IV

EL OFRECIMIENTO DE JUANA

La Duquesa volcó el contenido de su cestillo en el centro de la mesita de las fresas.

—¡Vamos, buena gente!-dijo casi sin aliento—. Repártanselas ustedes y que yo les vea a todos adornados de rosas esta noche. Quiero que la sala de conciertos sea una glorieta de rosas y que nuestra fiesta se llame «la fiesta de las rosas»... No, gracias, Ronnie, este té ha hervido hace media hora por lo menos, y creo que me querrá usted lo bastante para no obligarme a tomarlo.

Además, el té no me ha hecho nunca feliz. Al levantarme de la siesta tomo whisky and soda y esto me sostiene perfectamente hasta la hora de comer... ¡Oh, sí, querida Myra! Ya sé que en tu casa lo he tomado mil veces pour encourager les autres[4]. Pero al salir de tu casa he ido derechita a la de mi médico, quien me ha firmado un certificado asegurando que debo tomar algo siempre que lo necesite. Y lo necesito invariablemente al despertarme de la siesta... En verdad, querido Dal, no está permitido a ningún hombre fuera de un escenario presentarse con una indumentaria tan pintoresca como la que usted lleva: ¡pantalón blanco, camisa color malva y corbata morada! Si yo fuera su abuela le enviaría en seguida adentro a cambiarse de traje. Si así vuelve usted locas a las viejas viudas como yo, ¿qué va a quedar para estas pichoncitas...?

¡Eh, Tommy! No tienes por qué celarte de Dal: sabes que a ti te admiro mucho más todavía. Oiga usted, Dal: ¿cuándo va a pintar el retrato de mi guacamayo escarlata?

El joven artista, de cuyos retratos presentados aquel año en la exposición se había hablado mucho en el mundo artístico y cuya camisa color malva acababa de ser tan duramente censurada, se echó hacia atrás en su sillón, con las manos cruzadas detrás de la nuca y los ojos brillantes de gozo.

—No, querida Duquesa —dijo—: declino respetuosamente encargo tan honroso. Tommy requeriría un Landser capaz de rendir entera justicia a su plumaje, a sus actitudes y a su expresión.

Además, permanecer largas horas en compañía de Tommy, escuchando su escogido vocabulario, equivaldría a pervertir a un joven inocente y bien educado como yo. Pienso hacer otra cosa mejor: la pintaré a usted, querida Duquesa, ¡pero no con ese sombrero! Desde que era chiquillo, la contemplación de un sombrero de paja atado con cintas negras debajo de la barba me hace sentirme enfermo. Si cediera a mis impulsos naturales, ahora iría a esconder la cara en el regazo de la señorita Champion y lloraría y patalearía hasta que usted se lo quitara. No, no; la retrataré a usted con el vestido de terciopelo negro que lucía usted anoche, con su majestuoso cuello Médicis y la espléndida combinación de encajes y brillantes entre los cabellos. En la mano tendrá usted un espejo con montura de plata...

El artista entornaba los ojos y describía el futuro retrato con voz musical y tono misterioso. Pronto se formó un corro a su alrededor: cuando Garth Dalmain describía sus cuadros, escucharle era igual que estarlos viendo. Cuando al año siguiente vieran aquella obra de arte en la exposición, la reconocerían en seguida. «¡Ah, aquí está! —podrían decir, dándose por enterados—.

¡Este cuadro lo habíamos visto ya hace tiempo, mucho antes de que el lienzo estuviera manchado con la primera pincelada!»

—Sostendrá usted el espejo en su mano izquierda, pero no se mirará usted en él: sería una falta de sinceridad artística, ya que usted no se mira nunca a los espejos, como no sea para observar si la reprimenda que acaba de propinar a su doncella, que está detrás de usted, ha hecho asomar lágrimas a sus ojos. En ese caso, reprime usted su cólera, no la riñe más y aun le promete un día de libertad para ir a ver a su querida madre, con todos los gastos de ida y vuelta pagados por el ducal bolsillo. ¡Ah, querida Duquesa! Si yo fuera su doncella vería usted siempre mis grandes lagrimones reflejarse en el espejo; lloraría, eso sí, de una manera correcta y con el más escrupuloso cuidado de que mis lágrimas no fueran a caer sobre su escote...

