IX

EN CASA DE LADY INGLEBY

Juana ocupó su asiento en el tren, y una vez hubo éste salido de la estación de Londres se reclinó en su rincón y lanzó un hondo suspiro de satisfacción.

Los días pasados en Londres le habían parecido interminables, sin que, después de repasarlos en su memoria, escudriñándolos hora por hora, minuto por minuto, acabara de comprender bien la razón. Generalmente el solo hecho de encontrarse en la ciudad la alegraba en extremo; durante está última estancia en ella había tenido, como siempre, mil agradables ocupaciones; ¿por qué entonces se sentía tan descontenta, malhumorada y sola?

Siguiendo una en ella inveterada costumbre, se había detenido ante el quiosco de periódicos de la estación y había hecho buen acopio de libros y revistas. Los amigos de Juana solían decir que la honorable señorita Champion no podía hacer un viaje de cuatro millas sin llevar consigo por lo menos media docena de periódicos. Ahora, sin embargo, toda aquella literatura de viaje yacía desparramada alrededor de la viajera, sin que ésta se dignara fijar en ella la atención. Juana recordaba una y otra vez los pasados martas, miércoles y jueves, y se preguntaba en vano por qué en aquellos días su único deseo había sido que llegara el viernes. El viernes había llegado al fin, y una vez en camino de Shenstone, Juana empezaba a sentirse feliz y alborozada. Mas ¿qué motivo de disgusto había tenido durante aquellos tres interminables días? Ninguno, absolutamente, Flora se había mostrado con ella tan encantadora como siempre; Deryck, según su costumbre, amable y cordial; el pequeño Dicky, delicioso, y Baby Blossom, el chiquitín de Flora, tan cariñoso y dulce como él podía serlo. ¿Qué era entonces lo que le había faltado para encontrarse a gusto?

—¡Ah, ya sé! — pensó al fin Juana—. Ya sé. ¿Cómo no lo he comprendido antes? Me faltaba... la música. Durante los últimos días de Overdene me he dado realmente un hartazgo de música ¡y de qué música! Ahora es natural que el perdería, así, de pronto, me haya causado esta molesta sensación de vacío. Si a los Ingleby no se les ocurriera, allí está Dal para reclamarla.

Una ligera sonrisa de anticipada felicidad iluminó el rostro de Juana. Después la señorita Champion tomó el Spectator y pronto absorbió su atención la lectura de un artículo sobre el problema sudafricano.

En la estación la esperaba ya Myra guiando un lindo tronco de jaquitas inglesas. Otro cochecillo ligero aguardaba al lado del suyo, dispuesto a conducir a la doncella y a los equipajes. Un momento después Myra Ingleby y su invitada se hallaban a gran distancia y volaban carretera adelante al trote largo de los nerviosos animales.

El verde de los campos y los bosques bajo el dorado sol de prima tarde era un descanso para los ojos y el espíritu. Las rosas silvestres florecían al borde mismo del camino. Los últimos haces de heno recién cortado habían sido acarreados adentro de los setos. Había como un éxtasis en los cantos de las aves y una dulzura indescriptible en los colores y perfumes de la tierra. Juana no recordaba en toda su vida haber sentido el encanto de la naturaleza con tal intensidad. Aspiró con embriaguez aquel aire purísimo; después exclamó, casi inconscientemente:

—¡Oh, qué bien se está aquí!

—¡Querida mía! — exclamó a su vez lady Ingleby chasqueando su látigo y contestando con graciosos movimientos de cabeza a los respetuosos saludos que desde los campos de heno le dirigían sus colonos—, querida mía, yo también estoy encantada de tenerte a mi lado. Tú me pareces siempre como la nota grave, serena y armónica con que se acompaña una melodía: algo siempre satisfactorio y conciliador en caso de una crisis. Odio las crisis. ¡Son tan fastidiosas! ¿Por qué las cosas no han de estar siempre de la misma manera? ¿Por qué la gente se ha de empeñar en cambiarlas? Sin embargo, donde tú estás yo tengo la seguridad de que no puede ocurrir nada malo.

Myra dio un ligero golpe con su látigo a las jaquitas, que volaron entre los altos setos, rozando las grandes y colgantes masas de madreselvas y clemátides silvestres. Juana arrancó al pasar una rama de clemátide.

—¡Oh, gozo del viajero!-gritó sonriendo de nuevo alegremente, mientras colocaba en su ojal uno de los blancos capullos.

