X
Una comida era siempre en Shenstone una ceremonia larga y complicada que no permitía que dos personas de las más visibles entre los convidados pudieran escaparse después de ella sin que los demás se diesen cuenta de su ausencia. Así daban ya las diez en el lejano reloj del pueblo cuando Garth y Juana salieron a la terraza juntas. Garth cogió, al pasar, una alfombrilla y cerró tras sí la puerta del hall. Estaban completamente solos por primera vez después de aquellos días que a los dos les habían parecido tan largos.
Andaban silenciosos, uno al lado del otro, a lo largo de la ancha balaustrada de piedra que dominaba el viejo jardín, La argentada luz de la luna iluminaba la escena por completo. Veíanse completamente los dibujos del boj bordeando los senderos tortuosos, los macizos cubiertos de mil flores distintas y a lo lejos el lago reflejando como un inmenso espejo de plata la serena belleza de la luna llena.
Garth extendió la alfombrilla sobre la balaustrada y Juana se sentó. Él permaneció en pie ante ella, con los brazos cruzados y la cabeza erguida. Juana se había sentado un poco de costado, apoyando la espalda en un viejo león de piedra que montaba la guardia sobre la balaustrada, y volvía la cabeza para mirar al lago, imaginando que Garth miraba en la misma dirección.
Pero Garth la contemplaba a ella. Llevaba Juana aquel vestido negro de tela suave que había lucido el día del concierto en Overdene; sólo que ahora no llevaba perlas ni adorno alguno, salvo un pequeño grupo de rosas rojas medio oculto entre el encaje antiguo que formaba el cuerpo del vestido. De su actitud se desprendía una energía tranquila, una noble serenidad que estremecía el alma del hombre que la contemplaba. Todo el ardiente amor, toda la pasión dominadora que llenaba el corazón de Garth se asomaba y brillaba en sus ojos. Ya no tenía por qué disimularlo: la hora había sonado al fin y ya no quería ocultar ni el más leve de sus sentimientos a la mujer que amaba.
Al cabo de un instante, Juana se volvió extrañada de que el artista no empezara sus confidencias acerca de Paulina Listar. Levantó la cabeza, y su mirada interrogante se encontró con los ojos de Garth.
—¡Dal! — exclamó medio levantándose de su asiento —. ¡Oh, Dal, no!
—¡Silencio, querida! — dijo—. Es preciso que le diga a usted cuanto siento; es preciso que cumpla usted su promesa de escucharme y aconsejarme y ayudarme. ¡Oh, Juana, Juana! ¡Si viera usted cuánto, cuánto necesito que usted me guíe, y me apoye, y me auxilie! Pero no es sólo su apoyo y su consejo lo que necesito: es... ¡es usted misma, Juana! ¡Oh, cuánto, cuánto la quiero! ¡Si usted supiera cómo estos tres días han sido para mí un continuo dolor porque no la tenía a mi lado; cómo empecé a vivir de nuevo tan sólo con volver a verla! ¡Ha sido tan duro, tan cruel tener que esperar tanto antes de decidirme a hablarle...! ¡Tengo que decirle tantas cosas! Tengo que explicarle todo lo que usted ha llegado a ser para mí desde aquella noche del concierto. Pero no sé cómo expresarme. En mi vida no ha habido nunca nada grande; toda ella ha sido hasta ahora superficie, trivialidad. Y este desearla, y este necesitarla a usted es tan grande, tan inmenso, que empequeñece todo cuanto he sentido antes y domina por completo cuanto en lo sucesivo pueda ya sentir. ¡Oh, Juana, Juana! He admirado a muchas mujeres; he soñado con ellas y por ellas he suspirado: las he pintado y olvidado después. Pero nunca, nunca había amado a una mujer; nunca había comprendido lo que una mujer puede ser para un hombre hasta el instante en que escuché su voz cantando en el silencio. «Yo las cuento una a una.» ¡Oh, amada mía! Desde entonces he aprendido a contar mis perlas, las preciosas horas del pasado, largo tiempo olvidadas, recordadas después, comprendidas al fin. «Cada hora es una perla y cada perla un rezo...»: ¡Ah, sí el pasado y el presente pudieran fundirse en un «rosarios perfecto, sin que el futuro contuviera posibilidad alguna dolor o de separación! ¡Oh, Juana... Juana! ¿Podré alguna vez hacerle comprender todo... todo...? ¡Juana!
Sin que Juana se diera cuenta del momento preciso en que ello había sucedido, Garth se había acercado a ella tanto, tanto, que al pronunciar estas últimas palabras rodeaba su talle con ambos brazos y escondía el rostro contra los encajes que bordeaban su escote. Ya no intentaba siquiera hacerse comprender; sentía sobre sí el reposo más absoluto... Un profundo silencio envolvía a los dos.