—!Vamos, Dal, chiquillo incorregible! —dijo la Duquesa—,deje usted en paz mi escote, mis doncellas y sus lágrimas de cocodrilo y acabe de descubrirnos el retrato. ¿Qué haré yo en él con el famoso espejo?

—Como decíamos —continuó Garth Dalmain, pensativo—, no se mirará usted en él, ya que, según todos sabemos, no lo hace usted nunca. Ni aun cuando se pone usted ese sombrero y se ata los espléndidos cintajos que le adornan debajo de la barba consulta con el espejo tan importante operación.

No, no... Estará usted sentada y sostendrá el espejo en su mano izquierda, mientras el codo del mismo brazo reposará sobre su mesita oriental de negro ébano incrustado en nácar. El espejo lo tendrá usted vuelto de modo que refleje algo que estará frente a usted, en un fondo imaginario. Usted contemplará este invisible objeto con la indefinible expresión del amor más sublime...

Lo reflejado en la luna del espejo de plata será su guacamayo, apoyado en su percha, vivido, refulgente como una llama alada. Llamaremos al cuadro «Meditación», ya que hoy es de buen tono dar a toda obra de arte un mote estúpido que precisamente no tenga nada que ver con lo que el cuadro representa. A no ser que prefiera usted, para atraer la atención del público, titular su retrato en el catálogo con veinte o treinta líneas de Tennyson...

Esto, por ahora... Cuando el cuadro pase a la posteridad, como una pintura famosa, figurará en el catálogo de la «Galería Nacional» con el expresivo título de «La Duquesa, el Espejo y el Guacamayo».

—¡Bravo! —exclamó entusiasmada la Duquesa—. Lo pintará usted, Dal, en seguida, para que podamos ir a verlo el año que viene en la próxima exposición.

(Y así se hizo, en efecto. Y todos, cuando vieron el cuadro en una de las salas de honor, dijeron, con las mismas palabras: «¡Aquí está! Exactamente igual que lo vimos hace un año bajo los cedros de Overdene.»)

—Aquí viene Simmons con algo sobre una bandeja —exclamó de pronto la Duquesa—. Pero ese hombre vacila de un modo lamentable... ¿No habrá nadie que le enseñe a marchar con arrogancia?

¡Juana! Tú, que cruzas la pradera tiesa y resuelta como un granadero, ¿no podrías darle unas lecciones...? Bueno, ¿qué hay? ¡Ah, un telegrama! ¿Qué catástrofe habrá ocurrido? ¿No hay quien quiera adivinarlo? Es de esperar que no sea sencillamente de algún idiota que haya perdido el tren.

En medio de un silencio absoluto y grandemente satisfactorio la Duquesa rasgó el papel azul.

Al parecer, la noticia era impresionante y no debía tener nada de halagüeña, pues el rostro de la Duquesa, coloreado ordinariamente de un rosa bastante vivo, se tiñó de un rojo purpúreo mientras leía. La indignación le privó del uso de la palabra durante unos segundos. Juana se levantó callada, leyó el largo mensaje por encima del hombro de su tía y volvió a su sitio, ya tranquila.

—¡Gentuza! —exclamó al fin la Duquesa en el más despreciativo de los tonos—. ¡Ah, qué gentuza! La culpa es nuestra por tratarlas de igual a igual. ¡Yo que tenía reservada para ella una sarta de perlas de un valor superior al precio que se paga de ordinario por un concierto! ¡Faltar así, en el último instante! ¡Dónde se ha visto! ¡Ah, qué gentuza, qué gentuza!

—Querida tía —dijo Juana dulcemente—, si la pobre madame Velma se ha visto súbitamente atacada de laringitis, no podría cantar aunque la mismísima Reina se lo ordenara. Su telegrama expresa su pesar.

