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Había pasado mucha agua bajo los puentes. Bajo el Puente de las Cadenas que unía Buda con Pest y bajo el puente Alsina, por sobre cuyo asfalto castigado trepidaba el auto que conducía a Bora desde la provincia de Buenos Aires hacia la Capital.

Había pasado una vida. Una vida extensa que se aproximaba al final del camino. Sentado en el asiento trasero, Bora contemplaba las luces de las fábricas de Pompeya tras la bruma del Riachuelo. La niebla se le mezclaba con el velo acuoso de sus ojos ancianos. Miraba el reflejo de las barcazas quietas en las aguas oscuras y no podía evitar el recuerdo de las farolas del Bastión de los Pescadores de Budapest sobre el espejo caudaloso del Danubio.

Cada tanto, Bora debía enjugar las lágrimas —vestigios de una catarata mal operada— con un pañuelo que ocultaba siempre entre la concavidad de la mano y el interior de la manga del saco como un mago de vodevil. Desde que había entrado en la vejez los ojos de Bora lloraban sin pausa ni tristeza. El inicio de ese llanto espontáneo, mecánico, había coincidido con la muerte de Marga, a la cual se había resignado, pero de la que nunca pudo reponerse.

Marga había vivido feliz, agradecida y enamorada de su esposo hasta el último día. Murió como quiso: de vieja, mientras trabajaba en la huerta con las manos en la tierra. Cayó como una flor fecunda que dio su fruto entre las flores jóvenes y amarillas del zapallar. Había criado al pequeño Béla, quien tuvo una infancia alegre y una adultez tormentosa. El hijo del matrimonio se había convertido en un prófugo profesional: era periodista y ocupó diversas corresponsalías en diferentes países, siempre escapando de su propia biografía. Pero esa es otra historia.

Desde el día en que enterró a su esposa, Bora decidió abandonar la chacra de Unquillo y se mudó a una casa pequeña, con un jardín florido en Adrogué, en el sur de la provincia de Buenos Aires. Vivió con austera dignidad de su oficio de pintor.

Mecido por el movimiento del coche que avanzaba sobre las capas arqueológicas de asfalto y empedrado, Bora iba a encontrarse con el pasado. Era aquel un viaje a las oscuras y remotas profundidades de su existencia. Por fin iba a dilucidar el capítulo hasta entonces indescifrable de su vida. Más allá del puente, en el extremo opuesto de la ciudad, lo esperaba Hanna.

El chofer del auto cada tanto musitaba algo al espejo retrovisor. Hacía comentarios de circunstancia sobre la niebla, el estado de las calles y la humedad que, combinada con la baja presión, anticipaba una lluvia torrencial. Con los ojos vidriosos vueltos sobre sus recuerdos, el embajador asentía sin prestarle atención. Pensaba en ella. En Hanna. Recordó la primera vez que la vio en el parque del Hotel Gellért. Evocaba su figura juvenil, su cara iluminada por el sol de la primavera húngara que derretía la escarcha sobre el césped y encendía su pelo rojo como si toda ella fuese un delgado cirio adolescente. Hanna. Hanna. Cuántas veces se había sorprendido a sí mismo musitando el nombre de su exesposa como un matemático desvelado en la elucidación de un teorema irresuelto.

El embajador no pretendía saldar cuentas ni restañar viejas heridas. No lo impulsaba ningún ánimo de redención. No buscaba perdonar ni recibir disculpas. Solo quería una respuesta. La respuesta a la pregunta que se hizo cada día de su vida: «¿Por qué?».

Necesitaba una explicación para aquel interrogante que no lo había dejado vivir y que ahora precisaba para poder morir en paz. Ya era hora de poner el punto final a la trama inconclusa cuyo desenlace inminente aún ignoraba. Tal vez él también le debía una respuesta. Se trataba de una pregunta que, en rigor, se debía responder antes a sí mismo: ¿Mientras estuvieron casados, él había sido un hombre bueno? ¿Había sido un hombre justo con ella?

A diario cruzaba el puente sobre el Riachuelo en ese mismo auto algo destartalado al que, de acuerdo con un curioso eufemismo, se lo llamaba con el término francés «remise». Con la misma sutil ironía, Bora insistía en apodar Tibor al chofer. Era una pequeña humorada íntima cargada de un amargo sarcasmo que el embajador se dedicaba a sí mismo. Un modesto homenaje a Tibor, el chofer de la familia Persay que había manejado el primer Mercedes que entró en Hungría.

Mientras el auto atravesaba la ciudad de sur a norte aquella noche prematura de invierno, aquel Tibor del suburbio percibió que había algo fuera de lugar. No era frecuente que Bora saliera tan tarde. El chofer manejaba con una mezcla de curiosidad y preocupación. Cuando llegaron a Pompeya, al pasar por la plaza frente a la iglesia, Bora le pidió que se detuviera un momento. Tibor estacionó junto al cordón, ayudó a bajar a su pasajero y se quedó de pie junto al auto mientras el viejo se acercaba al puesto de flores y volvía con un ramo de rosas rojas. Ante la silenciosa curiosidad de su chofer, Bora se apiadó y le dijo con ese acento extranjero que jamás lo había abandonado:

—A mi edad, si un hombre le lleva flores a una mujer, lo más probable es que el lugar de la cita sea el cementerio…

El embajador había hablado con tanta seriedad que Tibor no sabía si era una muestra más de su humor sardónico o si el verdadero destino del viaje era el cementerio de la Recoleta y no el bar La Biela a donde solía ir a tomar un café. Bora se secó los ojos con el pañuelo, acomodó el papel celofán alrededor de las flores y continuó la frase:

—Pero no es el caso…

El embajador guardó un silencio enigmático, carraspeó y, por fin, concluyó en tono confidente:

—Tengo una cita con mi primera novia.