—Por ahora — continuó lady Ingleby — mis invitados marchan perfectamente. En cuanto a lo de Dal, ya no hay duda, a mi entender, querida Juana. ¡Oh, cuánto me alegraría de que la cosa se arreglara bajo mis auspicios! La americanita es sencillamente exquisita, ¡y tan viva y tan encantadora! Y Dal ha abandonado por completo su actitud majadera y pueril... No es que yo le haya creído nunca así, pero bien sé que éste es tu modo de juzgarle. Ahora parece tranquilo y reflexivo; si se tratara de otro, casi podríamos decir aburrido, fastidioso. Eso sí: él y ella se tratan del modo más correcto y ceremonioso todavía. Yo me esfuerzo en atraerme a la tía; temo que asuste a Dal, te lo confieso. Ha llegado a prometer a Billy los imposibles, hasta la mitad de su reino si lo quiere, con tal de que acceda a consagrarse a mistress Parker Bangs, escuchando sus sentencias, contestando a sus preguntas y manteniéndola, sobre todo, apartada de Dal. Por cierto que Billy se muestra tan exageradamente rendido en sus atenciones a mistress Parker Bangs, que voy temiendo no se le ocurra pedirme en premio a tanta solicitud un beso, en cuyo caso te lo enviaría a ti para que castigaras con severidad su atrevimiento. ¡Manejas a esos chiquillos con tanta habilidad! Supongo que Dal se declarará a Paulina Lister esta noche; lo que no comprendo es por qué no lo hizo la noche pasada. ¿Qué más podía desear el muy tonto? Un lago, una luna espléndida y una muchacha adorablemente encantadora... Billy se encargó de mistress Parker Bangs; se embarcó con ella en una canoa y por poco si la hace zozobrar; tanto llegó a reírse de las tonterías que ella le decía. El caso fue que la condujo al lado opuesto al en que su sobrina y Dal bogaban, que era todo lo que al pobre chico se le pedía. Mistress Parker Bangs me preguntó después si Billy es viudo. ¿Comprendes lo que significa esta pregunta?

—No tengo la más ligera idea — repuso Juana—, pero me encanta lo que dices de Dal y de Paulina Lister. Estoy segura que es la muchacha que conviene a Dal, la que más pronto se adaptará a su modo de ser. Dal profesa un verdadero culto a la belleza; en ella la encontrará sin tacha.

—Ciertamente — dijo Myra—. ¡Si la hubieses visto anoche, vestida de raso blanco, adornada su linda cabeza con capullos de rosa silvestre! No puedo comprender cómo Dal no se mostró más comunicativo; Pero acaso sea mejor que tome las cosas con relativa calma; necesita tiempo para acabar de decidirse.

—No — dijo Juana—; yo creo que ya estaba decidido en Overdene, pero el matrimonio es para él cosa muy seria. ¿A quién más tienes entre los invitados de Shenstone?

Lady Ingleby recitó una larga lisia de nombres. Juana los conocía a todos.

—¡Es delicioso! — dijo—. ¡Qué bien voy a encontrarme aquí! ¡Londres está tan aburrido y triste! Nunca me lo habías parecido como ahora. Más he aquí la linda iglesia del lugar. No sabes cuánto deseo escuchar el órgano nuevo. Supongo que tu simpático párroco se acordará de mí y me permitirá tocarlo alguna vez. ¿Cuántos teclados tiene: dos o tres?

—Lo menos una docena — dijo lady Ingleby—; es un trabajo horrible darles arriba y abajo con los pies. Sin embargo, a mí, que lo toco los domingos durante la misa de los niños, me parece más prudente dejarlos quietos. Nunca sabe una lo que sucederá al tocar todos esos mecanismos.

—¡Ahí — dijo Juana—. ¿Quieres decir los pedales?

—Sí — contestó Myra tranquilamente —; quiero decir aquellas cosas que parecen pies y que están debajo del aparato dispuestas a darte una horrible sorpresa si por casualidad les das un puntapié.

Juana sonrió al imaginar las exclamaciones y aspavientos de Garth si ella le refiriera aquella conversación. Las observaciones musicales de lady Ingleby eran siempre la diversión de sus amigos.

Dejaron atrás la pintoresca iglesia vestida de verde hiedra, y un minuto después trasponían la puerta de hierro que daba entrada al parque. Myra no refrenó el trote de las jaquitas, las cuales rozaron la verja tan de cerca que Juana no pudo reprimir una exclamación de alarma. Lady Ingleby se echó a reír.

