XXVII

GARTH CONFIA EN LOS OJOS DE SU SECRETARIA

—¿Le gusta a usted guiar el auto, señorita Gray?-dijo Garth.

Habían salido juntos por primera vez a pasear en automóvil, y por primera vez también tomaban juntos el té en la biblioteca. «Nurse» Rosemary servía el té a su enfermo; los días pasados en la obscuridad la habían hecho acreedora a tales privilegios.

—Sí: me gusta mucho, míster Dalmain; sobre todo en este clima delicioso.

—¿Ha cuidado usted algún enfermo convaleciente que tuviera auto?

«Nurse» Rosemary vaciló un instante.

—Sí — dijo al fin—; he estado en casas en las que había auto; he estado muchas veces, sobre todo, en la del doctor Brand. No hace mucho me llevó a Charing Cross en una berlina eléctrica preciosa.

—¡Ah, ya la conozco! — dijo Garth —. Es muy linda, en verdad. ¿Iba usted a cuidar a algún enfermo o volvía de cuidarlo?

«Nurse» Rosemary sonrió; después se mordió los labios.

—Iba — dijo — a recibir instrucciones.

—Debe de ser muy agradable trabajar bajo las órdenes de un hombre como Brand y, no obstante, estoy seguro de que en la mayor parte de los casos sigue usted su propia iniciativa. Él, por ejemplo, no hubiera sido capaz de sugerirle la idea de la venda, del viaje al reino de las sombras: ¿verdad que no? ¡Oh, si supiera usted cuánto me consuela ahora saber que, usted conoce las dificultades con que lucho! Esta tarde, por ejemplo, cuando íbamos en el auto, no refrenábamos la marcha, ni nos deteníamos, ni tocábamos la bocina sin que usted me dijera antes la causa: «Hay un carro de heno en el recodo y tendremos que acortar la velocidad para poder pasar por su lado.» «Hay una vaca roja en medio del camino: si tocamos la bocina se apartará seguramente.» Así, cuando me sentía transportado más suavemente o el taf-taf de la bocina hería mis oídos, no me sentía desagradablemente sorprendido. ¿Sabe usted lo cruel que es en la obscuridad ir corriendo a toda velocidad y detenerse de pronto sin saber por qué, o desviarse a un lado sin conocer el peligro que se trata de evitar? El paseo de esta tarde ha sido para mí un verdadero placer, porque usted impidió que tales cosas sucedieran, haciéndome saber cuanto pasaba en el camino casi con tanta rapidez como hubiera yo podido verlo por mí mismo.

Juana apretó las manos centra su corazón... ¡Oh, sí; qué capaz se sentía de proporcionar a su querido niño todos los placeres imaginables! ¡Cómo sabría hacer su cruz de flores si conquistaba el derecho de estar siempre a su lado!

—Es que ayer — dijo «nurse» Rosemary — fui con el doctor Brand en auto hasta la estación; llevaba la venda puesta todavía y pude darme cuenta de todo eso que acaba usted de descubrir. Nunca me había sentido nerviosa ni molesta yendo en auto; ayer comprendí que era porque me distraía la consiguiente aunque inconsciente vigilancia que supone medir las distancias, calcular la velocidad, saber lo que cada vuelta del volante significa. Así, míster Dalmain, siempre que salgamos, debe usted dejar que mis ojos cumplan por los de usted esta tarea.

—¡Qué buena es usted! — exclamó Garth, agradecido—.Y ¿vio usted partir al doctor Deryck Brand?

—No; no vi al doctor Deryck de ningún modo. Pero le oí decir adiós, y sentí su afectuoso apretón de manos al dejarme en el coche. Sentada ya en éste, oí el tren ponerse en marcha y perderse en la lejanía.

—Y ¿no ha sido muy cruel para usted dejarle llegar y marcharse sin ver su rostro amigo?

Juana sonrió.

—Sí; ha sido muy cruel — dijo «nurse» Rosemary —, pero yo deseaba experimentar ese tormento.

—Se siente una horrible sensación de vacío, ¿verdad?

—Sí. Y casi se desearía que el amigo no hubiera venido.

—¡Oh, sí!

Había tal expresión de comprensión gozosa en el suspiro de Garth, que el corazón valiente de Juana se sintió más que recompensado por el sacrificio de no consentir en levantar la negra venda ni un minuto.

—Cuando sienta otra vez ese tormento — continuó Garth-podré consolarme diciendo: «Una amiga querida lo ha sentido también. Y voluntariamente, por afecto hacia mí». ¿Y las comidas? — dijo a Juana riendo —. ¿No son una lucha grotesca?

—Sí; lo sé. Y también he reflexionado mucho acerca de ello y creo que he encontrado el medio de ayudarle fácilmente. Si consiente usted en comer conmigo en la mesita pequeña ya verá usted con cuánta sencillez se arregla todo. Y más tarde, cuando reciba usted visitas, si yo estoy todavía aquí, me dejará usted que me siente a su izquierda y le ayudaré también tan discretamente que nadie se dará cuenta de ello.