Juana no pronunció una palabra; no se movió. ¡Era tan deliciosamente extraño tenerle allí, tan cerca, descansando de la pasada tormenta de emoción, sobre su corazón tranquilo! Súbitamente comprendió que el vacío de los días pasados no había sido causado por la pérdida de la música, sino por'— la ausencia de su dulce amigo. Inconscientemente, rodeó también el cuello de Garth con sus brazos. Mil sensaciones desconocidas despertaron y se animaron dentro de ella. Le pareció que estaba lejos, muy lejos del mundo y de las gentes; que la vida no era sino él y ella juntos. En el momento en que este pensamiento cruzaba su mente, Garth levantó la cabeza y, teniéndola siempre enlazada con sus brazos, dijo, mirando al fondo de sus ojos:
—Tú y yo... juntos siempre. Tú mía... ¡mía!
Pero Juana no pudo resistir el brillo de aquella mirada fija en la suya. El recuerdo de la propia felicidad la hirió, punzante, en aquel momento; parecíale que en aquellos ojos adorados estaba la luz que debía descubrirla. Sin otra idea que ocultar su vulgaridad exterior a aquel que había sabido adivinar las exquisitas delicias del escondido santuario, estrechó la cabeza de Garth contra el encaje que cubría su pecho. Garth Dalmain creyó sentir en aquel movimiento espontáneo de aquellas manos tan queridas la muda aceptación de todo cuanto él tenía que ofrecer... Pasaron así diez, veinte, treinta segundos de delicias en que su alma vibró en silencio, transportada más allá de lo que pueden expresar las palabras. Al fin rompió la presión de aquellas manos; levantó de nuevo la cabeza y miró a los ojos de Juana.
—¡Esposa mía! — dijo.
En el franco rostro de Juana se reflejó la más profunda sorpresa. Sus mejillas se cubrieron del más vivo rubor, como si toda su sangre hubiera afluido a ellas desde el corazón, que desfallecía.
Se soltó suavemente de los brazos de Garth, se puso en pie y fijó la mirada en las mansas aguas del lago, que dormían, plateadas por el reflejo de la luna.
Garth Dalmain permaneció a su lado. No la tocó de nuevo, ni pronunció una sola palabra. Estaba seguro de haberla conquistado y una inexplicable felicidad inundaba su alma. Su espíritu temblaba de gozo. Aquel silencio intenso decía más que todas las palabras. Le parecía sentir todavía el contacto de los dedos de Juana entre su cabello. Callaba: esperaba.
Al fin Juana habló.
—Garth... ¿Es verdad? ¿Es verdad que quiere usted que sea... eso... para usted?
—Sí, amada mía, sí — repuso él dulcemente mientras su voz vibraba con contenida emoción—. Para eso le he rogado que viniera aquí, para suplicarle que consienta en ser mi esposa. Ahora ya no tengo nada que pedirle... No puedo pedirle que sea lo que es. Ninguna ceremonia, ninguna promesa me unirá a ti con más fuerza que este momento maravilloso, amada mía, esposa mía.
Juana se volvió hacia él muy despacio, envolviéndole en una larga mirada. No recordaba haber visto nunca nada tan radiante como el rostro de Garth; y sin embargo, aquellos ojos tan queridos le herían como agudos puñales. Y hubiera deseado cubrirlos con sus manos u obligarlos a que miraran a otra parte, el verde de los bosques o a la plata del lago, mientras ella escuchaba aquellas palabras mágicas que brotaban tan cerca de su oído... Puso un pie en el borde inferior de la balaustrada, apoyó en ésta un codo y trató de resguardar el rostro tras la mano. Después se repuso, intentando dar a sus palabras una serenidad que estaba muy lejos de sentir.
—Sus palabras me han sorprendido, Dal. Es verdad que no han pasado inadvertidas a mis ojos sus atenciones y su cordialidad para conmigo después del concierto de Overdene y que nuestra afición a la música, unida a la intimidad brotada después de nuestra confidencial conversación de aquella tarde bajo el cedro, ha creado entre nosotros una deliciosa y estrecha amistad... Desde luego confieso que esta amistad, que esta camaradería ha llegado a tener para mí un valor que ninguna otra ha igualado nunca. Pero se debe a usted tan sólo, Dal; a usted, que sabe atraerse así el afecto sincero de todos sus amigos. Esta noche, al venir aquí con usted, estaba segura de que iba usted a hacerme nuevas confidencias acerca de Paulina Lister. Todos creen que la gentileza de la americanita le ha cautivado al fin, y yo, Dal, se lo juro, lo creía también.
