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Bora vivía en un mundo seguro. Estaba seguro de sí mismo, de su talento, del reconocimiento social, de sus posesiones y de su honradez. Ni siquiera la posibilidad de una nueva guerra conseguía conmover ese aplomo. Estaba preparado para morir. Sabía matar. Bora suponía que aquella seguridad se extendía a todo lo que estaba bajo su cuidado: sus campos, su casa y su esposa. Hanna, en cambio, vivía en un mundo de incertidumbre. Luego de la mágica temporada en Estambul, se encontró con una Budapest diferente. No compartía ninguna de las certezas de su marido y su país no le ofrecía garantía alguna. Sentía que la mera voluntad de Bora no alcanzaba para protegerla a ella ni a su familia ni a sus amigos.
Andris era débil. Sin embargo, Hanna sentía que la fragilidad de su amigo de la infancia se complementaba con sus propias dudas y temores. Ambos experimentaban un sentimiento de comprensión mutua que no encontraban fuera de aquella amistad hecha con la piedra basal de la niñez, cuya materia suele ser más sólida que el diamante. Andris era el exacto opuesto de Bora: no solo le tendía la mano a Hanna para ofrecerle auxilio sino, además, para buscar en ella protección y amparo. Los encuentros siempre se producían en casa de amigos comunes. Por otra parte, las familias de Hanna y Andris conservaban la antigua amistad y seguían compartiendo negocios.
En contraste con su vida sentimental, Andris supo construirse una brillante carrera profesional: se había convertido en un odontólogo exitoso; tanto que ya ni siquiera debía ocuparse de la boca de los pacientes. Era dueño de la mayor fábrica de insumos para implantes dentales de Hungría. Había superado ampliamente la aspiración de quedarse con la cuarta parte de las piezas dentarias del Imperio austrohúngaro; de hecho, su anhelo había sobrevivido al desaparecido Imperio: abastecía al mercado interno, exportaba a Austria y a muchos otros países.
—Un Napoleón de los dientes —le dijo Hanna entre risas, repitiendo la misma frase que le había dedicado cuando él era estudiante. Ahora lo decía sin sarcasmo ni menosprecio: se sentía orgullosa de su viejo amigo.
—¿Napoleón? No, tonterías; un Julio César de las dentaduras postizas —corrigió Andris—, mi imperio dental se extiende desde Suecia hasta la Argentina.
—¿Argentina? —festejó Hanna con una carcajada, como si le hablara de una tierra tan lejana e irreal como Liliput.
—Sí, Argentina. Allí también tienen dientes y diría que los usan más que nosotros.
Andris acompañó la risa de Hanna con una breve sonrisa. Si de algo no podían calificarse su apariencia y su actitud era de cesarianas. Conservaba la modestia y el tono vacilante de la niñez. Nunca había olvidado a Hanna. Aunque ahora ella era una mujer casada, él la seguía amando con la misma intensidad de la infancia.
Andris sabía que no tenía forma de competir con Bora. El esposo de Hanna era uno de los artistas más reconocidos de Hungría. Por otra parte, su excelente gestión diplomática lo proyectaba como un político en ascenso. El origen noble de Bora no solo generaba una natural empatía con los sectores aristocráticos; dueño de una prédica republicana y una genuina sensibilidad social, logró trasponer el alto muro de su clase y extender su figura sobre las capas medias. De hecho, cuando Bora se postuló como diputado, fue elegido mayoritariamente por el círculo de profesionales y comerciantes al que pertenecía Andris. Él mismo lo habría votado si no hubiese sido su odiado rival. A pesar de los progresos profesionales y económicos, Andris nunca había dejado de tener una mirada autocompasiva. Desde pequeño, cada vez que se contemplaba frente al espejo, se consideraba poca cosa: demasiado flaco, enjuto y de una palidez rayana con lo enfermizo. Por otra parte, siempre había sido sumamente tímido, retraído e incapaz de exponer sus convicciones y defenderlas ante los demás. Había desarrollado un talento para evitar las discusiones. El aspecto frágil del odontólogo judío contrastaba con el porte atlético y la fuerte personalidad del hijo del Vítez.
