15

Desde el momento en que Bora y Hanna se conocieron en los jardines del Hotel Gellért hasta que se casaron, pasaron siete largos años. Ambas familias hicieron todo lo posible para impedir que continuaran con aquella amistad. Llegaron a creer, incluso, que lo habían conseguido. El Vítez Persay nunca había visto con buenos ojos la inclinación de su hijo hacia las artes plásticas, a pesar de que él mismo era un gran amante de la pintura. Aunque nunca se hubiese atrevido a decirlo en voz alta, consideraba que él y los de su estirpe estaban para ser retratados antes que para pintar retratos de otros.

Si Bora hubiese tenido talento para la música o la literatura, tal vez habría acompañado la veta artística de su hijo. Para el padre, la pintura estaba más cerca de los oficios que de las artes. Los delantales manchados, las manos sucias, el olor de los solventes y la tosquedad de las herramientas no tenían el encanto de la madera noble de los instrumentos de cuerdas, ni inspiraban el respeto reverencial de una pluma elegante.

En el fondo de su alma pensaba que los pintores padecían una perturbación malsana que, como Caravaggio, los llevaba a sumergirse en lo más bajo de la naturaleza humana en tabernas y borracherías. En la vieja casa Persay eran mucho más importantes los personajes retratados que los pintores que habían hecho el trabajo. ¿Acaso alguien podía recordarlos?

De todas formas, el Vítez debía admitir que Bora tenía un talento especial. Varias veces le había hecho saber sus deseos de estudiar con un maestro en París o en Florencia. El Vítez Persay consideraba que si accedía a ese pedido al menos conseguiría que se alejara de la hija del viejo Gretz.

Lo que se inició como un breve viaje durante el receso del Liceo, se extendió durante un semestre. Desde Florencia, luego de estudiar con el maestro Versari, continuó viaje a París. Conoció la pintura de los maestros medievales y renacentistas y también la de aquellos que querían acompañar las ilusiones revolucionarias empuñando el pincel como si fuese un fusil. Cada vez eran más los artistas que sostenían que la pintura debía dejar de ser un mero ornato en las alcobas imperiales y los salones decadentes en los que se marchitaban las hediondas flores del rococó. El perfume embriagador de la revolución socialista se esparcía en aquellos lugares a los que todavía ni siquiera había llegado la Revolución francesa. Se hizo de pocos pero buenos amigos que, como él, eran estudiantes de pintura. La mayor parte de ellos creía que no se podía ser joven y artista sin despreciar el viejo canon en extinción. Bora, en cambio, expresaba sus dudas con silencio y estudio. Sus compañeros comprendían que el joven húngaro tenía un problema allí mismo donde residía su mayor mérito: el virtuosismo.

Bora era dueño de un talento privilegiado para el dibujo y la pintura. Había estudiado hasta la obsesión los misterios de la luz, el color, las sutilezas de la expresión humana, los detalles recónditos de la naturaleza, la invisible temperatura del aire que matizaba los paisajes; en fin, podía afirmarse sin exagerar que la pintura de Bora contenía, en germen, la síntesis del misticismo medieval, el concepto del espacio renacentista, los secretos del color de los flamencos y el dramatismo de los románticos. Pero Bora tenía la convicción de que había llegado a la escena del arte en el momento equivocado. No despreciaba a sus excéntricos colegas como lo hacían los maestros clásicos y los críticos de la vieja escuela. Al contrario, examinaba el fenómeno sin pasiones ni prejuicios. Entendía perfectamente la intención de los nuevos pintores que, en términos generales, se sentían incomprendidos. Los entendía hasta tal punto, que a él le sucedía lo mismo: percibía que los jóvenes artistas de su generación no lo comprendían a él. Los nuevos vientos habían llegado para derribar el virtuosismo y destruir toda figuración conocida hasta entonces.

La correspondencia entre padre e hijo era dispar. El Vítez Persay recibía cartas y, en respuesta, enviaba a su hijo sobres con dinero. Por entonces, creía que Bora se había olvidado por completo de Hanna. Se equivocaba. No pasó un solo mes sin que le escribiera cartas cada vez más desesperadas. Cuanto mayor era la distancia y el tiempo que llevaban separados, en la misma proporción se iba consolidando el vínculo que los mantenía unidos.