—¿También? — dijo Dal con voz tranquila en que víbrate una honda felicidad —. Pues bien: ahora ya sabe usted que; no es así.
—Dal, sus palabras me han sobresaltado, me han sorprendido tanto... No puedo darle ninguna respuesta esta noche. Déjeme, se lo ruego, hasta mañana.
—Pero, querida mía — dijo Garth con ternura, acercándose a ella un poco más—, ya no hay nada que responder, ni nada que preguntar tampoco. ¿No lo comprende usted? La pregunta y Ja respuesta han sido hechas ya... hace un momento. ¡Oh, mi bien amada! Vuelve a mi lado, siéntate otra vez aquí, como antes.
Pero Juana permaneció rígida, inmóvil.
—No — dijo—: no puedo permitir que crea que he accedido a nada, a nada todavía. Me ha cogido usted de sorpresa; he perdido la cabeza de un modo imperdonable, lo confieso. Pero... querido chiquillo, el matrimonio no es sólo cuestión de sentimiento. El matrimonio es algo muy serio, que debe durar toda la vida... hasta el fin, y ha de fundarse en cimientos muy sólidos para resistir la dura prueba de la vida íntima, cotidiana. He visto de cerca a muchos matrimonios, Dal; he vivido en sus casas y he sido madrina de sus hijos... y como resultado me he jurado a mí misma no arriesgarme si no ha de ser con todas las seguridades. Ahora que le he dejado hacer esa pregunta no debe asombrarse de que le pida doce horas para pensar la contestación.
Garth la escuchó en silencio. Se había sentado sobre la balaustrada, de espaldas al lago, y se inclinaba hacia delante tratando de ver el rostro de Juana, pero ella lo ocultaba por completo con la mano. El artista cruzó las piernas y se sujetó fuertemente las rodillas con las manos; durante un momento se balanceó en el espacio tratando de dominar así el impulso que le llevaba a hablar u obrar con violencia. Para recobrar la serenidad trató de fijar su atención en los más insignificantes detalles que se ofrecían a sus ojos. Sus calcetines rojos se destacaban a la luz de la luna sobre el blanco de la balaustrada y contrastaban armoniosamente con el reluciente charol de sus zapatos. Pensó que sería muy bonito llevar siempre calcetines de seda roja, como aquellos, pero hechos a punto de media, expresamente para él, por las manos de Juana. Después contó las ventanas de la fachada, deteniéndose en la suya y en la de Juana, y recontando de nuevo cuántas había entre las das. Dueño al fin de sí mismo, se echó atrás y habló en voz muy baja, tocando casi con su obscura cabeza el encaje antiguo del vestido de noche de su amiga.
—Queridísima... dime: ¿es que no has comprendido hasta ahora?
—¡Oh, Dal! — dijo Juana casi con dureza—. ¡Basta! No me pida ahora que analice mis sentimientos; ya le he dicho que no sólo de sentimientos se trata en el matrimonio. Si desea usted, en verdad, lo que más convenga a los dos, váyase ahora a la casa y no me hable más por esta noche. Hablaremos mañana a las doce, cuando vengamos de oír el órgano nuevo de la iglesia. Yo iré un poco después de las once y medía; le escucharé mientras toca; al mediodía habrá usted terminado su cometido y yo le daré mi respuesta. Y ahora... ahora, váyase, amigo mío, déjeme. No puedo más; necesito estar sola.
Garth desenlazó las manos que tenía fuertemente cruzadas sobre sus rodillas. Deslizó una mano sobre la balaustrada. Juana sintió que aquellos dedos ágiles y fuertes cogían el borde de su vestido. Después Garth inclinó la obscura cabeza y con gesto de reverencia y ternura besó el borde de aquel vestido, murmurando: «Beso mi cruz».
Y Juana se quedó sola.
Escuchó con ansiedad cómo se alejaban las pisadas d/e Garth; luego oyó cómo se abría y se cerraba casi sin ruido la puerta del hall. Fue a sentarse lentamente en el mismo sitio en que había estado sentada cuando él la estrechó entre sus brazos. Ahora estaba completamente sola. La tensión de los pasados instantes se— aflojó al fin... Apretó ambas manos sobre el encaje de su vestido donde se había reclinado aquella hermosa cabeza tan querida. Si «había comprendido» le había preguntado Dal. ¡Oh! En aquellos instantes, ¿qué no habría comprendido ella?
