XXXIII
Y llegó el miércoles: un primero de mayo ideal. Garth paseaba por el jardín, esperando la hora del almuerzo. Juana le oyó cantar, cuando pasaba bajo sus ventanas:
No debo yo cantar la gracia delicada que inundaba de belleza el rostro de mi amada.
Y se asomó para verle mejor.
Lucía el más correcto traje de blanca franela; su paso era ágil y ligero; sus movimientos, sueltos; su actitud, gentil. El único signo exterior de su ceguera era el ligero bastoncillo de Malaca que llevaba en la mano y con el que tocaba a veces el borde de hierba de los arriates o el muro de la casa. Juana no veía su rostro: sólo su espesa cabellera castaña, exactamente lo mismo que tres años antes en la terraza de Shenstone. Sintió viva emoción de gritar: «¡Amado mío, mi bien amado, buenos días! ¡Y que Dios te guarde en el día de hoy!»
¿Qué traería para los dos aquel día, aquel día que debía ser el de su confesión y el de su súplica..., el de su perdón acaso? Garth continuaba siendo tan joven como antes, tan alegre, y tan poeta, y tan artista, y tan afectuoso, y tan chiquillo a pesar de su inmensa desgracia. Pero, en cuanto tocaba a su dignidad de hombre, mantenía firme su derecho de elegir y decidir; no admitía consejo, juicio ni influencia extraña; era, y ella lo sabía bien, rígido e inflexible.
Y así, mientras asomada a su ventana, contemplaba en el jardín la figura gentil de su amado, ignoraba Juana si la luz de aquella tarde la vería partir a Aberdeen, camino de Londres, o quedarse para siempre bajo el techo amoroso de la mansión de Garth.
En el jardín, Garth seguía cantando a media voz:
Pero sí adivinar su divina presencia.
Sus mandatos cumplir con gozo o con dolor,
adorarla de lejos con tierna reverencia
y quemar en su altar el incienso de amor.
—¡Oh amado mío!-murmuró Juana—. No de lejos, sino muy de cerca de ti me tendrás si tú quieres. No más ausencia, no más distancia entre los dos.
Entonces, en virtud de esas extrañas evocaciones que en los momentos emocionales de nuestra vida traen hasta la mente palabras de alta inspiración, completamente desprendidas del resto de los textos y transformados en un nuevo significado, Juana recordó distintas y precisas estas frases: «Pues Él es nuestra paz... y es Quien nos ha hecho a todos, y ha derribado el muro que nos separaba... que Él nos reconcilie a todos... por su Cruz.»
—¡Oh Cristo amado!-murmuró—. Si tu Cruz puede hacer esto por judíos y gentiles, ¿por qué la cruz de mi niño querido, tan resignadamente soportada, no ha de hacer otro tanto por su amor y el mío? Y así besaremos al fin nuestra cruz...
El gong atronó la casa anunciando el almuerzo. Simpson sentía especial predilección por los golpes de gong. Los consideraba aristocráticos. Y en verdad, cuando le llegaba la hora de tocarlos, se despachaba plenamente a su gusto.
«Nurse» Rosemary bajó a almorzar. Garth entró del jardín por el amplio ventanal del comedor, tarareando una vieja canción escocesa: «Las mil bellezas que conozco tan bien». Había cogido un capullo de té en el invernadero y lo llevaba en el ojal. En la mano también llevaba una rosa amarilla.
—Buenos días, señorita Rosemary — dijo—. ¡Qué hermoso primero de mayo! Simpson y yo nos hemos levantado con la alondra, ¿verdad, Simpson? El pobre estaría de fijo soñando con alguna tentadora «Reina de mayo» cuando mi campanilla le ha despertado con este presentimiento: «Algo va a suceder».
Y recordó que cuando era pequeño y me despertaba con esta idea, Margarita solía decirme: «Entonces levántese usted de prisa, «master Garthie», y así sucederá más pronto». De fije que también se acuerda de ello mi buena Margarita... ¿No sabe usted la canción de Ja Reina de Mayo[16]), señorita Gray?
Si estás despierta, llámame temprano,
llámame temprano, mi madre querida.
En verdad era un poco egoísta este muchacho que quería despertar antes de hora a su buena madre después de haberla tenido toda la noche cosiendo los vestidos de la Reina de Mayo...
