XXII
El penoso silencio que siguió fue roto por la alegre voz del doctor Rob.
—¿Quién es hoy el enfermo? — gritó—. ¿La señorita o el caballero? ¡Ah, ya veo que ninguno de los dos! Ambos muestran una lozanía tal que hace avergonzarse al médico. La primavera está fuera todavía, pero el estío ya ha llegado aquí dentro — continuó el doctor mientras se preguntaba inútilmente la causa de aquella palidez en los semblantes, el porqué de aquella extraña sensación de dolor que flotaba en el ambiente—. Ya veo, «nurse» Gray, que ha vuelto usted a ponerse su lindo uniforme de lienzo azul; pero tenga cuidado de no enfriarse y, sobre todo, aliméntese bien. En este clima es preciso comer en abundancia; está usted perdiendo peso visiblemente, y es preciso no tornarse excesivamente aérea e impalpable.
—Doctor Rob, ¿por qué se burla usted siempre de la corta estatura de «nurse» Gray? — preguntó Garth en tono casi enojado—. Estoy seguro de que en ella ser pequeña no es, ni mucho menos, un defecto.
—Me burlaré, pues, de su alta estatura, si le agrada más
—contestó el doctor Rob, dirigiendo un guiño picaresco a Juana, que permanecía inmóvil junto al ventanal.
—Me agradaría más — dijo Garth secamente — que no pusiera usted ningún comentario a la apariencia exterior de la señorita. Recuerde— añadió en tono más amable — que para mí, «nurse» Gray es sólo una voz, una voz que me guía en tinieblas. Al principio me esforzaba por imaginar cómo sería su rostro o su figura, pero después he preferido admirar plenamente lo que de ella conozco y dejar en el más absoluto misterio lo que siempre ha de serme desconocido. Excepto Johnson, el enfermero — que padece ha unos días de pesadilla atroz que por momentos estoy deseando olvidar —, ella es la única persona a quien, sin haber nunca visto, he tenido a mi lado en mis días de obscuridad; su voz es la única que escucho sin poder relacionarla en mi mente con un rostro y una figura conocidos. Claro que con el tiempo escucharé a muchos de este modo. Pero hasta ahora, ella es la única, la única.
Los ojos penetrantes del doctor Rob buscaban a su alrededor durante esta larga explicación un objeto digno de ser observado minuciosamente. Al fin se detuvieron en la carta del extranjero que tenía a su lado sobre la mesita.
—¡Hola! — exclamó—. ¡Las Pirámides! ¡Sello de Egipto! Esto es interesante; muy interesante. ¿Tiene usted amigos en Egipto, míster Dalmain?
—En efecto, esta carta viene de El Cairo — replicó Garth —; pero creo que después la señorita Champion ha continuado su viaje a Siria.
El doctor Rob martirizó un instante su bigote mientras contemplaba la caria, meditabundo.
—¿Champion? — repitió—. ¿Champion? Es un nombre poco común... ¿Acaso su corresponsal es la honorable Juana?
—De ella es esa carta — repuso Garth, sorprendido—. ¿La conoce usted?
Y su voz vibró con ansiedad.
—Creo que sí — repuso con intencionada calma el doctorcillo—. Es decir, conozco su rostro y conozco su voz; conozco su tipo y conozco su carácter... La he visto bajo el fuego de un campo de batalla; he aquí un aspecto que conocerán pocos de sus amigos. Mas hay algo que no he conocido hasta ahora: su letra. ¿Puedo examinar la de este sobre?
El audaz hombrecillo se volvió hacia la ventana, pues su pregunta se había dirigido a «nurse» Rosemary, mas sólo pudo ver la espalda de su uniforme de enfermera. ¡«Nurse» Rosemary estudiaba el paisaje! Entonces el doctor se volvió hacia Garth, quien indudablemente había hecho ya señal de asentimiento y en cuyo rostro se reflejaba con toda claridad el deseo de seguir escuchando.
El doctor Mackenzie tomó el sobre y lo examinó con su minuciosidad acostumbrada.
—Sí — dijo al fin—: su letra es como ella. Clara y firme, decidida, sabiendo lo que quiere decir y diciéndolo, conociendo adonde quiere ir y yendo, en línea recta. Ésta, ésta es una gran mujer, joven; si tiene usted por amiga a la honorable Juana puede usted pasarse perfectamente sin otras muchas cosas.
