XXIV
La paz más profunda reinaba en la biblioteca de Gleneesh. Garth y Deryck fumaban en silencio, gozando la sensación de beatitud que suele seguir a una buena comida y a un día pasado al aire libre entre pinares y brezales.
Juana permanecía arriba en la soledad de su habitación, rodeada de las tinieblas que voluntariamente se había impuesto e imaginando que oía el murmullo de la tranquila conversación sostenida abajo, en la biblioteca, por sus dos amigos tan queridos.
Era una verdadera lástima que no pudiera verlos, uno frente a otro, a cual más elegante y varonil: Garth luciendo el smoking que tan bien sentaba a su figura esbelta; el doctor vestido con un traje de tarde, impecable y correcto, que había colocado en la maleta sabiendo cuánto agradecía Juana a sus amigos estos cuidadosos detalles. ¡No podía entonces soñar que su amiga no tendría, literalmente hablando, ojos para él!
Garth estaba sentado ante el fuego, disfrutando el suave calor de la leña, tan agradable en el fresco anochecer de aquel bochornoso día de primavera. El sillón que ocupaba estaba colocado de modo que el enfermo pudiera ocultar con la mano su rostro al visitante si así lo deseaba.
—Sí — dijo al fin el doctor Brand, pensativo—: comprendo perfectamente que las cosas que usted puede percibir en su continua obscuridad aumenten notablemente de proporciones y adquieran para usted un valor excepcional. No obstante, estoy seguro de que, a medida que el tiempo pase y usted se acostumbre al contacto con las gentes, se ajustará más a la realidad, y la porción de mundo exterior que llega a usted, merced a los sentidos del oído y del tacto, no le impresionará tan vivamente. Ahora su sistema nervioso se halla en una tensión tal que la menor vibración le causa una sensación generalmente exagerada. Habiendo perdido el medio más amplio de relación, la vista, los otros sentidos se agudizan a sus expensas y llegan a estar dolorosamente sensibles. De todos modos, si sigue usted por este camino, su sistema nervioso no tardará en normalizarse, todo volverá a su ser y la relación con el mundo exterior, por medio de los sentidos, llegará a ser, como antes, un placer, no un dolor. Y a propósito: ¿qué me decía usted de «nurse» Rosemary? ¿Que todavía no ha estrechado su mano?
—Precisamente — dijo Garth — quería preguntar a usted si es una regla de la institución a que esa señorita pertenece que las «nurses» no den jamás la mano a los enfermos.
—No, que yo sepa.
—Entonces la intuición de la señorita Gray la ilumina maravillosamente acerca de todos mis deseos. Desde el primer día no me ha dado la mano, no me ha tocado ni del modo más ligero. Cuando me entrega un objeto, una carta o un libro, cosa que hace varias docenas de veces al día, no roza jamás sus dedos con los míos.
—¿Y dice usted que le agrada tal conducta? — interrogó el doctor enviando al aire espirales de humo y mirando atentamente al rostro de su enfermo.
—¡Oh, sí! No sabe usted lo agradecido que le estoy por ello — dijo Garth gravemente—. Ya sabe usted, querido Brand, que cuando me habló usted de enviarme una señorita en calidad de enfermera o secretaria me opuse tenazmente. Sentía que me sería insoportable la presencia de una mujer aquí... ¿Recuerda usted?
—Sí; recuerdo que me lo dijo usted así...
—¿De verdad? ¡Qué salvaje debí de parecerle...,!
—No tanto; pero sí un enfermo algo excepcional. Por regla general, los hombres...