Simpson aguardó un instante para guiar a su amo hasta su sitio en la mesa. Después de colocar los cubiertos al alcance de su mano salió de la habitación.
Apenas hubo traspuesto la puerta, Garth se inclinó sobre la mesa y con la mayor precisión colocó la rosa amarilla en el plato de «nurse» Rosemary.
—¡Rosas para Rosemary! — dijo alegremente—. Póngasela, señorita Gray, si tiene usted la seguridad de que su prometido no ha de enfadarse por ello. He pensado mucho en él y también en su tía de usted. Se me ha ocurrido que podía usted invitarles a venir aquí, en lugar de marcharse usted el jueves. Lo pasaríamos bien, se lo aseguro. Mientras usted charlara con el joven, yo me ocuparía de la tía. Y le aseguro que estaría usted libre de encuentros indiscretos, pues mi oído es mucho más agudo de lo que pueden— ser los ojos de su tía, y bastaría que usted me hiciera oír una ligera tosecilla para que yo condujera a la buena señora al extremo opuesto del jardín. Ella y yo pasearíamos en el auto y usted y su novio en el tílbury. Después, cuando todo estuviera arreglado satisfactoriamente, los empaquetaríamos de nuevo para su destino y nos quedaríamos los dos aquí otra vez. Sí, señorita Gray: debe usted decirles que vengan y no marcharse el jueves.
—Míster Dalmain — dijo «nurse» Rosemary severamente mientras se inclinaba para entregar a Garth un plato—, esta hermosa mañana de mayo se le ha subido a la cabeza. Voy a llamar a Margarita, que debe de conocer de antiguo los síntomas.
—No es eso — dijo Garth. Y después añadió, en tono confidencial—: No es eso... Es que... «algo va a suceder» hoy, pequeña Rosemary. Siempre que yo siento esta sensación sucede algo, indefectiblemente. La primera vez que la sentí, hará unos veintiocho años, corrí escaleras abajo y me encontré un caballo-balancín en el hall. Nunca he olvidado mi primera cabalgada en aquel animal: la medrosa alegría que me causaba el ir hacia atrás; la sensación de victorioso peligro al ir hacia delante. Aquel juguete constituyó mi orgullo durante varios días; quise matar, nada menos, a un primito mío que osó arrancarle la cola. Me contenté, al fin, con zurrarle con ella, lo cual no dejó de ser una necedad, pues si bien mi primito salió lastimado, no lo salió menos la cola del portentoso caballo-balancín. La vez siguiente... ¡Ah! Pero... la estoy aburriendo.
—De ningún modo — dijo «nurse» Rosemary cortésmente —, pero quisiera que almorzara usted; dentro de un momento llegará el correo.
—¡Oh, el correo, el correo! — contestó Garth en su tono infantil—. ¡Qué fastidio de cartas! Descansemos de ellas siquiera en este espléndido primero de mayo. Usted podrá ser hoy la Reina Maya y Margarita la anciana madre. Yo seré Robín, que con el corazón destrozado me reclinaré en el puente rústico, bajo el avellano, y Simpson podrá ser el «mozo descarado y atrevido». Saldremos todos juntos y reuniremos manojos de flores, cortaremos rosas y capullos y tejeremos alegres guirnaldas[17].
—Míster Dalmain — dijo «nurse» Rosemary, riendo a su pesar-debe usted ser juicioso o tendré que llamar a Margarita. No le había visto nunca de tan buen humor.
—Es que no me ha visto nunca en un día como éste, en que «algo va a suceder» — dijo Garth.
Y «nurse» Rosemary renunció a sermonearle.
Después del almuerzo, Garth Dalmain se dirigió al piano y agotó el repertorio de two-steps y rag-time, largo tiempo olvidado, de un modo tan expresivo y tentador, que Simpson movía los pies a compás mientras despejaba la mesa, y «nurse» Rosemary, que permanecía pálida y preocupada ante un montón de cartas sin abrir todavía, apenas podía conservar quietos los suyos.