Tibor rio con ganas.

En el mismo momento en que Bora entraba en el auto con el ramo de flores, en el otro extremo de la ciudad, Hanna se consideraba frente al espejo. Había pasado casi un cuarto de siglo desde la última vez que se vieron. Hacía mucho tiempo que Hanna había dejado de prestar atención a las arrugas que, paralelas como los renglones de una hoja de cuaderno, se encimaban en su frente conforme se sucedían los años. Desde que había enviudado, perdió el interés en las arrugas, aunque nunca en su aspecto; al contrario, a sus setenta y nueve años era una mujer elegante. Pero sus ojos ya casi no percibían los signos sutiles de la vejez. Si la juventud es una virtud que se va perdiendo a medida que pasa el tiempo, también es cierto que la percepción colabora para afrontar esa pérdida irremediable. Los ojos se vuelven piadosos con los pequeños detalles del deterioro progresivo hasta que dejan de ver las marcas de la piel casi por completo. Aunque no las viera bien, Hanna sabía perfectamente que allí estaban todas las arrugas que se había sabido ganar a lo largo de la vida.

El pelo anaranjado como el fuego se había apagado hasta quedar del mismo blanco de las cenizas. Hanna se había teñido de castaño caoba porque no había tintura que pudiera imitar su antiguo color natural. Y aunque existiese, aquel rojo ígneo hubiera resultado impropio para una mujer de su edad. Las pecas juveniles que entonces le conferían un aire aniñado eran ahora manchas que se extendían como archipiélagos en el mapa ajado de la piel de las mejillas, los hombros y las manos.

Hanna conservaba intacto el negro profundo de sus ojos y la expresión vivaz y penetrante de la juventud. Ninguna de las sucesivas tragedias que debió atravesar habían conseguido que perdiera una inocente alegría todavía infantil y un sentido del humor irónico aunque despojado de toda malicia. Era, sobre todas las cosas, una mujer buena. Emitía bondad como los rayos del sol emiten calor.

Luego de que Olsson les allanara el camino para escapar de Hungría, Hanna y Andris emigraron, también, a la Argentina. El Napoleón de los dientes pudo recuperar los ahorros que tenía en Suiza y rápidamente reconstruyó su imperio dental allí, en el fin del mundo. Llegó a tener una empresa mayor aún que la que había construido en Europa y exportaba insumos odontológicos a todo el mundo. Hanna y Andris supieron de la presencia de Bora y Marga a través de la empleada de la Embajada de Hungría; también ellos eran parte de la organización que ayudaba a los inmigrantes húngaros. Decidieron comprar los cuadros en secreto para que el amor propio de Bora no lo obligara a despreciar la ayuda. La casa de Unquillo, bautizada «Dos Luceros» en homenaje al matrimonio Persay, la habían comprado para ellos y, por la misma razón, Hanna y Andris jamás se presentaron como los propietarios. No fue un gesto de retribución al acto humanitario que Bora y Marga habían tenido para con ellos cuando los ocultaron en el sótano de la casa Persay. Lo hubiesen hecho de cualquier modo.

Hanna miró el reloj de pie que con su péndulo acuciante presidía la sala. Faltaban cinco minutos para la hora de la cita. No había vuelto a ver a Bora desde la inauguración de la muestra que ella había organizado para él en la galería Viau. Debería sentirse nerviosa como una adolescente. Sin embargo, un sentimiento de paz la acompañaba desde el principio del día y le quitaba ansiedad a la espera.

Desde que enviudó, Hanna había aprendido a convivir con el juez implacable de su propia conciencia. Y con el silencio, que es casi lo mismo. Mucha gente cree estar en paz con su conciencia porque, en rigor, carece de ella. La mayor parte de las personas es incapaz de juzgarse a sí misma. Suele confundirse el insomnio con la culpa y la capacidad para conciliar el sueño con la tranquilidad de la conciencia. Al contrario, los espíritus viles, carentes de toda capacidad de juicio sobre sí, pueden dormir bajo cualquier circunstancia. Hanna había traicionado a Bora. Era un hecho cierto y admitido por ella. Se había juzgado a sí misma en todas las instancias posibles que otorga el tribunal superior de la conciencia. Y ahora estaba dispuesta a comunicar el veredicto final a Bora.

Mientras esperaba que se hiciera la hora, Hanna no podía desembarazarse de una duda incómoda: ¿correspondía que una mujer viuda, que aún padecía el duelo por la muerte de su marido, recibiera a un hombre en su casa y a la noche? El hecho de que hubiesen estado casados no era un atenuante; al contrario. Solo ella sabía de las tormentas que ese hombre aún desataba en su espíritu.

El auto se estacionó en la puerta del elegante edificio en avenida Alvear. Bora descendió, caminó hacia la entrada acariciando los tallos del ramo de flores y, por fin, posó el índice tembloroso en el timbre.

Estaban en paz. No había cuentas pendientes ni rencores. Tenían una larga noche por delante. Tal vez ahora sí Bora podría conocer la respuesta a la pregunta que lo había acompañado durante toda su vida.

Luego podría morir en paz.

El portero uniformado abrió la puerta.

—Adelante, por favor. La señora lo está esperando.