XII

LA PRESCRIPCIÓN DEL DOCTOR

La honorable Juana Champion, en pie sobre la cima de la gran pirámide, contemplaba el panorama que se extendía a su alrededor. Los cuatro árabes, cuyo combinado esfuerzo la habían conducido hasta allí, yacían jadeantes acá y allá, en las pintorescas actitudes propias de las gentes de su raza. Transportar hasta aquella altura el peso de la honorable Juana no había sido floja tarea: ahora descansaban de ella, orgullosos de su fuerza y seguros de la propina.

En realidad, todo había ido como una seda. Dos mozos de color de caoba, altos y bien proporcionados, envueltos en sus blancos jaiques, saltaban de piedra en piedra con la ligereza del antílope y tendían sus manos a Juana, que se agarraba a ellas para subir. Otro árabe permanecía detrás para empujar en el momento oportuno. Llegaba entonces la parte de la ascensión más difícil para Juana: se trataba de apoyar la suela de su zapato en una piedra cuatro pies más alta que aquella que a fuerza de fatigas había logrado alcanzar. Era algo así como subirse a la repisa de la chimenea de un salón. Sin embargo, animada por los gritos ¡Ei... wa! ¡Ei... roa! en el momento en que a una decían la voz de detrás ¡Teyb! y los dos de delante ¡Keteer!, el árabe de detrás empujaba, los de delante apretaban con doble fuerza las manos de Juana, y ésta se hallaba sobre el escalón siguiente con una facilidad ¡ que la sorprendía. Realmente, en aquellas condiciones, lo sorprendente hubiera sido no subir. El cuarto árabe era el encargado de llevar el agua y de ofrecerla a intervalos en su calabaza al resto de la caravana. Se llamaba Schehati; era el más guapo de todos y el que guiaba a los demás. Presumía de humorista y aun de erudito, recitando a su manera, en los altos que la fatiga de Juana les obligaba a hacer, poesías del mismísimo Shakespeare. Y Juana se reía del chapurreado inglés del guía, y Schehati, animado por el éxito, amenizaba la ascensión con sus dichos raros y sus canciones extravagantes.

Pasearon Jack y John

cuando vieron un ratón.

El reloj daba la una,

el reloj daba la una.

¡Ei... tea! ¡Ei... wa!

¡El reloj daba la una! Habían pasado cerca de tres años desde aquella noche que en Shenstone, al dar la una, había tomado Juana la decisión más seria de su vida. A partir de aquella hora, la soledad más espantosa la había rodeado. Aun ahora temblaba al recordar el frío que desde aquel instante había reinado en su corazón.

¿Qué hubiera, en cambio, sucedido si Garth hubiera vuelto atrás para responder al grito desesperado con que ella le llamó desde lo más hondo de su ser? Pero Garth no era hombre capaz de cerrar una puerta tras sí y aguardar detrás de ella a ser llamado para entrar de nuevo. Desde el momento en que comprendió el significado de las palabras de Juana se alejó de ella resuelto a que esto fuera para siempre. Salió de casa de los Ingleby para dirigirse a la estación, antes de que la que amaba entrara en ella, y desde entonces jamás se habían encontrado. Era evidente que Garth consideraba como un deber evitar su presencia a Juana. Una o dos veces había ido ésta a casas en que suponía que él debía encontrarse, pero siempre acontecía que Dalmain se había marchado por la mañana, si ella llegaba a la hora del almuerzo, o había partido en el primer tren de la tarde, si ella llegaba oportunamente para tomar el té. Así no había lugar a rápidos encuentros en las estaciones o en el camino, donde hubiera sido preciso cambiar un saludo embarazoso e indiferente que hubiera dado que hablar a las gentes, despertando a un tiempo el dolor adormecido en los corazones de ellos dos. Juana recordaba con vergüenza que esta secreta tragedia era la que ella esperaba de Garth Dalmain. La noble resignación de Garth, la fuerza de voluntad con que aceptara su decisión y se mantuviera apartado de ella la sorprendían tanto como un día la habían sorprendido su comprensión y su apasionamiento. Y es que Juana no podía comprender la profundidad de la herida que en el corazón del artista había causado su negativa.

