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Hanna había sufrido el rigor de la casa Persay. Durante su breve estancia en las tinieblas, fue la víctima propiciatoria del viejo caserón. Hanna permaneció muerta durante unos pocos minutos antes de que Bora la devolviera a la vida. No guardaba ningún recuerdo de aquella efímera incursión al otro lado de la frontera. La memoria es un atributo de la vida, de modo que mal podía evocar un acontecimiento sucedido mientras ella, literalmente, había dejado de existir. No podía dar testimonio del fugaz cruce del último límite, pero sí de lo que significaba volver a nacer. No era una metáfora.

Aquel episodio había marcado un antes y un después en un sentido mucho más amplio del que podía imaginar. Hanna tuvo una vida a partir del día en que nació hasta que murió colgada de los cortinados y otra diferente desde que volvió a nacer entre los brazos de su esposo. Acaso por un mandato elemental de la naturaleza, los individuos de todas las especies están obligados a separarse más tarde o más temprano del ser que les dio la vida. En el caso de Hanna fueron dos: su madre la primera vez y Bora, la segunda.

Hanna no volvió a hablar nunca más de aquel acontecimiento. Jamás se lo había mencionado a Andris y, por obvias razones, no iba a contárselo durante los días de encierro. Si Hanna tenía motivos para estar preocupada cuando vivía en la casa, se hubiera dicho que mientras permanecía dentro de sus entrañas oscuras le sobraban razones para estar aterrada. Sin embargo, no sentía miedo ni rencor; al menos no por la casa. Al contrario, por paradojal que pudiese resultar, guardaba bellos recuerdos de los años junto a Bora, de Helen, de los árboles del jardín y del perfume de la antigua caballeriza.

Desde el momento en que abandonó el hogar el día en que se separaron, Hanna sintió que la casa ya no tenía motivos para odiarla; finalmente, había conseguido expulsarla de acuerdo con el deseo de la familia Persay. Igual que en las guerras, la victoria de un ejército sobre el otro significa el fin de las hostilidades. Hanna pudo confirmar ese sentimiento desde la noche en que, después de tantos años, volvió a la casa. Así como en su momento el viejo caserón de Buda la sometió al peor de los suplicios, ahora se ofrecía hospitalario para darle protección.

La memoria suele ser selectiva. Cada vez que Hanna hacía un recuento de su vida junto a Bora, tenía la convicción de que había sido feliz. Recordaba las tardes de primavera en la galería del jardín y las charlas interminables con su marido. Por entonces Bora la consideraba su mejor consejera y la más leal amiga. Disfrutaban de estar juntos. A diferencia de la mayor parte de los matrimonios, que suelen dejar fuera de la casa los asuntos relativos al trabajo, ellos creían que ninguna preocupación de uno podía ser ajena al otro. Finalmente, el trabajo ocupa la mayor parte de la existencia.

Ambos amaban lo que hacían: para Bora, pintar no era un trabajo en el sentido religioso del término; no implicaba ganar el pan con el sudor de su frente. Al contrario, sufría cuando pasaba un día sin sentarse frente al caballete. Hanna era una pieza fundamental en el trabajo de su esposo; no solo encontraba en ella la principal fuente de inspiración, sino que, durante los últimos tiempos, se había convertido en su modelo exclusiva. Y mientras posaba para él, conversaban de arte, literatura y, sobre todo, de aquello que ocupaba cada vez más tiempo material e intelectual en la vida de Bora: la política, una vieja tradición familiar.

Bora recordaba las sobremesas en las que su padre discutía acaloradamente con parientes y amigos sobre las cambiantes y trágicas circunstancias que atravesaba el país cíclicamente. A diferencia de su padre, Bora no adhería a aquel apotegma de Carl von Clausewitz según el cual la guerra es la continuación de la política por otros medios. Al contrario, desde que había intervenido en la guerra como teniente, sostenía que la política era la continuación de la guerra con otros recursos. La bala que tenía alojada dentro del cráneo nunca dejaba de recordárselo con una jaquecas insoportables. Cuando le tocó estar en el frente de batalla, Bora pensaba como un político. En las reuniones partidarias razonaba como un estratega militar.