—¡Oh, sí! Ya lo sé... por experiencia — interrumpió Garth, algo impaciente—, Hubo un tiempo en que me hubiera gustado sentir el contacto de una dulce mano femenina, y aun es probable que la hubiera tomado entre las mías y acariciado... y acaso besado. Acostumbraba entonces hacer tales cosas con una ligereza... Pero, amigo Brand, cuando un hombre ha alcanzado la suprema dicha de sentir en la suya la mano de la mujer única, cuando la sensación de su contacto no es ya para él sino un recuerdo, cuando se encuentra hundido en la obscuridad y ese recuerdo es lo único que puede consolarle, ¿cómo ha de sorprenderle a usted que ese hombre evite todo contacto que pueda obscurecer, debilitar o profanar, aunque sea momentáneamente, tal recuerdo?
—Comprendo — repuso lentamente el doctor —. No he experimentado por mí mismo ese temor, pero lo comprendo perfectamente. Una sola objeción se me ocurre, querido amigo, y apenas me atrevo a expresarla: si esa mujer única existe, y en su caso de usted la duda es excusable, pues ha amado usted a tantas..., su sitio estaría precisamente aquí y la caricia de su mano sería para usted el más dulce consuelo.
—Sin duda alguna — contestó Garth mientras encendía un nuevo cigarrillo — usted puede expresarse así, y sus palabras halagan mi oído dulcemente, pero... ello equivale a decir, amigo Brand, que pues existe el hermoso panorama que se disfruta desde la terraza, yo debo verlo con mis ojos. El panorama está ahí, en efecto; es la deficiencia de mis sentidos lo que impide gozar de él.
—O dicho de otro modo — insistió el doctor, inclinándose a recoger un fósforo que Garth acababa de tirar—: aunque ella era para usted la mujer única, usted no era para ella el hombre único.
—En efecto — dijo Garth con amargura, casi con un suspiro —, yo no era para ella más que un niño.
—O usted se lo figuraba así — continuó el doctor, casi pasando por alto esta última observación—. En realidad, uno es siempre el hombre único para aquella que para nosotros es la mujer única. A no ser que otro más afortunado nos haya tomado la delantera. Sólo hace falta tiempo y paciencia para demostrar ciertas cosas a una mujer, amigo mío.
Garth se incorporó y volvió hacia el doctor su rostro, mudo de sorpresa.
—¡Que idea tan rara! — dijo al fin—. ¿Cree usted, en efecto, eso que acaba de decir?
—Lo creo y lo afirmo — replicó el doctor en tono de serena convicción—. Si elimina usted toda clase de consideraciones, fortuna, títulos, propiedades, deseos de compañía, atracción puramente física — que no es, después de todo, sino cuestión de anatomía comparada —; si, libres de todo ese tráfago social y habitual, coloca usted al hombre y a la mujer en un nuevo e imaginario Paraíso, un alma frente a otra, sin temores, sin convencionalismos; el hombre reconoce inmediatamente su pareja, y lo más noble que en él existe, el corazón, le grita: «¡He aquí a la mujer única!» Entonces, si él no se ha equivocado en su juicio, puede estar seguro de ser para ella el hombre único;' mas es preciso que tenga confianza en sí mismo y luche hasta demostrárselo así. En él el amor estalla súbito como una revelación; en ella despierta lentamente como el nacer del día.
—¡Oh, Dios mío!-murmuró Garth—. Así sucedió, en efecto. Era en un nuevo Paraíso, no imaginario, sino real. Yo comprendía que ella era la mujer única y la llamé mi esposa... Pero ella, a la mañana siguiente, me trató como a un chiquillo, un chiquillo con quien no podía soñar en casarse. ¿No destruye esto su teoría, amigo Brand?
—Antes la confirma, muchacho. Eva, asustada de la inmensidad de su dicha, desconfiando de sus méritos, temiendo ver quebrantarse su ideal, huye lejos de Adán y va a esconderse entre los árboles del jardín. No hay para qué hablar de teorías, amiguito. El tonto fue Adán si no corrió en seguida en busca de su compañera.
Garth se inclinaba hacia delante, sujetando fuertemente con sus manos los brazos del sillón. Aquella voz tranquila y segura despertaba por primera vez en su mente una duda, la de si habría apreciado el asunto desde su verdadero punto de vista, tres años antes, al salir de la iglesia de Shenstone. Su faz estaba lívida y las llamas de la chimenea hacían brillar algunas gotas de sudor sobre su frente.
