XXXIV

LA CONFESIÓN

Garth estaba de pie ante el abierto ventanal, y no se movió al oír entrar a «nurse» Rosemary.

Les ojos de la secretaria buscaron ansiosos la carta; estaba al lado de Garth, sobre la mesita, y tenía señales de haber sido muy manoseada, como si se hubiese hecho con ella una bola para arrojarla al cesto de los papeles y después la hubieran sacado de allí cuidadosamente. Estaba, de todos modos, desarrugada con el mayor primor y colocada al alcance de la mano.

Cuando Garth se volvió para dirigirse de la ventana a su sillón llevaba todavía en el rostro las huellas del violento combate moral que acababa de sostener. Daba la dolorosa impresión de un ser que, privado de la vista, hubiera hecho sobrehumanos esfuerzos para ver. La marfilina palidez de antes había desaparecido; su rostro estaba ahora encendido, y su espeso cabello castaño, generalmente muy liso y bien peinado, estaba en completo desorden. Su voz, no obstante, no denotaba emoción alguna al dirigir la palabra a su secretaria.

—Querida señorita Gray — dijo —, tenemos ante nosotros una tarea bastante difícil. He recibido una carta cuyo contenido es esencial para mí conocer. Me veo en la precisión de rogarle que me la lea, ya que no existe en el mundo otra persona a quien yo pueda dirigir semejante petición. No dejo de comprender que será una tarea penosa para usted esta de ser intermediaria entre dos corazones alejados y heridos. Quisiera yo hacérsela más llevadera, querida niña, asegurándole que sus labios son los únicos que pueden hacerme escuchar esa carta con menos dolor; que, a falta de los míos, sólo de sus ojos puedo fiarme; que estoy persuadido de que merece usted plenamente esta confianza, pues sabrá usted juzgamos a la persona que la ha escrito y a mí mismo con bondad e indulgencia, y olvidará fielmente cuanto debe ser ignorado de una tercera persona.

—Gracias, míster Dalmain — dijo «nurse» Rosemary, disponiéndose a satisfacer los deseos del ciego.

Garth se reclinó en el sillón, escondiendo su rostro tras la mano.

«Nurse» Rosemary empezó a leer con voz clara y serena.

«Querido Garth: Pues se negó usted a recibirme quitándome así toda oportunidad de decirle, solos usted y yo, lo que tenía que decirle, me veo precisada a escribírselo. Es culpa de usted, Dal, y los dos sufrimos pena; pues ¿cómo podré escribirle con entera libertad sabiendo que ha de haber un tercero que se entere de lo que debía quedar, como en sagrado, entre nosotros dos? Y no obstante, procuraré olvidarlo y escribiré con teda libertad, con confianza plena, ya que el porvenir de los dos depende de la contestación que usted dé a esta carta. Así, debo escribirla como si fuera usted mismo quien, teniéndola en sus manos, la leyera con sus propios ojos. Por tanto, si no tiene usted la confianza suficiente en su secretaria para dejarla conocer por entero la historia de su corazón y el mío, ordénele que no pase de esta primera página, guarde esta carta... y envíeme a buscar para que por mí misma le lea lo que sigue...»

—Aquí acaba esta página, señor — dijo «nurse» Rosemary.

Y aguardó un instante.

Garth no descubrió su rostro.

—Confío absolutamente en mi secretaria — dijo—. Ella no debe venir.

«Sólo quisiera hacerle comprender, Garth, que cada palabra que escribo aquí es sencilla y escuetamente la verdad. Si, rebuscando en su memoria, recuerda usted mi carácter, convendrá usted que una de mis pocas cualidades es la de la sinceridad más absoluta. Y sin embargo, Garth..., en cierta ocasión le mentí y esta mentira única es la excepción que confirma la regla de la firme confianza que ha habido siempre entre los dos. La confesión que voy a hacerle se refiere a esa única mentira. No tengo necesidad de insistir más. Usted prenderá lo humillante que ha de ser para mí hacer mi confesión a un hombre que se ha negado a recibirme en sencilla visita de cordial amistad. Usted sabe perfectamente que no soy humilde por naturaleza, antes poseo una considerable cantidad de más o menos legítimo orgullo. Acaso por la magnitud del esfuerzo que me impongo podrá usted juzgar la magnitud de mi amor. Dios le ayude a comprenderlo así, amado mío... mi querido y solitario.»

