XXIX
Detrás del biombo amarillo encontró Juana una gran confusión de lienzos que evidenciaban cómo las manos de un ciego los habían revuelto y apilado en inútil pesquisa, tratando luego vanamente de clasificarlos y arreglarlos. Con respetuosa ternura, Juana levantó los lienzos que estaban caídos en el suelo y los puso derechos, de cara a la pared. Había obras muy hermosas: unas estaban aún sin concluir; otras completamente terminadas. Uno o dos rostros conocidos la miraban con afectuosa expresión. Mas los lienzos que ella buscaba no estaban allí.
Se enderezó y recorrió nuevamente la estancia con la mirada. Allá, en el rincón opuesto, oculto en parte por un biombo del Cairo, había otro montón. Juana atravesó el estudio y se acercó a los dispersos lienzos.
No tardó en encontrar los que buscaba: eran de mayor tamaño que los demás y se reconocían en seguida por la suavidad envolvente del vestido negro que lucía la figura central.
Sin darles más que una ligera ojeada, los llevó hasta la ventana que miraba a poniente y los colocó a plena luz. Después arrastró hasta ellos el silloncito en que había estado sentada, tomó en su mano izquierda el pequeño oso de bronca como si fuera un talismán, volvió la segunda pintura de cara al caballete y se abismó en la contemplación de la primera.
Una noble figura de mujer, noblemente pintada; ésta era la primera impresión que causaba a los ojos y al alma. Porque la nobleza dominaba en toda ella: en la actitud serena, en la frente despejada, en la expresión digna y altiva. Después... se revelaba en ella la fuerza: fuerza en la maciza, sólida, bien proporcionada figura; fuerza en los anchos hombros y en las bien formadas manos; fuerza para ser, para vivir, para perseverar. Después, al mirar al rostro del retrato, se experimentaba una viva sorpresa. La tercera sensación que aquella mujer sugería a la mente era de amor. Amor, el más alto, el más ideal, el más sagrado, pero amor humano al fin. Sólo amor se leía en aquel rostro.
Era un rostro bien proporcionado a la figura, pero sin ninguna pretensión a lo que vulgarmente llamamos belleza. Las facciones no eran feas, antes pudieran llamarse incorrectas, vulgares. Mas, mirándolo atentamente, se hacía cada vez más atractivo, más interesante; se difumaban hasta borrarse sus imperfecciones y resaltaban radiantes, admirables, su pureza, su honradez, su sencilla nobleza. Si después de admirar todos estos detalles externos se apartaba un momento la vista del cuadro para considerarlos, y se volvía a fijar en él, entonces... entonces se producía el milagro: aquel rostro irradiaba esa luz misteriosa que no es «del mar ni de la tierra»; ese soplo divino brillaba en los ojos grises y profundas, e iluminaba como un nimbo la cabeza del hombre que estaba de rodillas ante ella, y a quien ella envolvía en suprema mirada reveladora de su emoción de enamorada... La alegría, el abandono, sorpresa gozosa de un misterio aun no comprendido, la más apasionada ternura y la casi divina compasión por el hombre que se arrodillaba a sus pies... todo ello se reflejaba en la expresión de los ojos de aquella mujer con tal indefinible dulzura que arrancaba lágrimas al espectador.
La mujer del retrato estaba sentada en una ancha balaustrada de mármol. Estaba un poco inclinada hacia delante y la larga cola de su vestido de noche formaba el fondo, a su derecha. A su izquierda, ante ella, había un hombre arrodillado; era alto y esbelto y vestía traje de etiqueta; sus brazos rodeaban el talle de la mujer sentada en la balaustrada de mármol y su rostro enteramente oculto entre el encaje de su pecho. Sólo podía verse la aislada cabellera castaña. Y, no obstante, de toda la figura se desprendía una intensa, apasionada emoción. Ella le había atraído hacia sí con ademán que unía al lánguido abandono de la mujer la tierna solicitud de la madre. Aquellas figuras sentían y hacían sentir, pero no hablaban. Los firmes labios de la mujer rozaban el cabello castaño del hombre y sonreían con expresión de felicidad inefable.
Mas la vista se detenía poco en estos detalles — aunque secundarios, impregnados de arte y emoción — y volvía anhelante a aquella faz resplandeciente del más puro y apasionado amor; a aquellas manos fuertes, ahora delicadas y tiernas en la caricia. Del corazón a los labios subía el único nombre adecuado a aquel cuadro y a aquella mujer: La esposa.
Juana contempló el lienzo largo rato, en silencio. Si el oso previctoriano que sostenía en sus manos no hubiera sido de fuerte bronce, hubiera quedado hecho un guiñapo a la nerviosa presión de sus dedos.
No podía dudar, no, ni por un momento, de que aquella mujer era ella misma; pero, ¡Dios de bondad!, qué distinta era aquella imagen de la que ella veía reflejarse cotidianamente en su espejo... Una o dos veces miró sin ver; su mente se detuvo, los detalles del cuadro se confundieron con el conjunto. Pero de nuevo la expresión de aquellos, ojos grises, que eran los suyos, volvía a atraerla, haciéndole sentir vivamente otra vez la misma emoción que había experimentado aquella noche al sentir el dulce peso de la cabeza adorada sobre su corazón.
—Es verdad — murmuró una y otra vez—, sí..., es verdad... No puedo negarlo. Pues yo sentía así, debía de parecer así.
De pronto cayó de rodillas ante el lienzo.