El llanto no acudía fácilmente a los ojos de Juana. Mas en aquella noche, en que se había oído llamar con un nombre con el que jamás soñara ser llamada, grandes lágrimas silenciosas resbalaron desde sus ojos hasta sus manos, hasta el encaje que cubría su pecho. La esposa, la madre que había en ella despertaban a la dulce evocación; su naturaleza, esencialmente femenina, rompía las barreras de su casi masculino dominio de sí misma: una mujer al fin, pagaba su tributo de mujer a las lágrimas.
A sus pies yacían dispersos los pétalos del grupo de rosas encamadas.
Un momento después Juana entraba en la casa. El hall rebosaba de animación; aquí y allá veíanse alegres grupos y en todas resonaban cordiales «¡buenas noches!» mientras las damas subían la gran escalera, comentando todavía los incidentes de la jornada o haciendo proyectos para el día siguiente.
Garth Dalmain estaba al pie de la escalera y conversaba con Paulina Lister y su tía, que se habían vuelto, al llamarlas él, desde el cuarto escalón. En el instante mismo de entrar en el hall pudo ver Juana su figura esbelta y su cabeza morena. Estaba de espaldas a la puerta, y aunque Juana se acercó mucho a él, no dio muestras de haber notado su presencia. La alegría que vibraba en la voz del artista parecía hacerle; suyo nuevamente, de un modo misterioso y nuevo; sólo ella sabía la causa de aquella alegría, sólo en su mano estaba alentarla o destruirla para siempre. Casi inconscientemente, Juana apretó las dos manos contra su corazón para escuchar.
—Lo siento en el alma, señoras mías — decía Garth—; mañana por la mañana me es completamente imposible. Tengo un compromiso en el pueblo... ¡Con toda formalidad! A las once en punto.
—¡Oh, qué bello sabor campestre tienen sus palabras, señor Dalmain! — dijo mistress Parker Bangs —. ¿Por qué no nos lleva con usted a Paulina y a mí? No hemos visto aún ninguna lechería, ni granjas, ni granjeras; nada lindo y pintoresco, en fin. No sabe usted cuánto me gustaría entrar en la cocina de «mistress Poyser» y ver mi imagen reflejada en las cacerolas de cobre pendientes del muro.
—Acaso estaríamos de trop en la lechería — murmuró Paulina maliciosamente.
La americanita estaba bellísima con su vestido de raso color crema; de toda su persona se desprendía esa gracia deslumbradora propia de las mujeres de su país. No llevaba otras joyas que una hilera de perlas perfectamente iguales, que envidiaban la blancura de su cutis de nácar.
Sin embargo, la mirada de Garth pasaba por encima de todas esas perfecciones para ir a fijarse en Juana, colocada ahora en último término. Ésta, en cambio, contemplaba embelesada a Paulina; jamás belleza alguna fue tan justamente apreciada en todo su valor.
—Lo que sucede, desgraciadamente — continuó Garth, dirigiéndose a mistress Parker Bangs—, es que mi visita al pueblo nada tiene que ver con granjas típicas ni lecherías pintorescas. Mi cita de mañana es con un chiquillo harapiento y semisalvaje, cuya única belleza consiste en una gran masa de cabellos rojos y enmarañados sobre un rostro cubierto de pecas y de manchas.
—¿Filantropía? — interrogó Paulina.
—Sí, a razón de tres peniques la hora.
—¡Ah, vamos, se trata de golf! — exclamaron ambas damas a un tiempo.
—¡Dios mío, cuánto misterio para una cosa tan sencilla!
—añadió mistress Parker Bangs—. Ya sabemos, señor Dalmain, que vale la pena de ir hasta los links para verle jugar. Puede usted esperarnos allí y creo que llegaremos a tiempo de admirarle.
La voz de Garth volvió a oírse con cierto temblorcillo burlón que no pasó inadvertido a Juana.
—Mi querida señora — dijo—, su excesiva benevolencia para conmigo le hace apreciar mi juego en mucho más de lo que vale. Exagera usted mis méritos en ese y en otros puntos. Él bosque, a las once de la mañana, es algo encantador que no debe usted perder en modo alguno. Recuerde tan sólo, al cruzar el parque, que debe usted salir por la puerta norte, no por la que conduce a la estación. Yo me ofrecería de buena gana a escoltar a usted, pero el deber me llama a esa misma hora en dirección opuesta. Además, cuando se conozca el deseo de la señorita Lister de ver los campos de golf, una multitud de galanes acudirá a la puerta norte y será imposible que pierdan ustedes el camino.
Mistress Parker empezaba a intrincarse en una larga disquisición acerca de las multitudes cuando su sobrina la interrumpió oportunamente:
—Bien, querida tía — dijo —: la multitud somos nosotras, que estamos interceptando la escalera. Hace media hora que la señorita Champion está tratando de pasar y no la dejamos. ¿Jugará usted mañana al golf, señorita Champion?
