7
A partir de aquel primer encuentro en el parque del Hotel Gellért, Hanna y Bora supieron que ambos habían sido señalados por un mismo y misterioso índice. Pueden sucederse varias generaciones con sus múltiples descendencias sin que dos personas alcancen esa certeza. Por otra parte, la relación de ella con Andris estaba tan sobreentendida por él y la familia de ambos, que nadie consideró necesario hacerla explícita. Era tan clara e inapelable como un edicto que solo debía promulgarse cuando llegara el momento. A Andris nunca se le había ocurrido cotejar sus anhelos con los de Hanna. Jamás le hizo una declaración ni, mucho menos, se atrevió a entregarse al torrente de sus efluvios juveniles para besarla o abrazarla. Ella, por su parte, nunca quiso pensar cómo habría de reaccionar cuando llegara ese momento inevitable.
Bora, en cambio, estaba por encima de aquellos menesteres administrativos que imponen los arreglos sentimentales largamente planificados. Jamás le preguntó a Hanna si había alguien en su vida porque hubiese significado rebajarse y, de hecho, estaba claro que no estaba enamorada. Podía sospechar que la familia tenía planes para ella. Pero él llegó para alterar todos los libretos.
Cuando el padre de Hanna vio a su hija y a Bora conversando en el banco del jardín, temió que aquel fuese el inicio de un trabajo de demolición de la obra que, pacientemente, había construido junto a la familia de Andris. Por su parte, al Vítez Persay tampoco le hizo gracia ver a Bora embelesado con la hija de Jacob Gretz. En aquella ocasión, sin embargo, decidió no decirle nada. Lo mejor, pensó el Vítez, sería restarle trascendencia al asunto. Tal vez no fuese más que un galanteo sin importancia propio de la edad, del cual no recordaría nada la semana siguiente.
El padre de Hanna, en cambio, se sentía doblemente mortificado: por una parte, temía que aquel joven de modales refinados y porte aristocrático pudiera encandilar a su hija y apartarla del camino que ya le había trazado. Por otro, no podía evitar un incómodo sentimiento de vergüenza frente a su grupo de amigos y, particularmente, ante el Vítez; qué pensarían de su hija, la pequeña Hanna, entregada a aquellos bochornosos juegos de seducción a la vista de todo el mundo. Estaba furioso.
—No quiero que vuelvas a hablar con él —le dijo Jacob Gretz a su hija.
Hanna no contestó una sola palabra. Tal como solía hacer, asintió con la cabeza, no para mostrar su conformidad sino para hacer saber a su padre que había comprendido. Era aquella la manera que Hanna había encontrado para negar sin tener que discutir.
La semana siguiente, el padre de Hanna decidió ir al Hotel Gellért sin ella. Sencillamente, tomó el abrigo, se puso el sombrero, se despidió de su familia y salió solo. Hanna se sintió indignada y ofendida. Nada le gustaba más que acompañar al padre al hotel y esperarlo en los jardines mientras leía un libro o conversaba con alguna otra muchacha bajo el sol primaveral. Pero además le había prometido a Bora que allí estaría. De hecho, no pensó en otra cosa durante toda la semana. Hanna esperó que su padre alcanzara la calle y sin que se diera cuenta su madre, en silencio, se escurrió por la puerta con el sigilo de un gato. Llegó al parque del hotel pocos minutos después de que el padre entrara en los baños turcos. Allí, sentado en el mismo banco en el que habían conversado la semana anterior, estaba Bora leyendo un libro bajo el sol. Hanna se sorprendió al verlo con aquella actitud distendida y placentera. Ella, en cambio, no podía disimular la ansiedad y la preocupación.
—Pensé que no vendría. Vi llegar a su padre solo. De hecho, estaba por ir a los baños también yo.
—Por favor, no se prive. Todavía está a tiempo…
Bora contestó con una sonrisa luminosa.
—No tengo ganas; prefiero quedarme a conversar con usted.
—No quiero crearle una situación…
Sin dejar de sonreír, Bora la interrumpió:
—Para eso vine; para esperarla a usted, tal como convinimos.
—Sucede que no puedo quedarme…
Hanna no sabía cómo explicarle que había tenido que escaparse de la casa. No fue necesario; Bora comprendió todo. Para ahorrarle la incomodidad y evitar que su padre la volviera a ver con él, le dijo:
—Salgamos de aquí. Caminemos.