Un ligero rubor tiñó las morenas mejillas de Garth. En sus tinieblas su más vivo deseo había sido oír hablar de aquella mujer, cuyo recuerdo era la única luz que alumbraba su espíritu. Era un anhelo de cuya satisfacción había perdido la esperanza. ¡Si él hubiera sabido que el doctor Rob podía realizarlo plenamente! En los primeros días de su desgracia había tenido que usar mil precauciones para preguntar al doctor Brand; temía, más que a nada, vender, traicionar el secreto que Juana y él guardaban hacía ya tres años. Mas con el doctor Rob y «nurse» Rosemary no eran precisos tales miramientos; podía muy bien seguir guardando su secreto, y no obstante, preguntar y escuchar.
—¿Dónde...? ¿Cuándo...? — preguntó tímidamente.
—Le diré dónde y cuándo si no tiene usted reparo en escuchar una historia de guerra en esta deliciosa mañana de primavera impregnada de paz.
Garth ardía en deseos.
—¿Tiene usted una silla, doctor? — dijo impaciente.
—No necesito silla ninguna, señor — contestó el doctor Rob —, porque cuando deseo dar rienda suelta a mi elocuencia permanezco siempre de pie; es mi costumbre. En cuanto a «nurse» Gray, no está sentada, porque, asomada a la ventana, está por completo embebecida en la contemplación del panorama. En apariencia hace ya rato que ha cesado de prestarnos atención a usted y a mí. Una mujer rara vez se interesa en lo que podamos referir de otra. Usted en cambio, querido amigo, siéntese cómodamente y encienda un cigarrillo. Es portentoso ver sus adelantos; lo pulcramente que sacude la ceniza y arroja la colilla por el balcón sin fallar una. Debe usted concederme que es algo mucho más agradable que volverse de cara a la pared y dar golpecitos en ella... ¿verdad? Pues ya ve usted: todo eso y mucho más se lo debemos a esa señorita que nos desdeña por contemplar las flores del jardín. Si bien es verdad que yo no tengo mucho que admirar y a usted le está viendo todo el día... ¡Oh! Verdaderamente esta marca es digna de fumarse. ¿Cómo la llama usted? ¿«Zenitch»? ¡Ah, sí! y «Marcoviteh»... Bien. Voy a decirle cuándo y cómo vi por primera vez a la honorable Juana. Fue en el Sur de África, en los más terribles días de la guerra angloboer. Yo había ido como voluntario, en prácticas de cirugía. Ella prestaba sus servicios de enfermera en la ambulancia, pero seriamente, no vaya usted a creer... A su lado no se veían esas damiselas que se lavan las lindas caritas con pañuelos de encaje empapados en agua de colonia; que conversan amablemente con los convalecientes y huyen a la sola vista de un muerto o un herido; no, señor, nada de eso: la señorita Champion mandaba en la ambulancia y no quería junto a ella gente inútil. Ella trabajaba por diez y exigía a los demás otro tanto«Médicos y practicantes la adoraban. Todos la llamaban la «honorable Juana», y las cuatro sílabas del título eran pronunciadas con. igual fervor por todos los labios. Pues ¿y los soldados heridos? Más de un mozo hubo allí que, alejado de su patria y de su hogar, vio llegar la muerte con la sonrisa en los labios y no echó de menos a su madre o a su amante, porque el brazo de la honorable Juana rodeaba su cuello y su voz le hablaba con la mayor ternura. ¡Oh, su voz! Jamás, jamás la he olvidado después. Eran maravillosas sus diversas inflexiones, según diera órdenes a sus mujeres — con más energía que nosotros, ciertamente — o se dirigiera a algún pobre «Tommy» para recordarle a su madre o a su novia. Y siempre permaneció serena y fuerte, aun en los momentos en que otra mujer cualquiera hubiera desfallecido de dolor. Sólo una vez la contemplé abatida. Fue a propósito de un muchachito muy joven, un niño casi, a quien ella trataba de salvar. Había sufrido una dolorosa operación — única y última esperanza que ya nos quedaba—, en la cual Juana le había sostenido valientemente... Cuando todo hubo concluido, cuando aquel cuerpo tan bello y juvenil quedó inerte, sin vida, la señorita Champion estalló en amargos sollozos— «¡Oh, doctor! — clamaba—. ¡Es un niño, un niño! ¡Y morir así después de sufrir tanto...!» Y le acercaba a sí y lloraba sobre él como su propia madre podría haberlo hecho. El cirujano en jefe me lo relató después diciendo que cuantos estaban en la sala, hombres avezados a las más crueles escenas de dolor, se sintieron profundamente conmovidos. Ésta fue la única vez que la honorable Juana se dejó abatir.