—¡Oh, gracias! No sabe cuánto le agradezco... Ahora recuerdo que en casa de la duquesa de Meldrum solíamos jugar, a los postres, a un juego muy alegre y divertido. ¿Conoce usted a la anciana duquesa de Meldrum? Mejor dicho: ¿ha oído usted hablar de ella alguna vez? Ah, sí; debe usted conocerla, pues el doctor Deryck Brand la conoce. En cierta ocasión le llamó para que fuera a visitar a Tommy, su guacamayo. Como al avisarle no mencionó quién era el enfermo, Deryck Brand acudió apresuradamente, creyendo que se trataba de la Duquesa misma, y abandonó por ello otro compromiso importantísimo. Afortunadamente, la Duquesa y su guacamayo estaban en su casa de la ciudad, pero lo mismo hubiera sido si se hubiesen encontrado en Overdene... Me gustaría que conociera usted Overdene... La Duquesa recibe allí a sus invitados de la «serie selecta», para quienes la antigua mansión ducal es conjunto de toda clase de delicias. Allí reina, sobre todo, una franca alegría y una absoluta libertad; los huéspedes de la Duquesa son dueños de ir y venir a su antojo mientras Su Excelencia de Meldrum sale y entra cuidando sus flores, sus pájaros y sus animales exóticos, y esparciendo una picante y cordial influencia dondequiera que va. La última vez que estuve allí, la diversión favorita de la Duquesa era dejar sueltos en el salón, después de las comidas, seis gerbos[15] egipcios, pequeños y horrorosos mendigos, especie de canguros en miniatura. Se metían por todos los rincones dando saltos sobre las patas traseras, asustando a las damas, bajo cuyos vestidos iban a esconderse, y haciendo a los lacayos tirar las bandejas en que llevaban las tazas del café. Ahora creo que la última importación es un tucán... un pájaro sudamericano, de pico semejante a una banana y que bala como un carnero desesperado. No obstante, Tommy, el guacamayo escarlata, continúa siendo el favorito; es un célebre pajarraco más listo de lo que parece... Pues bien: como iba diciendo, en Overdene, cuando se nos servía de postre el rico moscatel, solíamos jugar a un juego por demás inocente. Cada uno ponía cinco granos de uva alrededor de su plato; después cerrábamos los ojos y tratábamos de pinchar los granos de uva con nuestros tenedores. El que primero los acertaba y se los comía quedaba victorioso. La Duquesa no tomaba parte en el juego; ella era el árbitro y disfrutaba lo increíble viendo la torpeza de la gente. La señorita Champion — sobrina de la Duquesa, como usted sabe muy bien — y yo ganábamos siempre.

—Sí — dijo «nurse» Rosemary—. Conozco ese juego: lo recordé en cuanto me senté a comer con los ojos vendados.

Garth dio a «nurse» Rosemary su taza de té para que se la llenara de nuevo. Después continuó hablando confidencialmente.

¿Y las mil ridículas aprensiones que nos atormentan a la hora de comer? Pensar, por ejemplo, que puede caer una mosca en la comida y que no nos daremos cuenta de ello... Desde muy niño pienso con verdadero horror en el peligro de tragar una mosca inadvertidamente. Tenía yo apenas seis años cuando oí decir a una buena mujer que solía visitar a mi madre: «Todos tenemos que tragarnos una mosca por lo menos una vez al año. Yo he tragado la que me correspondía, ahora, al venir aquí». Esta terrible perspectiva de la mosca anual se posesionó en mi infantil imaginación, hasta llegar a constituir una verdadera obsesión. La buscaba en los alimentos que me servían, con la misma minuciosidad, con el mismo terror con que una vieja medrosa recorre su casa a altas horas de la noche y mira debajo de las camas y detrás de las puertas en busca de un ladrón. Después, cuando comprendí que «la mosca anual» no era sino una metáfora del pintoresco lenguaje usado por la buena mujer amiga de mi madre, fui olvidando mi terror poco a poco; pero ahora, ¡ahora no sabe usted cuánto me hace sufrir esa insignificancia! ¿Es ridículo, verdad...? No puedo decir, por ejemplo, a mi ayuda de cámara: «Simpson: ¿está usted seguro de que no ha caído una mosca en la sopa?» Me parecería escuchar su risita mal disimulada y no me atrevería a preguntarle nunca más... ¡Es pueril, es ridículo, ya lo sé!

«Nurse» Rosemary se inclinó y puso la taza de Garth al, alcance de la mano de éste.

—Coma usted siempre conmigo — dijo en tono que era casi una caricia— y todos esos temores desaparecerán. ¿No se fía usted de mis ojos, míster Dalmain?

Garth contestó con dulce sonrisa henchida de agradecimiento.

—Confío en sus ojos fieles y afectuosos, como en los míos propios, señorita Gray. Y esto me recuerda que quiero encomendarle una tarea que a nadie más confiaría. ¿Anochece ya, señorita Gray, o quedará todavía una hora de claridad?