Tenían poco menos de dos horas para que ella pudiera estar de regreso en la casa antes de que llegara el padre. El sol primaveral hacía que las cúpulas de Budapest brillaran con una luz dorada. Por primera vez cruzaron juntos el Puente de las Cadenas. Fueron a pie desde Buda hacia Pest. En el medio del puente se detuvieron a mirar el Danubio, en cuya superficie se replicaba el Parlamento invertido. Apoyados en el pasamanos se miraron a los ojos y, sin decir palabra, se preguntaron cómo habrían de seguir. Estaban en el medio del puente, también, en lo que a ellos concernía. Podían ver ambos extremos equidistantes. Solo tenían dos alternativas: avanzar o regresar. Aunque lo desearan, no podían quedarse para siempre a mitad de camino.
Las dos horas pasaron en un abrir y cerrar de ojos. Tal como había prometido, Hanna estuvo de regreso en su casa antes de que llegara el padre y Bora volvió al hotel justo cuando el Vítez Persay salía de los baños.
A partir de entonces, todos los jueves, Hanna y Bora se encontraban de la misma forma, en el mismo sitio. Aquellas dos horas semanales se hacían cada vez más breves y las restantes ciento sesenta y seis eran un suplicio largo y empinado. El martirio no residía solo en el tiempo que permanecían separados, sino en aquella injusta clandestinidad, en la idea de una relación sin nombre ni futuro.
Forzados por las circunstancias, Hanna y Bora descubrieron en la amistad la razón que los unía ante la sinrazón que pretendía mantenerlos alejados. No puede alcanzarse una verdadera relación de amor entre un hombre y una mujer si no ha sido templada en el crisol de la amistad. Existen normas morales, acuerdos y leyes que establecen las obligaciones que exige el amor conyugal e incluso el prenupcial. La amistad, en cambio, no está comprendida por la ley ni por la religión, no tiene una forma predeterminada ni responde a una condición establecida.
A diferencia de los lazos de parentesco sanguíneos, políticos o de cualquier otra relación humana, no hay estatuto que establezca la naturaleza de la amistad, las consecuencias que implica su comienzo o las que determina su fin. Es el único vínculo que no obedece a pautas escritas y, paradójicamente, es la relación más fuerte que puede unir a dos personas.
El lazo entre Hanna y Bora se consolidó con una mezcla de naturalidad y artificio, de la misma manera que brotan las flores tropicales en un jardín de invierno. Debieron crear las condiciones para que en aquel pequeño mundo clandestino pudiera nacer una unión pura y genuina. Se refugiaban en la amistad para que las ilusiones pudieran sobreponerse a las adversidades. Se profesaban el afecto de dos amigos varones, como si quisieran eludir el sentimentalismo y la atracción física para preservar la pureza de la amistad. Era, claro, un intento fallido para disfrazar ese amor condenado por ambas familias.
El Vítez Persay tenía una particular habilidad para hacerse el desentendido. Ese don era para él casi un oficio que le permitía sortear responsabilidades, tareas y obligaciones. Prefería pasar por inútil, distraído y desmemoriado si esa opaca fama le ahorraba trabajos domésticos. Pero en realidad no se le escapaba ningún detalle de la vida cotidiana. Igual que un águila, podía alcanzar la bóveda del cielo sin perder de vista las presas más pequeñas ocultas entre las matas. No hizo falta que el padre de Bora lo volviera a ver con Hanna para que supiera de los encuentros furtivos de su hijo.