Andris edificó su destino sobre la arcilla de sus inseguridades. Bora, en cambio, fue víctima del peso granítico de su propia seguridad. Jamás había experimentado celos y sostenía que solo servían para abonar la tierra donde echaba raíz la maleza del engaño. Se tenía en tan alta estima que suponía que nadie podría hacerle sombra. Estaba acostumbrado a que hombres y mujeres cayeran rendidos a sus pies. Allí abajo, a sus pies y bajo su sombra, sucedían cosas que él, siempre con la mirada fija en lo alto y a lo lejos, no alcanzaba a percibir. Bora era un hombre fuera de lo común y acaso por esa misma razón le costaba entender al común de los hombres. Nunca pensó que su esposa pudiese fijarse en otro y, mucho menos, en alguien como Andris.
Forzada por las circunstancias y contra su voluntad, Hanna se vio obligada a ocultar determinados aspectos de su persona y de su vida. Jamás imaginó, por ejemplo, que iba a tener que esconder su condición de judía. De pronto, los encuentros con sus antiguos amigos comenzaron a parecerse a una actividad clandestina. Poco a poco y a medida que el antisemitismo se extendía como una mancha de aceite, las reuniones sociales iban tomando la forma de pequeños mítines secretos en los que se hablaba a media voz, fuera del alcance de miradas y oídos extraños. Unidos por el pasado, veían con espanto el presente y temían por el futuro. Así, en el curso de aquellas reuniones, la relación de Hanna y Andris comenzó a teñirse de esa misma clandestinidad y secreto.
A los encuentros en casa de amigos comunes, se añadieron breves citas en la oficina que Andris tenía sobre la ribera de Pest. Estas visitas furtivas de Hanna no guardaban ningún propósito turbio; estaban tan despojadas de segundas intenciones que resultaba innecesario decírselo a Bora; hubiese significado otorgarles una entidad que no tenían. Al menos eso era lo que sentía Hanna. Andris, en cambio, esperaba esas citas con una ansiedad lindera con la desesperación. Contaba las horas que faltaban para el siguiente encuentro. La noche anterior no podía conciliar el sueño. Andris vivía en una paradoja: la desdicha ante los acontecimientos sociales y políticos coincidía con sus efímeros instantes de felicidad. ¿En qué momento las cosas tomaron un giro inesperado para ambos?
Cada vez que salía a encontrarse con Andris, Hanna tomaba el abrigo y se despedía de Bora. No le daba explicaciones ni él se las pedía; se suponía que iba a casa de su amiga Anikó. Bora le ofrecía el auto y el chofer. Hanna prefería caminar. Quiso el azar que una tarde, Tibor, el chofer de la familia, pasara con el coche por la puerta de las oficinas de Andris en el mismo momento en que llegaba Hanna. Le sorprendió la actitud furtiva con que la mujer traspuso la puerta: tenía la cara metida entre las solapas del abrigo como si quisiera evitar que alguien pudiera reconocerla. Ella no lo vio. Tibor detuvo el auto y examinó la entrada presidida por una gran marquesina buscando algún indicio. Era el tipo de edificio de oficinas moderno y sobrio que por entonces comenzaba a florecer en el centro de Pest. Llevado por la curiosidad profesional, el chofer esperó a que Hanna entrara en el ascensor. Escudado en el uniforme, Tibor ingresó en el amplio hall, saludó al conserje y dirigió la mirada hacia el cartel que indicaba la ubicación de las oficinas. El portero no hizo ninguna pregunta; era normal que los choferes quisieran estirar las piernas mientras esperaban a los pasajeros. Tibor recorrió el letrero con una mirada sumaria y rápidamente encontró lo que buscaba: en el cuarto piso estaban las oficinas de Lasker Dental.
