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Hanna, de pie frente al ropero, supuso que la frase que Bora dejó flotando en el cuarto era una manera de decir, en sentido figurado, que aquel día, después de tanto tiempo de encierro, sería como un paseo. De todas formas, decidió seguirle la corriente y eligió la ropa que consideró más adecuada para un hermoso día de sol. A pesar de la diferencia de complexión, el talle de Hanna era el mismo que el de Marga. Se puso un vestido amarillo, salpicado de flores pequeñas, y unos zapatos blancos rematados en un moño.
Se miró en el espejo rectangular de cuerpo entero por primera vez en mucho tiempo; se encontró muy flaca. De todas formas, Hanna estaba conforme con su aspecto. El vestido entallado le acentuaba las curvas que todavía podía exhibir. El taco de los zapatos destacaba las pantorrillas. Tomó un sombrero redondo de ala diminuta, del mismo tono que el vestido, y se lo puso inclinado de lado. Se sentó al tocador y buscó entre los lápices de labios hasta encontrar uno rosa pálido. Se pintó los labios, se puso apenas un poco de rubor y una leve sombra de ojos.
Estaba feliz. Cuánto tiempo hacía que no tenía un espejo grande, buena luz para arreglarse, cosméticos y un ropero a su disposición. Tal vez en otro momento y bajo otras circunstancias, Hanna hubiese considerado que frente a las breves horas de libertad que tenía, todo aquello era una frivolidad y una pérdida de tiempo. Sin embargo, se dijo, tal vez los grandes pensamientos, las reflexiones trascendentes, estaban reservados para aquellos que no padecían apremios. En su caso, todo tenía el carácter de una última voluntad.
Nada le hacía disfrutar tanto de la existencia, incierta e impredecible, como las pequeñas cosas; nunca pensó que desearía para sí algo tan insignificante como una vida cotidiana simple y rutinaria. Bora llamó a la puerta con dos golpes tímidos. Hanna caminó hacia el otro extremo del cuarto intentando no hacer ruido con los tacos, giró el picaporte y lo hizo pasar.
La expresión de Bora lo dijo todo. Hanna estaba hermosa. Seguía siendo tan bella como aquel lejano día en que la descubrió en los jardines del Hotel Gellért. Ese largo silencio y la mirada sorprendida de Bora fueron un halago que Hanna agradeció con una sonrisa y un leve rubor en las mejillas.
—Es un bello día soleado, pero sopla un viento fresco. Deberías ponerte un abrigo.
Hanna torció la cabeza e hizo un gesto de desaprobación. La broma ya se estaba volviendo reiterativa. Era como burlarse de un preso. Ante la quietud de Hanna, Bora abrió el ropero y eligió un abrigo: descolgó un tapado corto con cuello de piel. Lo extendió e invitó a Hanna a que se lo pusiera.
—Me gustaría que aprovecháramos el día para almorzar en un restaurante. Luego podríamos salir a caminar e ir de compras.
Bora hablaba como si fuesen el matrimonio Persay del pasado. Por un momento, Hanna pensó que se había vuelto loco. Pero un sentimiento de felicidad y vértigo le provocó un hormigueo en el vientre.
La mujer, que tanto conocía a Bora, intuyó que, en efecto, él tenía un plan. Hanna todavía conservaba una enorme admiración por la inteligencia de su exesposo y le inspiraba una confianza ciega como en los viejos tiempos.
—Por favor, no me hagas ilusionar. ¿De verdad vamos a salir a la calle?
—Por supuesto, ¿por qué no?