—¡Bah! — dijo mientras seguían su carrera a través de la avenida bordeada por los altos olmos —. Una línea a un metro ¡qué más da! Así se lo dije el otro día a mamá, que me reprendía furiosa por lo que ella llama «mi loca manera de guiar». Porque has de saber, querida Juana, que mamá se muestra casi cordial conmigo. Con el tiempo, cuando yo cuente setenta años y ella noventa y ocho, es fácil que empiece a quererme. Hemos llegado. Fíjate en el nuevo mayordomo, Lawson. Es simpatiquísimo y muy útil. Canta admirablemente, toca la concertina a la perfección, enseña en la escuela dominical y habla con gran elocuencia en los meetings «pro templanza». Gusta también de las faenas del campo y está aprendiendo el francés con mi doncella. Lo único que, al parecer, es incapaz de hacer bien es su oficio de mayordomo, lo cual es una verdadera desgracia, porque ¿cómo vas a despedir a un hombre que cuenta con tantas y tan variadas habilidades? Miguel dice que tengo la costumbre fatal de echar a perder a los criados animándolos a hacer lo que a ellos les gusta y no aquello para que fueron contratados. Quizá tiene razón, pero a mí me gusta que en mi casa todo el mundo sea feliz.

Bajaron del cochecillo y Myra penetró en el hall con una perezosa languidez, que contrastaba con la viveza que había empleado al guiar. Juana miró con interés al criado que se adelantaba, cortés, a recibirlas. No tenía, ciertamente, el tipo característico del mayordomo inglés, pero tampoco pudo Juana imaginársele tocando la concertina o predicando en un meeting una templanza que, en apariencia al menos, estaba muy lejos de practicar.

—¡Oh, es que éste no es Lawson! — explicó Myra a Juana mientras subían juntas la escalera—. Lo había olvidado. Lawson ha ido a la iglesia; tenía que hablar con el párroco, con quien organiza una «misa solemnis» o cosa así. Este que has visto es Tom, a quien todos en la casa llamamos Jepshon. Es mozo de las caballerizas de Miguel, pero como tiene relaciones con una de mis camareras, he pensado que preferiría servir aquí en la casa; lo he puesto a las órdenes de Lawson y le he aconsejado que se deje las patillas. Tendré que decírselo así a Miguel cuando regrese de Noruega. Por aquí, Juana. Te hemos puesto en la habitación del magnolio. Supuse que te gustaría disfrutar de la vista del lago. ¡Ah! Se me olvidaba decirte que tenemos un campeonato de tenis en pie. Debemos apresuramos; el té se servirá en las pistas, bajo los castaños. Dal y Ronnie están jugando el final del partido para hombres solos. Se ha empezado a eso de las cuatro y media. Será una lástima perderlo del todo, aunque puedes mudarte de vestido en seguida. Tu doncella y tus equipajes no pueden tardar.

—Gracias — dijo Juana—; no necesito hacer ningún cambio en mi vestido. Puedes irte. Me quitaré solamente el polvo del camino e iré al momento en tu busca.

Diez minutos después, guiada por el ruido de las voces y las risas, Juana atravesaba los matorrales y llegaba a los campos de tenis. Todos los invitados de lady Ingleby se hallaban allí, formando un pintoresco grupo bajo los frondosos castaños. Más allá, sobre el cuidado césped, se desarrollaba el juego, por demás interesante. Al acercarse Juana pudo distinguir la esbelta figura de Garth, con su traje de franela blanca y su camisa color de violeta, y al joven Ronnie, corpulento y fuerte, tratando de aventajar con la violencia de sus drives la vista certera de Garth y su ligereza de mano. El partido era reñidísimo. Garth había ganado ya la primera parte por seis contra cuatro; la segunda había sido de Ronnie por cinco contra cuatro; pero esta última parte se declaraba ya francamente a favor de Garth, y una vez ganada, suya sería la victoria.

Juana cruzó ante la larga hilera de sillones campestres ocupados por los invitados y fue a sentarse cerca de Myra. Todos la saludaron con simpatía, pero apresuradamente, tanto era el interés con que los espectadores seguían el juego.

De pronto se oyó un grito unánime: Garth acababa de cometer dos faltas seguidas.

Juana reconcentró toda su atención en el juego. Casi instantáneamente se oyeron nuevos gritas de sorpresa. Garth acababa de hacer un juego desastroso. La victoria era de Ronnie.