Como correspondía, todo el personal de la casa Persay conocía vida, obra y milagros de los patrones. No se trataba de una mera afición por las indiscreciones; al contrario, lo consideraban parte del trabajo. Tibor jamás habría podido considerarse un buen empleado si desconociera cada uno de los elementos del mecanismo del auto. Del mismo modo, debía conocer a la perfección el funcionamiento de la familia para la cual trabajaba: usos, costumbres, horarios y caprichos, nada podía quedar librado a la ignorancia. Tibor siempre parecía reconcentrado en el trabajo mientras conducía en silencio. Y en rigor, así era. Sin despegar la vista del camino, nunca perdía un solo detalle de lo que hablaban ni olvidaba cada uno de los nombres y lugares que mencionaban los pasajeros. Era parte de su oficio. Podía establecer nexos de situaciones pasadas y presentes, conocía los más recónditos secretos y en muchos casos era la cabeza y la agenda de su patrón. Recordaba cada una de las direcciones, sitios y lugares de destino a los que había ido. Sabía quién vivía en cada casa y qué relación unía a los habitantes con sus patrones. En realidad, «patrones» era una forma de decir; él solo reconocía como tal a quien llevaba el apellido Persay desde la cuna.
Tibor recordaba perfectamente quién era Andris Lasker y qué relación lo unía con la esposa de su patrón. Lo sabía incluso mejor que Bora. Hanna lo había mencionado en más de una oportunidad. El chofer había puesto especial atención en ese nombre. De hecho, no se sorprendió al ver el apellido de Andris en el tablero de la entrada.
Desde el momento en que Tibor vio a Hanna entrar en el edificio, supo que ese era el fin del matrimonio. Aquella mañana, el chofer contaba con tiempo de sobra; había llevado el auto a revisión mecánica y el trámite duró menos de lo previsto. De modo que decidió montar una pequeña guardia frente al edificio desde el interior del Mercedes. Tal como supuso, a las once en punto vio salir a Hanna de la misma subrepticia manera con la que había entrado. La mujer apuró el paso hacia el puente y cruzó a pie rumbo a Buda. Como sucedía dos o tres veces por semana, a las once y media Hanna llegó a su casa. Horas más tarde, el propio Tibor la escuchó mentir. Sin que se le moviera un músculo de la cara, Hanna contó a Bora detalles del encuentro inexistente con su amiga Anikó. No era necesario que el chofer fuera con el cuento al patrón; Tibor sabía que más tarde o más temprano Bora descubriría todo. Pero no podía ocultar el episodio; hubiese significado una grave falta a su oficio. No se trataba de un acto de delación; tampoco lo impulsaba un sentimiento de lealtad ni un prurito moral. Era una obligación laboral. No tenía nada en contra de Hanna. Sencillamente debía informar a su patrón que algo no funcionaba bien, como lo haría si fallara, por ejemplo, la dirección del auto.
Cuando Tibor le dijo que necesitaba hablar con él, Bora supuso que quería anoticiarlo de algo relativo al coche. Una vez a solas en el garage, el chofer lo puso al corriente de las novedades. Le habló sin rodeos ni dramatismo:
—La señora le mintió —resumió Tibor como si le informara que el velocímetro no estaba marcando la velocidad precisa.
Bora, sin perder la calma, le pidió al chofer que se explicara. Tibor reprodujo en detalle la escena de la que fue testigo.
—La señora no estuvo en casa de una amiga sino en las oficinas de Andris Lasker.
Bora asintió con una sonrisa. Si había experimentado una leve inquietud al comienzo de la exposición de Tibor, cuando escuchó el nombre de Andris recuperó la calma. Era tan bajo el concepto que tenía del amigo de la infancia de Hanna, que no albergaba la idea de que pudiera ocultarle algo en relación con él. Seguramente se trató de un episodio sin importancia que su esposa ni siquiera consideró digno de mención. Tal vez hasta lo había olvidado. Hanna y Andris conocían mucha gente en común, tenían una larga relación familiar; de hecho, eran casi primos. Bora agradeció la preocupación a su chofer, lo despidió con una palmada en el hombro y continuó con sus asuntos.
