34

No fue necesario que Bora hiciera ninguna aclaración. Hanna comprendió exactamente el sentido de la pregunta, pequeña en su contextura sintáctica, inabarcable en su dimensión existencial. Tendida sobre la cama, la mujer quedó con la expresión congelada, como si le hubiesen vaciado un balde de agua helada. Con la mirada perdida en un punto situado fuera de este mundo, Hanna no atinaba a moverse ni a articular palabra. Bora, de rodillas junto a la cama, miraba a su exesposa con ojos implorantes. Parecía la composición de una pintura medieval cargada de dramatismo religioso. Bora había esperado durante años ese momento y ahora la vida le daba esta oportunidad, acaso la última.

Por fin, Hanna salió del pasmo, se sentó en el borde de la cama y sacudió la cabeza como si quisiera quitarse algunas ideas molestas. Un gesto duro, desconocido, se le dibujó en los labios. Hanna habló con una voz irreconocible para Bora:

—Ahora comprendo. Todo era parte de un plan: la salida del sótano, el paseo, el almuerzo; todo era un número montado para llegar a este punto. —Hanna hablaba con una indignación contenida—: ¿Cómo pude haber sido tan estúpida? Ingenua de mí. Estaba tan feliz. Qué idiota fui. Y yo pensé que era un acto desinteresado. ¡Todo un filántropo! —gritó Hanna, sin pensar en las consecuencias.

Se puso de pie y caminando alrededor del dormitorio como una fiera, continuó con su soliloquio:

—¿Cuándo comenzó el plan? ¿En qué momento? La carta de Marga, el cambio de esposas, la salida; todo fue parte de un perversa maquinación. ¿Querías interrogarme? ¿Era necesario que lo hicieras con los mismos métodos de Roderich Müller?

Hanna iba de aquí para allá, mientras se preguntaba en voz alta:

—¿Cuándo se inició el plan? ¿Acaso fue hoy, ahora o, peor, el día que decidiste ocultarme en el sótano? ¿También eso era parte del plan? ¿Era necesario que me tuvieras cautiva, que quisieras reducirme a un despojo para poder quebrarme como a una rama seca? Ahora descubro que jamás nos diste protección; nos encerraste como ratas para doblegarnos, para torturarnos, para que yo confesara como un prisionero sometido a tormentos. ¡Tantos días con sus noches para llegar a este punto!

Bora, de rodillas al lado de la cama, negaba en silencio, absorto.

Hanna se detuvo, se llevó ambas manos a la cabeza como si acabara de descubrir una conspiración y continuó:

—Hubiese sido más digno morir. Hubiese sido incluso más decente que nos entregaras. No te atreviste a matar a Andris en el duelo. No te atreviste a matarme a mí. Tenías que disfrazar el más ruin de los actos como una escena de altruismo y generosidad.

Bora, en un espasmo, rompió a llorar como un niño. Lloraba convulsivamente, se ahogaba. No sabía llorar. Nunca antes había llorado. Ni siquiera recordaba haber llorado de niño. Era un llanto contenido no durante toda su vida; era el llanto de generaciones. No podía decir nada en su defensa.

Hanna, de espaldas a Bora, prosiguió:

—¿Fue un plan concebido por ambos? ¿Ahora mismo la bruja de tu esposa está interrogando a Andris? ¿Qué clase de monstruos son? Esta es tu venganza. ¿Estás conforme ahora? Aun suponiendo que yo fuera culpable de algún cargo, ¿existe proporción entre mi crimen y tu condena?

Bora lloraba cada vez con más intensidad y tristeza, como si cada palabra fuese una puñalada. Sentía que acababa de perder lo que más estimaba: el honor, la honra y la dignidad. Deseaba morir en ese mismo momento. Tal vez hubiese muerto de pena si Hanna no se apiadaba.

—Quiero que sepas que yo no soy lo que tú piensas. Y deseo que tú no seas lo que yo pienso que eres. No me alcanzaron los días de encierro, que no han sido pocos, para convencer a Andris de que tú eras una buena persona. Que nos habías dado refugio de manera desinteresada. No me tienes que explicar que desde que estamos aquí, tu vida y la de Marga corren el mismo peligro que las nuestras. Tal vez yo te deba una explicación, no lo sé; tal vez me la debas tú a mí, pero no es el momento ni el lugar. Ignoro si habrá otra oportunidad y otras circunstancias. Quizá ninguno de nosotros sobreviva a esta locura; no hay forma de saberlo. Pero si hay un futuro o existe otra vida, será en ese futuro o en esa otra vida el momento de saldar nuestras cuentas.

Bora pretendía ahogar la vergüenza en un mar de lágrimas con la cara oculta entre las manos. Hanna se sentó junto a Bora y con su voz habitual, continuó:

—La vida es cruel. Yo lo comprendo. Tú tienes todo el derecho a preguntarte por qué. Pero yo tengo preguntas más urgentes. No sé dónde está mi familia. Ignoro si mis padres continúan con vida. Me pregunto cada día si volveré a ver otra vez la luz del sol o si habrá un porvenir para Andris y para mí. No sé si tendremos hijos. Tú tienes el enorme privilegio de preguntarte por el pasado. Yo, en cambio, apenas si puedo guardar una mínima luz de esperanza sobre un futuro que nunca va más allá de mañana.

Entonces Bora se puso de pie, se limpió la cara con el puño de la camisa como un niño y con un hilo de voz, al borde de la afonía, dijo:

—Si pudiera volver el tiempo atrás y reescribir mi vida, cambiaría algunas palabras, quizá unos pocos párrafos o, incluso, algún capítulo menor. Si Dios me diera la posibilidad de retroceder y elegir un instante de mi existencia, sería uno muy preciso: el día en que te conocí. Y no cambiaría un solo momento.

»He sido tan feliz. Te quise tanto. Es imposible decidir sobre el presente y sobre el futuro. A veces tenemos la ilusión de que somos dueños de nuestro pasado. Pero en realidad, somos sus esclavos. El pasado es tan real como la luz, aunque, como ella, también es intangible. Nos ilumina pero no lo podemos cambiar.

»Mi pregunta no fue un reproche; mucho menos una venganza. Solo quise saber qué cataclismo nos ha extinguido. No a ti. No a mí. Sino a lo que éramos tú y yo. Si supieras cuánto he pensado en ti en estos años… Amo a Marga. Ella es una buena mujer. Ella sufre si me ve sufrir. No somos monstruos. El mundo se ha convertido en un lugar extraño. ¿Qué quedará de nosotros? ¿Qué quedará de Hungría? ¿Qué será del mundo? ¿Quién puede saberlo? Solo sé una cosa: si yo muriera ahora mismo, lo único que me sobreviviría sería la pregunta que acabo de hacerte. Nada más.

Ahora era Hanna quien lloraba. Bora la abrazó como se abraza a una hija. Hanna le retribuyó el abrazo y así, extenuados, confundidos, sellaron un pacto de paz.

—Debemos descansar —dijo Bora—, yo dormiré en el sillón del estudio. Tú, en la cama.

Bora salió del cuarto y cerró la puerta. Se fue como se va la luz de las velas al soplarlas.

Hanna durmió con un sueño profundo y reparador. Bora, en cambio, no pudo pegar un ojo en toda la noche.