XIII
Noche de luna en el desierto.
Juana había pedido que se le sirviera el café en la terraza del hotel a fin de perder lo menos posible del místico encanto de la noche. Envueltas en la blanca y transparente luz, las pirámides parecían más altas y macizas; la Esfinge, más impregnada de misterio.
Juana se había prometido a sí misma bajar a dar una vuelta, a la luz de la lima, antes de retirarse. En tanto, sorbía su café, recostada en el cómodo sillón de mimbres, abandonándose por entero a la sensación de soñador bienestar que en todo ser bien constituido suele seguir a un violento esfuerzo físico. Pensaba en Garth, acaso a la evocación de aquella noche de luna, y sus pensamientos eran dulces y tranquilos.
Como en esta noche, la luna brillaba;
su liquida plata las hojas besaba
con su dulce beso...
¡Ah! ¡Cómo conocía el gran poeta el efecto que sobre el corazón causa el vivo recordar de los sentidos! Juana se sentía ahora enteramente poseída por el hechizo de la noche. La voz armoniosa de Garth parecía envolverla entonando desde todas partes el sagrado versículo:
Alumbra con la eterna luz las tinieblas de nuestros ojos.
Después, desde el fondo de la noche argentada y azul, los hermosos ojos de Garth parecían contemplarla amorosamente; Juana cerró los suyos para verles mejor. Aquella noche no temía las miradas del hombre amado. ¡Eran tan tiernas; estaban tan llenas de amor!
No había en ellas ni sombra de reproche. ¡Ay! ¿Por qué había ofendido tanto al que adoraba con sus temores para el provenir? Ahora su corazón estaba inundado de esperanza, desbordante de confianza plena en él y en sí misma. Pensaba que si Garth hubiera estado allí con ella aquella noche, hubieran salido juntos y, sentándose sobre alguna piedra caída, bajo la caricia de la luna, hubiera ella permitido a su adorado que se arrodillara a sus pies y la contemplara a su sabor. No: aquella noche no hubiera retrocedido ante la mirada insistente de aquellos ojos tan queridos. Antes bien, le diría: «Tuyo es mi rostro, Garth; mírame cuanto quieras. Es verdad que por amor a ti yo lo desearía más bello, pero si así es de tu gusto, ¿por qué, Dal, amor mío, lo he de esconder de ti?»
¿Cuál era la causa de esté cambio en los pensamientos de Juana? ¿Acaso era efecto también de la prescripción de Deryck Brand? Este nuevo punto de vista, ¿era más sano y razonable que aquel otro que la había llevado, tras la infinita angustia del remordimiento, hasta la dolorosa decisión? ¿Por qué pensaba ahora modificar su itinerario y, en lugar de partir para el Nilo, Constantinopla y Atenas, decidía tomar el vapor que, saliendo de Alejandría al día siguiente, la llevaría a Londres en una semana? Una vez en su patria buscaría a Garth, haría ante él confesión general y pondría en sus manos su porvenir y su felicidad. No se le ocurría dudar de que Garth la amaba todavía... Y al solo pensamiento de llamarle y de decirle franca y sencillamente toda la verdad, creía tenerlo junto a sí y sentir la presión de sus brazos y el dulce peso de la cabeza del amado apoyada sobre su corazón. ¡Oh los ojos luminosos y adorados! ¡Oh, Garth, Garth...!
—Hay algo que esta noche me parece clarísimo — pensaba Juana—. Si Garth me desea todavía, si me necesita, si me ama, no debo vivir por más tiempo lejos de él... Es preciso que corra a su lado.
Y abría los ojos mirando fijamente a la Esfinge. Todas las razones que con tal fuerza habían pesado en Shenstone sobre su determinación huyeron de su mente en veinte segundos.
Y de nuevo cerraba los ojos para ver en el recuerdo la imagen adorada, y juntaba apasionadamente las manos sobre el pecho.
—Me arriesgaré;-se dijo. Y una alegría profunda y nueva despertó en su corazón.
Un grupo de viajeros ingleses salió del comedor y se dirigió a la terraza con gran alboroto. Habían llegado aquella tarde y acababan entonces de comer. Juana no había fijado todavía su atención en ellos. Eran una hermosa señora y su hija, dos hombres jóvenes y un caballero anciano de aspecto militar. Su presencia no interesó ciertamente a Juana, pero interrumpió su sueño, pues el alegre grupo fué a sentarse junto a ella, y en el más correcto y elegante inglés continuó la conversación en alta voz, con el mismo desembarazo que si estuvieran solos. Uno o dos extranjeros que soñaban también, sorbiendo su café y fumando su cigarrillo, se levantaron y fueron a buscar bajo las palmeras un lugar más tranquilo. Juana hubiera hecho otro tanto de buena gana, pero no tenía valor para romper el encanto de la proximidad espiritual de Garth que allí la retenía. Así, permaneció quieta donde estaba. El caballero de más edad sostenía en su mano una carta y un ejemplar del Moming Post acabado de recibir de Londres. El animado grupo discutía las noticias contenidas en la carta y en el suelto del periódico que indudablemente habían leído antes en alta voz.
—¡Pobre chico! ¡Qué lástima!-decía la señora.
—Yo preferiría haber muerto instantáneamente — exclamó la muchacha—. Y estoy segura de que él también lo hubiese preferido.
—¡Eso no! — dijo uno de los jóvenes, inclinándose hacia ella—. La vida es dulce, sea como sea.
—¡Oh, sí! ¡Pero ciego! — repetía, estrechándose, la voz juvenil de la muchacha—. ¡Completamente ciego para toda la vida! ¡Es horrible, horrible!
—¿Y ha sido con su propia escopeta? — preguntó la dama—. No comprendo cómo iba a cazar en el mes de marzo...
Juana sonrió bajo la luz de la luna, con amarga sonrisa. El amor apasionado a los animales, el respeto a sus vidas humildes, aun a la del más pequeño insecto, eran para ella — como el culto de la belleza lo era para Garth — casi una religión. Por eso no solía compadecer a los que eran víctimas de accidentes de caza. Cuando los que iban a herir eran heridos, cuando los que salían a divertirse causando crueles sufrimientos sufrían a su vez y, dispuestos a destrozar la vida palpitante de otros seres, perdían la propia, todo ello parecía a Juana justa compensación. No sentía lástima alguna ni se esforzaba por fingirla. Por eso sonreía ahora fríamente, pensando: «Dos ojos menos para mirar a lo largo de una escopeta afinando bien la puntería; una mano que nunca más levantará el gatillo... Una probabilidad más de vida para el noble venado que va a unirse a la inocente cervatilla en el fondo del valle.»
En tanto, el caballero de aspecto militar había afirmado los lentes sobre la nariz y sostenía cerca de la luz los pliegueci— llos de su carta-
—No — dijo después de un instante—; las partidas de caza han terminado ya— En esta época no hay nada que hacer en los brezales.
—Entonces ¿no estaba cazando? — preguntó la muchacha.
—No —? replicó el caballero —, y eso es lo más triste. Ha— cíá ya dos años que había abandonado por completo la caza. En realidad, jamás había sido gran aficionado a ella, pues amaba más que nada la belleza de la vida y detestaba la muerte en todas sus formas. Por el contrario, el desgraciado se hallaba en su magnífica posesión del Norte y se ocupaba pacíficamente en pintar. Parece ser que pasaron unos mozos cazando conejos y persiguiendo cruelmente a uno de estos animalillos, que se desangraba mal herido. Entonces él saltó la cancela para reconvenirles y evitar al animal nuevos sufrimientos. Uno de los mozalbetes, indudablemente asustado, soltó sin querer el gatillo de su escopeta; el disparo íúé a dar contra un árbol y luego rebotó. No le dió de lleno; en la cara no tiene sino pequeñas rozaduras y el cerebro está intacto, pero la retina ha quedado desprendida por completo y la vista irremisiblemente perdida para siempre.
—Es un caso verdaderamente espantoso — dijo uno de los muchachos.
—No comprendo que pueda no gustar la caza — observó el que no había hablado todavía.
—Lo comprendería — dijo el militar — si hubiera conocido a ese desgraciado joven. La vida se desbordaba tan plenamente de su persona que era imposible imaginarle muriendo o dando la muerte. Su adoración por la belleza era casi una forma de religión. Yo no sé explicar cómo, pero él era capaz de hacernos admirar la belleza en donde ni siquiera podíamos sospechar que existiera. Y ahora, ¡pobre muchacho!, ya no volverá a verla jamás, jamás...
—¿Tiene madre?— preguntó la señora.
—No, no tiene a nadie; está completamente solo. Claro que no le faltan amigos a docenas; era el hombre más popular de Londres y hubiera podido hospedarse en todas las casas del reino con sólo enviar una postal anunciando su llegada. Pero no tenía familia, según creo, y no quiso nunca casarse. ¡Pobre muchacho! Ahora ya no podrá ser tan exigente... Hubiera podido elegir entre las jóvenes más bonitas, ricas y distinguidas. ¡Pero no! Sostenía con ellas buena amistad y nada más. Sólo amaba a su arte. Y ahora, según dice lady Ingleby, yace en su caserón del Norte, en perpetua obscuridad, abandonado y solo...
—¡Oh! Hablemos de otra cosa — exclamó la muchacha, echando hacia atrás su silla y levantándose—. Quiero olvidar todo eso. ¡Es horriblemente triste! ¡Qué espantoso debe de ser despertarse y no saber si es de día o de noche, y permanecer siempre en la obscuridad y saber que existe la luz...! Por Dios, salgamos y hablemos de cosas más alegres...
Se levantaron todos; uno de los jóvenes puso su mano sobre el brazo de la muchacha, aprovechando aquel instante de emoción.
—Olvida todo eso, querida — dijo—; salgamos a admirar la vieja Esfinge a la luz de la luna.
Dejaron la piazza, seguidos por el resto del grupo. El caballero de aspecto militar dejó el Moming Post sobre la mesita y se detuvo un instante a encender su cigarro.
Juana se levantó del sillón y se dirigió hacia él.
—¿Puedo mirar este periódico?-dijo sin más preámbulos.
—Ciertamente — replicó él con cortesía. Y después, observándola con atención, añadió:
—¡Oh! ¿Es usted, señorita Champion? ¿Cómo sigue usted? No esperaba, en verdad, verla por estos lugares.
—¡General Loraine! Su rostro me pareció familiar desde el primer momento, pero no le había conocido. Muchas gracias, me quedo aquí con su periódico. Pero no deje por mí a sus amigos. No quiero retenerle; ya nos veremos luego.
Juana aguardó a que estuvieran lejos, a que el eco de sus voces y sus risas se apagara en la distancia. Entonces volvió a su sillón donde momentos antes le había parecido tener a Garth tan cerca. Y una vez más miró a la Esfinge y a la pirámide colosal bañada en la luz de la lima.
Después cogió el periódico y lo desplegó.
Alumbra con la eterna luz
las tinieblas de nuestros ojos.
¡Sí... era Garth Dalmain... su Garth, el de los ojos luminosos y dorados,.quien en un viejo caserón del Norte yacía ciego, abandonado y solo!