Durante la cena, Bora se interesó en el encuentro de Hanna con su amiga y, sin ánimo inquisitorial, le preguntó si había hecho algo más luego de la visita a Anikó.
—No —contestó de manera evasiva—, ¿qué otra cosa podría hacer?
—Bueno, podrías haber pasado por la casa de tus padres. O de algún pariente. No lo sé; es solo una pregunta.
—No, no —respondió, y rápidamente cambió de tema.
Era verdaderamente extraño que no le dijera nada. Bora procedió con naturalidad y no preguntó más. Tuvieron una cena distendida, como siempre.
Esa noche Bora no pudo dormir. Tampoco la siguiente. Esperaba que llegara el día en que Hanna volviera a decirle que iría a casa de su amiga, cosa que finalmente sucedió el jueves de la semana posterior.
—Voy a casa de Anikó —dijo Hanna, mientras tomaba el abrigo—, vuelvo al mediodía.
Bora le ofreció que Tibor la llevara, de acuerdo con las costumbres de la casa.
—Prefiero caminar —contestó, conforme a sus nuevos hábitos saludables.
Bora se despidió de su esposa como si nada sucediera; por dentro, se lo llevaban los demonios. No bien Hanna traspuso la puerta, Bora salió tras ella antes de que pudiera perderle pisada. Al entrar en el garage, Tibor, de pie junto al auto, le dijo:
—En su lugar no me arriesgaría a que me viera. Tal vez sería mejor que yo lo llevara en el auto.
—No —contestó Bora—, no es necesario.
Entonces ordenó a Tibor que le entregara las llaves del coche, la gorra, la librea y la dirección exacta del edificio.
Ataviado como un chofer, puso el auto en marcha y se dirigió hacia Pest. Cuando estaba cruzando el puente, pudo ver a su esposa que apuraba el paso por la senda peatonal. Hanna era incapaz de distinguir un auto de otro. En menos de cinco minutos Bora llegó a la puerta del edificio. Estacionó el coche a una distancia prudencial de la puerta y bajo la sombra de la visera, esperó aferrado al volante. Diez minutos después vio aparecer a Hanna desde la esquina. Con la cabeza oculta entre las solapas del abrigo, su esposa entró en el edificio.
De pronto nada era lo que parecía. Aquel mundo seguro y organizado en el que vivía Bora cimbró desde lo más profundo. Todas las certezas volaron como hojas muertas a merced de un temporal. ¿Quién era la mujer que dormía junto a él todas la noches? ¿Quién era él? Lo invadió un sentimiento de patetismo; disfrazado de chofer frente al volante del auto, una y otra vez se preguntaba por qué. No podía creer que estuviera representando la escena de una tragedia cuyo papel nunca imaginó para él. Jamás pensó que le tocaría ser parte del elenco de una obra lamentable y, menos aún, como un mero actor secundario. Pero la tragedia ya estaba montada.
No se movió de su puesto durante la hora y media que transcurrió desde que Hanna entró hasta el momento en que salió. Bora pudo ver cómo su esposa levantaba el cuello del abrigo de piel y escondía la cara entre las solapas. Puso el motor en marcha y se adelantó para llegar a la casa antes que ella.
Bora la recibió leyendo el diario sentado frente al hogar como si nunca hubiese salido. Le preguntó cómo le había ido en casa de su amiga Anikó.
—Bien —contestó escuetamente y se encerró en el dormitorio.
Si Bora hubiese procedido de acuerdo con el sentido común que solía esperar de los demás, habría tomado una decisión ese mismo día. Pero algo que no podía precisar se lo impidió. No le dijo nada a Hanna ese día ni el siguiente. Esperó a que llegara el jueves y, como la semana anterior, siguió a su esposa y montó guardia en la puerta del edificio.
Sentado al volante del Mercedes, disfrazado de chofer, se dejaba ganar por un sentimiento hasta entonces inédito para él. Era una mezcla de autocompasión y extrañamiento. No podía reconocer a su esposa. Se desconocía a sí mismo. Las leyes que gobiernan la existencia y las que rigen el Universo dejaron de tener significado. Bora había extraviado la brújula del sentido común.