—¡Vencido en toda regla!-observó Billy—. ¡Bien! En mi vida había visto a Dal hacer cosa semejante. Sin embargo, dio nos da ocasión de contemplar otra puesta. La verdad es que rara vez podrán verse dos jugadores tan perfectamente aparejados. Dal es el relámpago y Ronnie el trueno.

Los jugadores atravesaron el campo. La palidez de Garth se transparentaba bajo lo tostado de su piel. Estaba verdaderamente avergonzado por haber fallado el juego en aquella crítica ocasión, y no precisamente por haber perdido, sino porque imaginaba que cada uno de los espectadores había comprendido que aquella alta figura vestida de gris que avanzaba con paso decidido ante la larga hilera de los sillones había sido la causa de que la red y las líneas de división de campos aparecieran a sus ojos como un borrón confuso. Y, sin embargo, una sola persona entre todos los concurrentes relacionó el aturdimiento de Garth con la llegada de Juana Champion: esta persona era la encantadora muchacha que se hallaba sentada enfrente de la red y con quien Garth, al cruzar el campo, cambió una sonrisa y unas buenas palabras.

La última puesta fue la más animada de todo el partido. De nueve juegos reñidísimos, cinco correspondían a Garth y cuatro a Ronnie. Sólo faltaba el último, por cuya victoria luchaba Ronnie con todas sus fuerzas. Los entusiastas partidarios de ambos campeones exclamaban: «¡Caray!» repetidas veces.

Cada torpeza, cada triunfo de su preferido era recibido por una u otra parte del público con aplausos o exclamaciones de desaliento.

—¿No es un vértigo, una locura? — dijo mistress Parker Bangs a Billy, que estaba reclinado en el césped, a sus pies —. A mí me parece que ya ha durado bastante. Los dos tendrán ya ganas de irse a tomar el té. Sería muy amable Garth Dalmain si dejara de una vez pasar la pelota por donde quisiera.

—Sí; ¿por qué no? — repuso Billy con toda seriedad—. Pero Garth no es amable en esta ocasión, ya lo ve usted. Si fuera yo quien jugara con Ronnie ya habría dejado que la pelota entrara en la red hace mucho tiempo.

—Sí; estoy segura de que lo haría usted — contestó mistress Parker Bangs, dando muestras de aprobación, mientras Juana pellizcaba a Billy por encargo de Myra.

De pronto la raqueta de Ronnie empezó a bolear maravillosamente.

—¡Caray, caray! — gritaron media docena de voces.

—No debieran decir esto — observó mistress Parker Bangs — aunque se volvieran locos por el juego.

Billy alzó la mirada hasta ella con expresión de inocencia angelical.

—Realmente — dijo—, eso está muy mal hecho. Yo nunca digo palabras feas cuando juego. En todo caso diría: «¡Por mi amada!», como en los antiguos tiempos, lo cual es mucho más bonito, ¿verdad?

Juana volvió a pellizcarle, pero él continuó mirando extasiado a mistress Parkers Bangs.

—Billy — dijo Myra llamándole con severidad—, hágame el favor de ir al hall y traerme mi sombrilla roja. Estoy segura de que va usted a perder lo que le he ofrecido — añadió en voz baja al pasar él por su lado — y se lo tendrá usted perfectamente merecido.

—Ya he pensado lo que quiero solicitar, querida reina

—murmuró Billy, dos minutos más tarde, al regresar casi sin aliento y dejar en el regazo de Myra la sombrilla —. Usted me prometió algo equivalente a la mitad de su reino. Pues bien, reclamo la cabeza de mistress Parker Bangs dentro de una bandeja.

Una vez más la pelota fue lanzada por Garth soberbiamente, mas el poderoso brazo de Ronnie se preparó para un balance alto.

—¡Juegue usted alto, Dal!-gritó una voz entre el general murmullo.

Garth conocía aquella voz querida. No miró hacia el lugar de donde había surgido, pero sonrió y su brazo lanzó veloz como el relámpago la pelota, que fue a caer en la red del lado de Ronnie. La victoria definitiva era de Garth.

Los dos contrincantes salieron juntos del campo; llevaban sus raquetas bajo el brazo, y la animación del reñido combate iluminaba todavía sus rostros varoniles. La lucha había sido tan viva que ambos sentían algo de la embriaguez de la victoria.

Paulina Lister permanecía sentada, teniendo sobre sus rodillas la chaqueta, el reloj y la cadena de Garth Dalmain, que éste había confiado a su custodia. El joven campeón se detuvo un momento ante ella para recoger estas prendas; después, metiéndose todavía la chaqueta y guardando el reloj en su bolsillo, se acercó a saludar a Juana.