Ninguno de sus amigos pudo asociar jamás la marcha de Dal con la llegada de Juana a casa de ellos. Había siempre alguna razón excelente y perfectamente natural que le obligaba a partir, y cuando Juana aparecía en el escenario que él acababa de abandonar podía oír todavía el «último cuento de Dal», que corría de boca en boca, y saturarse de la atmósfera que tan bien cuadraba a la naturaleza exótica y devota de la belleza del artista. Por supuesto que siempre figuraba en «el cuento» alguna muchacha — generalmente la más linda entre las invitadas—, que era señalada confidencialmente a Juana por las demás como poseedora del corazón de Dal, aunque éste la hubiera conocido tan sólo veinticuatro horas antes. Luego resultaba que la muchacha en cuestión sólo sentía, respecto a Dal, una admirativa amistad, que manifestaba repitiendo como propias todas las ideas del pintor sobre el color y el arte, y, respecto a sí misma, una íntima satisfacción, debida a los dotes de seducción que los amigos de ambos le atribuían. Jamás dejó Garth Dalmain tras sí huellas que a la mujer que amaba pudieran causar dolor al encontrarlas. Pero lo cierto era que se había ido..., que se había alejado de ella para siempre e irrevocablemente. Garth Dalmain no era hombre capaz de aguardar tras una puerta el fin de la indecisión de una mujer.

A todo esto la fama de Garth era cada día mayor. Su retrato de Paulina Lister, pintado seis meses después de su estancia en Shenstone, fue la obra maestra que contribuyó a hacerle célebre en poco tiempo. En él aparecía la linda americana vestida de raso color crema, en pie sobre una antigua escalera de obscuro roble, con una mano descansando sobre la balaustrada y la otra, llena de rosas de té, tendida en ofrenda hacia un amigo invisible. Tras ella, y bañando su bella cabeza un sutil polvo de luz dorada, refulgían los vidrios de colores de un ventanal antiguo, que ostentaba las armas, la cimera y la divisa de la aristocrática familia a que pertenecía la mansión. El artista había interpretado maravillosamente la encantadora vivacidad de la muchacha, que aparecía en el retrato deliciosamente moderna y francamente americana, desde la coronilla de su linda cabecita a la aguda punta de su zapatito de blanco raso. Era un verdadero acierto del pintor haber colocado aquella sugestiva figura de mujercita de hoy, en un ambiente en que se reflejaban las puras tradiciones de una de las más antiguas casas de la vieja Inglaterra. Buscando un símbolo al retrato, podría decirse que representaba los desposorios del nuevo con el antiguo mundo. Con símbolo o sin él, era sorprendente el efecto de aquella figura radiante de vida y juventud engastada en el severo marco avalorado por la pátina de los siglos. Admirado el retrato, la gente sonreía, dando por hecha la próxima unión del artista y su modelo, entre quienes no hubo nunca, en realidad, sino un grato y sincero compañerismo fue el noble propietario de la escalera de roble y el ventanal de vidrios de colores quien logró convencer a la señorita Lister de que debía quedarse para siempre en un ambiente que tan maravillosamente sentaba a su belleza.

Entre las anécdotas que del ya famoso artista se contaban, oyó Juana referir una que tenía estrecha relación con el célebre retrato. Decían que los primeros días en que Paulina Lister había ido a posar ante él rodeaba su cuello con una magnífica sarta de perlas que Garth había interpretado sobre el lienzo con rara habilidad, pasando horas enteras en pulir el oriente de cada una de ellas. Un día, sin que nadie supiera por qué, el artista tomó su cuchillito y rasgó el espléndido collar, participando a Paulina Lister que, para conseguir la armonía de color por él buscada, sería preciso substituir las perlas por un aderezo de topacios rosa. Cuando Juana vio el cuadro en la exposición, los topacios rosa destacaban magníficamente sobre la delicada blancura del cuello de la americanita, mas todos cuantos habían visto antes el retrato opinaban unánimemente que el cuchillo de Garth había destruido un trozo de pintura verdaderamente maravilloso. Añadían también que la propia Paulina Lister, encogiendo sus bellísimos hombros, había dicho a alguien: «No es mal pretexto el de la armonía del color, pero no pasa de ser un pretexto. Lo cierto es que Garth rasgó las perlas porque no sé a quién, al admirar el cuadro, se le ocurrió tararear cierta canción. Agradeceré infinito a cuantos vengan a verlo de aquí en adelante que se abstengan de toda manifestación filarmónica, no sea que al caprichoso artista se le ocurra borrar los topacios y rogarme que me adorne con esmeraldas. También daría cualquier cosa por saber cuál era la canción susodicha y su relación con mi collar de perlas».