«Nurse» Rosemary se detuvo bruscamente, pues ante estas inesperadas palabras de amor, ante este súbito arrebato de ternura de Juana, Garth se había levantado, dando dos pasos hacia la ventana, como si tratara de escapar a una prueba superior a sus fuerzas. Mas al cabo de un instante se sobrepuso a la emoción y volvió a sentarse con la cara enteramente oculta entre las manos.

«Nurse» Rosemary continuó la lectura de la carta,

«¡Ah! ¡Cuánto daño nos ha hecho a los dos, a ti y a mí misma, este error mío! Amado mío: ¿recuerdas aquella noche en Shenstone cuando me pediste que fuera... cuando me llamaste... cuando fui «tu esposa»? Sí, Garth, ésta es la verdad: yo fui tu esposa. No supe comprenderlo entonces porque mi experiencia en cuestiones de amor y la profunda sorpresa que me causaron estas dos palabras no me dejaban leer en mí misma. Pero, no obstante, sentía elevarse mi alma, sentí que todo mi ser te proclamaba a la vez mi dueño y mi compañero.

Y cuando, estrechándome en tus brazos, apoyaste tu cabeza sobre mi corazón, comprendí, por primera vez, el significado de la palabra éxtasis, y no hubiera sabido pedir al cielo otra merced que la de que aquellos momentos fueran interminables...»

La voz serena de «nurse» Rosemary se quebró, súbitamente, y la lectura cesó.

Garth estaba profundamente inclinado, con la cabeza hundida entre las manos. Un sollozo ahogado surgió de su garganta en el preciso instante en que «nurse» Rosemary interrumpía su lectura.

Garth fue el primero en recobrarse. Sin levantar la cabeza, hizo con la mano un ademán afectuoso hacia, su secretaria.

Y ¡Pobre niña — dijo —, estoy desolado! Es usted demasiado buena... ¡Si esta carta hubiera llegado al menos cuando el doctor Brand estaba aquí! Más debo rogarle que continúe. Trate de leer sin comprender; hasta que yo comprenda... «Nurse» Rosemary continuó:

