XVIII
De pie sobre la piel de oso que servía de alfombra, de espaldas al fuego de leña que ardía en la chimenea, aguardaba el doctor Mackenzie, más conocido entre sus amigos con los nombres de «doctor Rob» o «el viejo Robbie», según los diferentes grados de intimidad.
Al entrar Juana en la biblioteca se encontró frente a un hombre de baja estatura y anchas espaldas, que vestía un chaleco de piel de nutria, bastante usado, y un gabán de color claro, excesivamente largo para su talla. El doctor se mantenía en napoleónica actitud: las piernas separadas, los brazos cruzados sobre el pecho, los hombros levantados y la mirada fija delante de sí. El color de su rostro era amarillento; su nariz, romana; su mandíbula inferior se adelantaba en magnífico gesto, y sus labios se plegaban en un solo trazo, signo inconfundible de energía. Y, sin embargo, no tenía nada de imponente y daba más bien la impresión de un pobre hombre de cara colorada y franca, nariz alegremente respingada hacia el cielo, barba puntiaguda y bigotes caídos. Lo único notable de su fisonomía era un par de penetrantes ojos azules que, cuando se fijaban en alguien, desaparecían casi bajo la maraña de las rojas cejas y aparecían sólo como dos puntos luminosos de color turquesa.
Hacía apenas dos minutos que Juana estaba en su presencia y ya se había dado cuenta de que, cuando la mente del doctor trabajaba, el napoleónico doctor quedaba enteramente inconsciente de su ser corporal, lo cual le llevaba a hacer la mayo? parte de las cosas de un modo automático. Acerca de esta particularidad, tan rápidamente observada por Juana, solían decir sus compañeros: «Mientras Robbie afila los lápices por docenas, el doctor Mackenzie combina excelentes recetas».
Cuando Juana entró en la habitación, el «viejo Robbie» miraba con fijeza una carta que tenía en las manos y que la enfermera adivinó instintivamente ser la de Deryck Brand. Cuando, transcurrido un instante, los levantó hasta ella, se reflejó en las penetrantes pupilas azules una inconfundible expresión de sorpresa. Abrió la boca como para hablar, pero inmediatamente la cerró sin pronunciar palabra y volvió a repasar la carta de Deryck.
Juana aguardaba en silencio respetuoso, y las palabras de Deryck flotaban como un bálsamo sobre la agitación que la atormentaba. «La mente del pueblo gaélico camina lentamente, pero con seguridad.»
Por último, el hombre chiquitín de la napoleónica actitud alzó de nuevo los ojos hasta Juana... y en verdad, no tuvo que levantarlos poco.
—«Nurse»... ¿qué? — preguntó.
—Rosemary Gray — replicó Juana, humilde y cortésmente. Al escucharse a sí misma le pareció estar representando una función de aficionados en el teatrillo de Overdene. Sólo faltaba la Duquesa golpeando el suelo con su bastoncillo y rogando con cierta viveza a su sobrina que tuviera la bondad de elevar la voz.
—¡Ah, vamos! — dijo el doctor Mackenzie—. Ya, ya sé... Después fijó obstinadamente la mirada en el extremo más distante de la alfombra, cruzó ésta lentamente y fue a coger una brizna de esparto que había sobre ella; examinó con minuciosa atención la susodicha brizna, puso un extremo en sus dientes y empezó a masticarlo tranquilamente.
Juana se preguntaba en vano cuál debía ser su actitud en aquella interview tan extraña, en la cual su interlocutor no tomaba asiento ni le indicaba a ella que lo tomara. Debía habérselo preguntado a Deryck, quien, por su parte, empleaba tan distinta conducta con sus enfermeras, que eran bien conocidas como suyas las siguientes palabras: «Mi querida “nurse Fulana”, le ruego que se siente. Los que por obligación hemos de permanecer muchas horas de pie debemos adquirir la costumbre de sentarnos cómodamente siempre que nos sea posible».
Pero el hombrecillo que estaba ante sí no tenía, por lo visto, el mismo modo de pensar que Deryck Brand. Y Juana permanecía de pie, contemplando cómo el trocito de esparto que el doctor masticaba, implacable, se iba acortando pulgada tras pulgada. Cuando desapareció del todo, el doctor recobró el uso de la palabra.