Cuando Juana oyó referir esta historia por primera vez se hallaba pasando unos días en Wimpole Street, en casa de la familia Brand. Era a la hora del té, que se tomaba en confianza, en el lindo boudoir de lady Brand. El célebre concierto en el cual Garth había oído a Juana cantar El Rosario había pasado ya a la historia. Había transcurrido desde entonces más de un año, y era éste el primer recuerdo que llegaba directamente desde Garth hasta Juana. Ésta no podía dudar de que la ignorada canción de que se hablaba era El Rosario.

Como perlas prendidas de un hilo imaginario,

las horas que a tu lado pasé, mi corazón

las desgranó una a una...

Le parecía escuchar aún la voz de Garth en la terraza en aquella noche inolvidable y en aquellos primeros instantes de la revelación, en que le vio con sorpresa rendido a sus pies... «También yo cuento nuestras perlas, amor mío».

El corazón de Juana permanecía desde entonces insensible, dormido. El incidente del estudio, que en el más frívolo tono acababan de referir delante de ella, vino a despertarlo, agudizando el dolor de su herida. Cuando todos los visitantes se hubieron ido y lady Brand la dejó sola un instante para ir a ver a sus pequeños, Juana se dirigió al piano, se sentó ante él y tocó lento y pionísimo el acompañamiento de El Rosario. Los delicados y melancólicos acordes expresaban ahora más que nunca el estado de ánimo de Juana, mientras hacían despertar, uno por uno, todos sus recuerdos.

De pronto una voz dijo detrás de ella:

—Cántalo, Juana.

—No puedo, Deryck — contestó ella deslizando todavía sus dedos sobre las teclas—. No he cantado hace meses...

—¿Y qué más ha pasado... hace meses? — preguntó el doctor intencionadamente.

Juana levantó del piano las manos y las juntó en un movimiento impulsivo.

—Amigo mío — dijo —, he destrozado mi vida entera. Y, sin embargo, sé que he hecho bien. Volvería a hacerlo otra vez... a menos que... ¡Sí; volvería a hacerlo!

El doctor guardó silencio y la miró, meditando un instante acerca del significado de aquellas frases rápidas y entrecortadas. Esperaba otras confidencias y, conociendo a Juana, sabría que las obtendría más pronto o más tarde sin pedirlas.

Y al fin llegaron.

—Amigo mío..., he renunciado a algo que era para mí más que la vida misma. He renunciado por el amor, por la felicidad de otro..., pero no puedo vivir así, no, no puedo soportarlo.

El doctor se inclinó hacia ella y estrechó sus crispadas manos entre las suyas.

—¿Por qué no me lo cuentas todo, Juanita?

—No puedo contárselo a nadie, Deryck; ni siquiera a ti.

—Si alguna vez te es preciso, indispensable, confiarte a alguien, ¿me prometes acudir a mí?

—Te lo prometo.

—Bien. Y ahora, querida niña, es preciso que sigas al pie de la letra la prescripción que voy a darte. Vete al extranjero. No creas que con esto te aconsejo que vayas a París en viaje de ida y vuelta, que pases en Suiza el verano o el otoño en la Rivière. No, no. Viaja por América y regala el espíritu CQB sus perspectivas magníficas. Ve a ver el Niágara, lo primero.