«Nurse» Rosemary miró al cielo; después consultó su reloj.

—Hemos tomado el té más temprano que de costumbre. ¡Traíamos tan buen apetito del paseo! No son más que las cinco y la tarde es espléndida. Hasta las siete y media no empieza a anochecer.

—Entonces la luz es excelente — dijo Garth—. ¿Ha concluido usted de tomar el té? El sol dará ahora en la ventana de mi estudio que mira hacia poniente. ¿Conoce usted mi estudio, allá arriba, en el torreón? Sí; recuerdo que fue usted a buscar el boceto del retrato de lady Brand. Vería usted entonces una porción de lienzos amontonados en un rincón. Varios de ellos no han sido pintados todavía; otros han servido ya para esbozos y bocetos; otros están terminados del todo. Hay entre estos últimos, señorita Gray, dos que deseo ardientemente identificar... y destruir. El otro día hice que Simpson me condujera hasta allí arriba y me dejara solo. Probé a encontrarlos guiándome por el tacto, pero no podía obtener una absoluta certeza y pronto me hallé en una verdadera confusión entre tantos y tantos lienzos. No quería pedir ayuda a Simpson, porque los asuntos de esos cuadros son algo... originales; el ver que los destruía podría despertar su curiosidad y las hablillas de los demás criados. No podía tampoco fiarme de Deryck Brand, porque hubiera reconocido al punto el original de los retratos; la principal figura de estos es muy amiga suya. Cuando pinté esos cuadros no temí que debieran verlas jamás otros ojos que los míes. Usted, mi querida y fiel secretaria, es la única persona a quien puedo volverme. ¿Hará usted lo que le pido? ¿Querrá usted hacerlo... ahora mismo?

«Nurse» Rosemary se levantó de su asiento.

—Lo haré inmediatamente, míster Dalmain. Estoy aquí para hacer cuanto usted me ordene y cuando me. lo ordene.

Garth sacó una llave del bolsillo interior de su chaleco y la puso sobre la mesita.

—Éste es el llavín del estudio — dijo—. Los lienzos que quiero están, según creo, en el rincón opuesto a la puerta, detrás de un biombo japonés de seda amarilla. Son bastante grandes: cinco pies de largo por tres y medio de ancho. Si parecen demasiado pesados, colóquelos cara con cara y llame a Simpson para que le ayude a bajarlos hasta aquí. Pero cuidado, ante todo, de no dejarle un momento solo con los lienzos.

«Nurse» Rosemary tomó la llave, atravesó la biblioteca y fue a abrir el piano. Después puso en la mano de Garth el cordón rojo que conducía hasta el instrumento.

—¿Por qué no hace usted un poco de música, míster Dalmain, mientras yo estoy arriba cumpliendo su comisión? Pero antes de subir quiero pedirle algo. Usted sabe cuánto me interesa su arte... Una vez haya encontrado esos cuadros, ¿debo limitarme a echarles una ojeada para reconocerlos o puedo admirarlos a mi gusto, a la luz plena y maravillosa del estudio? Puede usted confiar en que haré sólo lo que usted me ordene.

Garth, artista al fin, artista siempre, no pudo resistir el deseo de que su obra fuera apreciada y admirada, una vez siquiera, por unos ojos inteligentes y comprensivos...

—Puede usted contemplarlos cuanto quiera, señorita Gray-dijo—. Aunque pintados absolutamente de memoria, son la obra más completa que he llevado a cabo en toda mi vida. No hay en ellos nada irreal; pinté en ellos lo que vi, y tal como lo vi, en lo que respecta a la figura femenina que representan. Lo demás es completamente accesorio.

Se levantó y fue hasta el piano. Sus dedos erraron sobre las teclas, y al fin comenzaron a preludiar el Veni Creator.

«Nurse» Rosemary se dirigió a 4a puerta. Al llegar a ella se detuvo.

—¿Cómo reconoceré esos lienzos? — preguntó.

Los acordes del Veni Creator se apagaron en un murmullo. La voz de Garth resonó clara y distinta, pero mezclada a la música, como si fuera un recitado.

—Uno de ellos representa... una mujer y un hombre. Están solos en un jardín; el fondo está apenas esbozado. Ella lleva un vestido de noche, negro, de una tela suave y envolvente; un encaje antiguo formando el cuerpo del vestido rodeando el escote. Este cuadro se llama La esposa.

—¿Y el otro?

—Es la misma mujer y la misma decoración. El hombre que la acompaña no aparece ahora en el cuadro; era inútil pintarlo; visible o invisible, está siempre con ella. La mujer sostiene ahora en sus brazos...

El murmullo del piano se desvaneció; reinó en la estancia un silencio absoluto.

—...sostiene en sus brazos un niño. Este cuadro se llama La madre.

Los acordes del Veni Creator, límpidos y potentes, llenaron la estancia.

Líbranos de nuestros enemigos; trae la paz a nosotros.

Y la puerta se cerró tras «nurse» Rosemary.

El rosario
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