—Así es que ya está usted aquí, «nurse» Gray — dijo.
«Verdaderamente la imaginación dé un escocés camina con lentitud», pensó Juana. Y sintió una viva alegría al deducir, por el tono de voz del doctor, que éste aceptaba plenamente su personalidad. Deryck no se había equivocado.
—Sí, señor; ya estoy aquí — contestó Juana en él mismo tono.
Siguió otro largo silencio. Un pequeñísimo fragmento de la brizna de esparto apareció y desapareció entre los dientes del doctor antes de que volviera a hablar.
—Me alegro mucho de que esté usted aquí, «nurse» Gray.
—Y yo me alegro mucho de estar aquí, señor — dijo Juana, muy seria.
Ahora le parecía más que nunca hallarse en el pequeño escenario de Overdene; casi creía escuchar las exclamaciones de la Duquesa entre bastidores. La comedia iba por muy buen camino.
De pronto comprendió que durante aquellos largos instantes la mente del doctor había estado trabajando en algo de más importancia que aquella bienvenida trivial. Ahora se había vuelto bruscamente hacia ella y las brillantes turquesas de sus ojos relucían bajo las hirsutas cejas rojas, mientras escudriñaban cuidadosamente el rostro de la enfermera. Al fin rompió a hablar con una rapidez extraordinaria, haciendo muchos gestos y arrastrando lamentablemente las erres y las eses.
—Desde luego comprendo, señorita Gray, que ha venido usted aquí, más que para cuidar el cuerpo de nuestro enfermo, para atender a su espíritu. Lo sé. No hay, pues, necesidad de que se moleste usted en explicármelo. Lo sé porque me lo ha dicho el doctor Brand, quien deseaba una «nurse» que pudiera cumplir a conciencia la difícil tarea de compañera y secretaria del enfermo, y para ello ha comprometido a usted. Estoy de perfecto acuerdo con la prescripción del doctor Brand, y si usted me lo permite, añadiré que admiro sus ingredientes.
Juana se inclinó en silencio, perfectamente posesionada de su papel. ¡Cómo hubiera aplaudido la Duquesa! ¡Qué personilla tan insufrible aquel doctor montañés! Juana tuvo tiempo de pensar todo esto mientras el napoleónico doctor cruzaba de nuevo la habitación, se detenía ante la mesa de lectura y examinaba con toda atención una antigua mancha de tinta que ostentaba el tapete. Cerca de ella descubrió una minúscula gota de cera, que rascó con la uña; reunió cuidadosamente los fragmentos y los arrojó a los carbones de la chimenea. Contempló con creciente interés cómo se derretían y llameaban; después, el doctor Mackenzie giró sobre sus talones y sorprendió en los ojos de Juana una inconfundible mirada de impaciencia.
—Por lo tanto, señorita Gray, tengo muy poco que decir a usted respecto al tratamiento — terminó tranquilamente —v Usted habrá recibido ya detalladas instrucciones del propio doctor Brand. Lo más importante, en este momento, es conseguir que el paciente vuelva a interesarse por el mundo exterior. La tentación de las personas que pierden la vista súbitamente es llegar a formarse un mundo de recuerdos, de visiones del pasado, de imaginaciones, que forman para ellos el verdadero mundo visible: su mundo.
Juana no pudo reprimir un vivo movimiento de atención e interés. Al fin escuchaba algo importante de labios del excéntrico doctor escocés. No se reducía, por lo visto, toda su ciencia a recoger las briznas de la alfombra y rascar las manchas del tapete.
—¿Sí? — dijo Juana—. Le ruego que continúe instruyéndome, doctor.
—Ésta — continuó el escocés — es la principal dificultad que ofrece la curación del señor Dalmain. Al parecer, no hay nada capaz de ligarle de nuevo al mundo exterior. Se niega a recibir visitas; no quiere que se le lean las cartas... Pasan las horas sin que se le oiga pronunciar una sola palabra. Excepción hecha de los monosílabos que cambia conmigo o con su ayuda de cámara, podría usted creer que nuestro enfermo ha perdido el uso de la palabra al mismo tiempo que el de la vista. Aunque le oiga usted expresar el deseo de hablarme a solas, no salga usted de la habitación. Vaya usted hasta la chimenea y permanezca allí, en silencio. Quisiera que se diera usted cuenta de cómo, cuando él quiere, puede hablar y aun levantarse sin gran esfuerzo. Lo más importante, y lo más duro también, de su misión de usted, señorita Gray, será ayudarle día por día a renacer en su nueva vida... La vida de un hombre ciego, es cierto, mas no por eso, fatalmente, la vida de un hombre inactivo. Ahora que las heridas están curadas, que todo peligró de inflamación ha desaparecido, puede ya levantarse, moverse, empezar a guiarse, como otros tantos lo hacen, con ayuda del oído y del tacto. Garth Dalmain era artista de profesión; ya nunca volverá a pintar, es cierto. Pero hay otros dones que pueden servir de acicate, de estímulo, a una naturaleza artística.
Aquí el doctor se detuvo súbitamente. Acababa de descubrir otra mancha de grasa sobre el tapete de la mesa. Se dirigió hacia ella, pero antes de llegar dio media vuelta y, con la rapidez del relámpago, se acercó a Juana y le disparó la siguiente pregunta:
—¿Sabe usted si nuestro enfermo conoce la música?
Pero Juana estaba de guardia contra toda clase de sorpresas.
—El doctor Brand no se ha dignado informarme de si el señor Dalmain conoce la música o no.
—Bien — repuso el doctorcillo recobrando su napoleónica actitud en el centro de la alfombra—; si no lo sabe usted, asunto suyo es averiguarlo, Y a propósito, «nurse»; ¿toca usted el piano?
—Un poco — dijo Juana.
—¡Ah! Y me atrevería a asegurar que también canta usted... otro poco, ¿verdad?
Juana asintió.
—En este caso, mi querida señorita, debo dar a usted orden terminante de no tocar ni cantar lo más mínimo delante del señor Dalmain. Todos los que poseemos vista además de oído, soportamos de buena gana que los que tocan y cantan «un poco» nos demuestren lo escaso de su habilidad. Lo soportamos, como he dicho, porque tenemos la vista para mirar lo que nos rodea y pensar en otra cosa. Pero a un ciego, con temperamento de artista por añadidura, podría costarle cara la experiencia. Me atreveré a decir que acaso le conduciría hasta la locura, y no debemos exponernos a ello. Quizá mis palabra? le parezcan poco galantes, señorita Gray, pero el bienestar del paciente excluye toda otra consideración.
Juana sonrió. El doctor Rob empezaba a gustarle.
—Tendré el mayor cuidado — dijo — en no tocar ni cantar delante de míster Dalmain.
—Está bien — repuso el doctor Mackenzie —. Ahora permítame que le indique lo que puede usted hacer, como por casualidad. Condúzcale usted, sin decirle nada, hasta el piano. Hágale sentar en seguida en el sólido y firme asiento donde él se sienta seguro: nada de sillones giratorios o desvencijados taburetes. Hunda usted una de las teclas, como al azar, para que él pueda encontrar con facilidad las notas. Después déjelo solo; déjele expansionar su alma por medio de la armonía del sonido. Eso puede ocuparle deliciosamente muchas horas del día. Y si conoce la música (como la presencia aquí de un gran piano, sin baratijas encima, me hace suponer), puede empezar en seguida sin necesidad de cansarse en aprender el sistema Braille u otros métodos para ciegos, siempre fatigosos. Uno de ellos, no obstante, resulta sumamente sencillo. Cada nota, partiendo del la central, que es b, equivale a una letra. El ciego aprende el pentagrama como los chicos el abecedario. ¡Ja, ja! No está mal para ser de un escocés, ¿verdad, señorita Gray?
Pero Juana no reía, aunque mentalmente le parecía escuchar las risas y aplausos de la Duquesa. No, no era para reír al imaginarse a Garth ciego, sentado ante el piano, con su hermosa cabeza inclinada sobre el teclado buscando el la central con sus torpes dedos. En aquel momento le repugnaba aquel individuo que podía reírse a carcajadas en una casa donde Garth yacía en tinieblas perpetuas, y le daban de gritar, como Tommy, el guacamayo de la Duquesa: «¡Punto en boca! ¡Que lo echen a la calle de un puntapié!»
—Ahora — dijo el doctor Mackenzie de repente — lo primero que va usted a hacer, «nurse» Gray, es presentarse a nuestro enfermo.
Juana sintió que la sangre huía de todo su cuerpo para afluir a su corazón, que latió apresuradamente. Se repuso, no obstante, y aguardó en silencio.
El doctor Mackenzie oprimió el botón del timbre y apareció Simpson.
—Una botella de jerez, un vaso y unos cuantos bizcochos
—dijo el doctorcillo.
Simpson se eclipsó.
«¡Qué ocurrencia! — pensó Juana—. ¡A las once de la mañana!»
El doctor aguardaba, siempre en pie. Miraba el paisaje por la abierta ventana y no dejaba de dar furiosos tirones a su bigote rojo.
Reapareció Simpson. Colocó una bandeja sobre la mesa y volvió a salir de la habitación, cerrando la puerta tras sí con el mayor cuidado.
El doctor Rob llenó de jerez un vaso, arrimó una silla a la mesa y dijo:
—Ahora, «nurse», siéntese, bébase este vaso de vino y coma unos bizcochos.
—Pero, doctor, si no tengo costumbre. No lo hago nunca...
—No dudo que no lo hará usted nunca — interrumpió el doctor Rob — y, sobre todo, a las once de la mañana. Pero va usted a hacerlo ahora: no perdamos el tiempo en discusiones. Ha pasado usted una larga noche viajando, va usted a contemplar dentro de un momento un espectáculo doloroso, que pondrá a prueba sus nervios y su sensibilidad. Acaba, usted de celebrar conmigo una penosa entrevista y en este momento da usted gracias a Dios porque se ha terminado. Con más fervor se las dará usted cuando se haya bebido el vaso de jerez. Además, hace veintitrés minutos y medio que está usted en pie. Yo siempre estoy en pie cuando hablo, y no puedo sufrir que los que me escuchan estén sentados. Pero no hay que dudar, «nurse» Rosemary Gray, que subirá usted la escalera con paso más firme si se sienta cinco minutos siquiera al lado de esta mesa.
Juana obedeció entre sumisa y conmovida.
Al fin veía que bajo aquel chaleco de piel de nutria latía un corazón afectuoso y tierno, y comprendía que aquel exterior extravagante ocultaba una penetrante sagacidad acerca de los hombres y de las cosas. Mientras Juana bebía el jerez y mordisqueaba los bizcochos, el doctorcillo estaba atareadísimo en frotar los cristales de la ventana con su pañuelo, lo cual producía sobre ellos un ruido semejante al zumbido de
una abeja. Parecía haber olvidado por completo la presencia de la enfermera, mas cuando ésta hubo apurado el último sorbo de vino y colocado su vaso sobre la bandeja, el «viejo Robbie» se volvió y, atravesando la habitación en línea recta, colocó su mano solare el hombro de Juana.
—Ahora, «nurse» Gray — dijo—, haga el favor de seguirme allá arriba. Será conveniente que al principio hable usted lo menos posible. Recuerde que cada voz nueva que hiere la triste obscuridad en que yace nuestro pobre enfermo es para él motivo de angustia e inquietud. Hable usted, pues, poco y en voz baja, y quiera Dios Todopoderoso concederle el tacto y la inspiración necesarios para misión tan delicada.
Había ahora una gran dignidad, una poderosa autoridad, fuerte y consciente, en aquella extravagante figura que precedía a Juana escaleras arriba. Mientras le seguía, la enfermera experimentó la Sensación de que su espíritu se apoyaba en el de él, que era quien le prestaba su enérgico sostén. El inesperado fin de la última frase, tan arcaica en su forma, que casi era una plegaria, le infundía nuevo valor: «Quiera Dios Todopoderoso concederme tacto e inspiración», repetía, adivinando cuán precisas iban a serle las dos cosas. Y otra voz más lejana surgía de las profundidades de su memoria, entre la armonía severa de la música religiosa: «Siendo Tú nuestro Guía, ningún mal puede venirnos». Con paso firme, y en el más absoluto silencio, Juana siguió al doctor Mackenzie y penetró en la habitación donde, ciego, desfigurado y salo, yacía Garth Dalmain.