Fue una separación tormentosa pero necesaria para ambos. No solo pudieron comprobar que no podían vivir el uno sin el otro; Hanna descubrió con su propia desolación que no tenía derecho de hacer sufrir a Andris alimentando esperanzas condenadas al fracaso.

Bora encontró en la melancolía la materia de la inspiración. Como si expresara su estado de ánimo, el otoño se convirtió para él en una obsesión; pintaba paisajes otoñales en plena primavera. Lejos de las autoproclamadas vanguardias, Bora plasmaba en las telas el autorretrato gris de su alma a través de los árboles desnudos.

Bora solía pasar las mañanas en alguno de los tantos bares de Montmartre. Durante aquellas horas de ocio, se sorprendía dibujando a Hanna en las hojas de un anotador. La relación que unía su mano con el lápiz era mucho más firme que la que mantenía con la memoria. Desde que había llegado a París, le sucedía algo desesperante: no podía recordar con precisión la cara de Hanna. Evocaba, sí, sus ojos negros, la boca encarnada, el pelo rojo; pero le era imposible unir en una composición mental todos aquellos elementos. Entonces dibujaba cada uno de los rasgos y los reunía en el papel. Así conseguía reconstruir la imagen perdida. Pero como en las pesadillas, no bien levantaba los ojos del dibujo, se le volvía a borrar de la memoria la cara de Hanna.

Durante aquellos días de separación pintó los más bellos retratos de Hanna y los más conmovedores paisajes de Budapest en otoño. Bora tuvo que ir a París para encontrarse con su ciudad, debió alejarse de Hanna para comprobar que no podía vivir sin ella y atravesó el más largo de los otoños para renacer como en la primavera.

El reencuentro de Bora y Hanna, que ambos creyeron eterno, duró lo mismo que un suspiro. Él no había terminado de instalarse nuevamente en Budapest cuando estalló la Primera Guerra. Bora llegó de París convertido en pintor y tuvo que volver a partir enfundado en un uniforme de teniente. Los jóvenes de su clase social, entrenados desde pequeños en la esgrima y luego en el manejo de armas de fuego, fueron enviados como oficiales. Hanna no acababa de darle la bienvenida a Bora cuando el abrazo de recibimiento se convirtió en uno de despedida. Las lágrimas de la alegría por el reencuentro se transformaron en lágrimas amargas. No era solo el dolor ante la nueva separación; no se trataba, como en la anterior oportunidad, de un viaje de estudios, sino de una dramática partida al frente de batalla. No sabían si volverían a verse.

Bora fue enviado a Kobarid, en el límite del Imperio austrohúngaro con Italia, al mando de una tropa de infantería. Según supo Hanna por boca de algunos de los soldados que estuvieron bajo su mando, Bora tuvo una actuación heroica y decisiva en la victoria. Pero no pudo festejar. Llegó al final de la batalla virtualmente muerto. Cuando descendía desde los Alpes al río Isonzo para atacar la retaguardia del ejército italiano, Bora sintió un fuerte golpe en la cabeza. El intenso dolor no le impidió combatir hasta entrar en Udine, donde se desplomó inconsciente. A los médicos de campaña que lo atendieron les costó descubrir que el hematoma que presentaba sobre el oído era, en realidad, una aureola sin sangrado que coronaba un imperceptible orificio de entrada. Tenía una bala alojada en el cráneo. No era posible retirarla sin producir daños colaterales en la cabeza y el oído. Bora quedó desahuciado sobre una camilla. Todos los pronósticos indicaban que no habría de pasar la noche. Cuando los médicos que lo atendieron entraron en la tienda del hospital de campaña donde estaba Bora, encontraron la camilla vacía. El muerto estaba fumando un cigarro bajo el sol del amanecer.

Bora tenía dos recuerdos de su participación en la guerra: una medalla y una bala italiana. Ningún otro. Jamás habló de la guerra. Nunca. Con nadie. Ni siquiera con Hanna. No existen recuerdos más activos y vigorosos que aquellos que se esconden detrás del velo misterioso de la amnesia.