Simpson, siempre al compás del two-step, se había dirigido a la puerta llevando los manteles. Las observaciones de «nurse» Rosemary acerca de la correspondencia habían quedado sin contestación. «Brilla pequeña y vacilante luciérnaga...», tocaba ahora Garth, y la alegre canción resonaba en los ámbitos de la estancia como tintineo de leves campanillas de plata. De pronto se abrió la puerta y apareció la anciana Margarita con su delantal de satén negro y su sombrero de jardín en el brazo. Fue derecha al piano y puso su mano dulcemente sobre el hombro de Garth.
—«Master Garthie» — dijo —, en este encantador primer día de mayo, ¿no llevará usted a la vieja Margarita a dar un paseo por los bosques?
Las manos de Garth Dalmain dejaron instantáneamente el teclado.
—Claro que la llevaré, mi buena Margarita. Pero ¿no sabe usted, mi Margarita? «Algo me va a suceder.»
—Ya lo sé, niño mío, ya lo sé — dijo la anciana dulcemente.
La tierna expresión con que sus ojos cansados se posaron en el bello semblante de su amo ciego hizo llenar de lágrimas los de Juana.
—Ya lo sé — continuó la buena mujer—. Yo también, «master Garthie», me he despertado bajo esa impresión. Vayamos ahora al bosque, y la voz de la tierra, de los árboles y de las flores nos dirán si ese algo va a ser de alegría o de tristeza. Vamos, vamos, niño mío.
Garth se levantó como en un sueño. Aun así, ciego y desgraciado, parecía tan hermoso y tan joven, que, al contemplarlo, el corazón de Juana detuvo sus latidos.
El ciego se paró al llegar a la ventana.
—¿Dónde está la señorita secretaria? — dijo burlón—. ¡Ah, la muy picara! ¡Quería tenerme aquí encerrado... y hacerme callar, además, hoy que el sol brilla fuera!... ¡Yo lo sé muy bien porque lo siento brillar aquí dentro también! ¡Y quería tenerme aquí encerrado, Margarita!
—Lo creo, lo creo, niño mío — dijo la anciana dirigiendo una reverencia de disculpa a Juana —. Es que ella no sabe que hoy «algo va a suceder».
«¿Conque no lo sé?-pensó Juana cuando los vió pasar por delante del ventanal—. Lo sé... y sé también por qué mi adorado Garth ha perdido la cabeza y se ha ido a pasear con su nodriza; lo que iba a suceder no puede suceder todavía.»
Juana fue a sentarse al piano, y muy lentamente colocando el pedal celeste para apagar los sonidos, tocó el acompañamiento de El Rosario. Después... Salió un instante a la terraza y se aseguró de que aquella esbelta figura de hombre que se apoyaba en otra pequeña y cansada de mujer había casi alcanzado la cima de la colina. Volvió entonces al piano, preludió otra vez El Rosario y con voz apagadísima lo cantó.
Dió después un largo paseo a través de los brezales; el ejercicio y el aire puro equilibraron sus nervios y despejaron su imaginación. Durante el paseo sacó una o dos veces los telegramas que llevaba en el bolsillo y los leyó con toda atención. Después prosiguió su camino reflexionando acerca de su contenido... «Obtenida licencia...» Bien, sí; una licencia era cosa fácil de obtener, pero ¿y un perdón? Y esto era lo primero que había que tener. Si sólo se tratara de aquel chiquillo vestido de blanca franela, con las manos llenas de rosas.amarillas y la sangre ardiendo en las venas con la locura de aquel día de mayo, la licencia podía pedirse desde luego, y sin temor; mas... aquélla era sólo una fase pasajera del carácter de Garth. No era ya tan sencillo dirigirse a aquel otro hombre que con el rostro pálido y el desengaño en el corazón supo en la humilde iglesia aldeana decir «acepto mi cruz» y alejarse sin pronunciar una sola palabra más; que, amándola como la amaba, no volvió a verla ni una vez sola en aquellos tres largos años. A este hombre — no al niño de antes — debía dirigirse su confesión, ya que él había sido quien había soportado el dolor de la herida.
Cuando Juana bajó al comedor para la comida encontró ya a Garth sentado a la mesa. Al oírla llegar se levantó respetuoso.