«Cuando a la luz de la luna levantaste la cabeza y me envolviste en tu mirada larga y luminosa... ¡Ah, tus ojos tan queridos! Aquella mirada fue la que hizo acordarme de mí misma. Súbitamente me anonadó el sentimiento de la propia inferioridad, del escaso mérito que mi vulgaridad, mi incorrección podía ofrecer a la admiración de tus ojos. Sobrecogida de tímida vergüenza estreché tu cabeza contra mi pecho de modo que la mirada de tus ojos quedara oculta... y no pudieras verme... Después comprendí cuán diferente interpretación debiste dar a aquel movimiento, casi inconsciente por mi parte... Garth, te lo juro: cuando por segunda vez alzaste tus ojos hasta mí y pronunciaste aquellas dos palabras: «¡Esposa mía!», comprendí por vez primera que aquel delicioso instante podía significar matrimonio. Acaso esto pueda parecer increíble en una mujer de treinta años, mas debe recordarse que nunca hasta entonces había sentido por hombre alguno otra cosa que alegre camaradería... No debes olvidar tampoco, dueño mío, que hasta una semana antes habías formado parte de mis amigos, los muchachos más jóvenes que en sus conversaciones me llamaban «nuestra buena y vieja Juana» y que me hacían, como a una hermana, sus más íntimas confidencias. Aunque desde la noche del concierto de Overdene nos una un dulce y para mí incomprensible lazo, todavía no había ni remotamente cruzado por mi mente la palabra amor. Recordarás también que pedía doce horas para pensar mi respuesta, que accediste inmediatamente (¡oh, mi Garth, en todo perfecto!) y que cuando te rogué que me dejaras sola lo hiciste con un gesto que jamás he olvidado. Desde entonces el borde de mi vestido negro es para mí un objeto sagrado, y aunque no lo lleve puesto está siempre conmigo. Espero que algún día podré darte cuenta detallada de mi pensamiento durante las largas horas que siguieron... Ahora es preciso que estampe sobre el papel en toda su desnuda fealdad el hecho mísero que nos separó, tomando la ventura de aquellos momentos de la terraza en tristeza y desilusión fue el siguiente, Garth mío: yo sabía que eras un apasionado adorador de la belleza, que la necesitabas en tomo tuyo y en todas las manifestaciones... En mi libro de notas tenía yo apuntada una conversación que habíamos sostenido acerca de un predicador cuya bondad e inspiración transfiguraba su rostro desprovisto de toda belleza. No obstante, habías dicho, y así lo tenía yo apuntado, que tener a todas horas aquel rostro ante tus ojos hubiera constituido para ti un horrible martirio... En aquella noche inolvidable yo leí y releí mil veces aquellas cortas frases, hasta que formaron parte de mi propio pensamiento. Luego... encendí una por una todas las luces de mi habitación, y me miré al espejo durante larga» horas, contemplando minuciosamente el rostro y la figura que estarías condenado a contemplar durante años y más años si a la mañana siguiente yo contestaba «.sí». Amado mío, yo no me miraba en el espejo del amor, como debí haberlo hecho: yo me veía tal como me veían todos. Y no tuve confianza bastante en tu amor para hacerte soportar la prueba. Creí evitarte largos años de desencanto (de desilusión en el porvenir), al precio de mi dicha presente. ¡Oh, amado mío! Todo esto te parecerá acaso mezquino, fríamente calculado, indigno, por lo tanto, del generoso amor que me ofrecías. Pero es que no sabes — ya que he prometido sinceridad, debo atreverme a decirlo — cuánto admiraba yo tu belleza varonil, y cómo me parecía tan sólo digna de unirse a la de Paulina Lister, la encantadora americanita radiante de belleza y juventud. Y dominada por este mórbido sentimiento, me decía yo misma: «¿Cómo es posible que yo consienta en ligar para siempre a ese joven Apolo a mi vulgaridad, a mi imperfección, que le condena a contemplarme a todas horas, yo cada día más vieja y más fea, él cada día más hermoso?» ¡Oh, querido Garth! ¡Qué mezquino es todo esto ahora que comprendo la grandeza de tu amor!... Mas aquella noche mi razonamiento me parecía justo y natural y aunque con el corazón destrozado, me decidí a contestar «no». ¡Ah, yo no podía imaginar lo que esta negativa significaba para ti! Creía yo que no tardaría en ilusionarte otro nuevo capricho; estaba segura de que toda la desolación, toda la tristeza sería para mí. Luego se me presentaba la cuestión capital: ¿cómo rechazarte? Sabía que dándote la verdadera razón te esforzarías para convencerme de que estaba equivocada. Y temerosa de no poder resistir, de ceder al fin, llevándote a una infelicidad que juzgaba en ese caso inevitable..., mentí, mentí, amado mío. Te mentí, queriéndote con todas las fuerzas de mi corazón, reconociéndote por dueño y señor único de todo mi ser. Y te dije: «No puedo casarme con usted porque le considero un chiquillo». ¡Oh, amado mío! No trato de defenderme ni de excusarme; tan sólo quiero confesar, confiándome a tu generosidad, que si di aquella respuesta fue porque no se me ocurrió ninguna otra que con tal fuerza pudiera separarnos. ¡Ah, si hubieras podido ver a la pobre Juana, desconsolada, arrepentida, llamándote desde las gradas del altar mayor de la pequeña iglesia, retractándose, prometiendo, escuchando anhelante en espera de oír de nuevo el rumor de tus pasos! Pero mi Garth no es hombre capaz de permanecer en el umbral de una puerta, pendiente del capricho de una mujer.

»El año que siguió afectó tanto el equilibrio^ de mi sistema nervioso, que Deryck Brand declaró que me encontraba destrozada y que mi sola salvación sería hacer un viaje por el extranjero. Partí, como sabes, y en un* medio más sano, al divisar más amplios horizontes y respirar en una nueva atmósfera, miré cara a cara a la vida desde un punto de vista mucho más elevado. Y en marzo del año pasado, hallándome en Egipto, en la cima de la Gran Pirámide, decidí... que no podía vivir por más tiempo sin ti. No era que comprendiera mí pasado error: era que anhelaba tanto tu amor y sentía tal necesidad de demostrarte el mío, que resolvía arriesgarme. Decidí tomar el primer vapor que saliera para Inglaterra, y correr en tu busca. Entonces... ¡oh, niño mío querido...! entonces supe...

Y te escribí. Pero tú no me quisiste recibir.

»Bien sé que ahora puedes pensar: «No confió en mí cuando tenía vista; ahora que estoy ciego ya no tiene nada que temer». Puedes pensarlo, Garth, ¡pero no es la verdad! He tenido recientemente pruebas palpables de mi error; me he convencido de que debía haber confiado en ti desde el primer momento. Más tarde te diré cuáles han sido esas pruebas. Lo único que ahora puedo decirte es que si tus ojos luminosos pudieran ver, verían a una mujer que es en absoluto toda tuya.