Garth se hizo a un lado y Juana empezó a subir los escalones. Él no levantó los ojos del suelo, mas Juana creyó verlos fijos en el borde de su falda. Entonces subió tres o cuatro peldaños y se detuvo al lado de Paulina Lister. Desde allí se volvió y miró a Garth. Deseaba vivamente que éste levantara la cabeza y las viera juntas; quería que los ojos del artista se dieran cuenta de aquel contraste que ofrecían sus facciones vulgares junto a la radiante belleza de la americana. Esperó...
Mas los ojos de Garth permanecieron bajos. Al fin los alzó lentamente hasta el encaje del vestido de Juana, donde ella apoyaba una mano todavía. Los mantuvo fijos allí y volvió a bajarlos al suelo.
—Y bien, señorita Champion — repitió mistress Parker Bangs—, ¿jugará usted mañana al golf con el señor Dalmain?
Juana sintió que se ruborizaba vivamente; después se enfureció contra sí misma y contra las circunstancias que la hacían obrar de un modo tan contrario a su carácter. Vaciló un instante antes de contestar. ¿Por qué se portaba Garth de un modo tan extraño y tan inconveniente? Las gentes se figurarían que ella llevaba algo extraordinario en el borde del vestido. Sintió a su vez un impulso salvaje de pararse también a mirar si el beso que allí había puesto Garth se había materializado y colgaba del sedeño borde como una estrella rutilante. Al fin se calmó y contestó casi bruscamente:
—No voy mañana al golf, pero no por eso deben dejar de ir ustedes. El bosque, por las mañanas, es una delicia. Buenas noches, mistress Parker Bangs; descansar bien, Paulina, J Hasta mañana, Dal.
Garth Dalmain estaba un escalón más bajo que las jóvenes y daba a la tía de Paulina una carta que acababa de caérsele.
—Hasta mañana, señorita Champion — dijo.
Y por un momento sus ojos se encontraron, mas Garth no pareció ver el ademán de Juana tendiéndole la mano.
Las tres mujeres subieron la escalera juntas, pero una vez arriba siguieren distintas direcciones. Paulina Lister tomó uno de los corredores de la derecha y su tía trotó tras ella hasta su habitación.
—Parece que ha habido algo entre ellos — observó mistress Parker Bangs.
—¡Pobre muchacha! — dijo Paulina dulcemente—. Yo la quiero muy de veras. Es muy buena. Y acaso más sensible que todas nosotras.
—Pero es fea — añadió la tía sin oír el final de la frase de su sobrina.
—Ella no ha escogido su rostro — contestó Paulina, generosa.
—No, y además no paga a nadie para que lo embellezca. Es lo que Walter Scott ha llamado «la naturaleza en toda su rusticidad».
—Querida tía — interrumpió Paulina con aspereza—, te agradecería que no te tomaras la molestia de citarme los clásicos ingleses cuando estamos solas. Es tiempo perdido, pues sé de sobra que te los sabes de memoria. Ahora, hazme el favor de sentarte en ese canapé; yo tomaré asiento en ese suntuoso sillón y te daré una pequeña explicación, que creo necesaria. Es acerca do Juana Champion, ¿sabes? Es una buena muchacha y me inspira una viva simpatía; la quiero muy de veras, tía. No es una belleza, pero tiene una buena figura y se sabe vestir. Tiene dinero a montones y podría llevar perlas mejores que las mías, pero sabe que las perlas no sentarían bien a su piel morena y se abstiene de ponérselas. Me gusta que una mujer sepa así conocerse. Todos los hombres la adoran, y no ciertamente por lo que parece, sino por lo que es. Ésta es la adoración que dura siempre, querida tía. Dentro de diez años, la honorable Juana será la que hoy es, y yo, en cambio, me esforzaré por parecer lo que no seré ya. En cuanto a Garth Dalmain, tiene ojos para todas, pero su corazón no es para ninguna de nosotras. Sus bellos discursos y sus bellas miradas de admiración no significan matrimonio. Garth se ha formado un alto ideal de la mujer y no hará su esposa a la que sea inferior a ese ideal. Garth Dalmain no hará tampoco un matrimonio de conveniencia, porque es inmensamente rico. Y aunque no lo fuera, el dinero ganado en el comercio no le atraería en modo alguno. No se casará por la belleza, porque piensa demasiado en ella, y como adora tantos lindos rostros, no está nunca seguro de cuál de ellos preferirá pasadas veinticuatro horas. Ni se unirá tampoco a la bondad, a la virtud y al mérito, porque en este punto sólo la honorable Juana tiene demasiado talento para consentir en ligar