—¿Cómo está usted, señorita Champion?

Sus ojos buscaron ansiosos los de Juana. La alegre bienvenida que leyó en ellos le llenó de gozo y de esperanza. ¡La había echado tanto de menos durante aquellos días! Martes, miércoles y jueves le habían parecido interminables. Le parecía imposible que la ausencia de una sola persona pudiera causarle tal vacío; así era, sin embargo, y así debía ser, ya que había llegado el momento de que él dijera a Juana cuánto deseaba tenerla a su lado para siempre. Aquella experiencia de unos días debía haber demostrado a los dos que no podían vivir el uno sin el otro. Esta prueba les enseñaba todo el valor de aquellas dos palabras, «estar juntos», ahora que iban a ser pronunciadas las que debían evitar en lo futuro nuevas separaciones.

Estos dulces pensamientos atravesaban, rápidos, la mente de Garth, mientras saludaba a Juana con el más trivial de los saludos ingleses; esa pregunta, siempre la misma, que parece haber sido discurrida para no obtener contestación. Sin embargo, la de Garth, en aquel momento, no pareció nada vulgar a Juana, que contestó a ella plenamente, con toda franqueza. Ante todo deseaba dar cuenta a su amigo de cuanto había hecho durante el tiempo en que no se habían visto, saber qué había sido de él, cambiar impresiones acerca de aquellos tres interminables días y reanudar su camaradería en el punto mismo en que la habían dejado. La mano de Juana estrechó la que el artista le tendía con aquella firme decisión que hacía del apretón de manos de la señorita Champion una sincera manifestación de amistad.

—Perfectamente; muchas gracias, Dal — dijo contestando a la consabida pregunta—. Desde que estoy aquí me siento por mementos mejor de salud... y de humor.

Garth dejó su raqueta apoyada en el brazo del sillón de Juana; después se echó en el césped a sus pies.

—¿No le ha ido bien en Londres? — preguntó casi en voz baja y sin ver de ella sino el zapato castaño que tenía a su lado.

—No me ha ido mal en Londres — contestó con franqueza—. Hacía calor y polvo; por lo demás, todo estaba tan delicioso como de costumbre. Era yo quien se encontraba aburrida y fastidiosa; me faltaba algo, Dal, y usted se avergonzaría de mí si supiera qué es lo que echaba de menos.

Dal levantó la cabeza y la miró, comprendiendo en aquel instante que acaso el sentimiento que él creía recíproco no existía más que de su parte. Los ojos tranquilos de Juana resplandecían de gozosa amistad.

—La culpa ha sido suya, querido amigo — repitió Juana.

—¿Mía? ¿Por qué? — interrogó Garth mientras su rostro tostado por el sol se sonrojaba profundamente.

—Porque durante los últimos días de Overdene le he echado de menos de un modo tan alarmante, que, la verdad, empezaba a temer ya por el equilibrio de mi bien ordenado cerebro.

—Pues bien — dijo Myra surgiendo del escondrijo de su sombrilla roja—. Aquí podréis Dal y tú volver a vuestras orgías musicales, si así lo deseáis. Encontraréis un piano en el salón, otro en el hall y otro (un magnífico Bechstein) en la sala de billar. Con éste, precisamente, hago los ensayos generales de mi coro de criados y doncellas. Como nunca he acabado de comprender cuál marca es la que prefiero, si Erard, Broadwood, Collar o Bechstein, he ido poco a poco adquiriéndolas todas. Y el resultado es que ninguno de éstos toco tan a gusto como el viejo piano de la sala de estudio de mi casa. Es como si en él conociera yo mejor las notas o él se acomodara más a mi modo de tocar. Ahora lo tengo en mi gabinetito. Y también lo pongo a vuestra disposición.

—Gracias, Myra — dijo Juana—; me parece que Dal y yo preferimos el Bechstein.

—Y si desean ustedes algo realmente interesante en cuestión de música — continuó Myra —, les aconsejo que vayan a los ensayos de la gran función coral que estamos organizando a fin de recoger fondos para pagar el déficit que quedó en la caja parroquial después de la adquisición del órgano. Toman parte todos mis criados. Y creo que proyectan grandes cosas.

—Preferiría pagar de mi bolsillo todo el déficit — dijo Juana— a oír una función coral por aficionados.