Hanna combinaba el sentido práctico con la imaginación propia de una novelista, aunque despuntaba la prosa de manera íntima, casi secreta. El resultado de esta mezcla en las proporciones adecuadas solía ofrecer a Bora una mirada política infrecuente y novedosa. Un punto de vista femenino. Por otro lado, el arte y la política eran para él una misma cosa. No porque utilizara la pintura para manifestarse políticamente; al contrario, la política le había permitido extender las fronteras del arte desde que obtuvo su primer cargo como encargado de la difusión de la pintura húngara en el exterior.

Hanna trabajaba con él a la par. Lejos de ser una mera figura decorativa, como muchas de las jóvenes esposas de los políticos, ella acompañaba a su marido con iniciativas, ideas e incluso participaba de varias actividades. Hanna sabía cómo hacer para que Bora equilibrara sus dos ocupaciones sin que una relegara a la otra. Si su esposo pasaba varios días enfrascado en asuntos de comité, ella, lejos de presionarlo, encontraba la manera de que dejara el atril del político y regresara al del pintor.

Bora llegó a la política sin proponérselo. Alcanzó la función pública como un destino ineludible. La vocación suele ser un espejismo, una ilusión a posteriori que justifica la existencia y le da un sentido. Los apellidos que designan oficios no solo describen la ocupación de algún lejano ancestro, sino que, en muchos casos, signaron el trabajo de varias generaciones. Este destino marcado desde la partida de nacimiento en muchas familias del pueblo no era menos oracular en las clases altas. De ellas surgían los jueces, los clérigos, los oficiales y los gobernantes. De hecho, los hijos de los matrimonios aristocráticos solían repartirse aquel limitado abanico de posibilidades: uno era cura, otro militar, alguno magistrado y, claro, no faltaba el que padecía una enfermedad mental y así, a su modo, conseguía rebelarse al mandato.

El caso de Bora era particular. Eran cuatro hermanos. Él fue el único que sobrevivió. Sus padres nunca le habían explicado con claridad cómo habían muerto los demás. La muerte, sencillamente, era algo que sucedía. Bora sabía que uno había muerto a los pocos días de nacer, que otro, también siendo un niño, fue víctima de una pulmonía fatal y que la tercera, una mujer, falleció antes de que él naciera aunque desconocía los motivos y las circunstancias. Era algo de lo que no se hablaba jamás. En el cuarto de los padres había un escritorio en cuya alzada había un pequeño altar para recordar a cada uno de ellos con ofrendas y flores. Helen, la vieja criada de la casa, cierta vez que Bora contemplaba el altar, le dijo que todos sus hermanos habían tenido las marcas inconfundibles de familia. Los varones tenían los mismos ojos transparentes de Bora; la niña era la mezcla exacta de los padres. Y no le dijo nada más. Abandonó el cuarto dejando que el pequeño Bora rindiera su homenaje íntimo a los hermanos. Eran tragedias irremediables, designios de Dios que nadie podía interpelar y a los que había que sobreponerse con la entereza de Job.

Lo cierto es que el Vítez Persay, tal vez sin ser consciente, había depositado en Bora todas las ilusiones que no se había resignado a enterrar con sus pequeños. El padre esperaba de su único hijo vivo la valentía de un soldado, la piedad de un sacerdote, la ecuanimidad de un juez y el poder de un gobernante. Pero al comprobar que la verdadera pasión de su hijo era la pintura, temió que hubiese sobrevivido solo el loco de la familia. El padre no se equivocaba con sus esperanzas pero tampoco con sus temores: Bora resultó tener algo de cada uno de aquellos moldes preestablecidos. Además de ser un artista que por momentos se alejaba de los cánones de la cordura, era un estudioso, una suerte de enciclopedia viviente de la historia de la pintura universal. Siempre supo hacerse respetar en una discusión o, llegado el caso, en la lucha cuerpo a cuerpo; así lo había demostrado durante la guerra como teniente de la reserva. Era dueño de un sentido de la justicia que excedía el espíritu administrativo de los abogados.