—¡Oh, Dios mío! ¿Es verdad que soy así, que él me vio así al levantar sus ojos hasta mí a la luz de la luna? ¿fue esto lo que él vio? ¡Y esta mujer que él vio transfigurada así por el amor, esta mujer que le estrechaba tan apasionadamente contra su corazón, a la mañana siguiente se negó a ser su esposa bajo el ridículo pretexto de la diferencia de edad! ¡Oh, Garth, Garth...,! ¡Oh, Dios, Dios mío! ¡Haz que él comprenda... y que perdone!
En el cuarto de trabajo, precisamente debajo del estudio, Maggie, la camarera, cantaba dulcemente mientras cosía. Las notas de la canción emitidas por su voz juvenil llegaban claras y distintas hasta Juana, que continuaba arrodillada ante el lienzo de La esposa. El espíritu de Juana, un momento anonadado en el dolor, se sintió confortado por las dulces palabras del canto de Maggie:
Oh amor, mi tierno amor, no me abandones;
deja a mi alma que repose en ti,
y que a mi muerto corazón, la vida
más rica fluya por tu amor, así...
No me niegues la antorcha que otros días
con su luz mi camino iluminaba,
ni aquel rayo de sol que dulcemente
a mi cuerpo aterido calor daba...
Juana volvió el segundo lienzo y lo colocó enfrente del primero.
Era la misma mujer en la misma actitud. El hombre no estaba. Un niño apoyaba la cabecita morena sobre la plenitud del pecho de su madre. Ésta inclinaba el rostro para mirar al infante que estrechaba contra sí y le sonreía dulcemente.
La enredadera de rosas rojas se extendía ahora por todo el fondo, formando un arco de vivido color sobre el niño y la mujer. La figura de ésta expresaba toda la augusta majestad del amor maternal. Su rostro conservaba las mismas imperfecciones, pero una vez más se mostraba transfigurado por el amor. La promesa de La esposa en La madre a su plena realización. La pasión de la esposa florecía en la serenidad de la madre. El veló del misterio había sido descorrido... Todas las maravillas reveladas... Cumplida su misión, la mujer sonreía con expresión de inefable contento.
Una rosa de la enredadera había estallado, dejando caer sobre madre e hijo una lluvia de pétalos rojos. Los dedos del niño se agarraban con fuerza al encaje del pecho de su madre. Un pétalo de rosa había caído sobre la menuda muñeca del infante. La madre levantaba una mano para quitarlo de allí, pero su mirada se había encontrado con la de los ojos del niño, tan brillantes y obscuros, y así, con la mano alzada, se había quedado inmóvil contemplándole.
Juana rompió en llanto desesperado. Aquel a quien había tratado de chiquillo había comprendido e interpretado la potencia de amor que ella llevaba en el alma como ella misma no lo había comprendido aún. Una sola rápida mirada a Lo esposa le había hecho ver en toda su augusta plenitud a La madre. Otra vez Juana se vio obligada a repetir:
—Es verdad... sí... es verdad...
Después recordó... y razonó: «No era el suyo un rostro cuya belleza nos hiciera desear tenerlo ante nosotros...» ¡Oh, sí! Sí lo era el rostro que Garth había pintado, el rostro que Garth había visto.
Juana dejó caer al suelo el oso de bronce y hundió la cara entre las manos, mientras un vivo rubor subía hasta la raíz de sus cabellos y hormigueaba en la punta de sus dedos.
La fresca voz de Maggie seguía cantando:
Torna en risa mi llanto, pues tú eres
manantial inefable de alegría,
y luzca, tras mis lágrimas, el bello
iris de paz de la esperanza mía...
Juana murmuró al fin:
—Perdóname, amado mío, perdóname. Estaba equivocada; hice mal. Confesaré sinceramente mi error; sabré explicártelo con la ayuda de Dios. Más tú, mi bien, ¿podrás perdonarme?
Levantó la cabeza y miró una vez más al cuadro. Algunos pétalos de la enredadera veíanse caídos aquí y allá en el suelo, recordando a Juana las rojas rosas que desprendidas de su pecho se habían esparcido por la terraza de Shenstone, emblema de las glorias de aquella noche, pisoteadas y hundidas en el polvo de la desilusión, merced a su decisión equivocada. A través de la abierta ventana llegaba la estrofa final del canto de Maggie:
Reposo, iris de paz, fúlgida antorcha;
pues tú puedes dar fin a mi dolor,
haz que la noche de hoy sea mañana
eterno amanecer de santo amor.
Juana se acercó entonces a la ventana, apoyó en ella sus brazos y permaneció así mucho tiempo contemplando la radiante puesta de sol. El cielo se teñía en el horizonte de púrpura y de oro; según la vista se elevaba, gradualmente, palidecía, velándose de tenues nubecillas de color de rosa; en primer término, sobre la cabeza de Juana, era de un profundo, insondable e infinito azul.
Juana admiró el perfil de las colinas dibujándose sobre el horizonte purpúreo, y casi inconscientemente repitió a media voz estas palabras:
—«Y la ciudad era de oro puro... Y no era necesario que la hiciera brillar la luz del sol ni la de la luna, pues la gloria de Dios la iluminaba... Y allí no había muerte, ni tristeza, ni llanto; pues todo dolor había pasado para siempre...»
¡Ah, cuántas, cuántas cosas habían pasado para siempre en aquella hora que ella había vivido junto a aquella ventana! El universo entero se había cambiado. La vida aparecía con nuevas perspectivas...
Juana levantó los ojos al profundo azul, y una sonrisa de feliz anticipación entreabrió sus labios.
—Eterno amanecer de amor... — murmuró.
Tropezó con el pequeño oso de bronce y lo colocó de nuevo en su sitio, sobre la chimenea; puso el silloncito en su lugar; cerró la ventana que miraba a Occidente y, recogiendo los dos lienzos, dejó el estudio y se encaminó escalera abajo con toda precaución.