—Eso no — interrumpió rápidamente Garth, para quien no pasó inadvertida la mirada de disgusto de Myra—. Está muy bien que la gente trabaje para pagar sus deudas y para adquirir lo que su iglesia necesite. Además, esta clase de funciones resultan deliciosas cuando están bien ejecutadas, como a no dudar lo estará la que lady Ingleby ha organizado. He estado esta mañana hablando largo rato de ello con Lawson, quien me ha tarareado las piezas principales. Todas son sumamente dramáticas. Sobre todo Robinsón Crusoe... No, no es eso; naturalmente que rio. Pero es algo por el estilo... La cabaña del tío Tom. Ya sabía yo que era algo de negros. Lawson representa el papel de Tom, y la hija menor del vicario, la pequeña Eva. Señorita Champion, tiene usted que venir conmigo al próximo ensayo.

—¿Es preciso? — dijo Juana, inconsciente de la ternura que había en su sonrisa al hacer esta sencilla pregunta; consciente sólo de que su corazón repetía las mismas palabras que aquella inolvidable noche en Overdene. «Dígame lo que desea que haga, y lo haré.»

—A Paulina le gustará ir con ustedes — advirtió mistress Parker Bangs —; mi sobrina es aficionadísima a la música campestre.

—¡Por Dios, tía!-dijo la señorita Lister, que había deslizado su silla hasta el lado de Myra —. Pienso lo mismo que la señorita Champion, que sólo la buena música es digna de oírse.

Juana se volvió hacia ella sonriendo cordialmente y dijo en el tono más afectuoso:

—Por eso precisamente debe usted venir. Así seremos dos a sufrir juntas. Acaso Dal y Lawson consigan convencemos al que no existe nada mejor que La cabaña del Tío Tom... cantada. De todos modos, las explicaciones de Dal serán divertidísimas.

—Ya que se habla de música «divertida», ninguna como un concierto que tuvimos a bordo, cuando veníamos de América-dijo Paulina Lister—. Reinaba una franca amistad entre todos los pasajeros del Arabia, que organizaron un concierto para la noche del jueves, a las ocho y media en punto. Estábamos a unas doscientas millas de la costa de Irlanda, y al levantarnos de la mesa, después de la comida, nos encontramos rodeados de una niebla densísima. A las ocho en punto empezó a funcionar la sirena, cuyo estruendoso sonido se repetía cada medio minuto. Mientras duraba teníamos que hablarnos uno al otro al oído y a gritos, sin que ni aun así lográramos entendernos. No obstante, los programas estaban ya impresos y aquélla era nuestra última noche de viaje; no era posible suspender el concierto. Entramos en tropel en el salón y nos acomodamos en nuestros sillones, programa en mano. Cada número de éste era subrayado por el furioso boooo...oo de la sirena. Un caballero con una profunda voz de bajo cantó una romanza titulada Mecido en la cuna del abismo, y cada vez que repetía el estribillo «Y mi sueño tan dulce y sosegado», la sirena añadía boo... haciéndonos dudar del sosiego y la dulzura de tal sueño... durante aquella noche, por lo menos. Después, un joven con aflautada voz de tenor cantó Cuantas veces en la noche tranquila sin que la sirena dejara de demostrarnos cuantas veces cada treinta segundos. Pero lo más divertido fue cuando una señorita se sentó a tocar el piano. Era algo de Chopin, lleno de escalas, trinos y delicadas notas. Empezó muy bien, pero cuando estuvo a mitad de la primera página la sirena lanzó un chillido mucho más largo y más agudo que los anteriores. Vimos volar los dedos de la pianista y observamos que volvía la hoja rápidamente varias veces, pero no pudimos oír ni una sola nota de lo que tocaba. Esto duró hasta que terminó toda la parte del piano, pues la pianista era una muchacha decidida y resuelta que no renunció ni a una sola de las piezas que le estaban encomendadas. ¡fue graciosísimo! Coronamos su esfuerzo con una gran salva de aplausos, que la sirena ahogó también con su potente booo. fue el concierto más original que puede oírse. Y nos divertimos de veras. Lo que ya no nos hizo tanta gracia fue que el ruido aquel durase hasta las seis de la mañana.

Juana escuchaba con creciente interés la relación de la encantadora americanita, admirando con verdadero deleite sus expresivos gestos, sus graciosas actitudes. Pensaba cuánto debía de disfrutar Dal oyéndola hablar con tal animación y encanto. Bajó su mirada hasta él, tratando de leer la admiración en sus ojos; mas el artista estaba en aquel momento absorto, tratando de diseñar el dibujo de los zapatos de Juana con una rama de castaño. Durante un breve instante ella contempló la mano esbelta y morena de Garth ocupada en tal inútil tarea con el mismo cuidado que si trabajara sobre el lienzo; después retiró con viveza el pie, sintiéndose casi ofendida por la manifiesta indiferencia del artista.

