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Bora había retado a duelo a Andris pero no tuvo el valor para hablar con Hanna. En rigor, había desafiado a Andris para evitar enfrentar a su esposa. A partir del episodio en las oficinas de Lasker Dental, Bora dejó de hablar con Hanna. El matrimonio quedó suspendido en un limbo. Seguían viviendo bajo el mismo techo pero evitaban cruzarse. Bora se instaló en el cuarto de huéspedes y durante aquellos días apenas si salía de la habitación. Hanna comprendió que su esposo quería dejar la decisión del divorcio del lado de ella. El tiempo se detuvo. El único hecho que tenía un horizonte cierto era la fecha del duelo. La muerte se convirtió en el punto de reunión de los tres destinos. Alguno de los dos podía morir. Acaso para uno de los dos el trance duraría unos minutos, pero el duelo habría de cargarlo Hanna el resto de su vida. Faltaban siete días.

Bora, sin proponérselo, había honrado a su oponente; de acuerdo con las tradiciones del duelo, solo era lícito desafiar a quien perteneciera a la misma condición no solo social sino, antes, moral; es decir, a alguien que tuviese un honor que defender. En un duelo solamente podía derramarse sangre azul. Todas estas consideraciones pasaban por la atormentada cabeza de Bora; Andris, ajeno a las tradiciones propias de la nobleza, tenía otras preocupaciones. En primer lugar, jamás había empuñado una espada, nunca había disparado una pistola; ni siquiera se había tomado a golpes de puño. La lucha para él era otra cosa: provenía de una familia pobre que pudo acceder a determinada posición económica a fuerza de trabajo y sacrificio. Su abuelo y su padre habían debido pelear cada peldaño del costoso ascenso social. Andris mantenía una lucha cotidiana para conservar cada uno de los dientes sobre los que había edificado su pequeño imperio.

Bora, en cambio, no conocía las privaciones. Había nacido en cuna de oro y la lucha no estaba mediada por metáfora alguna. Al tener resuelta la situación económica, los combates se libraban en nombre del honor, categoría en la que se confundían la patria, el suelo y las tradiciones. Para cuidar el honor Bora había practicado esgrima desde pequeño; para defender la patria había aprendido a manejar las armas de fuego. Andris sabía que no tenía chance alguna de enfrentar a Bora. Certeza que, en silencio, compartía con Hanna.

El odontólogo podría haber declinado el duelo con solo haberse negado a recoger el guante. Pero hubiera significado renunciar al honor y, peor aún, dejar todo el peso de la culpa sobre los hombros de Hanna. A ella, por su parte, todo aquello le parecía una locura. Pero sabía que cualquier intento de mediación no haría más que avivar el fuego. Desde entonces no había vuelto a hablar con Andris y Bora no le dirigía la palabra. Lo más sensato que podía hacer era mantenerse recluida en silencio.

Bora experimentaba un irrefrenable deseo de matar a Andris. Esperaba con impaciencia que llegara el momento. Para él no se trataba de conseguir una satisfacción a primera sangre. Lo había retado a muerte. Bora se sentía humillado y traicionado. Pero el sentimiento que se imponía en su espíritu era la perplejidad. ¿Qué había sucedido? En su nuevo cuarto había un espejo de pie. Bora pasaba largos ratos considerando su propia imagen. Quería dilucidar qué veía o, más precisamente, qué había dejado de ver Hanna en él. Ni siquiera se preguntaba qué atractivo podía haber descubierto en Andris; consideraba que no había en la desgarbada estampa del dentista nada que una mujer pudiera admirar.

Aquella perplejidad estaba hecha de incomprensión, impotencia y desconsuelo. Bora era incapaz de entender qué la había impulsado a engañarlo con ese hombre, cuya mísera existencia consistía en hurgar la boca de los demás.

El día siguiente al reto, un emisario de Bora se presentó en la oficina de Andris para completar las formalidades del duelo. Al odontólogo le correspondía elegir el arma. Andris desconocía la diferencia entre un revólver y una pistola. Tampoco sabía distinguir entre los diferentes tipos de espadas. Pensó para sí que lo mejor sería un arma de fuego. En primer lugar, podía existir la remota posibilidad, aunque más no fuera matemática, de que su oponente marrara el disparo. Pero sobre todo, era el modo más expeditivo de poner fin a esa comedia trágica. Si estaba destinado a morir, Andris prefería que fuese lo más pronto posible, sin someterse a una larga humillación. ¿Qué otra cosa más que el ridículo podía hacer el dentista blandiendo una espada? Todo esto pensó Andris. Sin embargo, por alguna razón que jamás pudo explicar, en el momento de elegir, dijo sin vacilar al emisario:

—Florete.

Era el arma que mejor manejaba Bora. Andris no tenía chance. Pero una voz misteriosa le había dictado la decisión.