Una tarde el Vítez invitó a Bora a que fueran juntos a practicar tiro. Siempre que iban al campo ponían a prueba la puntería en los barrancos que se formaban en la orilla de un arroyo seco. En la casa de la finca atesoraban una colección de armas que tapizaba una de las paredes de la sala. Todas, hasta las más antiguas, estaban en perfecto estado de funcionamiento. Había viejos arcabuces españoles, pistolas de pedernal con cazoleta de oro macizo, revólveres ingleses a tambor de transición, escopetas de caza con guarniciones de hierro labradas y una infinidad de puñales, espadas y bayonetas de las más diversas épocas y procedencias. El Vítez Persay mantenía una relación compleja con las armas. En el lugar más destacado de la pared, justo encima del hogar, estaba la pistola austríaca Lorenz con la que su padre se había suicidado en aquella misma casa. Una bella pieza de 1862 muy semejante a su antiguo propietario, Béla Persay. Letal, precisa y discreta, era la preferida del Vítez. La empuñaba sin complejos. Conservaba el arma en uso como un modo paradojal de mantener vivo el recuerdo del padre. La antigua Lorenz del siglo XIX con la que se había quitado la vida evocaba con cada nuevo disparo el espíritu del viejo Béla. Para el abuelo de Bora los hombres eran responsables de su conciencia, autores de su vida y, en el mejor de los casos, de su muerte. Las desgracias de la existencia propia no se atribuían a vanos conflictos familiares ni a traumas abstractos e intangibles. La naturaleza del traumatismo era sólida como el acero de una espada y no gaseosa como las entelequias de diván, tan a la moda en las primeras décadas del siglo XX. Las cartas de suicidio tenían la dignidad del suicidio. De hecho, en la nota póstuma dirigida al juez, Béla Persay había escrito:
No se culpe a nadie. Cada quien vive su propia vida y muere su propia muerte.
Como si se fuesen a batir a duelo, el Vítez invitó a su hijo a que eligiera un arma. Bora recorrió la pared con la mirada y finalmente escogió una Parabellum 9mm, primera serie, de 1898. La descolgó de la pared y esperó a que su padre pronunciara las palabras que siempre le dedicaba a la legendaria Parabellum:
—Si vis pacem…
—… para bellum —completó Bora[2].
En aquella ocasión la cita latina iba a ser, en efecto, una verdadera declaración de guerra. De manera que para no quedar en inferioridad de condiciones, el Vítez renunció a la vieja Lorenz con la que se había matado su padre y tomó una brutal Colt americana calibre 45. Fue entonces cuando Bora intuyó que aquella práctica de tiro no habría de diferenciarse de un duelo.
El hijo había superado la estatura del padre. Caminaban hacia el arroyo seco por el sendero abierto entre los romeros silvestres. El peso del arma en la mano hacía que el brazo derecho pendiera quieto, vertical, a plomo. Iban en silencio, esforzándose para no hablar antes de tiempo. Dos hombres armados dispuestos a discutir se abrían paso entre la hierba sin padrinos ni testigos de fe. Nadie que pudiera oficiar de intercesor para que las cosas no se salieran de madre.
Cuando llegaron al barranco, el padre de Bora alineó sobre un tronco caído diez monedas, trabándolas de canto en las hendiduras de la corteza. Luego se alejaron quince largos pasos. Las diez coronas brillaban plateadas, extrañas, otorgando al paisaje agreste una atmósfera teatral, como si el tronco y la vegetación fueran una escenografía hecha por la misma mano que acuñó las monedas. Bora y el padre eran los protagonistas de la obra que se desarrollaba en el escenario de un teatro sin público. Uno era el espectador del otro y el dueño de su propio parlamento.
—Sé que te estás viendo con la hija de Jacob Gretz —lanzó el padre mientras cargaba el arma.
La respiración de Bora se interrumpió y luego se aceleró. Lo había sorprendido. El Vítez había hablado con tanta convicción que Bora no encontró un resquicio por donde desmentirlo. Pero además, él nunca le hubiese mentido a su padre. De todas formas, se sentía más ofendido que interpelado; no le gustó el modo en que se refirió a Hanna como «la hija de Jacob Gretz». Había en esa frase varios elementos agraviantes y velados. Primero, que no la llamara por su nombre sonaba como un desprecio. Por otra parte, ¿qué significaba que se estuviera «viendo» con ella? Aquella expresión reducía a una aventura imprecisa y sin importancia su relación con Hanna. ¿Qué sabía él de sus sentimientos hacia ella? El modo en que se pronunció su padre se parecía a una acusación, como si hubiese algo delictivo en sus encuentros. Pero lo que más irritó a Bora fue la manera en que mencionó el nombre y el apellido del padre de Hanna: era una alusión solapada a su judaísmo.
Bora guardó silencio y se concentró en cargar el arma. Lo hizo con escrúpulo y a conciencia, tal como le había enseñado su padre. Introdujo el cargador dentro del mango y golpeó la culata con firmeza para trabarlo.
—Hanna —le recordó Bora—, se llama Hanna.