—¡No la disculpes, Juana —repuso la Duquesa con disgusto—, y no saques a relucir a la Reina, que nada tiene que ver con la garganta de la Velma ni con mi concierto! ¡Ya sabes que detesto semejantes desatinos! ¿Por qué ha de tener... eso que has dicho antes... precisamente el día en que ha de venir a cantar a Overdene? Cuando yo era joven no se conocían esas enfermedades de nueva invención; no hay paciencia que sufra todas esas itis que los médicos aprovechan para abrir a las gentes en canal a la menor cosa. ¡En mis tiempos le llamábamos a todo eso un cólico y nos lo curábamos sencillamente con ruibarbo!

Myra Ingleby volvió su rostro, ocultando su risa bajo las grandes alas de su sombrero, y Garth Dalmain murmuró al oído de Juana: «¡Ya sabes que detesto semejantes desatinos!» Más Juana volvió la cabeza y no se dignó sonreír.

—¡Tommy quiere una grosella! —chilló agudamente el guacamayo, que a no dudar había entendido bien lo del ruibarbo.

—¡Vamos, dádsela en seguida! —dijo imperiosa la Duquesa.

—Querida tía, no hay grosellas —dijo Juana.

—¡No discutas, chiquilla! —gritó la Duquesa, fuera de sí—.

Bien sabes que cuando dice «grosella» quiere decir cualquier

cosa encarnada o verde: ¡da lo mismo!

Media docena de manos se adelantaron hacia Tommy ofreciéndole berros, lechuga y sandwiches de pepino; Garth arrancó del suelo un puñado de hierba y lo tendió a Juana con burlona solicitud; la muchacha hizo como que no le veía.

—No hay contestación, Simmons. ¿Por qué no se retira usted?

¡Pero este hombre cada vez vacila más! ¡Por Dios, que se encargue

alguien de enseñarle a andar...! Bueno, y ahora... ¿qué hacemos? Tengo a medio condado invitado para oír precisamente a Velma, y ella está en Londres porque se le ha ocurrido tener apendicitis..., bueno, o sea otra itis... ¡Oh, que el diablo se lleve a esa condenada mujer!, como diría mi espiritual guacamayo.

—¡Cierra el pico! —chilló Tommy.

La Duquesa sonrió y volvió a sentarse.

—Pero querida Duquesa —dijo Garth con su voz más suave—, las gentes del condado no sabían que madame Velma fuera a venir aquí. Era un profundo secreto que no debía revelarse hasta el último instante. Por eso lady Ingleby la llamó la «sorpresa».

El rostro de Myra surgió de la sombra con que la protegía el ala de su gran sombrero, y la Duquesa se dirigió a ella.

—Precisamente —dijo— ella era lo mejor de la fiesta. ¡Oh, gentecilla, gentuza!

—Entonces, querida Duquesa —prosiguió Garth, persuasivo—, si la gente del condado no sabía nada, no tendrá por qué sufrir ninguna decepción. Vendrán a oír a los demás, a verse unos a otros y a apurar con delicia los licores y los helados de Overdene. Todo este programa se cumplirá al pie de la letra, y sus invitados de usted participarán encantados, alabando, como siempre, la habilidad y el talento de la amable Duquesa que así sabe descubrir los talentos locales.

—Sí, sí —repuso la Duquesa con aquel brillo en la mirada y aquella dilatación de las ventanillas de la nariz que, según la señora Parker Bangs, de Chicago, hacía reconocer en ella a una auténtica Plantagenet—, y se irán tan satisfechos de sus méritos, tan orgullosos de su talento mediocre, de su arte de poco más o menos. Mi idea era dejarlos hacer y luego darles una lección demostrándoles cómo debe hacerse.

—Pero, tía Gina —advirtió Juana suavemente—, olvidas que la mayor parte de esa gente ha estado en la ciudad y habrá oído allí buena música ejecutada acaso por los mejores cantantes. A madame Velma también, seguramente. Demasiado comprenden que su arte no puede igualar al de los profesionales, pero cantan o representan lo mejor que pueden porque tú se lo pides. Tan buen deseo no merece una lección.