Y después, durante toda tu vida, siempre que las pequeñeces vulgares de cada día te atormenten, vuelve el pensamiento hacia la masa inmensa de las aguas verdes, que se despeñan en majestuosa cascada, y recuerda el brillo de la espuma desbordante y el rugir de trueno con que se acompaña la hirviente catarata. Y estoy seguro que más tarde, cada vez que viertas el agua en nuestras tacillas del té, sentirás un gran alivio al pensar: «¡El Niágara sigue cayendo todavía!» Hospédate en un hotel tan cercano a las cataratas que puedas escuchar noche y día su potente y eterna voz; y durante muchas horas del día paséate a su alrededor para admirarlas en todos sus aspectos. Ve a la Gruta de los Vientos y cruza los frágiles puentes sin temor, y aprende de paso el verdadero significado de la Roca de los Siglos. Posesiónate en cuerpo y alma del Niágara y da gracias a Dios por este nuevo, magnífico regalo. Después... Hay otras muchas cosas hermosas en América. Estudia, satura tu espíritu de las grandes obras religiosas y humanitarias: la vida y el amor. Busca y traba conocimiento con mistress Ballingtoon Booth, la «madrecita» de todos los presos americanos. Yo la conozco bastante y puedo decir con orgullo que te daré una carta de presentación para ella. Pídele que te lleve a Sing-Sing, o a Columbus, la gran prisión del Estado, y una vez allí óyela cómo habla a dos mil forzados acusados de los peores crímenes, levantando su espíritu con la buena nueva de la esperanza y el amor. Ve también a Nueva York y aprende cómo, cuando un hombre quiere levantar un vasto edificio y no dispone sino de un pequeño espacio, suple la falta de terreno levantando su edificio hasta el cielo. Aprende a hacerlo así también... Y cuando el gran pueblo de América, en el que todo es grande — espíritu, actividad, corazón —, haya despertado tu entusiasmo en la contemplación de su grandeza y tu energía con el ejemplo de su esfuerzo continuado e invencible, vete al Japón y contempla a un pueblo que se esfuerza noblemente por ser grande. Después visita Palestina y ocupa largos meses en seguir las huellas de la vida más alta y más bella que jamás haya sido vivida. Al volver hacia la patria, pasa por Egipto, para recordar allí que en este nuestro mundo moderno existen todavía cosas que existieron en los tiempos más lejanos; por ejemplo, un hombre de madera perfectamente conservado, cuyos ojos de blanco y opaco cuarzo tienen un trozo de cristal de roca por pupila. Esos ojos brillantes miraban ya al mundo por debajo de sus párpados de bronce en tiempos de Abraham. Hoy puedes verlo en el museo de El Cairo. Y si quieres hacer verdadero sport, monta en un borrico del Moskee, y si te sientes un poco deprimida trepa hasta la cima de la Gran Pirámide. Pregunta por un árabe llamado Schehati y dile que quieres subir en un minuto hasta donde ninguna mujer ha subido todavía. Después vuelve a la patria, querida niña, y telefonéame pidiendo una entrevista, o bien introdúcete en mi sala de consulta, entre los pacientes, y cuéntame cómo te ha ido mi receta. Estoy seguro de no haber dado nunca otra mejor; y ya ves, no te cobro ni una guinea. ¡Tengo la costumbre de recetar gratis a los antiguos y queridos amigos!

Juana se echó a reír y estrechó la mano del doctor entre las suyas.

—Quizá tienes razón, amigo mío — dijo —. Todos mis pensamientos, todas mis sensaciones han estado concentradas durante largo tiempo en mí misma y en mi propio dolor personal. Sí, sí; seguiré tu consejo... y ¡Dios te pague con creces el habérmelo dado! Pero aquí tenemos a Flora...

La esposa del doctor entró en la habitación. Vestía un lindo traje de casa de una tela suave y envolvente e iba cerrando a su paso los conmutadores de las luces eléctricas.

—Flora — continuó Juana —, ¿cuándo adquirirá formalidad este chiquillo grande que tienes por marido? Aquí le tienes, aconsejando muy serio a una mujer corpulenta y de cierta edad que, para curarse de una depresión nerviosa, suba en un minuto a la cima de la Gran Pirámide.