—Señorita Gray — dijo gravemente—, debo darle a usted mis excusas por mi conducta de esta mañana. Estaba yo hoy lo que en este país se llama jey [18]. Margarita conoce bien este estado de ánimo y sabe comprenderme y curarme... Hemos ido juntos a escuchar la voz afectuosa de nuestra Madre Tierra y le hemos rogado que nos contase sus secretos. Después me
. he tendido bajo los pinos y me he quedado dormido. Al despertar me encontraba sano y tranquilo, dispuesto a recibir dignamente lo que el día de hoy quiera traerme.
—Acaso-se aventuró a decir «nurse» Rosemary — haya entre su correspondencia de hoy alguna noticia de interés.
—Ah, sí; lo había olvidado. Todavía no hemos abierto el correo de la mañana. Tendremos tiempo si empezamos inmediatamente después de la comida. ¿Hay muchas cartas?
—Un montón bastante considerable, señor.
—'Bien; poco a poco nos enteraremos de todas.
Media hora más tarde, Garth se hallaba sentado en la biblioteca, en el acostumbrado sillón, y escuchaba tranquilo las cartas que leía su secretaria. Antes de que empezara la lectura había querido pasarlas entre sus dedos una por una, como hacía siempre. Una de las cartas estaba lacrada y en el lacre impreso una cimera empenachada con calada visera. «Nurse» Rosemary observó que el rostro del ciego palidecía al tiempo que sus dedos palpaban el lacre. No dijo nada, mas, como había hecho en otra ocasión, deslizó aquella carta bajo las otras para que fuera la última que le leyeran.
Cuando le llegó el tumo a esta carta, después de leídas todas las demás, reinaba en la estancia un silencio absoluto. El ciego y su secretaria estaban completamente solos. Se escuchaba el zumbido de las abejas en el jardín. El perfume de las flores penetraba por la abierta ventana. Nadie ni nada turbaba aquel reposo.
«Nurse» Rosemary tomó el sobre lacrado.
—Míster Dalmain — dijo —, hay aquí una carta sellada con lacre rojo... El sello consiste en un yehno con visera...
—Ya lo sé — dijo Garth—. No necesita usted describírmela. Abrala con cuidado.
«Nurse» Rosemary la abrió.
—Es una carta muy larga, míster Dalmain — dijo.
—¿De veras? Tenga la bondad de leerla, señorita Gray.
Hubo un momento de penoso silencio. «Nurse» Rosemary
alzó la carta hasta casi sus ojos, pero la voz se negó a salir de ? su garganta. Garth aguardaba sin pronunciar palabra.
Entonces «nurse# Rosemary dijo:
—Señor, parece una carta demasiado intima, confidencial... Encuentro sumamente difícil el leérsela.
Garth comprendió su angustia por el tono de su voz y se volvió a ella afectuosamente.
—No se preocupe por eso, querida niña, ello no tiene nada que ver con usted. Esta carta es, en efecto, una carta confidencial, pero yo no tengo para conocerla otros medios que sus ojos y sus labios de usted, señorita Gray. Además... la dama cuyo sello consiste en una cimera empenachada no puede tener nada verdaderamente íntimo que decirme.
—¡Oh! Antes al contrario, tiene mucho — dijo «nurse» Rosemary.
Garth reflexionó un instante; después:
—Vuelva la página — dijo — y léame la firma.
—Tiene muchas páginas, señor — dijo «nurse» Rosemary.
—Vuelva entonces todas las páginas, hasta la última — dijo serenamente Garth—. No me haga esperar. ¿Cuál es la firma de esa carta?
— Tu esposa — murmuró «nurse» Rosemary.
Siguió un silencio de muerte. Parecía como si aquellas palabras, al penetrar en la perpetua obscuridad de Garth, le hubieran convertido en piedra. Al fin extendió una mano.
—¿Quiere usted hacer el favor de darme esa carta, señorita Gray? — dijo—. Gracias. Ahora desearía estar solo durante un cuarto de hora. Le agradecería infinito que tuviera la bondad de sentarse en el comedor con objeto de impedir que alguien entre aquí. No quiero que nadie me moleste. Al cabo de quince minutos puede usted volver a entrar.
