VI

SE LEVANTA EL VELO

—¡Señorita Champion! ¡Ah, está usted aquí! ¿Preparada?

Ha llegado su turno... Después de este número la Duquesa dirá dos palabras explicando la laringitis de Velma (es de desear que no diga «apendicitis»), y en seguida conduciré a usted al estrado. ¿Está usted dispuesta?

Garth Dalmain, en el desempeño de su papel de maestro de ceremonias, había buscando a Juana por teda la terraza y se hallaba ahora de pie ante ella, iluminado su rostro por la suave claridad de los farolillos japoneses. El clavel rojo de su ojal y el vivo carmesí de sus calcetines da seda prestaban una artística nota de color a la severidad convencional del traje de etiqueta.

Juana, desde el fondo de su cómodo sillón de mimbres, levantó los ojos hacia él y sonrió dulcemente al observar la inquietud del artista.

—Estoy lista — dijo levantándose y siguiéndole—, ¿Han salido bien los otros números? ¿Hay buen público?

—Encantador — repuso Garth—; la Duquesa disfruta más que nunca. Verdad —es que ha sido graciosísimo. Pero ahora viene el acontecimiento de la noche. Pero ¿dónde tiene usted la partitura? ¿Quiere usted que vaya a buscarla?

—Gracias — dijo Juana—; tocaré de memoria. Así me evitaré la molestia de tener que volver las hojas.

Entraron en el gran salón de conciertos y permanecieron tras una cortina, cerca de los cuatro o seis escalones que conducían al estrado.

—Escuchemos a la Duquesa — murmuró Garth-«Mi sobrina Juana Champion, tiene la amabilidad de entrar también en la Lea.» Lo cual quiere decir que dentro de medio minuto tendrá usted que subir al estrado... Realmente, su tía sería más galante con usted si hablara un poco menos de Velma. Pero no importa: el auditorio está preparado a entusiasmarse con cuanto se le diga... ¡Ya está! ¡La apendicitis! Ya se lo dije a usted. ¡Pobre madame Velma! Con tal que no salga la noticia en los periódicos.,. ¡Oh, bondad divina! Ahora diserta sobre las enfermedades antiguas y modernas. Menos mal; elfo nos concede unos instantes de respiro... Pensaba yo, señorita

Champion, que aunque esta tarde he estad® burlándome de mis propias capacidades musicales, yo podría muy bien acompañar al piano esa canción, si usted quisiera... ¿No...? Bueno, como a usted le parezca. Pero recuerde que precisa una gran voz para hacer efecto en este salón; que la sala está atestada de público; que cantará usted de espaldas a él y sentada, lo cual quitará considerable fuerza a la modulación y a la expresión... Ya... La Duquesa ha terminado. Vamos. ¡Cuidado con el último escalón! ¡Qué obscuro está todo esto detrás de esta cortina!

Garth dio a Juana la mano para subir los escalones y Juana se presentó ante el numeroso público que llenaba el salón de conciertos de Overdene. Al avanzar, completamente sola, hacia el centro del estrado, su figura parecía mucho más alta que de ordinario. Llevaba un vestido de noche confeccionado de una tela negra suave y envolvente, adornado con encajes antiguas. Una sarta de perlas rodeaba su cuello. A su aparición el público la contempló con curiosidad y la aplaudió discretamente. El nombre de Velma impreso en el programa, había despertado gran expectación, y he aquí que ahora se les presentaba esta señorita Champion, que si bien tocaba el piano con bastante soltura, no tendría seguramente facultades para cantar de un modo aceptable la canción favorita de Velma. Un público mejor dispuesto hubiese animado a Juana premiando con un aplauso afectuoso el esfuerzo y la amabilidad de la muchacha. Éste que llenaba el salón del castillo ducal sólo expresó, por el contrario, con su fría acogida, su escasa confianza en las dotes de la señorita Champion.

Juana les sonrió bondadosamente; después se sentó al piano — un «Gran Bechstein» —, contempló un instante las guirnaldas de rosas blancas que festoneaban las paredes del salón y la cruz de claveles que pendía ante ella, y sin más preliminares atacó el único acorde del preludio y empezó a cantar.

Su. voz profunda, soberbia, llenó todos los ámbitos del salón.

Un súbito y fervoroso silencio se hizo en el auditorio.

Cada nota, cada sílaba, penetrando agudamente aquel silencio, llevaba en sí tal ternura, tal emoción, tal dulzura incomparable, que los corazones más indiferentes detenían su acompasado latir, maravillados de la propia emoción, y aquellos capaces de comprender y de sentir lo aceleraron a la vibración mágica de aquella música divina.