Garth levantó los ojos.

—Sí — dijo—; debió de ser graciosísimo. Y lo refiere.usted admirablemente. Parece uno estar oyendo el estridente zumbido de la sirena y viendo los rostros agotados de los ejecutantes. Como un terremoto, una sirena es algo a que no estamos acostumbrados y que cada vez suena peor. Ahora propongo que cada uno refiera la «anécdota de concierto* más graciosa que haya presenciado en su vida. Yo oí una vez a un joven aficionado recitar la Carga de la brigada ligera, de Tennyson, con la más dramática entonación. Mas, como era excesivamente nervioso, olvidó de pronto la letra del poema, y no queriendo confesarlo pasó sin transición a una composición en extremo jocosa y picaresca, que recitó con la misma entonación enfática y los mismos dramáticos gestos con que había empezado.

Myra Ingleby se puso en pie.

—¿Y nuestro tenis? — exclamó—. ¿Qué partido debe jugarse ahora? ¡Ah, sí! La prueba final por parejas. Dal, usted y la señorita Lister jugarán juntos con el coronel Loraine y la señorita Vermount. No les será muy difícil, pues me parece que quedarán ustedes bien igualados. Valdrá la pena de admirarse, ¿verdad, Juana?

—Seguramente — dijo Juana con viveza mirando a Garth y a Paulina, que también se habían levantado e iluminados por el sol poniente discutían examinando cuidadosamente sus raquetas mientras aguardaban a sus contrincantes. Formaban, en verdad, una pareja espléndida, admirable. Era como si la naturaleza se hubiera complacido en colmar a los dos con sus dones mejores. El único reparo que un exigente hubiera podido oponer a su perfección, como futuro matrimonio, era que, siendo el mismo su tipo de belleza, tenían cierto parecido que fácilmente les hubiera hecho pasar por hermano y hermana; pero esta idea no se le ocurría ni remotamente a Juana. Su afectuosa admiración hacia Paulina aumentaba cuanto más la veía y escuchaba. Ahora que los admiraba juntos se afirmaba más en lo cierto del consejo que había dado a Garth y se alegraba en lo más íntimo de su alma al ver que él empezaba a seguirlo.

Horas más tarde, cuando ya la mayoría de los invitados de lady Ingleby se habían retirado a la casa y Garth Daltmain y Juana Champion regresaban a ella también, juntos y solos, Juana dijo a su amigo con toda sencillez:

—¿Me permite usted una pregunta, Garth? ¿Está ya arreglado... del todo?

—Puede usted preguntarme lo que quiera; sólo le ruego que sea más explícita. ¿Qué es lo que tiene que arreglarse?

—¿Se ha declarado usted ya a Paulina Lister?

—¡Oh, no! — exclamó Garth con viveza—. ¿Qué es lo que hace a usted suponer...?

—Usted me dijo en Overdene, el martes... ¡El martes! ¿No le parece que han pasado ya muchas semanas? Me dijo que iba en serio.

—Parece que han pasado años — dijo Garth — y espero que usted no dudará de mí... seriedad. El caso es que no me he declarado a la señorita Lister y que ansío vivamente reanudar con usted una interrumpida conversación sobre el asunto. Es! a noche, después de la comida, cuando los juegos y diversiones estén en su apogeo y podamos desaparecer sin ser vistos, ¿querrá usted salir conmigo a la terraza, donde podré hablarle sin miedo a interrupciones? Merece verse el efecto de la luna sobre el lago. Anoche pasé mirándola una hora larga... ¡Oh, no! Esta vez se equivoca usted. Estaba absolutamente solo, después del paseo en bote por el lago, y pensaba que esta noche... podríamos estar allí..., juntos los dos.

—Iré, seguramente — dijo Juana—; usted podrá hablarme con entera libertad de cuanto quiera, pero prométame que me permitirá aconsejarle y ayudarle en cuanto pueda.

—Se lo diré todo, todo — dijo Garth en voz baja—, y usted me ayudará como sólo puede hacerlo.