En sus años de formación militar, Bora había aprendido diversas tácticas de distracción. Los grandes generales fueron geniales ilusionistas. Desde los ejércitos de terracota de los chinos, cuyo sentido era hacer ver al enemigo miles de soldados donde no había ninguno, hasta las formaciones de tanques de utilería para engañar a los pilotos desde el aire, la guerra era, en esencia, un sistema de ilusiones. Bora sabía que la percepción está determinada por las expectativas. La realidad, finalmente, es lo que el entendimiento espera de ella. Se percibe aquello que se acomoda a lo conocido; lo que no se amolda al juicio previo, como por arte de magia, tiende a desaparecer. El pensamiento rechaza la sinrazón. Cuando algo carece de sentido, el espíritu intenta, de manera automática, construirlo de acuerdo con sus recursos usuales. Una palabra escrita con las letras levemente desordenadas es leída como si estuviese correctamente escrita. Lo mismo sucede con los rostros de las personas. Si nos topamos con el panadero que vemos a diario en un ámbito diferente al de la panadería, de pronto nos invade el desconcierto, lo conocemos pero no sabemos quién es. Como su fisonomía nos es familiar, de inmediato creemos que debe ser conocido también para los demás y establecemos que ese simple comerciante es un personaje famoso, un político o un actor. Para confirmar nuestra falsa certeza, preguntamos a quien está con nosotros: «¿Quién es ese hombre?» en la seguridad de que todos lo conocen.
El reciente episodio con la sirvienta, quien no dudó en ver a Marga en la persona de Hanna, confirmaba la hipótesis de Bora. Si salían a la calle tomados del brazo, todos verían al matrimonio Persay porque, esencialmente, ellos habían sido el matrimonio Persay. El lenguaje, por otra parte, facilitaría el engaño: es la mujer quien lleva el apellido del marido, de modo que la gente vería en Hanna no a Hanna, sino a la señora Persay.
Bora estaba realmente convencido de que ese viejo número de ilusionismo era infalible y no le resultó difícil persuadir a Hanna. Era fundamental que ellos mismos creyeran que eran marido y mujer y procedieran con la mayor naturalidad de acuerdo con esa convicción. Debían, sí, ir a pie. Sería un enorme riesgo que salieran en auto y los detuvieran en un puesto de control, tal como había sucedido en el viaje hacia la casa.
Cuando Bora abrió la puerta y salieron al atrio, Hanna debió aferrarse del pasamanos de la escalinata; sintió un mareo. Estaba encandilada. Hacía mucho tiempo que no podía mirar más allá de la breve frontera de una pared. Los músculos oculares no acertaban a enfocar el infinito del cielo, como si fuesen elementos de una lente fotográfica herrumbrada. Por primera vez en meses, Hanna volvía a ver las calles de Budapest.
Era una mañana templada. Casi no se veía gente en aquella tranquila zona de Buda. Caminaban tomados del brazo con paso calmo. Antes de llegar a la esquina, en una de las casas vecinas, una doméstica lustraba los bronces de la puerta; la mujer detuvo por un instante la tarea y saludó amablemente a la pareja. Ambos devolvieron el saludo no sin cierta natural indiferencia. Luego se cruzaron con un desconocido que ni siquiera les prestó atención. Y así, a medida que iban avanzando, comprobaban que ese paseo era un hecho extraordinario solo para ellos.
Hanna veía Budapest como si la recorriera por primera vez, la descubría con ojos de turista: nunca había visto una ciudad tan bella. A un lado, las casas majestuosas de Buda; al otro, el Danubio en cuyas aguas se reflejaba el Puente de las Cadenas. En la otra orilla, el palacio del Parlamento. Cuando se acercaron al puente, pudieron ver el puesto de control alemán; el mismo en el que habían sido detenidos cuando Hanna y Andris iban ocultos en el baúl del auto. No había forma de cruzar de Buda hacia Pest sin evitar los puntos de vigilancia diseminados en ambas márgenes del río.
El control estaba destinado principalmente a los autos, que debían superar una barrera manejada de acuerdo con el ojo del guardia. La mitad de los coches que entraban en el puente eran detenidos para inspeccionar solo la documentación. Un tercio de esa cantidad era sometido a una requisa minuciosa. Los peatones, en general, apenas eran objeto de un escrutinio sumario. Pero eran menos los que cruzaban a pie que los que lo hacían en auto. De modo que, aunque no necesariamente les requirieran documentos, era imposible eludir la mirada los guardias.