—¡Oh, Brand! — dijo —. Soy ciego. Debe usted ser piadoso conmigo. ¡Todo tiene para mí un valor tan inmenso entre las tinieblas que me rodean!
El doctor reflexionó un instante. Si sus enfermeras o sus discípulos hubiesen podido contemplar la expresión de su rostro habrían asegurado que el maestro estaba llevando a cabo una crítica y delicada operación, en la cual la más pequeña desviación del escalpelo podía causar la muerte del paciente.
Y al creerlo así no les faltaría razón: el porvenir de dos seres amados pendía de la balanza; su felicidad o su desventura dependían de la firmeza y delicadeza del operador. Aquel rostro angustiado, pálido, en que, a la luz del fuego, brillaba un sudor de agonía; aquel grito desesperado: «¡Soy ciego!» eran factores con los cuales no había contado el doctor. Era un aspecto de el otro que no podía mirar sin conmoverse. Sin embargo, el recuerdo de aquella mujer resignada que allá arriba, con los ojos vendados, le tendía las manos en demanda de ayuda le hizo recobrar la serenidad.
—Es usted ciego, Dalmain — dijo con calma—, pero no creo en modo alguno que sea usted un majadero.
—¿Cree usted...? ¿Será posible...? ¿Cometí realmente una majadería...?
—¿Cómo quiere usted que yo lo sepa? — repuso el doctor—. Hágame usted un relato fiel de todas las circunstancias desde su punto de vista y podré darle mi opinión sobre el caso.
Su tono era tan tranquilo y real que producía sobre Garth un efecto calmante y una sensación de perfecta seguridad; era el mismo tono con que el doctor hablaba de una apendicitis o una ciática.
Garth dio la vuelta en el sillón, deslizó la mano en el bolsillo interior del chaleco y palpó una carta que llevaba en él. ¿Se arriesgaría a hablar? ¿Podría por una sola vez darse el consuelo de referir su pena a un hombre en quien podía confiar, evitando al mismo tiempo el peligro de traicionar la identidad de Juana ante una persona que la conocía tan bien?
Garth pesaba el pro y el contra de su confesión, como el jugador de ajedrez que antes de empezar a jugar calcula por adelantado los movimientos de su contrario. ¿Cómo podría alcanzar la conversación un grado de intimidad suficiente a aliviar la angustia de su corazón sin pronunciar en ella el nombre de la mujer única?
Si el doctor hubiera dicho una sola palabra que delatara curiosidad o apremio, Garth se habría decidido por el silencio. Pero el doctor callaba. Se había inclinado hacia el fuego y, badila en mano, arreglaba los rojos tizones con el mayor cuidado. Colocó un leño de fragante pino en medio de la llama saltarina y empezó a silbar muy suavemente los últimos acordes del Veni Creator Spiritüs.
Garth, abstraído en la lucha que su mente sostenía, apareció por voz primera desde su desgracia insensible a un sonido exterior, y apenas pudo comprender por qué, en aquel instante crítico, acudían a su mente estas palabras:
Líbranos de nuestros enemigos; trae la paz a nosotros.
Siendo Tú nuestro Guía, ningún mal puede venimos.
Le parecieron un presagio. Y el platillo de la balanza que significaba «confianza, revelación» se inclinó considerablemente.
—Amigo Brand — dijo Garth—; si, como usted acaba de sugerirme tan amablemente, puedo proporcionarme el supremo consuelo de confiar en usted, ¿puede usted darme su palabra de que no intentará jamás adivinar la verdadera personalidad de la que es para mí la única mujer?
El doctor sonrió, y esta sonrisa, que se transparentó en su voz, fue para Garth un nuevo motivo de confianza, de seguridad.
—Mi querido amigo — dijo Brand —, no intento nunca adivinar los secretos de los demás. Bis una distracción en la que no encuentro atractivo ninguno, ya que no proporciona diversión ni provecho. Si conozco dicho secreto no tengo por qué molestarme pretendiendo adivinarlo. Y si no lo conozco y sus dueños desean que permanezca oculto, desentrañar ese secreto me parecería algo así como robarles la cartera...
—Gracias — dijo Garth —. Por mi parte nada me importaría que lo supiera usted. Mas mi deber para con ella me obliga a callar su nombre.
—Indudablemente — dijo el doctor—. A no ser que ella misma quisiera revelarlo, la personalidad de una mujer única. es siempre un secreto. Y ahora hable usted, querido. No le interrumpiré.
—Procuraré que mi relato sea breve y sencillo — empezó Garth—. Comprenderá usted que hay ciertos detalles de los que un hombre no habla jamás... Yo la conocía hacía ya muchos años; éramos dos amigos, más bien dos camaradas, y nos encontrábamos muy frecuentemente en los sitios que las gentes de nuestra clase y posición suelen frecuentar. Yo sentía por ella una gran simpatía; a su lado me hallaba por completo a mis anchas; sus opiniones eran sentencias para mí. Era, como le he dicho, mi amiga, mi camarada, y no sólo para mí, sino también para otros muchos muchachos de mi edad y condiciones. Pero ninguno de nosotros, y yo menos que ninguno, asociaba a esta cordial amistad la idea del amor. Las tonterías que suelen decirse a las muchachas de nuestra predilección, a ella la hubieran hecho reír a carcajadas; si le hubiéramos enviado flores las habría colocado en un jarro, preguntándose para quién irían en realidad dirigidas. Bailaba bien, montaba admirablemente a caballo, pero aquel que bailara con ella tenía que ser un danzarín consumado si no quería encontrarse lanzado en un vertiginoso torbellino, y el que la acompañara en sus excursiones ecuestres sabía que, para ir a su lado, era preciso estar preparado a saltar toda clase de obstáculos, cercas, zanjas y ríos. El único deporte que le desagradaba era la caza, y no por impotencia ni temor, sino por amor y respeto a las vidas de los demás seres. Pero éstos son detalles insignificantes; lo cierto, lo importante es que a su lado se sentía uno confiado y dichoso... sin saber por qué..., mas eso mismo nos sucedía a todos... Y es que ella era... era...
El doctor vio el nombre de «Juana» temblar en los labios del ciego y comprendió que, en efecto, no existía adjetivo ninguno capaz de expresar lo que tal nombre. Pero como no quería agotar el manantial de las confidencias de Garth, le interrumpió:
—Era única. Bien lo comprendo. Y ¿qué más?
—Yo tenía mis aventuras... bastante numerosas en aquella época — continuó la voz de Garth, ardiente y juvenil—. Lo único que admiraba en la mujer, en todas las mujeres, era la belleza física, que me hechizaba, me conquistaba plenamente por el momento. No pensaba ni remotamente en el matrimonio. Mi ilusión suprema era inmortalizar con mis pinceles sobre el lienzo aquellas bellezas que admiraba. Cuando se trataba de muchachas solteras, sus madres, tías o protectoras imaginaban, al observar mis atenciones, que no tardaría en llegarles de mi parte una petición de mano en toda regla. Las muchachas, en cambio, sabían perfectamente a qué atenerse. No creo que haya ni una sola que pueda acusarme de haberla enamorado. Yo admiraba de ellas tan sólo la belleza y ellas se daban perfecta cuenta de lo que mi admiración significaba. Era un experimento agradable que muchas veces les proporcionaba después buenos casamientos. Paulina Lister, por ejemplo, a quien distinguí con mis atenciones durante dos temporadas seguidas, se casó más tarde con el opulento propietario de la antigua escalera señorial sobre la cual la retraté. ¿Por qué no me enamoraba yo seriamente de ninguna de ellas? Supongo que una de las causas sería el ser demasiadas... Además, la atracción que sobre mí ejercían era superficial... Ahora creo que puedo decírselo a usted mismo francamente: la única belleza que llegó a impresionarme realmente fue la de lady Brand. No obstante, cuando pude pintar su retrato a mi gusto, sentí un profundo alivio. En verdad, yo no pedía a una mujer sino el derecho de inmortalizar su belleza con mi arte... Esto era un poco difícil de explicar a las madres, tutores o maridos, mas las interesadas sí sabían comprenderlo; ahora mismo, entre las tinieblas que me rodean, ni una sola se levanta para reprocharme.
—En efecto — dijo Deryck Brand sonriendo —, no sabían comprenderlo, pero yo le creo, querido amigo.
—Ya ve usted — dijo Garth — cuánta era mi trivialidad. Las únicas mujeres a quienes realmente había conocido y amado eran mi madre, muerta cuando yo contaba apenas diecinueve años, y Margarita Graem, a quien siempre besé y abracé al llegar y al partir y cuyo rostro arrugado y frío besaré aún en el triste ataúd. Estos lazos de la infancia y de la adolescencia son los más sagrados con que la vida puede atamos. Así viví hasta cierta tarde de junio, hace unos cuatro años. Ella, la mujer única, y yo nos hallábamos en calidad de invitados en una magnífica residencia campestre. Una tarde, y por una larga serie de casualidades, habíamos estado hablando larga y confidencialmente. Yo pensaba entonces tanto en casarme como ella en pedir su amor a la vieja Margarita. Después sucedió algo, algo que no puedo referir porque sería descubrir la personalidad de esa mujer; algo que me reveló instantáneamente en ella a la perfecta esposa, a la perfecta madre; algo que me hizo ver claramente los tesoros de ternura, de energía y de sinceridad que guarda su alma pura. En aquel mismo instante sentí un vivísimo deseo de ella, de esa mujer, que es desde entonces para mí la única mujer; un deseó.qué; no se ha calmado todavía, que sólo podrá calmarse cuando me encuentre al lado de ella en la eterna luz de la Ciudad Dorada» allí donde nadie padece hambre ni sed, allí donde no existen las tinieblas, ni el dolor, ni las lágrimas...
Su rostro brillaba iluminado por la llama de los tizones. Al recuerdo del pasado, evocaba la dulce visión del porvenir.
El doctor permaneció silencioso como aguardando que la visión se desvaneciera. Al fin dijo:
—¿Y después?
—Después — continuó en la sombra la voz juvenil — no dudé ni un momento: comprendí que la amaba, que la deseaba, que su presencia llenaría de luz mi alma y su ausencia la rodearía de tinieblas; que si los días me parecían radiantes y la vida bella era porque la tenía allí, cerca de mí.
Garth se detuvo y suspiró, deleitado por el grato recuerdo. El doctor le interrumpió con una pregunta incisiva:
—Esa mujer ¿será hermosa, atractiva, linda?
—¿Linda?-repitió Garth, confuso—. ¡Oh, no, Dios mío! ¿Atractiva... hermosa? Le juro por mi honor que no lo sé.
—Habrá usted pintado su retrato...
—Sí: lo he pintado — dijo Garth en voz muy baja, impregnada de ternura—, lo he pintado... dos veces... Esos dos retratos, aun hechos de memoria y en una época en que me aniquilaba la tristeza, son los más hermosos que mi pincel ha producido. Nunca los vieron otros ojos que los míos; nunca los verá, excepto aquella en quien debo confiar para que los traiga aquí y me ayude a destruirlos...
—¿Y esa persona es...?-preguntó el doctor.
—«Nurse» Rosemary Gray — contestó Garth.
El doctor dio un violento puntapié al leño de pino que ardía en la chimenea y la llama roja se elevó, danzando alegremente.
—Ha escogido usted bien — dijo haciendo un soberano esfuerzo para que la risa que asomaba a sus labios no se transparentara en su voz —. «Nurse» Rosemary es discreta en extremo. Más... puesto que inspiró a usted tan bellas obras, la única mujer debe ser muy hermosa...
Garth permaneció perplejo unos breves instantes.
—No lo sé — dijo con lentitud—. Yo no la veo acaso como la ven todos los demás. Desde el instante de lo que yo llamo «la revelación», yo la he contemplado íntegramente: alma, inteligencia y cuerpo. Su alma era tan hermosa, tan noble y femenina, su inteligencia tan pura y tan perfecta, que el cuerpo, vaso frágil en que se encerraban, formaba parte de la perfección total, y por eso era por mí tan vivamente deseado.
—Comprendo — dijo Deryck Brand con dulzura —; sí, querido amigo, comprendo perfectamente. (¡Oh, Juana, Juana, en aquellos días sí que estabas ciega, aunque no llevaras venda de negra seda, como ahora!)-añadió para sí.
—Vinieron después días radiantes, luminosos — continuó Garth—. Ahora me doy cuenta de que lo que así alumbraba mi vida era la certeza de haber hallado a la única mujer. El mundo entero me parecía maravilloso y creía que ella debía sentirlo así también. Hacíamos música juntos, reíamos, jugábamos, hablábamos de todo menos de nosotros mismos... precisamente porque sabíamos... es decir, porque sabía yo que la amaba, y creía, ¡Dios sabe con cuánta fe!, que ella lo sabía también. Cada vez que la veía la hallaba más perfecta, más noble, más mujer. Nosotros, sus amigos, los muchachos jóvenes, no obstante la admiración que por ella sentíamos, solíamos bromear acerca de sus cuerpos y corbatines, de sus altas polainas y sus faldas cortas, de su manera peculiar de golpearse las piernas con el látigo o atizar el fuego con el pie. Pero después de aquella tarde comprendía que todo ello no era sino un muro ficticio tras el cual se ocultaba la feminidad más tierna y exquisita, feminidad de un valor mucho más profundo que la de otras mujeres, pues ningún hombre se había aún asomado a la superficie tratando de descubrirla o comprenderla. Aquella misma noche, cuando la vi bajar envuelta en un vestido de telas negras y suaves, adornado de encajes que cubrían su tierno corazón, el mío se regocijó en una plenitud jamás sentida y mis ojos se deleitaron contemplándola. Al fin la veía tal como al soñar en mi ideal la— había soñado: perfecta en su feminidad, a la vez dulce y altiva.
—(¿Cómo no comprende-pensaba el doctor — que está retratando a Juana de un modo que no deja lugar a ninguna duda?)
—Pronto sufrimos — continuó Garth — una corta separación de tres días, al cabo de los cuales volvimos a encontrarnos en casa de otros amigos de ambos, donde debíamos pasar el fin de semana. En dicha casa.hallábase también una celebrada y juvenil belleza a cuyo nombre solía en aquellos días asociarse el mío con bastante frecuencia. El comprender que ella — la que yo amaba — se hacía también eco de tales rumores y la experiencia definitiva del vacío que había experimentado aquellos días pasados lejos de ella, me decidieron a rogarle que consintiera en salir aquella noche conmigo a la terraza. Estábamos solos. Era una noche de luna.
Siguió un largo silencio que el doctor se guardó bien de interrumpir. Comprendía que por la mente de su amigo cruzaba el recuerdo de aquellos detalles «de los que un hombre no debía hablar jamás».
Al fin Garth dijo sencillamente:
—Entonces le dije que la amaba.
El doctor no hizo comentario alguno. Recordaba vivamente el relato de Juana y sus palabras al llegar a aquél mismo punto. Así pasaron unos instantes más de silencio; Garth, envuelto en la luz de la luna de aquella noche inolvidable; el doctor, fijo el pensamiento en Juana, que permanecía allá arriba con los ojos vendados. La voz de Garth, ahora impregnada de lágrimas, continuó:
—Creía yo que ella me había comprendido, y de su actitud deduje que me aceptaba y me entregaba su amor plenamente como yo le había entregado el mío. Supe que en su vida no había ningún otro amor de hombres; lo supe primero por instinto, después porque ella misma me lo dio a entender así. Más tarde he imaginado algunas veces si habría tenido en su primera juventud algún amor ideal con el cual comparara después a los demás hombres, hallándolos indignos e insignificantes. Pero, si hubiera sido así, ese hombre sería un ciego, un loco, al no apreciar debidamente el tesoro que se le ofrecía. Porque de esto sí que estoy cierto: hasta aquella noche ningún hombre le habló de amor, ninguno la envolvió en el torbellino de su pasión, de su deseo... Y he aquí que mientras yo creía que ella me comprendía... ella no me comprendía en absoluto y sólo se esforzaba por ser afectuosa e indulgente.
El doctor se agitó nerviosamente en la silla; cruzó lentamente una pierna sobre otra y miró fijamente el i-ostro del ciego. Las confidencias de el otro le eran más duras de oír de lo que él creía.
—¿Está usted seguro de lo que dice? — preguntó con voz ronca.
—Completamente seguro — dijo Garth —. Escúcheme, doctor. Yo la llamé... lo que en realidad era para mí en aquel instante, lo que yo hubiera deseado que fuera para siempre, lo que es todavía, lo que será hasta la muerte y más allá. Esta sola palabra... no: eran dos... estas dos palabras fueron las que le hicieron comprender. Ahora lo veo claro. Se levantó súbitamente y se apartó de mí. Me dijo que necesitaba doce horas para pensarla y que a la mañana siguiente, en la iglesia del pueblo, me daría la contestación. Amigo Brand, seguramente me creerá usted un majadero, un fatuo, pero de fijo no me encuentra usted tan idiota como a mí mismo me parezco al recordarlo. Estaba absolutamente seguro de que ella era ya mía; tan seguro que cuando ella llegó y nos encontramos solos en la casa de Dios no corrí hacia ella con el anhelo del suplicante enamorado, sino que la llamé a mí desde las gradas del presbiterio en que me hallaba, como si fuera ya su esposo y tuviera el perfecto derecho de hacerla venir. Y su respuesta no fue la que yo aguardaba, sino esta otra: «No puedo casarme con un chiquillo».
La voz de Garth quedó ahogada en su garganta al pronunciar la última palabra. Tenía la cabeza hundida entre las manos. Había llegado al punto en que todo había concluido, en que su vida de antes, optimista y bella, cesó para siempre.
En la habitación reinó un extraño silencio. La voz anhelante había vertido todo su caudal de amor y dolor en aquella confesión de un alma toda juventud y pasión por la belleza; de un corazón cuyos altos ideales le habían preservado de caer en la red de mezquinos y frívolos amores, pero que había ardido en la sagrada llama al encontrar al fin el verdadero amor.
El doctor se estremeció como si el frío de una iglesia vacía llegara hasta sus huesos. Él sabía cuánto más dolorosos, más crueles habían sido los hechos de como Garth Dalmain los refería. Él conocía la pregunta humillante, cruel: «¿Qué edad tiene usted?» Juana se lo había confesado todo. Él sabía cómo la gloria de aquel amor se había convertido para Juana en amargura al recordar la propia felicidad y cómo aquella amargura había ido a herir de rechazo al hombre que la amaba. Todo ello lo sabía el doctor Brand de un modo abstracto; ahora lo tenía ante sí palpable, real. El fiel enamorado de Juana revivía en sus tinieblas la escena dolorosa que el olvido no cubriría jamás con su espeso velo.
El doctor se inclinó hacia Garth y puso tiernamente una mano sobre su espalda.
—¡Pobre amigo mío! — dijo —. ¡Pobre y querido amigo!
Y durante largo rato reinó el más absoluto silencio.