Y si turba su espíritu alguna duda acerca de la imperfección de su figura o de su rostro, dice, sencillamente: «Una y otro le agradan y son suyos». Amor mío, no puedo ahora revelarte cómo he alcanzado esta convicción; tengo pruebas que sobrepasan a toda promesa de fidelidad o de amor.

»La cuestión es ya tan sólo ésta: ¿puedes perdonarme? Si puedes, correré en seguida a tu lado. Si es imposible, deberé resignarme... Mas ¡oh, mi bien amado!, el corazón en que una vez se apoyó tu cabeza late sólo por ti. No lo rechaces si necesitas descansar dulcemente sobre él.

»Escríbeme de tu puño y letra estas dos únicas palabras: «Te perdono». Es todo lo que pido. No dictes carta alguna a tu secretaria; me sería insoportable. Escríbeme sólo, si así lo piensas, «Te perdono»; envía esas dos palabras a

»Tu esposa.»

La habitación quedó absolutamente silenciosa cuando «nurse» Rosemary terminó su lectura. La secretaria dejó la carta sobre la mesita y aguardó. Tenía la boca seca y pensó un instante cómo iría a buscar un vaso de agua sin molestar a Garth, pero al fin decidió pasarse sin él, y no se movió.

Garth levantó la cabeza.

—Me pide una cosa imposible — dijo. Y una leve sonrisa iluminó su rostro contraído.

—Juana apretó convulsivamente las manos contra su pecho.

—¿No puede usted escribir Te perdono? — preguntó con voz sorda.

—No — dijo Garth —, no puedo. Niña, déme usted un pliego de papel y un lápiz.

«Nurse» Rosemary los colocó al alcance de su mano. Garth : tomó el lápiz; palpó el papel hasta dar con el borde de el contra su mano izquierda, buscó el centro con los dedos y escribió en él, con letra grande y firme, dos palabras.

—¿Es legible? — preguntó tendiendo el papel a «nurse» Rosemary.

—Completamente legible — contestó ella antes de haberlo borrado con sus lágrimas.

En vez de Te perdono, Garth había escrito Te amo.

—¿Puede usted enviarla en seguida al correo? — preguntó Garth en voz baja, alterada por la emoción—. ¡Y ella vendrá! ¡Oh, Dios mío! ¡Vendrá! Si la carta sale esta noche, puede ella estar aquí pasado mañana.

«Nurse» Rosemary tomó la carta, y haciendo un sobrehumano esfuerzo habló con voz tranquila.

—Míster Dalmain — dijo—, la carta tiene una postdata: «Escribir a Palace Hotel, en Aberdeen».

Garth se levantó de un brinco, presa de la mayor agitación.

— ¡En Aberdeen! — exclamó—. ¡Juana en Aberdeen! Entonces, si recibe esta carta mañana por la mañana, a mediodía puede llegar aquí. ¡Oh, Juana, Juana mía!. ¿Oye usted, pequeña Rosemary? Mañana mismo estará Juana aquí. ¿No le dije que «algo iba a suceder»? Usted y Simpson son demasiado ingleses para haberlo comprendido, pero mi vieja Margarita lo comprendió en seguida, y la voz del bosque me dijo que era la Dicha que venía hacia mí a través del Dolor. ¿Puede usted enviar esta carta en seguida, señorita Gray?

La loca alegría de aquel día de mayo volvía a posesionarse de su ánimo. Aguardaba ansioso la respuesta de su secretaria. «Nurse» Rosemary, con la barbilla apoyada en la mano, le contemplaba, y una tierna sonrisa dilataba sus labios.

—Iré yo misma al correo, míster Dalmain — dijo—. El paseo me sentará bien y a la hora del té puedo estar de vuelta.

Pero no dejó en el correo las dos palabras escritas por Garth. Las guardó en su pecho, sobre su corazón. Cursó, en cambio, dos telegramas. El primero decía así:

A la duquesa de Meldrum.

Palace Hotel. Aberdeen.

Ponte en camino en el tren de las cinco treinta de esta misma noche, sin falta.

El segundo a

Sir Deryck Brand

Wimpóle Street. Londres.

Todo va bien.

El rosario
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