Garth ocultaba su rostro con la mano; su cigarrillo, a medio gastar, cayó al suelo. El doctor lo recogió, frotó con el pie la mancha que había quedado sobre la alfombra y miró hacia la ventana. «Nurse» Rosemary se había vuelto hacia ellos y contemplaba a Garth con ansiedad.
—La encontré en varias ocasiones y lugares — continuó el doctor Rob —, pero no estábamos en el mismo departamento y sólo le hablé una sola vez. Regresaba yo del campo de batalla a la ciudad en busca de una nueva provisión de cloroformo. Mientras esperaba que me lo trajeran di una vuelta a la sala del hospital, y en un rincón vi a la honorable Juana arrodillada junto a un hombre que estaba agonizando. Le hablaba con toda serenidad mientras procuraba por todos los medios dulcificar su dolor. De pronto se oyó un horrible estampido; la honorable Juana y su enfermo quedaron cubiertos de cascote y astillas. Una granada boer había atravesado el tejado del hospital precisamente encima de sus cabezas. El moribundo se incorporó gritando aterrorizado. Su terror, ¡Dios santo!, era muy disculpable; agonizaba y se hallaba, además, bajo la acción de la morfina. La honorable Juana no se alteró en lo más mínimo. «Tranquilícese, buen hombre — dijo —, y vuelva a acostarse.» «¡No aquí!», sollozó él, dominado todavía por el terror. «Bien — repuso la honorable Juana—; aguarde un instante que le cambiaremos de sitio.» Entonces se volvió y advirtió mi presencia. Llevaba yo la vestimenta más pintoresca que puede imaginarse: un capote kaki que había descolgado de no sé dónde al salir de la tienda y un gorro de cuartel con que había substituido mi perdido salakoff de campaña, todo tilo cubierto de manchas y de polvo. «Aquí, sargento — ordenó la enfermera —: ayúdeme a transportar a este muchacho. Es preciso dejarlo en lugar tranquilo.» Éste fue el único comentario de la señorita Champion acerca de la granada que acababa de pasar a pocas yardas de su cabeza. ¿Era extraño que todos la adoraran? Colocó sus manos bajo la espalda del herido, me hizo seña de cogerlo por las rodillas, y juntos le transportamos fuera de la sala, a lo largo de un estrecho corredor, hasta dejarlo en una habitación tranquila, cuyas paredes ostentaban lindas fotografías, y en un cómodo lecho al lado del cual había una mesita con libros. «Aquí, si le place, sargento», dijo con voz sonora la señorita Champion, señalando el lecho. «¿De quién es este cuarto?», pregunté. Se volvió hacia mí, como sorprendida de la pregunta, pero al ver que se trataba de un forastero: «Es el mío», respondió sencilla y cortésmente. Después, como viera que el herido se había dormido mientras le transportábamos, añadió en voz baja: «¡Pobre muchacho! Cuando yo venga a acostarme, ya dormirá el último sueño.» Jamás he visto serenidad igual... Ésta fue mi única e inolvidable conversación con la honorable Juana. Al poco tiempo regresó a Inglaterra.
Garth levantó la cabeza.
—¿No ha vuelto usted a encontrarla? — preguntó.