Hanna y Bora emprendieron el ingreso al puente. En el momento en que pasaban por el puesto de control, los centinelas estaban distraídos revisando la documentación de un coche. Aunque los militares no les prestaron atención, Bora creyó prudente saludarlos como correspondía. Uno de ellos devolvió el saludo casi sin mirarlos. Avanzaron tranquilamente cuando, de repente, el otro suboficial corrió hacia ellos.
—¡Un momento! —les gritó, interponiéndose a su paso.
Entonces Bora reconoció al mismo soldado que lo había detenido cuando venía con Hanna y Andris escondidos en el auto. Hanna empalideció. Bora pudo sentir el temblor de su cuerpo en el brazo.
—¿Sí, soldado? —preguntó Bora con una sonrisa amable.
—Debo detenerlos… —dijo con tono marcial.
Bora lo interrogó con el gesto, sin articular palabra.
—Lamento demorarlos, pero no puedo dejarlos pasar sin antes pedirles una disculpa. Señor embajador, fue una torpeza de mi parte requisar el auto aquella vez, sucede que yo no sabía…
—Por favor, soldado, no tiene por qué disculparse. Después de todo es su deber. Qué buena memoria, pasó mucho tiempo desde entonces.
—Nunca olvido una cara —contestó orgulloso el guardia.
—Ya veo —asintió Bora.
—En unos minutos tiene que llegar su amigo, el mayor Müller. Él estará encantado de saludarlos —dijo el soldado, como si quisiera congraciarse con su superior y reparar la falta anterior para con ambos.
—Me encantaría, pero nos están esperando para almorzar. Déjele mis saludos al mayor. No faltará oportunidad para encontrarlo. Por cierto, tal vez de regreso pueda verlo.
—No lo creo. Él pasa por el control para supervisar y solo permanece unos minutos.
—Qué pena —dijo Bora con un gesto de contrariedad que escondía el alivio de saber que el regreso no implicaría el riesgo de cruzarse con el mayor Müller.
Por fin, emprendieron el cruce del Puente de las Cadenas.
Entraron en un restaurante popular sobre la avenida Andrássy. Eligieron una mesa apartada en un rincón del fondo, lejos de las ventanas. Desde la cocina llegaba el perfume de la páprika y las carnes ahumadas. Jamás habían estado en ese lugar: una fonda típica de aquellas en la que era imposible no comer bien. Pero, además, se trataba del tipo de bodegón al que jamás iría gente del círculo de Bora. Era improbable que pudieran encontrarse con un conocido. Hanna estaba feliz. Por mucho que quisiera evitarlo, no podía dejar de recordar las primeras salidas con Bora. Él se sentía como un adolescente durante la primera cita. Igual que una pareja que saliera por primera vez, Bora intentaba encontrar el momento más apropiado para la pregunta crucial. En su caso, sin embargo, la declaración, en forma de interrogante, no habría de apuntar al futuro de la relación, sino, al contrario, al pasado. Sabía exactamente cuáles eran las palabras pero no se decidía por el momento.
«¿Por qué?». Aquella extraña salida giraba en torno de esas dos sencillas palabras. Hanna pidió pollo ahumado. Bora, el popular sekei goulash. Bebieron un vino ordinario servido en jarra que tenía, sin embargo, el delicioso sabor de las tabernas. «¿Por qué?», iba a preguntar Bora, en el mismo instante en que el camarero arruinó el momento íntimo, interponiendo el brazo con la bandeja entre ambos. Hanna cerró los ojos e inhaló profundamente como si quisiera atesorar aquellas fragancias diversas para compartirlas luego con Andris.
Junto con el primer bocado, Hanna le preguntó a Bora si había ido al cine últimamente. Él le mencionó un par de títulos y nombró algunos actores no sin cierto desgano. Le recordó que habían decretado estado de sitio, que aunque todo tuviera una apariencia de normalidad, Budapest era una ciudad ocupada.
—¿De verdad? —preguntó Hanna con amarga ironía.