Curiosamente, entró en la política a través de la puerta de la pintura. Durante la brevísima Revolución de los Crisantemos, Bora fue nombrado ministro de los Bienes Culturales Húngaros en el Extranjero. Como tantos jóvenes, se dejó cautivar por el perfume de la flor que acabaría marchitándose apenas cinco meses más tarde. Fueron, sin embargo, cinco meses en los que el arte húngaro brilló como nunca en los salones de las capitales más importantes del mundo. No solo promovió a los nuevos artistas de su país, sino que, además, quitó el polvo y las telarañas que cubrían la obra de los pintores clásicos que habían sido condenados al olvido. Recuperó cuadros que se creían perdidos, restauró murales de autores húngaros, incluso con sus propias manos, en varios edificios públicos de diferentes ciudades. Jamás privilegió a un artista por sus creencias políticas, sus opiniones o su origen social. Nunca promovió una obra guiado por sus gustos propios, ni sacó rédito personal alguno de su cargo. Durante su gestión no hizo una sola muestra de sus cuadros, no participó de exposiciones ni vendió una pintura de su autoría. A diferencia de la mayor parte de los políticos, no consideraba que el arte debía ser una herramienta de propaganda de los gobiernos, sino, al contrario, sostenía que eran los gobiernos los que debían promocionar al arte dentro y fuera del país. Para Bora, la cultura no debía ser un mero artículo decorativo en el marco del comercio entre las naciones, sino el fundamento, la esencia misma de un país. ¿Qué podía ofrecer al mundo un país sino, en primer lugar, su propia cultura? Las naciones ricas vivían de su cultura y la propagaban alrededor del mundo. Los países más pobres eran aquellos que se habían condenado a devorarse eternamente a sí mismos, vendiendo solo materias primas. El trabajo de Bora fue unánimemente reconocido.

La pintura lo condujo a la política y la política a la diplomacia. Tan exitoso resultó su programa de difusión en el exterior que tiempo después fue designado embajador en Turquía.

Luego de la derrota y la desaparición del Imperio austrohúngaro, la gente se hartó de la política y, más precisamente, de los políticos. Una vez disipadas las cenizas, se acallaron las explosiones y se calmaron las exaltaciones nacionalistas. Cuando bajó el polvo de los escombros, quedaron a la vista los muertos, las pérdidas económicas y los horrores de la guerra.

Los políticos quedaron desnudos frente a la consideración pública. Eran los culpables no solo de la derrota, sino los artífices de cada jalón que condujo a la guerra. Ellos habían mandado a la muerte a los hijos de Hungría. Debajo de los uniformes no había soldados, sino muchachos que en lugar de ser condenados al martirio debieron ser estudiantes, profesionales, trabajadores. Tenían una vida por delante para ofrecer al país y habían sido ofrendados en sacrificio por los políticos que morían viejos, gordos y ricos. Muchos argumentaban que no se podía confundir a la política, principio ordenador de las relaciones humanas, con los políticos, personajes más o menos corruptos, más o menos intrascendentes. Los políticos eran fútiles y pasajeros, mientras la política era un arte mayor, antigua como la humanidad y consustancial a ella. Bora, como tantos, comprendía que esto era una aporía sin solución, un galimatías para justificar la corrupción estructural, histórica.

Muchas veces se había preguntado Bora si dentro de él moraba un corrupto al acecho, agazapado para saltar en el momento oportuno. Jamás se había quedado con nada que le perteneciera a la comunidad; nunca había utilizado sus cargos en beneficio propio ni hacía promesas que no pudiera cumplir. De hecho, él mismo había estado en el frente de batalla y de milagro permanecía con vida a pesar de la bala que conservaba de recuerdo en la cabeza. ¿Pero acaso su participación en la guerra constituía un certificado de honestidad? ¿Cuántos políticos habían peleado en el frente y luego no vacilaron en corromperse? Más aún, encontraban en aquel sacrificio personal una suerte de derecho a cobrarse lo que la historia se negaba a pagarles. Excusas, miserables excusas.

Bora intentaba sin suerte que su vida pública no se mezclara con su vida privada. Hanna y Bora deseaban tener hijos. Sin embargo, por una u otra razón, terminaban postergando aquel anhelo cada vez más poderoso. Y cuando por fin creyeron que el momento había llegado, le ofrecieron a Bora ocupar la Embajada húngara en Turquía. La tristeza por la postergación fue compensada con la alegría que les provocaba el nuevo destino. Además de la importancia que tenía aquella representación diplomática, Turquía era para ambos un lugar misterioso y fascinante. Imaginaban su próxima residencia como una larga luna de miel.