El padre percibió en la respuesta una moción de censura que revelaba algo de la naturaleza de la relación. Era más seria de lo que sospechaba. Extendió el brazo, alineó la primera moneda con el punto de mira, el punto de mira con el alza, el alza con el centro de la pupila derecha y el centro de la pupila derecha con la proa invisible del alma, tensa como el mecanismo del percutor. Bajó el párpado izquierdo y gatilló. La corona desapareció limpia como por obra de un mago. Ningún otro elemento se alteró.
—Evitemos los sentimentalismos. Me tiene sin cuidado qué sientes por la hija de Gretz. No quiero que te involucres con ella.
Bora entendió que al padre le era indiferente que tuviera una aventura con ella. Pero «involucrarse» era otra cosa. Concretamente, le estaba diciendo que no avanzara más allá.
—Somos amigos —dijo Bora mientras apuntaba.
En el mismo momento en que el padre soltó una carcajada, Bora disparó como si quisiera callarlo con un tiro preciso. La segunda moneda, deformada, voló por los aires junto con unas astillas del tronco. Hizo blanco, sí, pero hubiese preferido un disparo más limpio.
—Eso no es posible. La amistad entre un hombre y una mujer se desvanece debajo de las sábanas —sentenció el Vítez y volvió a accionar el gatillo para concluir el dudoso aforismo de manera estruendosa. La corona se deshizo en el éter igual que la primera.
—Eso no es cierto —protestó Bora.
—Compruébalo. Llévala a la cama —dijo el padre sin dejar de reír.
—¿Y cómo sabes que no lo he comprobado?
—Porque si así fuera jamás hubieses dicho semejante estupidez.
Bora no pudo responder nada. No tenía forma de rebatir la afirmación del padre porque, en efecto, no había hecho la prueba. Disparó y marró el tiro. La cuarta moneda permaneció en su lugar. La bala ni siquiera había rozado el tronco.
—Hijo, sabes que soy amigo de Gretz y que no tengo nada en contra de los judíos —dijo a la vez que disparaba y derribaba la moneda que no pudo tocar Bora— pero…
—¿Pero?
—… pero las cosas no están bien con ellos. No sé qué puede pasar. Las cosas no están bien.
Siempre eran los otros quienes tenían problemas con los judíos. Nadie en su círculo tenía nada contra ellos. Pero todos se referían a los judíos como si portaran alguna enfermedad invisible, asintomática pero tremendamente contagiosa.
—No me importa que sea judía —dijo Bora, y remató la frase con un tiro certero. Quedaban en el tronco cinco monedas.
—Pero a ella sí le importará que tú no lo seas —repuso en tono amable el padre, gatilló y volvió a dar en el sexto blanco.
—A ella no le importa.
—Yo no estaría tan seguro. Pero aunque así fuera, los padres de ella jamás permitirían que se case con un goy.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Bora, aterrado de que su padre hubiese hablado del asunto con su amigo.
—Porque conozco al viejo Gretz desde antes de que nacieras —contestó mientras disparaba y daba el tiro entre el tronco y la base de la séptima moneda. Aunque acertó el blanco, el Vítez hizo un gesto de desagrado con la mitad de la boca.
Bora, en silencio, giró la muñeca, apuntó con la empuñadura paralela al piso, disparó con furia y derribó con limpieza la octava corona. Su padre extendió el brazo y para dar fin a la conversación, concluyó:
—No quiero que vuelvas a verla —gatilló y con estupor pudo comprobar que la novena moneda permaneció impertérrita.
—No puedo prometerte eso —dijo Bora al tiempo que le pegaba a la corona que no había tocado la bala del padre. Solo quedaba una corona.
—No es un pedido. Es una orden —vociferó el Vítez con tono marcial y el tiro se incrustó en el tronco sin siquiera hacer vacilar el equilibrio de la última moneda.
Bora tenía en su índice la posibilidad de ganar el duelo.
—No necesito tu permiso —dijo, mirando al padre a los ojos y disparó sin dirigir la vista al blanco.
La moneda quedó perfectamente vertical, quieta. Ambos se quedaron en silencio. Cuando se acercaron, pudieron comprobar que la moneda presentaba un orificio perfecto del mismo diámetro de la bala. El hijo del Vítez tomó la moneda agujereada, la guardó en un bolsillo y repitió:
—No necesito tu permiso.
Un silencio absoluto se adueñó del campo luego de los diez truenos de pólvora que hicieron que los animales del bosque corrieran a buscar refugio. Solo un pájaro blanco se atrevió a volar sobre el arroyo seco sin que los hombres lo advirtieran.