—Sí. Más ella no me ha reconocido ni ha dado la más ligera muestra de acordarse de mi persona. Después de todo, es natural. Allá abajo no teníamos tiempo de afeitarnos; yo llevaba barba corrida, capote de campaña y gorro de cuartel, en lugar del uniforme de cirujano. Era natural, además, que ella no esperase encontrar a un camarada del frente de combate entre la maleza de... de Piccadilly — concluyó el doctor Rob con malicia —. Y ahora, habiendo prolongado un poco de más esta larga historia, me voy a la cabaña del jardinero a ver a su mujer, que sufre «un aire», según ella dice. Más antes debo ir al comedor a celebrar una conferencia con la buena Margarita. Está un poco preocupada porque no puede digerir bien el tocino. Dice que, cuando lo come, le pesa en las piernas, y esta desviación desde su camino normal bien merece la pena de una investigación. Así, con su permiso, voy en busca de nuestra ilustre ama de llaves.
—No; todavía no, doctor — dijo una voz tranquila desde la ventana—. Tengo que hablar un instante con usted; espéreme en el comedor. Y después, mientras usted conferencia con Margarita, iré a buscar mi sombrero y le acompañaré un buen rato a través de los bosques si a míster Dalmain no le importa quedarse solo durante una hora.
Cuando Juana llegó al comedor, el doctor Roberto Mackenzie la aguardaba en su napoleónica actitud exactamente igual que en la mañana de su entrevista primera. También, igual que entonces, clavó en ella las penetrantes turquesas de sus ojos.
—Bien — dijo—. Puede usted reñirme cuanto quiera.
Juana se adelantó hacia él con ambas manos extendidas.
—¡Oh, sargento! — dijo—. ¡Querido y fiel viejo sargento! ¿Ve usted los resultados de vestirse con la ropa de otro? También mi tormento viene de usar el nombre de otra mujer... Así, ¿me reconoció usted desde el primer momento?
—Desde el primer momento — replicó el doctor Rob.
—¿Por qué no dijo nada?
—Porque supuse que tendría usted sus razones para desear ser «nurse» Rosemary y no juzgué de mi incumbencia discutir su personalidad.
—¡Oh, qué bueno ha sido usted! ¡Cuánta sagacidad, cuánto talento y cuánta discreción han sido precisos de su parte! Cada vez que recuerdo la naturalidad con que me dijo: «¿Ya está usted aquí, «nurse» Gray?», pudiendo haber dicho: «¿Cómo está usted, señorita Champion; qué es lo que la trae por aquí bajo un nombre prestado?»
—Podía haberlo dicho — asintió el doctor Rob —, pero, gracias a Dios, no lo dije.
—Entonces — dijo Juana mirándole fijamente—, ¿por qué se ha traicionado hoy?
El doctor Rob dejó caer su mano sobre el brazo de Juana.
—Querida niña — dijo —, soy ya perro viejo y durante toda mi larga vida no he necesitado que se me dijeran las cosas para enterarme de ellas. Usted está sufriendo una prueba muy dura y prolongada, que unas veces parece suavizarse y otras colma su copa de amargura; usted está realizando un esfuerzo que ninguna otra mujer soportaría, y no sólo respecto a él, sino que se ve obligada a sostener su papel ante todos nosotros. Yo he llegado a comprender que, para continuar la misión impuesta, necesita usted el alivio de compartir con alguien su secreto. Hoy, cuando he visto encima de la mesa su carta, enviada desde aquí a Egipto y devuelta otra vez aquí desde El Cairo-¡de qué no será capaz una mujer, Dios mío! —, he comprendido todas las angustias al escribirla, al aguardar su vuelta día tras día, al leérsela a míster Dalmain y al recibir de labios de él la respuesta... ¡una negativa a su generoso ofrecimiento! Entonces he creído que era ya hora de ofrecerle la ayuda de este viejo amigo, que como todos cuantos la conocieron allá abajo, en el Sur de África, daría de buen grado la mano derecha por la honorable Juana.
Juana miró al doctor con ojos llenos de gratitud. La emoción no la dejaba hablar.
—Bien; y ahora cuénteme, si puede ser, amiga mía — continuó el doctor—, ¿por qué ese chiquillo caprichoso se niega a aceptar lo que sería para él un bien tan grande, tan maravilloso, tan consolador?