Como perlas prendidas de un hilo imaginario,

las horas que a tu lado pasé, mi corazón

las desgranó una a una, y todas ellas son

mi rosario, mujer, mi rosario.

Dulces, tiernas, piadosas, estas dos últimas palabras aletearon en el silencio, mensajeras de un mundo de recuerdas, eco fiel de un corazón de mujer conmovido a la evocación de un pasado dichoso.

El auditorio contenía el aliento. No era una sencilla canción lo que escuchaban. Era el latir de un corazón cuyo ritmo armonioso hacía asomar lágrimas a todos los ojos.

Después aquella voz que había pronunciado las primeras frases con tan dulce serenidad se elevó en un rápido crescendo de dolor palpitante.

Cada hora es una perla y cada perla un rezo;

para que Dios se apiade de mi dolor presente...

Yo las cuento una a una, hasta que, al fin, tropiezo

con una cruz pendiente.

Esta última frase fue dicha con tal fuerza y tal pasión, que electrizó al auditorio. El silencio que siguió revelaba la intensidad del efecto producido. Más al momento aquella voz apasionada fue suavizándose hasta reconcentrarse en una angustia dolorosa y resignada, capaz de hacer frente á todos los tormentos, de no retroceder ante ningún abismo de pesar. Era la misma dulzura, la misma serenidad de la primera estrofa, enriquecida, purificada ahora en el santo crisol del sufrimiento y la resignación.

¡Rosario del recuerdo...! Quemadura y fulgor,

breve luz en la. sombra, sombra de aquella luz...

Beso todas tus cuentas... y pido a Dios valor

para besar la cruz... para besar la cruz.

Únicamente los que oyeron a Juana Champion cantar El Rosario pueden formarse una idea cabal de cómo cantó aquella sencilla frase: «Yo las cuento una a una». Cada palabra de ella se desvanecía en una languidez apasionada, reveladora de un amor tan puro, tan femenino, tan tierno y tan hermoso, que la verdadera personalidad de la cantante desaparecía, aun para aquellos que la conocían más íntimamente, para dejar paso a otra mujer distinta, cuya belleza soberana resplandecía con la doble corona del amor y el dolor.

El acompañamiento, que había empezado por un solo acorde, terminaba por una sola nota.

Juana la atacó suavemente, lentamente; después se levantó, volviéndose hacia el público, y se disponía ya a dejar el estrado cuando estalló en la sala una verdadera tempestad aplausos. Juana se detuvo vacilante y miró a los invitados de su tía como sorprendida de que estuviera allí. Después franca sonrisa alboreó en sus ojos y floreció en sus labios.

Permaneció un momento inmóvil en el centro del estrado, tímida, torpe, casi asustada; al fin, mientras los hombres gritaban: «¡Otra vez! ¡Otra vez!», bajó tranquila los escalones que conducían a la sala.

Allí, tras las cortinas y biombos, casi en la obscuridad, aguardaba a Juana una nueva sorpresa, más inesperada que el súbito entusiasmo de los invitadas.

Al pie de la escalera estaba Garth Dalmain. Su rostro estaba cubierto de mortal palidez, y sus ojos fulgían en la obscuridad como dos estrellas... Permanecía inmóvil, pero cuando Juana llegó a su lado la cogió con rápido movimiento por los hombros y la hizo girar sobre sus talones.

—¡Vuelva usted! — dijo con tono tan imperativo que los ojos de Juana se levantaron hasta él llenos de asombro—. Vuelva en seguida y cante otra vez. Del principio al fin, nota por nota, palabra por palabra. ¡No se detenga! ¡Vuelva en seguida! ¿No comprende usted que es preciso?

Juana miró al fondo de aquellos ojos ardientes, y algo vio en ellos que hacía perdonar la brusquedad del mandato y del leño con que había sido hecho. Sin contestar palabra, subió tranquila los escalones y atravesó de nuevo el estrado, dirigiéndose al piano. Los aplausos duraron todavía y redoblaron a la aparición de la cantante. Pero Juana, al sentarse ante el piano, no les dedicó ni uno de sus pensamientos.

Experimentaba una sensación extraña y desconocida. Era la primera vez que obedecía a un mandato terminante y perentorio. En los días de su infancia, Fräulein y miss Jebb sabían perfectamente que sólo obtendrían de ella cuanto deseaban recurriendo con suavidad a sus buenos sentimientos o con buenas razones a su natural sentido de rectitud y de justicia. Una orden injusta o a un mandato justo, pero no razonado, encontraban siempre una obstinada negativa por parte de Juana. Este rasgo de su carácter, si bien algo modificado por la educación, permanecía inmanente en Juana; hasta la Duquesa, cuando se dirigía a ella para pedirle algo, empezaba invariablemente: «Si me haces el favor...»