Bora se sintió infinitamente estúpido. Luego, se hizo un silencio incómodo, cuya tensión hacía imposible pronunciar por el momento aquellas dos palabras: «¿Por qué?». Bora pensó que lo mejor sería aplazar la pregunta para el café, durante la sobremesa. Hanna no se atrevía a indagar sobre el curso de la guerra; le daba pánico recibir malas noticias. Prefería enterarse a través de pequeños rodeos sobre la vida cotidiana de la ciudad, la actividad social, la moda, los espectáculos. Todas esas noticias, en apariencia frívolas, eran las manifestaciones más visibles y concretas que se derivaban de los titulares tamaño catástrofe de los cuales Hanna nada quería saber.
Bora se daba perfecta cuenta de las urgentes y vitales inquietudes de su exesposa. De modo que aceptó el juego. Le informó, también de manera elíptica, sobre el estado actual y las perspectivas más o menos inmediatas del conflicto. Intentaba no presentarle a Hanna un panorama sombrío, a pesar de que las expectativas no eran precisamente esperanzadoras. En medio de aquella conversación en la que aludían a la tragedia mundial por sus aristas menos escabrosas, la pregunta «¿Por qué?» hubiese sonado ínfima y carente de toda importancia.
Cuando terminaron de comer, el camarero retiró los platos y se hizo uno de aquellos silencios que marcan los climas, los cambios de tema. Bora detuvo sus ojos en los de Hanna: seguía siendo tan hermosa como el día en que entablaron la primera charla. Iba a decírselo, pero prefirió evitar que ella pudiese interpretar segundas intenciones. Se lo sugirió de manera tácita:
—No has cambiado nada.
—Tú tampoco.
Aquel brevísimo diálogo era, en realidad, una síntesis de la relación desde el primero hasta el último día. Se remitía a los hitos que marcaron el rumbo del matrimonio hasta el divorcio: el momento en el que se conocieron, el que se enamoraron y el que decidieron casarse en contra de las opiniones familiares. Era un recordatorio de la extensa luna de miel en Estambul y de la convivencia en la casa Persay. Ese pequeño intercambio de palabras significaba también un silencioso y mutuo reproche, el dolor de la traición y el penoso trámite de la separación.
Era el momento de la pregunta. Con la intención de que Hanna pudiese extenderse en la respuesta, antes de pronunciar el postergado «¿Por qué?», Bora preguntó:
—¿Café?
—No —dijo Hanna—, prefiero caminar.
Bora, desconcertado, no tuvo más remedio que pedir la cuenta y atragantarse con el interrogante una vez más.
El sol empezaba a ocultarse detrás de las cúpulas. Hanna y Bora recorrían tomados del brazo los mismos lugares por los que solían pasear durante las primeras salidas. No lo hacían de manera premeditada; caminaban sin rumbo y los pasos los conducían por los sitios que marcaron cada momento de la historia de ambos: el Hotel Gellért, el sendero peatonal del Puente de las Cadenas y el parque en el que se ocultaban de la mirada de sus familias. Pasaron, incluso, por la puerta del edificio donde Andris tenía sus oficinas y en el que Hanna mantenía los encuentros secretos mientras estaba casada con Bora.
De pronto se levantó un viento frío. El centro de la ciudad se volvió oscuro, sombrío y solitario. Desde que se había impuesto el estado de sitio, casi no había iluminación. Los edificios públicos permanecían en penumbras y el tránsito de los autos dejaba lugar a las patrullas alemanas que circulaban sin luces. Hanna sintió que se le oprimía el corazón. El día estaba llegando a su fin. Faltaban dos horas para el toque de queda. Bora se dijo que era tiempo suficiente para que Hanna pudiese darle una explicación que cerrara de una vez la vieja herida. En el preciso instante en que iba preguntarle «¿Por qué?», Hanna dijo con tono imperioso:
—Volvamos, por favor. Tengo mucho miedo.
—Por supuesto —dijo Bora y una vez más se quedó con la pregunta a flor de labios.