su fealdad a un epicúreo adorador de la belleza como Garth. Además, se ha acostumbrado a considerarse como abuela, o cosa así, de todos estos muchachos, y no es fácil que cambie de punto de vista. Pero ese Dal es de una inconsciencia tan sublime, que cree tener ya su ideal entre las manos, y va a llevarse una decepción horrible cuando ella, por las razones que te he manifestado, le conteste con una negativa. En los tres días que hemos pasado aquí, antes de que Juana viniera, Dal no se ha separado de mí un instante y hemos conversado, jugado y bailado juntos a todas horas; tú, querida tía, y otras casamenteras tan amables como tú, habéis sacado la peregrina consecuencia de que Garth Dalmain está perdidamente enamorado de mí. Pues bien: Garth Dalmain no ha hecho otra cosa a mi lado que adorar el terreno tantas veces pisado, por Juana y contar con impaciencia los instantes que le faltaban para volverla a ver. Garth Dalmain encontraba más placer en mi compañía que en la de otras muchachas porque yo soy capaz de comprenderle y ellas no; porque yo le hablaba de ella y estoy dispuesta a ayudarle con todas mis fuerzas cerca de ella. Eso es todo lo que ha habido, todo lo que hay, todo lo que puede haber entre Garth Dalmain y yo. Y si tú, querida tía, te interesas algo por las afecciones nacientes de mi corazón, inventa algún pretexto falso que parezca verdadera y vámonos mañana mismo a la ciudad. Es inútil que me preguntes ni que me argumentes: he dicho todo cuanto tenía que decir y un poco más. Te ruego que te metas en la cama lo más pronto posible y no te molestes en averiguar a cuál de los caracteres creados por Dickens se parece el mío. Llevo varias horas encarcelada en este ajustadísimo vestido y no puedo más. Oui, Josephine, entrez! ¡Buenas noches, querida tía! ¡Dulces sueños!
Cuando^ Paulina se quedó sola, una vez que su doncella se hubo retirado, apagó la luz eléctrica y, descorriendo las cortinas dé su ventana, permanecí# largo rato contemplando el apacible paisaje inglés bañado en la luz de la luna. Apoyó la hermosa cabeza en el marco del ventanal y murmuró dulcemente:
—¡Ah, Garth Dalmain! Creo que he expuesto bien "su situación. Usted, sin embargo, no se lo merece; debió hacerme comprender su amor por Juana unas semanas antes. De todos modos, esto hará cesar las habladurías que corren, acerca de usted y de mí, de boca en boca. Usted, en tanto, continuará suspirando por la luna, y cuando se convenza de qué: es inaccesible no se le ocurrirá buscar consuelo en otra luz más al alcance de la mano, sea la refulgente araña eléctrica o la humilde y vulgar vela de sebo...
El hilo de los pensamientos de Paulina se detuvo en esta imagen, digna, en verdad, de su tía, la muy ilustre mistress Parker Bangs, de Chicago. La americanita se echó a reír de buena gana, pues su espiritualidad centelleaba lo mismo en la soledad que en compañía, igual a su costa que a la de los demás. El corazoncito valiente de Paulina Lister no tomaba en serio ni aun sus propias heridas.
En tanto, Juana entraba lenta y callada en sus habitaciones. Garth no había querido tomar la mano que ella le tendía y no se ocultaba a su claro talento el porqué. Garth Dalmain ya no podía contentarse con sentir en el contacto de aquella mano una muestra de franca y cordial amistad; si ella no se decidía a abandonársela en prueba de absoluta y eterna posesión, el sencillo compañerismo de otros días había concluido entre ellos para siempre. Garth era aquella noche como un tigre real cuando ha probado por primera vez la sangre humana. Esta imagen, al acudir a la mente de Juana, la hizo sonreír levemente, recordando a Garth en su impecable traje de etiqueta, elegante y correcto. No obstante, en la terraza, sola con él, había comprendido por vez primera cómo en todo hombre que ama y desea alienta el rey de la creación, cómo en los momentos en que la pasión se desborda repercute en el más civilizado el eco de las selvas primitivas, y su acento tiene algo del rugido del león y de la fiereza del tigre cuando dice al oído de la mujer amada y deseada: «Mía, tan sólo mía y para siempre». Juana había escuchado en las dulces palabras de Garth esta indefinible expresión de fuerza y de dominio, y había respondido a ella sin temor, y se hubiera sometido en alma y vida a ella si... si...