Y he aquí que ahora un mozalbete de rostro descolorido y llameantes ojos le había hecho dar, sin ceremonias, media vuelta en redondo, le había ordenado volver a subir los escalones y cantar de nuevo una canción, nota por nota, palabra por palabra, ¡y ella se disponía sumisa a obedecerle!

En el momento de sentarse sintió Juana un movimiento de rebeldía y cambió súbitamente de propósito: no cantaría otra vez El Rosario. Poseía un extenso repertorio; la gente desearía algo nuevo seguramente. ¿Por qué defraudar la expectación del público para obedecer el mandato de un chiquillo caprichoso y excitado?

Dio principio a un magnífico preludio de Haendel, y mientras lo ejecutaba, su alto sentido de la verdad y la justicia volvió a reinar en su mente. No; no había vuelto a subir al estrado para cantar a instancias de un chiquillo excitado, sino a ruegos de un hombre conmovido, cuya emoción no tenía nada de vulgar. Que Garth Dalmain hubiese olvidado por un momento su exquisita delicadeza de modales era el más alto tributo que podía rendir al arte y a la canción de Juana. En tanto que tocaba el tema de Haendel — y lo tocaba de un modo que una orquesta completa parecería responder sobre el teclado a la presión de sus finos y largos dedos — se dio perfecta cuenta de lo que el es preciso de Garth significaba, y se dispuso a obedecerle. Terminado el primer tiempo de la composición, no principió el segundo, sino que, después de una pausa breve, atacó el acorde inicial de El Rosario y cantó nota por nota, palabra por palabra, tal como Garth se lo había ordenado.

Como perlas prendidas de un hilo imaginario,

las horas que a tu lado pasé, mi corazón

las desgranó una a una, y todas ellas son

mi rosario, mujer, mi rosario.

Cada hora es una perla y cada perla un rezo

para que Dios se apiade de mi dolor presente...

Yo las cuento una a una, hasta que, al fin, tropiezo

con una cruz pendiente.

¡Rosario del recuerdo...! Quemadura y fulgor,

breve luz en la sombra, sombra de aquella luz...

Beso todas tus cuentas... y pido a Dios valor

para besar la cruz... para besar la cruz.

Cuando Juana abandonó el estrado, Garth permanecía toda/vía inmóvil al pie de la escalera. Su rostro estaba tan pálido como antes, pero de su mirada había desaparecido aquel brillo de contenidas lágrimas con que había obligado a Juana a obedecerle sin protesta. Una luz maravillosa le iluminaba ahora: era una luz de admiración que Juana no había visto nunca brillar en otros ojos. La muchacha sonrió mientras bajaba tranquilamente los escalones y tendió a su amigo las dos manos en un movimiento inconsciente de franca y graciosa cordialidad. Garth se acercó y estrechó las manos de Juana entre las suyas.

Hubo un instante de silencio. Después, en voz muy baja, Vibrante de emoción, Garth Dalmain repitió:

—¡Dios mío! ¡Dios mío!

—No me gusta oír pronunciar ese nombre con ligereza, Dal — dijo Juana dulcemente.

—¡Con ligereza! — exclamó él—. ¡Oh, no! Esta noche no me sería posible hablar con ligereza. «Todo don perfecto proviene de lo Alto.» Y cuando no bastan las palabras para alabar el don, ¿puede extrañarle a usted que nombre a Aquel que nos lo ha dado?

Juana leía la verdad d? estas palabras en los ojos de Garth; urja sonrisa de placer iluminó las suyos.

—¿Le ha gustado a usted mi canción? — dijo.

—¿Si me ha gustado su canción...? — repitió Garth mientras una sombra de perplejidad cruzaba por su rostro—. No sé... No puedo decir si me ha gustado.

—Entonces ¿a qué esas aduladoras demostraciones? — preguntó Juana echándose a reír.

—Porque — dijo Garth en voz baja — ha levantado usted el velo... y yo... yo he penetrado en el santuario.

El pintor tenía todavía las manos de Juana entre las suyas. Al decir las últimas palabras las volvió suavemente e inclinándose besó las dos palmas con tierna reverencia. Después aflojó la dulce presión, se apartó a un lado y Juana salió sola a la terraza.

El rosario
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