—¡Oh, doctor! — dijo Juana—. Es una larga y vieja historia de error y de desconfianza; error y desconfianza de los que sólo yo debo culparme... Y ahora, mientras usted ve a Margarita, me arreglaré para acompañarle y en el camino trataré de contarle la triste historia que ha separado nuestras vidas. Su sabio consejo me ayudará, doctor, y su profundo conocimiento del corazón humano podrá acaso encontrar un camino que me saque con bien del abismo en que he caído.
Al cruzar el hall, cuando iba ya a subir la escalera, Juana fijó su mirada en la cerrada puerta de la biblioteca. Un súbito temor la asaltó. ¿Había sido acaso demasiado violento el esfuerzo de Garth para escuchar hasta el fin la historia relatada por el doctor? Nadie excepto ella podía comprender la impresión que a su querido ciego causaban ciertas evocaciones. Aquellos soldados que habían muerto en sus brazos; aquellas palabras: «¡Es un niño... Un niño... y sufrir tanto...!» No, no podía abandonar la casa sin asegurarse de que estaba tranquilo... y, sin embargo, no se atrevía a molestarle, ahora que él imaginaba que iba a estar solo durante una hora larga.
Entonces Juana, en su ansiedad, hizo algo que nunca hasta aquel momento había osado hacer: abrió la puerta que daba paso a la terraza, dio por ésta la vuelta entera a la casa y se detuvo, sin hacer el más leve rumor, ante el abierto ventanal de la biblioteca.
Jamás había espiado a Garth; jamás se había acercado a él sin hacérselo notar de antemano, pues sabía que lo que él más odiaba y temía en su obscuridad era una presencia desconocida.
Mas ahora... ¡y por una sola vez...! Juana miró desde la ventana al interior de la habitación.
Garth, siempre sentado en su sillón, había cruzado los brazos sobre la mesita y había hundido el rostro en ellos, v Sollozaba, como Juana había oído sollozar a algunos hombres después de una larga y dolorosa operación soportada en silenció. Y el grito de agonía de Garth era éste: «¡Oh, mi esposa... mi esposa, mi esposa/»
Juana se hizo atrás. Huyó. Un secreto instinto la advertía; que descubrirse, aprovechando aquel momento en que el relato del doctor había enervado y conmovido a Dalmain, sería perderlo todo y para siempre. «Si estimas en algo su felicidad y la tuya propia...» parecía advertirle la voz de Deryck Brand: Además, algo le decía desde el fondo de su corazón que su espera sería ya corta. Seguramente, tras la calma que sucedería a esta tormenta, el amor vencería a todos los miramientos, y la carta acabada de escribir sería substituida por otra que diría: «¡Ven!».Y al instante correría ella a sus brazos...
Y Juana se alejó en silencio.
Y al regresar, una hora más tarde, de su paseo con el doctor Rob, henchido el corazón de anticipada dicha, encontró a Garth ante el gran ventanal, escuchando los diferentes rumores que ahora aprendía a distinguir. Estaba tan erguido, tan esbelto y arrogante en su traje de blanca franela, que, al volverse, le pareció imposible a Juana que sus ojos radiantes carecieran de luz.
—¿Estaba hermoso el bosque? — preguntó muy animado—. Simpson me llevará a él, después del lunch; y, en tanto es hora, señorita Gray, si no está usted muy cansada, de terminar nuestra labor de la mañana.
Garth dictó a su secretaria cinco cartas y un cheque. Juana notó que la suya no se hallaba entre las demás. La respuesta, en cambio, estaba en la mesa, dispuesta a ser cursada. «Nurse» Rosemary vaciló un instante y al fin dijo:
—¿Y la contestación a la señorita Champion? ¿Debe dársele curso como a las demás?
—Ciertamente^— contestó Garth—; ¿no la habíamos concluido?
—Creo que sí — dijo Juana nerviosamente y sin mirarle—. No obstante, me parecía... que después del relato del doctor Rob... debería usted...
—El relato del doctor Rob no puede en modo alguno cambiar mi decisión de no recibir a la señorita Juana — contestó Garth con energía.
Después añadió más dulcemente:
—Esa historia sólo ha venido a recordarme...
—¿Qué? — preguntó Juana, conteniendo el violento latir de su corazón.
—... Lo noble, lo buena que es esa mujer-concluyó Garth Dalmain.
Y la leve nubecilla del humo de su cigarro flotó un instante en el cálido ambiente.