Pero las cosas no podían ser ya nunca como habían sido antes. No acceder al deseo de Garth equivalía a levantar entre los dos una barrera infranqueable para toda la vida. Ninguna sutileza sentimental, ningún ofrecimiento de amistad fraternal y eterna satisfaría ya al hombre que había apoyado sobre su pecho la cabeza. Juana sabía que era así, que ya nunca podría ser de otra manera. Si Garth se había contenido, resignándose a esperar cuando ella se lo había rogado, era porque ya la consideraba suya, y la seguridad del futuro le daba paciencia en el presente. Y en tanto, mientras aguardaba la anhelada respuesta, no quería estrechar su mano en señal de sencilla amistad.
Juana cerró la puerta y dio vuelta a la llave. Para hacer frente a aquel problema en que se encerraba todo el porvenir le era preciso el aislamiento; necesitaba estar sola, sola consigo misma y con el recuerdo. ¡Ah! ¡Si le fuera dado cerrar así su mente a todo pensamiento que no fuera su amor y su dicha; si pudiera aceptar así, sencillamente, los bellos dones que él acababa de poner a sus pies! Lo haría así, por un momento; tenía perfecto derecho a una hora, por lo menos, de radiante felicidad. Después... sería preciso afrontar el problema en todos sus aspectos; pesar sus limitaciones, las consecuencias que el matrimonio con una mujer como ella podría ofrecer a un hombre como Garth Dalmain... Ni por un momento se le ocurría pensar las que podría tener para ella. Juana Champion se conocía bien; tenía absoluta conciencia de su valer, pero no era egoísta.
Apagó la luz y, en la obscuridad, buscó a tientas la ventana; descorrió las cortinas, bajó el bastidor y, arrastrando hasta allí una silla, se sentó, pensativa. Con los codos apoyados en el antepecho de la ventana y la cabeza hundida entre las manos contempló la terraza, bañada todavía por la luz de la luna. La habitación en que se hallaba ahora estaba situada precisamente enfrente del lugar donde ella y Garth se habían detenido a hablar algunas horas antes. Desde su mirador podía ver perfectamente los leones de piedra y el gran jarrón rebosante de geranios rojos, y podía señalar con exactitud el sitio en que había estado sentada cuando Garth... Sus recuerdos despertaban, vibrantes.
Entonces se abandonó por entero a la dulce evocación, y su espíritu vivió horas maravillosas. Aquellas horas le pertenecían, eran suyas; tenía derecho a ellas y a ellas se entregaba plenamente. El tigre real era suyo y a él se unía sin temor. Se amaban y no necesitaban ni siquiera decírselo...
Y el pensamiento de Juana rendía ante su dominador la orgullosa y activa libertad, y tierna, humildemente, le prometía amor, lealtad y obediencia. Ahora sentía fija en sí la mirada de adoración de Garth y la resistía sin estremecerse. Porque ahora su cuerpo no existía... Juana era en aquellos instantes sólo un alma... un alma toda perfección, toda hermosura para él.
Se borraba para siempre el recuerdo de los largos años de soledad. La vida de Juana era ahora rica porque tenía un objeto. El que ella amaba la llamaba a todas horas, y ella estaba siempre atenta para contestar a su llamada. «¿Estás contento, amor mío?» Y la alegre voz de Garth, vibrante de optimista juventud, respondía: «¡Muy contento, mi vida, muy contento!» Y Juana sonreía en la obscuridad de la noche, y en la profundidad de sus ojos serenos alboreaba la intuición de lo desconocido, y en su tierna sonrisa temblaba con inefable dulzura la revelación de la dicha más completa a que puede aspirar una mujer, «Es mío y yo soy suya. Y porque es mío está seguro de mi amor, y porque soy suya está contento.
La cabeza de Juana se inclinó profundamente sobre el borde de la ventana. Un rayo de luna besó la pesada masa de su cabellera castaña. El magnolio esparcía en torno de ella su fragancia exquisita. El trino de un ruiseñor se elevó, vibrante, en el bosque cercano.
La triste soledad del pasado, la cruel incertidumbre del futuro, se desvanecieron como por encanto. Juana se veía a sí misma navegando con Garth sobre un mar de ensueño, más allá de las riberas del tiempo. Que el amor es eterno y el despertar de un verdadero amor liberta al espíritu de todas las limitaciones de la carne.
En el pueblo lejano dio el reloj la medianoche. Las doce campanadas repercutieren en el aire, llegando hasta la ventana de Juana a través del parque iluminado por la luna. El tiempo existía, sí; el espíritu de Juana, libertado un instante, debía tomar su carga nuevamente. El día que empezaba era aquel en que ella había prometido dar su respuesta a Dal. Cuando el reloj volviera a tocar otra vez doce campanadas, Garth y ella regresarían de la iglesia del pueblo, y la contestación a aquella pregunta en que se cifraba el porvenir de los dos habría ya salido de sus labios.