—Querida — contestó la esposa del doctor, sentándose en el brazo del sillón de su marido—, ¿dónde está esa mujer corpulenta, deprimida y de «cierta edad5? Si te refieres a mistress Parker Bangs, no es de «cierta edad», porque es americana y en América no se llega a esa edad nunca. Lo de depresión nerviosa ya es más verosímil, pues, en efecto, debe de haberla sufrido al ver que Garth Dalmail, después de pintar el retrato de su encantadora sobrina, no se la ha pedido en matrimonio. Más no me parece oportuno aconsejarle que suba a la cima de la Gran Pirámide, aunque creo que piensa ir a Egipto este invierno, pues le he oído decir que jamás se le ocurrirá tal cosa mientras los Hijos de Israel, esto es, los indígenas, no tengan el buen acuerdo —de colocar allí un ascensor eléctrico.

Juana y el doctor se echaron a reír. Dcryck Brand pasó su brazo alrededor del talle de su esposa, que continuó:

—Juana, acabo de oír que tocabas El Rosario. Es una de mis canciones favoritas y hace tiempo que no la he oído. ¿Quieres cantarla, querida?

Juana encontró los ojos del doctor fijos en los suyos, y sonrió. Luego se volvió hacia el piano y sin vacilación alguna hizo lo que Flora le pedía. La prescripción del doctor empezaba a hacer efecto.

A las últimas palabras de la canción, la esposa del doctor se inclinó hacia él y le besó tiernamente en una sien, allí donde los espesos cabellos castaños se estriaban en plata. Pero el pensamiento del doctor estaba fijo en Juana, y, antes de que hubiese sonado el acorde final, Deryck Brand había diagnosticado el caso perfectamente.

«Es preciso que se vaya al extranjero — pensaba—. Esto apartará sus pensamientos de sí misma y le dará un punto elevado. Él, en tanto, no cambiará, y si cambia, Juana tendrá razón al olvidarle. Más si tanto es el dolor de Juana, Dios mío, ¿cuál no debe ser el de él? ¡Amar a Juana, ser amado de Juana y perderla después! Es preciso ser de hierro para seguir viviendo. ¿Cuál será esa cruz que se levanta entre los dos y que los dos aprenden a besar? Acaso el Niágara se la lleve entre sus aguas y Juana cablegrafíe desde allí a su adorado.»

El doctor tomó la querida manecita que todavía se apoyaba en su hombro y la besó suavemente, mientras Juana permanecía de espaldas. Porque Deryck Brand había llevado también una pesada cruz, y ahora las perlas eran para él mucho más preciosas.

Juana siguió al pie de la letra el consejo del doctor y tardó más de dos años en su ejecución, y he aquí que ahora la encontramos en la cima de la Gran Pirámide, riéndose de buena gana al imaginar cómo referiría su ascensión a Deryck.

Los cuatro árabes yacían a su alrededor, acalorados, sudorosos y contentos. Veían ya asegurada la espléndida propina, y levantaban los ojos hasta Juana, satisfechos de la propia proeza, sin contar la buena parte con que la fuerza casi atlética y las ágiles piernas de la corpulenta inglesa habían contribuido al éxito de la ascensión.

Y Juana permanecía sana y salva, allí, en la cima, poseída de la exaltación gozosa que produce al cuerpo y al espíritu una proeza difícil y arriesgada llevada felizmente a término. Estaba casi hermosa vestida con su chaqueta de Norfolk, su falda rayada, con grandes bolsillos ribeteados de cuero; sus polainas de cuero también, y su sombrero tirolés con ancho barboquejo. Un experto conocedor de la indumentaria de los excursionistas ingleses hubiera dado en seguida el nombre de la casa autora de tan pintoresco vestido de viaje. Schehati, si no era experto en indumentaria, lo era en juzgar a las gentes por sus modales y sus actos, y en su lenguaje extraño, se expresaba respecto a Juana de este modo:

—¡Simpática señora! ¡Magnífica señora! ¡Ser alta y fuerte como un hombre! Dar buena propina y no sentarse como las otras a mitad del camino chillando: «¡Mí no poder más! ¡Mí querer bajarse!» ¡Magnífica señora! ¡Ser una real moza; dar buena propina con cara afectuosa y no mandar al pobre árabe al Assonan!