Faltaban siete días para el duelo, eternos para Bora, breves para Andris. El odontólogo no informó a nadie de su entorno; no lo supo ni su familia ni sus amigos ni sus empleados de confianza. Solo anotició a su abogado, un viejo amigo de la familia, para que pusiera los papeles en orden en el caso nada improbable de que muriera y para que oficiara de padrino en el lance. Andris sabía que el abogado familiar era incapaz de revelar un secreto. El viejo letrado intentó disuadirlo con afecto pero sin éxito. Debió morderse los labios para no informar a las autoridades, acaso la única forma de detener aquella locura. Los duelos permanecían en un limbo legal: no estaban expresamente prohibidos ni permitidos; era una antigua tradición sostenida en códigos de honor que, en la aristocracia, se mantenía por encima de las leyes escritas.

Bora se había criado en aquel pequeño mundo de normas cerradas, rituales anacrónicos y mandatos inmutables. Una ofensa no era solo un agravio concerniente al honor propio; el honor se heredaba como el linaje y los títulos nobiliarios. Del mismo modo, una injuria era una mancha para el apellido y la memoria de los antepasados. La heráldica no era una lengua muerta; los escudos y las espadas que descansaban sobre los hogares cobraban vida cada vez que el honor los requería. Los viejos fantasmas que habitaban la casa Persay salían de los oscuros recovecos para volver a señalar el destino de la familia. Aquellos espíritus, centenarios espantajos que moraron en el viejo caserón, susurraban en el oído de Bora y le hacían hervir la sangre azul.

Andris, en cambio, era un hombre convencional. Por completo ajeno a las armas, a los viejos códigos de nobleza, sordo y ciego a los fantasmas familiares, solía tener preocupaciones más pedestres. Compartía con Hanna aquel mundo hecho de elementos simples. Ambos sabían encontrar la belleza en los pequeños gestos de la gente común y corriente que, por lo general, pasaba inadvertida para Bora. El universo de Andris no estaba a la altura de las Bellas Artes de Bora. Era un mundo de piezas dentarias, de implantes y prótesis odontológicas. Pero aquel pequeño cosmos de atmósfera halitósica muchas veces servía para devolver, si no el honor, al menos la dignidad a una boca que no pudiera morder pan ni exhibir una sonrisa decorosa. Para Hanna, aquella habilidad en apariencia sencilla era también un arte mayor.

Bora se contemplaba en el espejo como si esperara de él la explicación a su tragedia. Andris, en cambio, se miraba en los ojos de Hanna. Indiferente al amor propio, solo pensaba en el amor de la señora de Persay. Ni siquiera le importaba morir. No sabía pelear, no tenía ninguna destreza física ni, mucho menos, la habilidad necesaria para matar. No lo atormentaba la idea de la muerte, sino la de perder la vida sin elegancia alguna. Imaginaba su caída tumultuosa, el gesto dolorido y la expresión ridícula postrera. No toleraba la idea de morir como un triste comediante frente a los ojos de Hanna.

Durante los últimos tiempos había demasiados héroes y ella intuía que aquel espíritu épico estaba llevando al mundo a un punto sin retorno. Nada anhelaba más que las cosas volvieran a la normalidad. Lejos de la megalomanía imperante, Andris era la personificación del hombre común. Bora, en cambio, era un príncipe idéntico al de las ensoñaciones de las adolescentes. Hanna había descubierto que aquel pedestal de belleza, abolengo, fortuna y tradiciones le resultaba inalcanzable. Bora, solitario, miraba el mundo desde arriba. Andris, igual que Hanna, disfrutaba de la llanura donde habitaban los mortales, de las pequeñas cosas, de los detalles y las minucias cotidianas que constituyen los efímeros instantes que a veces se parecen a la felicidad.

El reto a duelo era un acto anacrónico que incluía todo aquello de lo que Hanna necesitaba huir: la hostilidad, el enfrentamiento, los delirios de grandeza, el desprecio por la vida y la vacuidad de la idea de la muerte. En lugar de alejar a Andris, lo único que había conseguido Bora fue empujarlo a punta de espada hacia los brazos piadosos de Hanna. La actitud de su esposo le resultaba patética. Lejos de parecerle un acto honorable, para ella era un gesto de cobardía retar a muerte a alguien que jamás había empuñado un arma.

Los hombres suelen atribuir a las mujeres una fascinación por cosas que, en general, les son por completo indiferentes cuando no repudiables. Presuntos atributos de virilidad y poder tales como la fuerza física, la destreza para la pelea o la disposición a humillar a quienes consideran sus rivales no son condiciones que las mujeres inteligentes suelan valorar. Los conceptos de victoria y derrota no coinciden en la percepción de hombres y de mujeres.

Bora esperó el día del duelo con ansiedad; Andris, con resignación. Por diferentes razones, ni uno ni otro practicaron con la espada. Bora porque no tenía necesidad. Andris porque no tenía espada. Bora podía haberse entrenado para matar a su enemigo con estilo. Andris, aunque más no fuera, para morir con decoro.