—Juana —dijo la Duquesa severamente—, es la tercera vez esta tarde que tengo que rogarte que te calles.

—Señorita Champion —dijo Garth Dalmain—, si yo fuera su abuelita, la mandaría ahora mismo a la cama.

—¿Y qué vamos a hacer? —repitió la Duquesa—. Velma iba a cantar. Yo había puesto en ello todo mi interés. Todo el decorado del salón ha sido dispuesto para marco de esta canción: lindos festones de rosas blancas correrán a lo largo de las paredes y una inmensa cruz de rosas penderá sobre el estrado.

¡Juana!

—Aquí estoy, querida tía.

—No digas «querida tía» en ese tono inexpresivo. ¡Me atacas los nervios! ¿No puedes darnos una idea?

—¡El diablo se lleve a esa condenada mujer! —chilló Tommy de pronto.

—Escuchad a este dulce pajarillo —exclamó la Duquesa, casi restablecido ya su buen humor—. A ver, dadle «una grosella». Veamos ahora, Juana: ¿no se te ocurre nada?

Juana Champion estaba sentada casi de espaldas a su tía; tenía una pierna sobre otra y sus grandes y cuidadas manos cruzadas alrededor de las rodillas. Se volvió, desenlazó las manos y miró a la Duquesa, cuyos penetrantes ojos estaban fijos en ella en actitud de súplica. Al leer en ellos tan pueril inquietud, el rostro franco de Juana se iluminó en una sonrisa. Aguardó un instante antes de dar su respuesta, como para asegurarse más del deseo de la Duquesa, y después dijo sencillamente:

—Si así lo deseas, querida tía, cantaré yo esta noche, en lugar de Velma.

Si los miembros de la elegante concurrencia que tomaba el té bajo los cedros hubiesen pertenecido a la «serie mezclada», hubieran abierto desmesuradamente ojos y boca delatando su asombro; si hubiesen formado parte de la serie de «simples conocidos», habrían expresado en voz alta su sorpresa; mas como, por dicha suya, pertenecían a la serie «selecta», no mostraron ningún signo exterior de ella. Acogieron la proposición en silencio, pero algo así como una nube de extrañeza quedó flotando en el ambiente. La única entre los presentes que había oído cantar alguna vez a Juana Champion era su tía, la Duquesa.

—¿Conoces esa canción? —preguntó Su Excelencia de Meldrum levantándose y recogiendo el telegrama y la cesta vacía.

—La conozco; la última vez que estuve en Londres pasé unos días en casa de madame Blanche, y ésta, a quien tan poco agrada la música moderna, estaba entusiasmada con ella. La cantó varias veces y me permitió que la acompañara. A mí me gustó también mucho y la copié para traerla.

—Bien —dijo la Duquesa, casi tranquilizada—. Así, cuento contigo. Y ahora tendremos que enviar un telegrama de simpatía a la pobre Velma, que está desolada por haber tenido que faltar a su compromiso conmigo. ¡Au revoir, pues, buena gente! No olviden que la comida se servirá a las ocho en punto. El concierto debe empezar a las nueve... Ronnie, sea usted buen chico y traiga a Tommy al hall. Si me ve marchar sin él va a lanzar unos chillidos espantosos. ¡Es tan cariñoso el pobrecillo!

Bajo el gran cedro centenario reinó un instante el más absoluto silencio.

La mayoría de los invitados seguía con interés los movimientos de Ronnie, que se esforzaba en sostener la percha de Tommy todo lo alta que su brazo alcanzaba, mientras el guacamayo, haciendo prodigios acrobáticos, le hacía al oído secretas confidencias.

—Demuestras un positivo valor prestándote a cantar, querida —dijo Myra Ingleby—. Por mi parte, me ofrecería a acompañarte, pero ya sabes que mi único repertorio es Al claro de luna tocado con un dedo.

