la hacía parecer más alta que de costumbre, y aguardó con ansiedad la impresión que a primera vista causaría su figura al doctor Mackenzie.

No tardó en distinguir a lo lejos, avanzando sobre la blanca cinta del camino, un alto y ligero cochecillo de dos ruedas que se acercaba rápidamente. Lo guiaba un hombre tras el cual se mantenía respetuosamente un diminuto groom. Había llegado la hora.

Juana cayó de rodillas junto a la ventana y rogó a Dios que le concediera fuerza, valor e inspiración. Se sentía incapaz de pensar. Tanto y tanto había reflexionado anteriormente, que ahora tedas sus ideas se atropellaban y embrollaban. Aun el adorado rostro de Garth aparecía confuso en su recuerdo. Sólo un hecho aparecía clarísimo a su mente: transcurridos unos instantes, sería conducida a la habitación donde él sufría. Entonces ella vería el rostro que había visto por última vez en la pequeña iglesia campesina; vería el rostro del amado, mas él no podría ver el de ella y la creería una desconocida...

El cochecillo desapareció en el último recodo del camino; después volvió a reaparecer y se detuvo enfrente del castillo.

Juana se levantó y aguardó inquieta. De pronto volvieron a su memoria dos frases de su conversación con Deryck. Ella había dicho: «¿Tendré valor para continuar la farsa?» Y su amigo había contestado con energía: «Si estimas en algo su felicidad y la tuya propia, lo tendrás».

Sonó un golpecito en la puerta. Juana cruzó la habitación y fue a abrir.

Simpson apareció en el umbral-

—«Nurse»-dijo el criado—, el doctor Mackenzie está en la biblioteca y desea ver a usted.

—Bien. Tenga usted la amabilidad de conducirme a la biblioteca, señor Simpson — contestó «nurse» Rosemary Gray.

El rosario
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