Hanna había entrado en pánico. Caminaba con paso apurado, miraba a uno y otro lado y cada vez que se cruzaban con una patrulla alemana las piernas le temblaban. La angustia se transformó en un malestar insoportable: sintió que se ahogaba, que el corazón le iba a estallar, que iba a desmayarse.
—Me siento mal —le dijo a Bora, blanca como un papel.
Si Hanna se descomponía en ese momento sobrevendría una tragedia. Bora imaginó el desvanecimiento en plena calle, la llegada de una patrulla, el aviso a una ambulancia, el traslado al hospital, la identificación y el fin abrupto de la estrategia. Bora hizo que Hanna se afirmara sobre su brazo y la calmó:
—No hay nada que temer. Ya estamos muy cerca. No hay por qué apurarse. El cielo está estrellado, disfrutemos de la noche.
Hanna se daba cuenta de que Bora quería distraerla. Hacía tanto tiempo que no veía las estrellas. Pero lejos de tranquilizarse, la infinita intemperie nocturna le hizo sentir la vulnerabilidad ante el Universo. De pronto, tuvo la necesidad imperiosa de volver al sótano. Se vio a sí misma como una rata. Pensó en su cara delgada y angulosa, en su porte pequeño y su actitud huidiza y sintió un profundo desprecio por su propia persona. Se dijo que nunca más saldría a la superficie. Se miró las manos y creyó ver en los dedos las repugnantes garras de un roedor.
—Siento que voy a enloquecer —le dijo a Bora, al borde de la desesperación.
—Falta muy poco, ya llegamos.
Estaban ingresando al puente. Bora le pidió un último esfuerzo. Debían pasar por el puesto de control; era imperioso que se calmara, que caminara con paso sereno, sonriera, saludara y mantuviera la compostura.
—No puedo, no puedo —dijo en un resuello.
—Sí, claro que puedes.
Bora no terminó de pronunciar aquellas palabras cuando Hanna recuperó súbitamente los colores de las mejillas, enderezó la postura, recuperó el aliento, sonrió y con voz firme se sumó al saludo de su exesposo al pasar frente al control.
—Buenas noches —contestó el guardia alemán con amabilidad, pero sin prestarles demasiada atención.
Al transponer finalmente el portón de la entrada de la casa, lejos de calmarse, Hanna volvió a entrar en pánico; todavía debía llegar al dormitorio sin ser vista por el personal. Bora volvió a suplicarle que se tranquilizara, abrió la puerta y con la mayor naturalidad la condujo escaleras arriba. Una vez en el cuarto, Hanna se desplomó sobre la cama. A medida que recuperaba el aliento y la calma, iba reconstruyendo en la memoria cada momento de la salida. No quería olvidar un solo instante, una palabra, un aroma o la más pequeña impresión. Por fin se incorporó y con una sonrisa clara, luminosa, le dijo a Bora:
—Gracias.
Cuando las palabras no alcanzan, es preferible que tampoco sobren. Aquella breve expresión fue mucho más elocuente que un alegato.
Bora asintió con una sonrisa amarga como diciendo «no hay nada que agradecer». Hanna comprendió esa parte del gesto, aunque no el porqué de la expresión sombría.
—¿Estás bien? —preguntó Hanna.
Bora permaneció en silencio. Miró al suelo con las manos en los bolsillos y le dio la espalda. Aquella actitud era una respuesta significativa. Hanna, apoyada sobre los codos, lo observaba con una mezcla de sorpresa y preocupación; no se atrevía a hablar. Se hizo un mutismo escénico. Ella, recostada sobre la que había sido su cama; él, de pie mirando una ventana cerrada. Ambos, una vez más después de tantos años, solos, completamente solos en un mismo cuarto. Entonces sí, Bora se volvió hacia ella, se arrodilló en el piso para estar a su altura y con ese mismo gesto de amargura, por fin le preguntó:
—¿Por qué, Hanna? —Apoyó los codos en la cama y asumiendo la posición de quien se prosterna en el reclinatorio de una iglesia para conocer los designios de Dios, repitió—: ¿Por qué?
Hanna tenía toda la noche para responder.
Al menos, eso supuso Bora.