—Yo también me ofrecería a acompañarla —observó a su vez Garth Dalmain— si cantara usted el Allerseelen, de Lassen; ¡lo toco a la perfección... y con diez dedos! Es sumamente instructivo oír cómo destaco entre la melodía el tintineo de las campanas del cementerio. Lo malo es que no puedo dar tregua a esas campanas. Aun después del «gran crescendo», «apasionatto», «fortissimo», cuando se ha descubierto que en el «sombrío valle de la muerte» también es domingo, no puedo brindar el dominical descanso a las campanas que repican en mi acompañamiento con enloquecedora persistencia... Más no conozco y no me atrevería con aquellos acordes. Usted, al empezar, se lanzaría como en terreno conocido sobre los sostenidos y bemoles, mientras yo perdería un tiempo precioso buscándolos con mis dedos inhábiles... No, no; tratándose de acompañar no puedo hacer otra cosa que decir lo que Tom, el viejo arrendador, dijo el otro día a la Duquesa, que le ofrecía por tercera vez un trozo de pudding: «¡Señora, me es imposible!»

—No sea usted tonto, Dal —dijo Juana—; usted podría, si quisiera, acompañarme perfectamente

Pero no es necesario: prefiero acompañarme yo misma.

—¡Ah! —exclamó lady Ingleby inocentemente—. Ya comprendo.

No dejará de ser un alivio, durante la ejecución, saber que si las cosas van mal puede uno detenerse en seco y pasar a otra parte sin que nadie se entere.

Juana y Dalmain, los únicos de la reunión verdaderamente inteligentes en música, se miraron y no pudieron reprimir una sonrisa burlona.

—Sí —dijo Juana—; no dejaría de ser útil si fuera necesario.

—Es que yo, querida Juana —añadió Garth con seriedad—, si las cosas fueran mal, sabría también detenerme y pasar a otra cosa, procurando que nadie se enterase.

—Estoy convencida de que es usted capaz de ello —replicó Juana—, pero declino tanto honor. Prefiero confiarme sola a mi propia suerte.

—¿Sabe usted lo difícil que es hacerse oír en un salón de tales dimensiones, sin estar en pie y frente al auditorio?

Garth Dalmain hablaba ahora con verdadera inquietud.

Juana era una de sus mejores amigas, y le contrariaba vivamente que su complacencia le llevara a un público fracaso.

El rostro de Juana se iluminó con la misma sonrisa tranquila que había alboreado en sus ojos y floreció plenamente en su boca momentos antes, al darse cuenta de que su tía deseaba que ella ocupara el lugar de Velma, la cantante.

Miró en torno suyo. La mayoría de los invitados vagaban de acá para allá formando pequeños grupos. Unos se dirigían ya hacia la casa; otros volvían junto al río. Myra, Dal y ella eran los únicos que se habían quedado bajo el cedro... Cuando Garth volvió a mirarla, repitiendo con sus ojos la inquietante pregunta, los de ella reflejaban callado regocijo.

—Sí; ya sé —dijo contestando a la pregunta de su amigo—.

Pero las condiciones acústicas del salón son perfectas, y yo he aprendido el modo de emitir la voz. Acaso usted no sepa (claro: ¿cómo lo va a saber?) que tuve la suerte de estudiar con madame Marchesi en París y de completar mis estudios en Londres, con su hija. Por muy poco que haya aprovechado yo tales lecciones, debo saber todo lo preciso para el buen manejo de mi voz.

Estas sencillas palabras eran griego para Myra, y no significaban, a su entender, mucho más que si la señorita Champion hubiera dicho: «Estoy aprendiendo el solfeo.» Y no era que lady Ingleby no fuese aficionada a la música; una vez había llevado su afición hasta el extremo de instruir musicalmente a sus criados.

En aquella época contaba en su hogar doméstico con valiosos elementos...

El segundo lacayo poseía una linda voz de barítono. El mayordomo era «un poco bajo», lo cual quería decir que, mientras los demás cantantes se remontaban a más altas regiones, él podía permanecer en la nota más profunda sin cambiarla nunca.