Sentada junto a la ventana, Juana disfrutaba del delicioso panorama que extendíase ante su vista y del último reflejo que sobre él irradiaba el sol poniente, gustando con deleite aquella media hora de calma de que podía disponer antes de llamar a su camarera. Bajo su ventana corría la amplia terraza limitada por una calada balaustrada de piedra, al pie de la cual se extendía el jardín, arreglado a la manera antigua con grandes macizos bordeados de boj y de mirto, entre los que corrían tortuosas avenidas y se levantaban bellas fuentes de piedra. Más allá una pradera lisa cubierta de verde y recortado césped descendía hasta el lago, semejante, en aquella hora del anochecer, a un espejo de plata. La calma era absoluta; la sensación de paz ofrecida por los campos y el agua, profunda y absorbente. Juana tenía un libro sobre sus rodillas, pero no leía. Contemplaba los bosques lejanos, que se extendían más allá del lago; admiraba el cielo nacarado, sobre el que flotaban nubes rosadas estriadas de oro. Un sentimiento de gozo, de completo bienestar, inundaba por entero su corazón.

Oyó resonar sobre la arena un paso ágil, ligero, y se asomó para ver quién pasaba. Era Garth, que salía del saloncillo de fumar y se paseaba arriba y abajo con impaciencia. Al fin se dejó caer en un sillón de mimbres, bajo la ventana de Juana, y permaneció largo rato allí sentado, fumando pensativo. El aroma del cigarrillo llegaba hasta Juana, mezclado a la fragancia del magnolio. «Zenith, Marcovitch», se dijo la muchacha sonriendo. «¡Empaquetados en linda cajetilla verde, doce chelines el ciento! Debo recordarlo para hacerle un regalo de Navidad.» Y se echó a reír sin que él pudiera oírla.

Garth arrojó lejos de sí el cigarrillo y empezó a tatarear en voz muy baja. Después, gradualmente, fue elevando su bien timbrada voz de barítono, hasta que se distinguieron claramente las palabras:

No me es dado cantar la gracia delicada

que de belleza inunda el redro de mi amada.

Aunque cantaba a media voz, era su entonación tan vibrante y apasionada, que Juana sintió vergüenza de su indiscreción: arrancó una larga rama de magnolio e, inclinándose, la dejó caer sobre la cabeza de Garth, que dio un salto y miró hacia arriba.

—¡Hola!-gritó el muchacho al darse cuenta de la presencia de Juana—. ¿Usted ahí arriba?

—Sí — contestó Juana riéndose de la pregunta y hablando en voz muy baja por miedo a que la oyeran desde las otras ventanas—. Yo... aquí arriba. Al entonar su serenata se ha equivocado usted de ventana, ferviente enamorado.

—¡Usted qué sabe! — exclamó Garth, casi malhumorado.

—¡Ah! ¿Conque no lo sé? Pues no debía importarle que lo supiera, «master Garthie». En ausencia de la anciana Margarita creí que me permitiría ser su mentor.

Garth se empinó en las puntas de los pies y preguntó en tono entre broma y de desafío:

—¿Me deja usted subir por el magnolio? Tengo que decirle muchísimas cosas que no puedo declarar aquí a grito pelado.

—Claro que no — replicó Juana—, pero tampoco quiero yo a ningún Romeo subiendo a mi ventana. ¡Chiquillo impertinente!, como diría la tía Gina, ¡vaya usted a su cuarto d cambiarse de vestido! Todas esas cosas que tiene que decirme guárdelas hasta la noche o llegaremos los dos tarde a la comida.

—Está bien — dijo Garth—, está bien, pero ¿querrá salir aquí a la noche y permanecer a mi lado todo el tiempo que yo desee?

—Vendré cuando pueda escaparme — replicó Juana—. Estoy ya impaciente para escucharle. De fijo no ansia usted tanto contarme sus cosas como yo oírlas, Garth. ¡Qué perfume tan rico el de estas magnolias! ¿Quiere que le tire una para el ojal?

Él sonrió, levemente preocupado, y entró de nuevo en la casa.

—¿Por qué me complazco en atormentarle? — pensó Juana al retirarse de la ventana—. Esta vez he sido yo quien se ha portado como una tonta, mientras él se ha mostrado serio y razonable. Myra tiene razón. Se lo está tomando con toda formalidad. Pero ¿y ella? Es de esperar que también... ¡Entra, Matthews! Puedes sacar el vestido que me puse la noche del último concierto en Overdene. Debemos darnos prisa, no tenemos más que veinte minutos. ¡Oh, qué anochecer tan delicioso! Antes de ocuparte del vestido ven acá y mira la puesta del sol sobre el lago. ¡Oh, Matthews, qué bien se está aquí!

El rosario
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml