XXVI
—Nunca podré expresarle, señorita Gray, cuánto agradezco lo que acaba usted de hacer por mí.
Garth estaba de pie ante el abierto ventanal de la biblioteca. El sol de la mañana entraba a raudales en la habitación. El aire llevaba en sí todos los perfumes de las flores, todos los trinos de los pajarillos. Así, bañada en la luz del sol, la erguida figura de Garth aparecía nimbada también de energía y esperanza. Extendía sus manos hacia «nurse» Rosemary, pero este ademán expresaba más gratitud, más reconocimiento profundo que deseo de estrechar entre las suyas las manos de la enfermera.
—¡Y yo que he pasado estos días tratando de imaginármela divirtiéndose y me preguntaba quiénes serían sus amigos! Y hora resulta que ha permanecido usted en el saloncito del último piso en absoluta obscuridad, con los ojos vendados. (Oh! La grandeza de una acción semejante está por encima de lo que puede expresarse con la palabra humana. De todos modos — añadió sonriendo el ciego—, ¿no sentía usted algún remordimiento por su mentira, señorita Gray?
La pobre Juana sentía siempre el remordimiento; por eso contestó humilde y sinceramente:
—Sí. Sin embargo, ya le dije a usted que no iría lejos. Mis amigos de la vecindad eran Simpson y Margarita, que me han ayudado maravillosamente. Y al decir que me iba de aquí dije la verdad también, ya que el reino de las tinieblas es en, todo, distinto de este en que reina la luz.
—¡Qué gran verdad ha dicho usted ahora!-exclamó Garth—. ¡Y qué difícil es hacer comprender a los demás la soledad que en este reino de las tinieblas nos rodea! Así, nos parece que otros llegan desde otra esfera y, después de ponerse en contacto con nosotros por medio de la voz o el movimiento de cordial simpatía, regresan a ella dejándonos de nuevo en la soledad de esta noche perpetua.
—Sí — asintió «nurse» Rosemary—, y casi tememos que vengan, porque su partida hace la obscuridad más obscura, la soledad más sola.
—¿Lo ha sentido usted así también? Y, sin embargo, mientras usted ha estado en el país de las tinieblas yo no lo sentía así, sino que veía su presencia y a cada instante repetía en mi interior: «Un amigo querido y fiel está conmigo.>
Se echó a reír con un gozo tan infantil, que Juana sintió desbordarse en su corazón todo el gran tesoro que contenía de ternura maternal y tuvo que hacer un soberano esfuerzo para no traicionarse. Contempló un instante aquella figura gentil, vestida de blanco, reclinada contra el marco del ventanal, y la admiró en su varonil belleza, y la compadeció por su desamparo, por su soledad, aquella soledad y aquel desamparo a que se condenaba voluntariamente, ya que ella sólo deseaba entregarle el tesoro infinito de su ternura. Sin poderse contener, abrió los brazos, como si su deseo, semejante al imán, debiera atraerle hacia ella. Y así de pie, en la radiante luz de aquella mañana estival, continuó hablando.
Estaba verdaderamente hermosa así, con los brazos extendidos hacia él, vibrando todo su ser de apasionada ternura. Estaba hermosa y consciente de que aquel que la amaba hubiera hallado en ella la suprema hermosura. Más ¡ay! era ya demasiado tarde. Él no admiraría nunca su rostro; no lo* vería transfigurado por el amor y el sacrificio; él era... un pobre ciego.
—Míster Dalmain — decía Juana—, tengo mil pequeños detalles que contarle, pero antes de ocupamos de ellos, quiero que sepa la gran lección que he aprendido en el reino de las sombras.
De pronto se dio cuenta de que la intensa emoción que sentía daba a su voz matices que recordaban las notas de El Rosario. Se detuvo y, después de una breve pausa, recobró el tono monótono a que se había acostumbradlo en su papel de «nurse» Rosemary.
—He aprendido, míster Dalmain, que lo que es espantoso desierto para uno podría ser paraíso lleno de delicias para dos. Me he dado cuenta de que la obscuridad podría acaso ser perfecto lazo de unión para las almas. Si yo amase a un hombre que hubiera perdido la vista, me alegraría de conservar la mía para que mis ojos vieran por los suyos siempre que así lo necesitara él en las cosas vulgares y materiales de la vida; así como, si fuera rica siendo él pobre, amaría la riqueza por la utilidad que a él pudiera reportarle. Pero habría momentos en que la clara luz del día se me haría insoportable por ser algo que con él no podía compartir, y cuando llegara la noche me sentiría feliz al decirle: «Vamos, apaguemos las luces, cerremos las ventanas para que no penetre en nuestra casa la suave claridad de la luna, y sentémonos juntos en la suave obscuridad, que es él lazo de nuestros corazones».
Mientras Juana hablaba, Garth palidecía; la expresión de su rostro se endurecía visiblemente. Después, un vivo rubor se extendió hasta la raíz de sus cabellos. Retrocedió un paso como huyendo de aquella voz que le atormentaba y buscó el cordoncito que debía conducirle hasta su sillón.
—«Nurse» Rosemary Gray — dijo, en un tono tal que los abiertos brazos de Juana cayeron a lo largo de su cuerpo—, es usted muy amable al referirme esos bellos pensamientos que han llegado hasta usted en las tinieblas. Mas es de suponer que el hombre que tenga la inmensa dicha de conquistar su corazón, de poseer su amor, no tendrá la desgracia de ser ciego. Será mejor que vivan ustedes, los dos, a plena luz y que no tenga usted ocasión de demostrarle con cuánta abnegación compartiría su desgracia.
Deslizó de nuevo su mano sobre el cordoncillo y se dejó caer en el sillón.
Entonces, Juana, con indefinible sensación de desaliento, comprendió su imprudencia. Había olvidado por completo a «nurse» Rosemary, y sirviéndose tan sólo de su voz para despertar en Garth el sentimiento de lo que su amor — el de Juana — podría significar en medio de las tinieblas a que estaba para siempre condenado. Había olvidado también que Garth solo escuchaba a «nurse» Rosemary al escucharla, y que; en su deseo por darle prueba de interés y devoción acababa ¡oh, desgraciado y bien amado Garth!, ¡oh, descarada, imprudente «nurse» Rosemary! — de dirigirle una declaración de amor en toda regla. La pobre Juana se sentía entre Scila y Caribdis; al fin se resolvió a dar el chapuzón, y fue a sentarse en el sitio acostumbrado, al otro lado de la mesita.
—Precisamente — dijo —, pensando en aquel a quien usted se refiere, he podido comprender cuanto acabo de decirle. Por desgracia, mi prometido y yo hemos reñido. No sabe siquiera que estoy aquí.
Garth sonrió, y otra vez su rostro juvenil se tiñó de vivo rubor, avergonzado sin duda ante la fatuidad de lo que por un instante había imaginado.
—¡Oh, señorita Gray! — dijo con notable admiración —.
No me crea usted impertinente ni curioso, pero sepa que muchas veces me he preguntado si era posible que existiera tan dichoso mortal.
«Nurse» Rosemary se echó a reír.
—No podemos llamarle dichoso..., en este instante por lo menos — dijo—, o al menos él no se figura serlo. Mi corazón le pertenece por entero, mas él se niega a creerlo. Ha surgido entre nosotros una mala interpretación — todo por culpa mía, ciertamente — y no quiere de ningún modo darme ocasión de repararla.
—¡Pero eso es idiota! — exclamó Garth—. ¿Eran ustedes prometidos?
«Nurse» Rosemary vaciló un instante.
—No... oficialmente, no. Pero para nosotros era exactamente igual que si lo fuéramos. No pensábamos ni vivíamos sino el uno para el otro.
Garth permaneció un instante pensativo. La verdad era que jamás se le había ocurrido considerar a «nurse» Rosemary como perteneciente a una clase de sociedad inferior a la suya. No obstante, aquel a quien ella amaba podía creerlo así y por ello no decidirse al matrimonio, o acaso la institución a que pertenecía la joven le prohibiera contraer compromisos definitivos en tanto no hubiera terminado sus servicios... De todos modos, el hecho era que la bondadosa, inteligente y abnegada señorita Gray, que tanto había hecho por él en su desgracia, tenía un novio, y el conocimiento de este caso libraba de un peso la conciencia de Garth. Hacía algún tiempo que se acusaba de no ser completamente sincero con ella. «Nurse» Rosemary había llegado a serle absolutamente indispensable, esencial, en su vida; su adhesión y su inteligencia le habían hecho acreedora a su más profunda gratitud. Sus relaciones eran exquisitas, su compenetración estrecha y continuada, pero... este estado de cosas había sido turbado en el espíritu de Garth por una sola inoportuna indicación del doctor Rob. Le explicaba Garth cierto día hasta qué punto le era necesaria «nurse» Gray para su felicidad y bienestar y cuánto temía que a la directora de la institución se le ocurriera reclamarla.
—Creo que no se les permite permanecer indefinidamente en la misma casa — había dicho Garth, al concluir —, pero quizá el doctor Deryck Brand podría conseguir en nuestro caso que se hiciera una excepción.
—Envíe usted a paseo a la directora y ríase de Deryck Brand — había contestado el doctor Rob con la mayor frescura—. Si quiere usted tenerla para siempre a su lado, asegúrese bien. ¡Cásese con ella, amiguito; cásese con ella! Yo le garantizo que por su parte no dirá que no.
Así había pisoteado el doctor Rob, con sus zapatones claveteados, los más delicados sentimientos de Garth.
En los días que siguieren, Garth se esforzó por olvidar aquel incidente y aquellas inoportunas palabras del doctor, pero no pudo conseguirlo. Poco a poco fue dándose cuenta de que los cuidados y atenciones de «nurse» Rosemary excedían los límites del deber profesional y estricto y alcanzaban matices de ternura más apasionada... Garth apartó de sí este pensamiento una y otra vez, llamó viejo imbécil en su interior al doctor Rob, y a sí mismo llamose asno presuntuoso.
Y, sin embargo..., cada vez que se encontraba en presencia de «nurse» Gray se sentía envuelto en la misma atmósfera de vigilante amor.
Cierta noche hubo de luchar con una viva tentación. Después de todo, ¿por qué no había de hacer lo que el doctor Rob le sugiriera? ¿Por qué no casarse con aquella mujer encantadora, fiel, inteligente y abnegada, y tenerla así para siempre a su lado en su perpetua obscuridad? Ella no le consideraría «un chiquillo», de fijo... ¿Qué podía él ofrecerle como compensación? Un hogar espléndido, riqueza, lujo, comodidades y un fraternal compañerismo. Y la tentación se hacía cada vez más fuerte, murmurando a su oído: «Además, su voz es la de Juana y seguirá siéndolo siempre... Y como nunca has visto el rostro de la «nurse», ni lo verás jamás, puedes seguir viendo tras esa voz el rostro y la figura de la mujer que adoras. Puedes casarte con la pequeña «nurse» y continuar amando a Juana». Pero Garth rechazó este pensamiento con horror y ganó la batalla.
No obstante, seguía turbándole el pensar que la paz interior de la enfermera pudiera ser turbada por su causa. Por eso sintió un inexplicable alivio al oír a «nurse» Gray hablar del hombre a quien amaba. Pero también sintió unos celos secretos y profundos. Ahora sabía que ella era desgraciada por culpa de aquel desconocido, exactamente del mismo modo que él lo era por culpa... por culpa, no: por causa de Juana.
Sintió un vivísimo impulso de hablar a la «nurse» con entera sinceridad, de afirmar en una estrecha confianza el laso de compañerismo que les unía.
—Señorita Gray — dijo, inclinándose hacia ella con aquella sonrisa de juvenil candor que tantas mujeres habían.encontrado irresistible —, le agradezco mucho esa prueba de confianza, y aunque no puedo por menos de confesarme celoso del afortunado mortal que posee su corazón, me alegro de que exista. Y ahora, confianza por confianza, mi dulce amiga yo también deseo hablar a usted de algo que especialmente nos concierne a los dos, pero antes déjeme que estreche su mano en pacto de una más estrecha intimidad para de aquí en adelante. Usted, que ha vivido en el reino de las tinieblas, sabe lo que en esta obscuridad puede significar un apretón de manos.
Garth dejó caer su mano sobre la mesa, en actitud de esperar.
—No puedo, míster Garth... no puedo... — dijo «nurse» Rosemary con voz temblorosa—. Me he quemado las manos... ¡Oh, no se conmueva así! No es nada de cuidado... un fósforo nada más... quise encender la chimenea el otro día... cuando llevaba los ojos vendados, y... Ahora dígame eso que iba a decirme.
Garth retiró su mano de la mesa y la apoyó sobre las rodillas. Levantó la cabeza y se hizo atrás en el sillón. En aquel rostro de varonil belleza se reflejaba una expresión tan pura, una espiritualidad tan por encima de toda tentación baja o vulgar, que los ojos de Juana se llenaron de lágrimas al contemplarlo. Entonces comprendió plenamente cómo su amor había acrisolado en el dolor el alma infantil de Garth Dalmain.
El ciego empezó a hablar en voz muy baja, sin volverse hacia ella.
—Dígame, señorita Gray: ¿le quiere usted mucho?
Los ojos de Juana no podían apartarse un punto de él. La emoción de Juana temblaba en la voz de «nurse» Rosemary.
—Él lo es todo para mí — dijo.
—Y él, ¿la ama a usted como usted merece ser amada? Juana se inclinó sobre la mesita y puso los labios en el lugar en que él había dejado caer la mano un momento antes. Después «nurse» Rosemary contestó:
—Él me amaba mucho, mucho más de lo que yo merezco.
—¿Por qué dice «me amaba»? Si dijera «me ama», ¿no estaría más en lo cierto?
—¡Ay, no! — contestó «nurse» Rosemary con voz que quería romperse de dolor—. Temo haber perdido su amor por mis errores y mi desconfianza.
—No es posible — dijo Garth apasionadamente—; si él la quería tanto como usted supone, no puede haber dejado de quererla. Un verdadero amor puede parecer muerto, y hasta enterrado, durante cierto tiempo, pero llega la mañana de la resurrección y el amor, si era verdadero, renace... Un amor ofendido, lastimado, es como un pájaro con alas mojadas. No puede volar, no puede remontarse, y salta dando vueltas y giros, piando desaforadamente. A cada salto sacude algunas gotas de sus húmedas alas; sale el sol y va secando una a una las menudas plumas, y cuando él menos se¿ imagina se remonta a la cima del árbol deseado.
—¡Ah... si mi amado pudiera secar sus alas!-murmuró «nurse» Rosemary—. Pero hice algo peor que humedecérselas: se las corté. Peor todavía...: se las rompí.
—¿Sabe él que siente usted así el daño que causó? — preguntó Garth muy dulcemente.
—No — contestó «nurse» Rosemary—; se ha negado siempre a proporcionarme ocasión de justificarme ante sus ojos, de hacerle ver el daño que a los dos nos causa su modo de juzgar mi conducta.
—¡Pobre niña! — dijo Garth en tono impregnado de simpatía y compasión—. Mi propia experiencia sentimental ha sido de tal manera trágica, que puedo comprender todas las penas del amor y sentirlas con aquellos que las sufren. Y me atrevería a darle un consejo, señorita Gray. Escriba a su prometido una confesión completa. Cuéntele usted los hechos tal como han ocurrido; cuéntele usted también hasta sus más insignificantes pensamientos. No le oculte usted nada, nada. Si ese hombre la quiere realmente, creerá, aceptará su explicación y le agradecerá su sinceridad. Lo único que siento es que vendrá aquí, deshecho en lágrimas, y pretenderá llevársela a usted, mi buena «nurse» Rosemary.
Juana sonrió a través de una nube de lágrimas.
—Si él me llamara, míster Dalmain, yo correría en seguida a su lado.
—¡Si viera usted cuánto temo que llegue ese día! — continuó Garth—. Porque llegará, sin duda alguna. Usted vendrá y me dirá: «Debo marcharme*. Y se irá usted, y me quedaré solo... ¡solo! A veces he pensado... ha sido usted tan buena conmigo, ha llegado a ser tanto para mí, que a veces he pensado... — ahora puedo decírselo lealmente — que quizá hubiera un camino para que nunca se fuera de mi lado. ¡Es usted tan digna de que un hombre le ofrezca cuanto pueda dar de devoción y de ternura...! Y como a una mujer semejante yo no podía ofrecerle sino lo mejor de mí mismo — la plena confianza—, quiero que sepa cómo en el santuario de mi corazón guardo y guardaré siempre la imagen de un rostro idolatrado. Todos los demás van desvaneciéndose poco a poco en mi memoria. En mi ceguera puedo ya apenas evocar el recuerdo de tantas y tantas bellezas como mi pincel ha reproducido sobre el lienzo. Todas flotan en mi imaginación confusas, borrosas, imprecisas. Una sola figura surge más clara en mi memoria — y a todas horas doy gracias a Dios por ello — a medida que la obscuridad se hace más profunda. Así la llevaré conmigo toda la vida, así la veré hasta en la hora de la muerte; es la figura, el rostro de la mujer a quien amo... Usted, al hablar de su prometido, ha dicho que la amaba porque duda de cuáles serán en este instante los sentimientos de su corazón. Yo. al hablar de la que adoro, no puedo decir «me ama», ni siquiera «me amaba», porque no me amó nunca. Yo, en cambio, siento por ella un amor tal que me imposibilita de ofrecer a otra mujer nada digno de ser aceptado. Si por egoísmo pidiera a otra que consintiera en ser mi esposa habría de causarle una cruel decepción, pues su rostro desconocido no sería nada para mí y el de aquella a quien amo resplandecería siempre en mi obscuridad. Si su voz me era grata, sería sólo porque me recordara el sonido de aquella otra voz. Querida amiga mía, si alguna vez reza por mí, ruegue a Dios que no caiga yo en la bajeza de ofrecer a mujer alguna la parodia que significaría un matrimonio semejante.
—Mas... — dijo «nurse» Rosemary... — ¿y ella? ¿Ella, que podía haberlo obtenido todo, todo...?
—Ella, que podía haberlo obtenido todo, todo lo rehusó. No era digno de ella; ésta es la verdad. ¡Ay, querida niña...! ¡Si usted supiera el tormento que es no ser bastante para aquel a quien se adora!
Garth ocultó el rostro entre las manos. Se oyó un sollozo...
Después el silencio más absoluto reinó en la biblioteca.
De pronto Garth, sin levantar la cabeza, empezó a hablar rápidamente, en voz muy baja.
—Ahora — dijo—, en este instante siento lo mismo que un día comuniqué a Brand, pero con más intensidad. También una vez lo sentí así... una sola vez, estando solo y en este mismo sitio... ¡Ah, señorita Gray! No se mueva, no se agite, pero... Mire hacia la ventana... vaya hasta la puerta... inclínese y mire si detrás del biombo... No puedo creer que estemos solos. No me lo harán creer... Me engañan todos porque soy un pobre ciego. ¡Pero no: no me engañan! Siento la presencia de la mujer a quien amo... sus ojos están fijos en mí, impregnados de tristeza, de compasión. Su dolor por mi desgracia es tan grande, tan grande, que me rodea, me envuelve, como yo había soñado que su amor me envolvería... ¡Oh, Dios mío, Dios mío! Está tan cerca, tan cerca de mí... Y yo no quiero, no quiero que se acerque... Preferiría que hubiera miles de leguas entre nosotros... y sólo unos centímetros nos separan. ¿Es esto un sueño... o es la realidad? ¡Oh! ¡Voy a volverme loco...! Señorita Gray... usted no es capaz de engañarme... Mire.en derredor, por lo que usted más quiera, y dígame: ¿estamos solos? Y si no lo estamos, ¿quién más está en la habitación?
Juana había cruzado sus brazos sobre la mesa y tenía los ojos fijos en la cabeza de Garth, inclinada hacia el suelo. Al oírle decir que desearía tenerla a mil leguas de sí hundió en los brazos el rostro. Estaba' así tan cerca de Garth que si él hubiera extendido una mano habría podido tocar las pesadas trenzas de su cabello. Pero Garth no se movió y Juana permaneció largo rato con el rostro oculto entre los brazos.
La pregunta de Garth quedó sin contestación durante unos instantes. Al fin Juana levantó la cabeza.
—No hay nadie en la habitación, míster Dalmain — dijo —, nadie... excepto usted... y yo.