La doncella cantaba lo que ella llamaba «segundas»; esto es, seguía paso a paso a las tiples, pero en una tercera más baja que ellas. En cuanto al ama de gobierno, una gran persona corpulenta y bigotuda, producía el más notable efecto cantando una octava justa más baja que las tiples. Por desgracia suya, lady Ingleby confundía habitualmente la voz del ama de llaves con la del mayordomo. Verdad era que Myra misma confesaba no tener «mucho oído»,

por lo cual resultaba divertidísimo al oír a la buena señora durante el ensayo del coro de El buen rey Wenceslao gritar a cada instante: «¡Pero qué hace usted, Jenkins!», siendo así que era mistress Jarvis quien desafinaba horriblemente. Por fin, cuando lord Ingleby tomó un nuevo ayuda de cámara, que resultó poseer una magnífica y auténtica voz de tenor, Myra comprendió que tenía todo lo necesario para organizar conciertos serios, y decidió aprender el solfeo para dirigirlos por sí misma. Mas como no pudo pasar del do, re, mi, fa sol, temerosa de que sus subordinados comprendieran su incapacidad, decidió con desaliento abandonar sus delirios doméstico-musicales.

No era extraño, pues, que el nombre de la más célebre profesora de canto de su tiempo no significara nada en la mente de Myra. Garth Dalmain, en cambio, no ocultó su admiración.

—¡La Marchesi, la célebre Marchesi ha sido su maestra!

Así no me extraña que lo tome usted con tanta calma. Creo que la famosa Velma fue también su discípula.

—Sí; por eso me he quedado para acompañarla.

—Lo sé —dijo Garth—. Mas ahora tendrá usted que hacer

las dos cosas; menos mal que no parece preocuparle mucho el compromiso. Pero generalmente prefiere usted acompañar a los demás, para que canten, que cantar usted misma, ¿no es verdad?

La sonrisa de antes, entre bondadosa y burlona, asomó de nuevo a los labios de Juana.

—Prefiero cantar —dijo—, pero acompañando soy más útil.

—Es verdad —dijo Garth—; hay mucha gente que puede cantar un poquito; ahora, acompañar con limpieza y modestia, ya es cosa más difícil.

—Juana —preguntó Myra, entornando perezosamente sus grandes ojos grises velados por largas pestañas—, si has tomado lecciones de canto y conoces canciones bonitas, ¿por qué la Duquesa no te ha rogado nunca, hasta ahora, que cantaras?

—Por una razón muy triste —repuso Juana, súbitamente seria—. Ya saben ustedes que el único hijo de mi tía murió hace ocho años. ¡Era un guapo mozo y tenía un gran talento! Él y yo heredamos de nuestro abuelo el amor a la música, que mi primo había estudiado con verdadero anhelo y a la que pensaba dedicarse como profesión. Durante unas vacaciones de Navidad prometió cantar en un concierto de beneficencia y, por no faltar a su palabra, fue a Londres, convaleciente todavía de la gripe.

Recayó, esta vez con una pulmonía doble, y murió a los cinco días justos. Mi pobre tía creyó enloquecer de dolor; desde entonces, cualquier alusión a mi afición por la música parece abrir nuevamente su herida. También yo me hubiera dedicado seriamente al arte si ella no lo hubiese impedido con energía. Por eso aquí no me atrevo a tocar ni a cantar.

—¿Y por qué no en otra parte? —preguntó Garth Dalmain—. Usted y yo nos hemos encontrado en otras casas, y yo no tenía, sin embargo, la menor idea de que usted cantara.

—No sé por qué —dijo Juana lentamente—. Acaso porque la música significa demasiado para mí. Es como el santuario más sagrado en el tabernáculo de mi alma. Y por eso es difícil que se levante el velo

—El velo se levantará esta noche —dijo Myra Ingleby.

—Sí —repuso Juana con sonrisa un poco triste—; acaso se levante el velo...

—Y nosotros penetraremos en el santuario —concluyó Garth Dalmain.

El rosario
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