XXVIII
Juana subió hasta el estudio; abrió cuidadosamente la puerta y la cerró tras sí.
Los rayos del sol poniente penetraban todavía por la entreabierta ventana, añadiendo nueva riqueza a la riqueza de los cuadros, de los biombos y de las colgaduras, a los crisantemos color malva de una vestidura japonesa y al adorado dragón de la China que sobre una alfombra de purpúreo terciopelo se envolvía en su propia interminable cola y extendía sus garras rampantes en las actitudes más inesperadas.
Juana había entrado algunas veces en el estudio de Garth, mas siempre en busca de algo que el ciego abajo aguardaba impaciente; nunca había tenido tiempo ni ocasión para estar en aquel lugar — que era para ella como un santuario — por completo a sus anchas. La vieja Margarita tenía también una llave, pero subía ella misma todas las mañanas a abrir las ventanas, a quitar el polvo y arreglarlo todo con especial esmero, cuidando por su propia mano de que aquel tesoro quedara siempre tal como su dueño lo había dejado cuando sus ojos luminosos estaban abiertos a la luz. Aquella llave permanecía siempre en el manojo de la vieja Margarita, y Juana no quería arriesgarse a una petición que muy probablemente sería contestada con una negativa.
Ahora podía permanecer allí todo el tiempo que quisiera. Se sentó en un silloncito bajo y ancho, tapizado de rico brocado. El silloncito se ajustaba exactamente a ella en todas sus proporciones; brazos, rodillas y cabeza descansaban en él con toda comodidad. Juana cerró un instante los ojos. Adaptarse así, plenamente, exactamente a los deseos del amado; ser para él eterno manantial de fuerza y de reposo.
Miró en torno, recorriendo con la vista la estancia. Semejante a Garth, era perfecta en su conjunto y en todos sus detalles. Todos los colores, todas las formas estaban allí combinados en perfecta, exquisita armonía. La luz, regulada desde la claraboya y desde las ventanas; los caballetes, de todos los tamaños y formas imaginables; sencilla desnudez en los espacios que así lo requerían; regia suntuosidad en los rincones y junto a la chimenea. Todo era adecuado; todo de una elegante sobriedad. Sobre un caballete, cerca de la ventana más lejana de la puerta, había un cuadro sin terminar. A su lado veíanse la paleta y los pinceles, tal como los dejó Garth al salir aquella mañana, hacía ya más de tres meses, en que, por proteger un inocente animalillo de un sufrimiento inútil, perdió uno de los mayores bienes que han sido dados en la tierra al hombre.
Juana se levantó y fue hasta la chimenea, examinando detenidamente los raros tesoros que casi la cubrían. Lo primero que llamó su atención fue un bronce representando un oso diminuto que, sentado con pesadez no exenta de gracia sobre sus ancas, agarraba con las patas delanteras un largo palo, de bronce también. Su cabeza se inclinaba hacia un lado y sus ojillos miraban fijamente ante sí. La cadena que iba desde su cuello al palo denotaba cautividad, fiereza acaso. Juana no dudaba que la cabeza del animalito se levantaría y su cuerpo se convertiría en una fosforera vulgar; no obstante, estaba segura de levantarla y no hallar fosforas en ella. Aquel juguete pertenecía, sin ningún género de duda, a la época «previctoriana»; era con seguridad un viejo amigo de la infancia del pintor; era, ante todo, una obra de arte, y no podía servir, si la dignidad del arte había de ser respetada, para usos utilitarios o vulgares. Juana levantó la cabeza: el cuerpo estaba vacío. Volvió a dejarlo con un suspiro de alivio sobre la chimenea. Entonces se dio cuenta de que lo que estaba haciendo era retardar deliberadamente una prueba que debía al fin ser afrontada.
Deryck le había hablado ya del retrato que Garth hacía de la única. Garth mismo se había confiado a ella después. Ahora había llegado la hora de que ella viera aquel retrato por sus ojos. Era inútil, inútil, tratar de retardar el momento...
Y casi inconscientemente miró hacia el biombo amarillo.
Se dirigió hacia la ventana que miraba a poniente y la abrió de par en par. El sol se hundía lentamente tras las colinas de vivo color púrpura. El azul profundo del cielo palidecía ya, matizándose de rosa acá y allá. Juana miró hacia el cielo y, juntando fuertemente sus manos, pronunció en alta voz unas palabras.
—Ante Dios lo digo ahora — murmuró—, por si no puedo ya nunca más decirlo ni pensarlo. Yo creta hacer bien. Pensaba, ante todo, en la felicidad de Garth; pensaba en la mía también. Por la tranquilidad futura de los dos sacrifiqué la dicha presente. Ante Dios juro que creía hacer bien... y lo creo todavía.
Fue aquella la última vez que por la mente de Juana cruzó tal pensamiento.