La tez de Juana estaba vivamente tostada por el sol de

Oriente. La intrépida señorita Champion desdeñaba velos y sombrillas, y sus ojos miraban sir parpadear la luz dorada del desierto, sin necesidad de recurrir a lentes ni gafas ahumadas. Recordaba haber oído decir alguna vez a Garth que nada le molestaba tanto como una mirada de mujer tras un velo de automóvil, y recordaba también haberse reído de la ocurrencia, ya que a ella le habían parecido siempre superfluos los velos, de cualquier clase que fuesen. La pesada mata de su cabello obscuro no revoloteaba nunca en torno a su enérgico rostro en sortijillas o ricitos, sino que permanecía sólida y graciosamente recogida con pocas y bien colocadas horquillas, que volvían a reponerla en su sitio todas las mañanas.

Nunca había parecido Juana tan agradable físicamente como aquel día de marzo en que la encontramos sobre la cima de la Gran Pirámide. Fuerte, morena, sana de cuerpo y de espíritu, la innegable incorrección de su rostro estaba como iluminada por la expresión de interés y placer que en él se reflejaba; su franca y simpática sonrisa descubría la perfección de sus dientes blanquísimos.

—Magnífica señora, simpática señora — murmuró Schehati de nuevo contemplándola.

Y si Juana hubiera podido comprenderlo no se hubiera ofendido seguramente ante aquel tributo de admiración pagado a su agilidad y a su fuerza, verdaderamente extraordinarias en una mujer de alma tan esencialmente femenina.

Porque la prescripción del doctor había causado portentosos efectos. Aquel decaimiento, aquel aspecto de vejez prematura

Y no sólo del cuerpo, sino también del alma — que tan profundamente había conmovido a Deryck Brand aquella tarde, mientras la miraba tocar El Rosario sentada en la banqueta del piano, habían desaparecido por completo. Ahora Juana aparentaba sólo sus treinta años fuertes y serenos; se dirigía con paso mesurado e igual a una cuarentena bastante agradable, y no amenazaba ciertamente ser. mujer que por su aspecto asustara al cumplir los cincuenta. Sus ojos claros miraban abiertamente y sin temor a la vida, y su espíritu sano formulaba, acerca del mundo y de las gentes, juicios sanos y razonables atemperados por la bondad de su generoso corazón.

En aquel instante, Juana contemplaba y admiraba las maravillas del paisaje, cuyos vivos contrastes la encantaban. De un lado el Delta fertilísimo, con sus bosquecillos de ondulantes palmeras, naranjos y olivares, levantándose en rica profusión a ambos márgenes del Nilo, la ancha faja de reluciente plata. Del otro, el Desierto, con su horizonte infinito extendiéndose en movibles ondulaciones de dorada arena: ni un árbol, ni una hoja, ni un puñado de hierba; pero, en cambio, una libertad ilimitada, un océano de luz dorada, de verdadera gloria, pues el sol se ponía y el cielo parecía de roja llama.

«He aquí dos caminos — pensó Juana —, dos senderos para escoger. ¿Libertad o riqueza? La elección es difícil. Sería preciso consultar a la Esfinge, eterna y sabia guardadora de los siglas, silenciosa poseedora del secreto del tiempo, cuyos ojos fijos en él futuro lo ven desleírse en el presente y resbalar en el pasado...»

—Vamos, Schehati — añadió en voz alta—; vamos, comencemos el descenso... ¡Oh, sí, naturalmente! Me sentaré en la piedra sobre la cual se sentó nuestro Rey cuando era Príncipe de Gales. Le agradezco que me lo haya recordado. Ello me proporcionará un delicioso tema de conversación si algún día Su Graciosa Majestad me honra con unos minutos de atención y me evitará la vulgaridad de tener que recurrir al gastado tópico del tiempo... Y ahora condúzcame hasta la Esfinge, Schehati. Debo hacerle una pregunta en el preciso instante en que el sol se hunda en el horizonte.

El rosario
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml