XXXV

LA RECOMPENSA DE «NURSE» ROSEMARY

—Míster Dalmain — dijo «nurse» Rosemary con paciente insistencia—, le ruego una vez más que se siente y preste un poco de atención a la mesa del té. ¿Cómo puede usted acordarse del lugar que ocupan las cosas si está usted saltando, moviéndose y colocando su silla en las más raras posiciones? Hace un momento, cuando golpeó usted la mesa para llamar mi atención, que estaba absolutamente fija en usted, metió usted la manga en su taza y estuvo a punto de hacerme derramar el contenido de la mía. Si no puede usted estarse quieto, llamaré a Margarita para que le ponga un babero y le siente en una silla alta.

Garth estiró las piernas ante sí, alzó los brazos sobre su cabeza y se echó a reír, gozoso al oír la graciosa amenaza de «nurse» Rosemary.

—Entonces tendría que gritar: ¡«Nurse», por favor, que me bajen de aquí! Y usted, que se está volviendo tan despótica, me contestaría, frunciendo el ceño: «Si dice usted bien el verso le bajaré al instante». ¿No sabe usted la historia de Tommy diciendo versos?

—Me la ha contado usted por lo menos una docena de veces en las últimas cuarenta y ocho horas — dijo «nurse» Rosemary, pacientemente.

—¡Oh, qué lástima! ¡Tenía tantas ganas de contarla ahora! Si usted hubiese sido, en verdad, la agradable y simpática personilla descrita con tanto calor por sir Deryck me hubiera contestado: «No, y me gustaría mucho oírla».

—Pues bien — dijo «nurse» Rosemary—; no, y me gustaría mucho oírla.

—¡Demasiado tarde! Estas cosas, para tener algún valor, han de ser espontáneas. No necesitan ser verdad, pero sí parecerlo. Y ahora, a propósito de su amenaza del babero y la silla alta... Siempre que usted habla en broma, habla exacto» mente igual que Juana, y hasta dice las mismas cosas que «Ha diría. «¡Oh, mi peluca!» Esta, ¿sabe usted?, es la única interjección usada por la duquesa de Meldrum. Cuando te oímos decir «¡por mi peluca!», todos procuramos no mirarla. Porque hay que advertir que la auténtica peluca de Su Excelencia suele estar siempre ligeramente torcida. El tucán no perdona ocasión de tirarle de ella cada vez que pasa por su lado. ¡Es un bicho tan encantador!.

—Bueno. Déme usted una tostada para que le ponga manteca en ella y no me cuente más historias de la Duquesa. ¡No! Este no es el plato de las tostadas. Ya le dije yo que había perdido la cabeza... Ese platito pequeño que está a su derecha. Imagine que soy la señorita Champion y démelo con la misma gentileza que se lo daría a ella.

—Es fácil creer que usted sea Juana. ¡Es tan parecida su voz a la de ella! — dijo Garth —. Y, sin embargo, yo no sé por qué... no he asociado nunca en mi imaginación sus personalidades. Bastó una pequeña frase del doctor Rob para darme clara idea de la diferencia. Dijo el bueno del doctor que tenía usted el cabello en rizos sueltos y rubios. ¡Es imposible imaginar una Juana con la frente ornada de rizos sueltos y rubios! Sólo esta sencilla frase salvó la situación. De otro modo, en aquellos primeros días, su voz hubiera acabado por volverme loco. Aun así, muchas veces me preguntaba a mí mismo si podría soportarlo. Ahora comprende usted por qué, ¿verdad? Y, sin embargo, su voz de usted no es, en todos los aspectos, igual a la de ella. La de ella es más profunda y más apasionada; tiene un acento algo peculiar, y cuando habla suele usar multitud de expresiones vulgares, poco cultas, pero muy gráficas; la de usted, en cambio, es monótona y pulida Como corresponde a toda pulcra personilla. Tiene usted lo que los maestros llaman «una correctísima dicción». Sería muy gracioso oír hablar a Juana y a usted juntas, y, sin embargo..., no sé por qué... me parece que estaría sobre ascuas durante toda la conversación.

—¿Por qué?

—Porque me causaría verdadero terror pensar que pudieran no gustarse mutuamente. Ya ve usted, señorita Gray; usted ha sido realmente’ en cierto modo, más que nadie para mí en este mundo, y ella... ella es todo mi mundo — dijo Garth Dalmain sencillamente—. Me causaría un gran dolor que ella no apreciara a usted en todo lo que vale, o que usted no la comprendiera a ella plenamente. Y es que ella tiene un modo especial de mirar a las gentes de pies a cabeza, y esto a las mujeres, sobre todo a las lindas y pulcras mujercitas de pelo alborotado, no suele agradarles. ¿No le parece?

—Lo único que me parece es que va usted a tirar su taza de té si se empeña en no estarse quieto.

—Una vez — continuó Garth con aquel gozo en la voz que presagiaba siempre una historia en la que invariablemente figuraba Juana—, una vez estaba invitada con nosotros en Overdene una señora excesivamente simple y presumida. Siempre fué para nosotros un misterio por qué se contaba dicha señora entre los «invitados selectos» de la Duquesa, como no fuera porque la Duquesa gozaba en extremo contando historias de ella y nosotros no podíamos apreciar la habilidad del relato sin conocer al original. Era bastante linda, pero muy afectada; semejaba una muñeca de bazar, y, sobre todo, no podía sufrir que la atención de las gentes no fuera toda para ella. No se entablaba una conversación en que no nos refiriera punto por punto sus éxitos y sus conquistas, siempre los mismos. Llegamos a cansamos y rogamos a Juana que viera el modo de quitarle tan aburrida costumbre, pero ella nos contestó con su buena gracia habitual: «¡Bahl Después de todo, muchachos, a vosotros no os hace ningún daño y ella disfruta así. Dejadla estar». Juana solía ser muy indulgente y afable con las gentes cuando sospechaba que habían sido invitadas para servir de diversión a los demás. Odiaba esta clase de burlas. Bueno: pues una tarde, después del té, estábamos un pequeño grupo de íntimos en el hall, alrededor del fuego. Teníamos que hablar reservadamente con Juana y aguardábamos la ocasión propicia. Era por Navidad. En la chimenea de campana chisporroteaban alegremente los troncos de leña. Las cortinas de rojo terciopelo estaban corridas cubriendo la puerta del hall y las ventanas que daban a la terraza. Tommy, colgado de su percha, estaba en el centro del grupo, vigilando atentamente el momento en que cualquiera de nosotros tirase la colilla de su cigarro. Fuera estaba todo cubierto de nieve, y reinaba el maravilloso silencio blanco, ese silencio penetrante que reina cuando árboles, campos y senderos están cubiertos por un pie de sudario de brillante blancura. Yo soy siempre el primero en salir a ver la nieve... ¡Ay! Me olvidaba... Ya no veré nunca más la nieve, mi blanca amiga... Pero no importa: ya es algo recordar que se ha insto y sentir en tomo el maravilloso silencio de la nieve más claro y penetrante que nunca. Quizá este invierno sea yo también capaz de decir antes que nadie: «Ha habido una tempestad de nieve esta noche...» Pero... ¿qué le estaba contando? Ah, sí; ya recuerdo. Era a propósito de la pequeña mistress Fussy[19]. Bien: pues todas las señoras habían ido a vestirse para la comida, excepto Juana, única capaz de hacerlo en media hora, y mistress Fussy, que no se decidía a abandonamos por creerse a sí misma ¿el centro de atracción que nos retenía congregados en el hall. Era el caso que aguardábamos quedamos solos para comunicar a Juana noticias de cierto mocito amigo de todos y oficial de la guardia que había cometido una fechoría un poco gorda y estaba a punto de perder su carrera. Su coronel era amigo antiguo de Juana, y ella la única persona que, en concepto de todos nosotros, podía mejorar algo la suerte del pobre Bill. En consecuencia, mistress Fussy estaba allí de trop[20] y no lo comprendía. Juana estaba sentada de espaldas a todos nosotros con los pies sobre el guardafuegos. En cambio, la pequeña Fussy charlaba sin interrupción de sí misma y de sus conquistas, sin sospechar siquiera que hubiéramos deseado tenerla por lo menos en Jericó. Juana leía, al parecer imperturbable, el periódico de la tarde; no obstante, sentía la inquietud del ambiente. Después... ¡Ah! No puedo, no puedo, no puedo contar cómo sucedió. Acabo de recordarlo ahora. Juana nos hizo prometer a todos que no la descubriríamos. Baste saber que tuvimos tiempo de confabularnos; que la carta que había de salvar, y salvó en efecto, al calavera de Bill fue escrita por Juana y salió en el correo aquella misma tarde. Y que la señorita Champion bajó puntual a la hora de la comida, mejor vestida que ninguna de ellas. Todos sentimos muy de veras el silencio que nos hizo prometer: cada uno de nosotros hubiera deseado ser el primero en contarle el incidente a la Duquesa. Pero, es curioso, hay que hacer siempre lo que ordena Juana.

—¿Por qué?

—¡Oh, no lo sé! No puedo explicarme el porqué. Si usted la conociera, no necesitaría preguntarlo. ¿Quiere usted pastel, señorita Gray?

—Gracias. ¡Ahora ha ido bien!

— ¡Ahora ha ido bien! — repitió Garth—. He aquí cuatro palabras enérgicas que Juana. hubiera dicho igualmente en igual caso. ¿No es particular que, después de estas largas semanas de hallar su voz de usted parecida a la de ella, mañana haya de encontrar la de ella parecida a la de usted?

—Oh, no lo pensará usted siquiera — dijo «nurse» Rosemary—. Cuando la tenga a ella no tendrá pensamientos para los demás.

—¡Ciertamente; pero pensaré a pesar de todo! — exclamó Garth—. Y echaré a usted mucho de menos, mi pequeña Rosemary. Nadie, ni aun ella, puede ocupar su sitio. Y, ¿sabe usted? — el ciego se inclinó y una profunda expresión de dolor nubló la alegría que momentos antes reflejaba su semblante—, empiezo a estar inquieto, desasosegado. Ella no me ha visto desde mi desgracia. Temo causarle mala impresión. ¿Cree usted que me encontrará muy cambiado?

Juana miró a aquel rostro sin vista, vuelto hasta ella con tanta ansiedad. Recordó la mañana de su llegada al castillo, cuando el ciego se creyó solo con el doctor Rob y dejando el refugio de la pared se volvió para hablar con el pequeño Napoleón de los brezales, y ella pudo ver su rostro por primera vez. Recordó que entonces se había vuelto de cara hacia la chimenea para que el doctor Rob no viera las lágrimas que corrían por sus mejillas. Y miró de nuevo a Garth, y una ternura infinita inundó su alma. Echó una ojeada al reloj. No podía sostener aquella situación por más tiempo.

—¿Tan mal estoy? — preguntó Garth. Y su voz temblaba.

—No puedo contestar por otra mujer — dijo «nurse:» Rosemary—, pero creo que su figura y su rostro de usted, tal como son, pueden hacerla muy dichosa.

Garth se sonrojó; se sentía consolado y satisfecho, pero ligeramente sorprendido también. Había en la voz de «nurse» Rosemary, al pronunciar aquellas palabras, un matiz que él no podía comprender.

—Pero es que ella no está habituada, como usted, a mis costumbres de ciego — continuó—. Temo parecerle torpe, desgraciado. Ella no ha vivido en el reino de las tinieblas como usted. Ella no conoce todas nuestras pequeñas artimañas de cordones, muescas y señales. ¡Oh, pequeña Rosemary! Prométame que no me dejará mañana. Yo quiero a Juana, ¡Dios sólo sabe cómo y cuánto la quiero! Pero temo, temo... temo a las pequeñas cosas de la vida diaria, que tanto se agrandan en la obscuridad... Temo no saber vivir cuando me falte mi nunca vista y afectuosa guía. En principio me pareció una feliz casualidad que usted hubiera decidido irse precisamente el día que debía llegar ella; mas ahora, precisamente porque ella viene, yo no puedo dejar que usted se vaya. Tenerla a ella será algo maravilloso, algo tan grande que yo no lo merezco... pero no será lo mismo que tenerla a usted.

«Nurse» Rosemary recibía también su recompensa; recompensa plena, magnífica. En cuanto pudo hablar, dijo dulcemente:

—No se preocupe por eso, míster Dalmain. Créame usted: en cuanto ella haya estado a su lado cinco minutos le comprenderá igual, igual que yo. Y ¿cómo puede usted saber que ella no ha vivido en el reino de las tinieblas? Lo que hizo una enfermera por adquirir nueva habilidad en su profesión, la mujer que le ama lo hará por amor a usted.

—Si no fuera de usted, sería un rasgo muy de ella — dijo Garth, y de nuevo una sonrisa de viva alegría iluminó su rostro—. ¡Oh, Juana, Juana! ¿Estará ya en camino?

«Nurse» Rosemary miró el reloj.

—Sí; ya está en camino — dijo. Y aunque su voz era tranquila, sus manos temblaban. Y añadió—: Hoy que es la última tarde que pasamos juntos en las circunstancias habíteles, ¿querrá usted someterse a un plan mío? Ahora tengo que subir a arreglar mi neceser y algunos paquetes. Usted se vestirá temprano, ¿verdad? Yo haré lo mismo, y si pudiera usted estar en la biblioteca a las seis y media haríamos un poco de música antes de la comida.

—Encantado, pequeña Rosemary — dijo Garth—; sabe usted que estoy siempre dispuesto a hacer música; pero ¿por qué va usted a hacer su equipaje?

—No voy a hacer mi equipaje, sino a arreglar algunos paquetes— replicó «nurse» Rosemary.

—Es lo mismo; todo ello significa marcha. ¿No me había prometido que no se iría hasta que ella viniera?

—No me iré... hasta que ella venga.

—Y le dirá usted... todo lo que ella debe saber.

—Le diré todo lo que yo sé que pueda servir a usted de alivio o de comodidad.

—Y ¿no me dejará usted hasta que esté realmente bien... completamente bien del todo?

—No la dejaré nunca... mientras me necesite — dijo «nurse» Rosemary.

Y otra vez notó Garth aquel matiz particular en su voz. Se levantó y fue hasta el sitio donde ella estaba.

—¿Sabe usted, señorita Gray, que es muy raro en usted un movimiento de amistosa cordialidad? — dijo con emoción.

Y tendiéndole ambas manos añadió—: Ponga siquiera una vez sus manos en las mías, pequeña Rosemary. Quiero darle gracias por todo.

Hubo un momento de vacilación por parte de la secretaria. Dos manos morenas y fuertes, fuertes y capaces, aunque entonces temblaran, se adelantaron casi hasta tocar las del ciego, pero fueron retiradas a tiempo. La hora de Juana aun no había llegado. Aquél era el momento del triunfo de «nurse» Rosemary, y no era justo privarla de una recompensa tan merecida.

—Esta noche, después de la música — dijo en voz muy baja —, estrecharé su mano. Ahora tenga cuidado,* señor. Está usted desviado. Aguarde. Éste es el cordoncito del jardín, hacia su izquierda. Vaya a respirar un poco de aire puro a la terraza y cante aquella canción tan linda que cantaba esta mañana... Ahora que ya sabe «lo que va a suceder», goce de este bendito día de mayo a pleno pulmón. Adiós, señor. Hasta dentro de una hora.

—¿Qué le ocurre a la pequeña Rosemary? —musitó Garth, mientras se guiaba con su bastón hacia la terraza—. Desde que vino el correo ha habido momentos en que no me ha parecido la misma de siempre.

Echó a andar; una ligera arruga nublaba su frente. De pronto se detuvo, echándose a reír.

—¡Bah! — dijo—. ¡Necio presumido! Era que pensaba en su novio, sin duda alguna; va a verle mañana y su pensamiento es todo de él, exactamente igual que el mío es hoy todo de Juana. ¡Oh, querida, buena e inteligente pequeña Rosemary! ¿Será él digno de ti? No; no puede serlo. Menos mal si siquiera reconoce que no lo es. Esto ya es pedir algo más razonable. Espero que la recibirá como ella se merece... De todos modos, me disgusta enormemente que se vaya con él. ¡Oh, que lo ahorquen!, como diría Tommy, el guacamayo de la Duquesa.

El rosario
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