Juana se separó de la ventana sin cerrar; corrió las cortinas y encendió la lamparilla eléctrica que halló sobre el escritorio. Después se despojó de su vestido de noche, lo guardó cuidadosamente y, echándose sobre los hombros una bata, sacó de un cajoncito su libro de notas, cuyas páginas fue volviendo lentamente. Se detenía en algunas, volvía atrás, y cuando al fin encontró la que buscaba, meditó largo rato ante ella, con la cabeza hundida entre las manos. En aquella página estaba resumida toda la conversación por ella sostenida con Garth la misma tarde del célebre concierto de Overdene. Algunas líneas atraían sobre todo su atención: «Su rostro aparecía como transfigurado... la bondad y la inspiración lo iluminaban haciéndole semejante a un ángel... Nunca más volvió a parecerme feo... Niño aún, no podía establecer diferencia alguna entre fealdad e incorrección... Desde entonces su rostro quedó como asociado a la inefable bondad de su alma. Cuando, terminado el discurso, volvió a pasar junto a mí, ya no recordé para nada su primitiva forma de chimpancé... Lo único que recordaba, y recuerdo todavía, era la aureola divina de su sonrisa. Claro que no era el suyo uno de esos rostros que desearíamos tener siempre ante nuestra vista y que nos hacen pensar con deleite en la posibilidad de verlos todos los días ante nosotros en la mesa; mas por entonces, gracias a Dios, no se trataba de tal cosa, que hubiera en realidad sido para mí un verdadero martirio... Desde aquel día tengo aquel rostro fijo en el pensamiento como prueba de que la bondad no es nunca fea y de que el amor divino y la inspiración brillante a través de unas facciones incorrectas, pueden redimirlas transfigurándolas en temporal belleza...»
Juana leyó primero todo el párrafo. Después su mente permaneció fija en una sola frase: «...no era el suyo uno de esos rostros que desearíamos tener siempre ante nuestra vista y que nos hacen pensar con deleite en la posibilidad de' verlos todos los días ante nosotros en la mesa... lo que hubiera en realidad sido para mí un verdadero martirio».
Por último, Juana se levantó y fue a encender todas las luces del tocador, especialmente los dos brillantes globos colocados a ambos lados del espejo; después, sentándose ante éste, contempló fríamente, durante largo rato, su imagen en él reflejada...
Cuando el reloj del pueblo dio la una, Garth Dalmain, asomado también a su ventana, contemplaba por última vez el aspecto del parque en aquélla noche tan decisiva en su vida sentimental. Recordaba ahora, y al recordarlo sonreía divertido, que tratando de calmarse había pensado en sus calcetines y contado el número de ventanas que había entre la de Juana y la suya. Eran cinco. Garth conocía perfectamente la ventana de la habitación de Juana por el gran magnolio cuyas ramas subían hasta ella y por el banco en que se había sentado a cantar, sin saber que ella le observaba, algunas horas antes. Asomó todo el busto para mirar hacia aquella ventana. Las cortinas estaban corridas, pero a través de ellas se filtraba una débil claridad. Después, mientras él estaba así observando, se apagó la luz.
Entonces Garth miró hacia la terraza. La luna daba de lleno sobre el león de piedra y el jarrón desbordante de geranios escarlata. Podía desde la ventana señalar exactamente: «¡Oh, Padre! ¡Dadnos tu luz a ella y a mí!, y que sentada cuando él...»
Cayó de rodillas junto a la ventana y dirigió su mirada al cielo, prendido de estrellas.
La madre de Garth había vivido lo bastante para legar a su hijo el secreto de su dulce paciencia y de su resignación en el sufrimiento. En los instantes en que sentía profundamente, palabras de la Biblia, aprendidas de su madre, acudían a los labios de Garth antes que las dictadas de su propio pensamiento. Así, en aquel momento, mirando al cielo, murmuró: «Todo lo bueno, todo lo bello nos viene de arriba, del Eterno Padre de la luz, que es misericordioso e inmutable». Después añadió apasionadamente. «¡Oh, Padre! ¡Danos tu luz a ella y a mí, y que sea nuestro amor inmutable también!»
Se levantó y volvió a contemplar el león de piedra y la ancha balaustrada. Su corazón cantaba dentro de su pecho cuando, cruzando sobre él los brazos, repitió con pasión:
—¡Esposa mía! ¡Juana mía! ¡Mi esposa!
Cuando sonó la una en el reloj del pueblo, Juana llegaba al fin de su decisión.
Se levantó lentamente y apagó todas las luces; después buscó a tientas su lecho y, cayendo de rodillas junto a él, rompió a llorar desesperadamente y en silencio.