Hablaba con tal serenidad que el corazón de Juana se oprimía cada vez más. Si hubiese notado en él algún signo de agitación se hubiera sentido confortada. Sí; éste era aquel hombre enérgico, dueño de sí mismo, que bajando la obscura cabeza ante la ventana multicolor en que pendía el Crucificado había dicho: «Acepto mi cruz». Éste era el hombre que se alejó por la solitaria nave de la iglesia aldeana, con paso firme y sin volver la cabeza para mirar atrás. Éste era el hombre que había tenido el valor de dar por absolutamente terminada toda relación entre los dos sin dirigir a la que le causaba tanto daño una palabra de súplica ni una sombra de reproche. Y éste era el hombre a quien ella había dirigido una carta firmada: Tú esposa...
Juana Champion nunca había conocido el miedo. Ahora lo conocía.
Salió de la estancia en silencio. Antes de llegar a la puerta se volvió para mirar a Garth. Permanecía absolutamente inmóvil; sostenía la carta entre las manos. Al tomarla de las de la secretaria no había vuelto la cabeza; su perfil semejaba tallado en blanco marfil. No había en aquel rostro perfecto ni el más ligero matiz de color; sólo aquella palidez marfilina contrastando con las líneas de ébano de las cejas y el obscuro cabello.
Juana cerró tras sí la puerta.
Siguieron los quince minutos más largos de su vida. Se daba perfecta cuenta, en su ansiedad, del tremendo conflicto espiritual que se desarrollaba en la contigua estancia silenciosa. Por singular fatalidad, Garth había oído tan sólo dos palabras de aquella carta: las dos palabras decisivas; las palabras a que el resto de la carta servía de preparación. Aquellas dos palabras debían haberle revelado instantáneamente el sentido de la carta y el estado de alma de la mujer que la había escrito.
Juana medía el comedor desesperadamente con sus pasos. Recordaba ahora su cuidado, su esfuerzo para redactar la carta de modo que una frase preparase a la otra y aquélla a la siguiente, hasta llegar a la revelación de la firma.
De pronto, en su angustia, recordó la conversación de Garth y «nurse» Rosemary a propósito de los cuadros. «¿Es esposa?», había preguntado ella. Y Garth había contestado: «Sí». Juana comprendía ahora el significado de aquella afirmación. Porque Garth la había sentido tan suya en aquellos maravillosos momentos de la terraza de Shenstone, que, levantando la vista hasta ella, había dicho: «¡Mi esposa!», no en tono de interrogación, sino en el de la más absoluta certeza... y ahora, para él, continuaba siéndolo tan indisolublemente como si la bendición del cura y la firma del juez hubieran tenido parte en sus desposorios. Después... sus vidas habían sido separadas; uno y otro habían seguido diferentes caminos. Él creía no ser para ella sino un indiferente, y durante aquellos tres años había pensado siempre que aquellas bodas de sus almas sólo habían existido en su imaginación. Más no por eso se consideraba por su parte menos ligado a ella, porque aquellas palabras que él había pronunciado habían subido a sus labios desde su corazón... Sí; para él ella sería su esposa toda la vida, y aun después. El creerlo así, el saberlo así era lo que le había dado valor a Juana para firmar de tal modo su carta. Mas ¿cómo podría él conciliar el significado de esta firma con su negativa de hacía tres años, sin leer antes toda su confesión?
Recordó entonces — y al recordarlo prestó gran consuelo a su espíritu — la fuerza irresistible con que la verdad hablaba al alma del artista. Cuando «nurse» Rosemary había dicho hablando del cuadro de La esposa: «He aquí el triunfo del arte», él había contestado: «Es el triunfo de la verdad». ¿No comprendería ahora la gran verdad que se desprendía de aquella firma? ¿No se sentiría dichoso en su soledad al saber que su esposa se acercaba, a menos que la confesión contenida en la carta no le hiciera considerarla indigna?
De pronto comprendió la inmensa ventaja de que su adorado hubiese escuchado las dos últimas palabras de la carta antes que el resto de ella; vio, en tal orden de cosas, la mano de la Providencia, y dijo, mientras aguardaba que los minutos pasaran lentamente: «He aquí que él ha derribado el muro que nos separaba». Y una sensación de serenidad infinita inundó su alma de paz.
Pasó el cuarto de hora.
Juana cruzó el hall con paso firme y silencioso; se detuvo un instante en el umbral de la puerta como para relegarse a segundo término; puso la mano en el pomo... Y «nurse» Rosemary entró en la biblioteca.