Todos los jueves a las diez de la mañana se repetía la misma escena sin variaciones. Hanna salía, él corría hasta el auto, se vestía con la ropa de Tibor y la esperaba en la puerta del edificio donde Andris tenía sus oficinas. Dentro del auto, al otro lado del vidrio, Bora miraba una y otra vez las dos breves escenas de la misma función teatral: la entrada y la salida de Hanna una hora y media después. El resto de la obra se lo tenía que imaginar. Bajo la librea de chofer, Bora revolvía la herida como si en algún punto disfrutara de ese dolor.
¿Hasta dónde quería llegar? ¿Qué otra prueba le hacía falta? ¿Qué más debía saber? ¿Qué detalles era necesario conocer? El engaño estaba consumado desde el momento en que Hanna, su mejor amiga, su esposa, la niña que había conocido en los jardines del Hotel Gellért, le mintió. ¿Para qué dejar que el puñal entrara más hondo cada día? Conocía la naturaleza humana. Había estado en la guerra. Tenía una bala en la cabeza. Vio morir a sus compañeros. Había matado. ¿Qué podía ser peor que lo que le había tocado vivir en el frente de batalla?
Bora despreciaba la estupidez y sabía que lo que estaba haciendo era estúpido. Solo debía sentarse frente a frente con Hanna, conversar calmadamente y establecer los términos del divorcio. No tenían hijos, lo cual, claro, facilitaba las cosas. Bora había ingresado en un estado de desconcierto semejante a la fascinación. Por momentos se comportaba como el espectador de su propia tragedia. En términos teóricos, no había razones para que siguiera viviendo con Hanna. No quedaba lugar para el amor ni, menos aún, para el perdón: lejos de abrir su corazón a Bora, confesar su yerro y disculparse, Hanna, cada día, profundizaba en el engaño. ¿Él habría estado dispuesto a perdonarla? No. La confianza es como la virginidad: no se puede recuperar una vez que se pierde.
La mentira de Hanna y la farsa que había montado Bora podían haber continuado para siempre. Pero ¿cuánto tiempo más estaba dispuesto a ser el único y furtivo espectador de esa pieza teatral cuyo escenario principal estaba vedado a sus ojos? ¿Qué sucedía durante esos encuentros? ¿Y si solo se trataba de una relación de amistad sin ninguna otra connotación? No tenía sentido. Él jamás había mostrado celos y no hubiese impedido nunca aquella hipotética amistad. ¿Qué se proponía Bora cada vez que seguía a su esposa y confirmaba, una y otra vez, el mismo itinerario? ¿Esperaba que aquella relación terminara de la misma silenciosa forma en la que había comenzado? Si acaso Hanna hubiera dejado de verse en secreto con Andris Lasker, ¿qué habría cambiado? El engaño estaba consumado.
Cada mañana, cuando abría los ojos, Bora esperaba que todo aquello no fuera más que un mal sueño. Pero esa ilusión era tan breve como el parpadeo que conduce a la vigilia plena. Le resultaba imposible convivir con esa pesadilla.
El jueves siguiente, Bora fue tras los pasos de Hanna y se dispuso a repetir la consabida escena. Como de costumbre, Hanna se cubrió la cara con el abrigo y entró en el edificio. Pero Bora, en lugar de ocultarse bajo la visera, se quitó la gorra y una vez que su mujer cerró las puertas del ascensor, decidió abandonar su butaca de espectador y entrar en escena. Sin premeditarlo, Bora descendió del auto, cruzó la calle e ingresó en el hall. Como lo haría un chofer ejemplar, saludó al conserje y con paso decidido se dirigió hacia los ascensores.
—Vengo a buscar al señor Lasker —dijo al pasar frente al mostrador. El portero asintió sin levantar la vista.
En la soledad del ascensor, Bora extrajo del bolsillo su pistola FN, comprobó que estuviera cargada y antes de llegar al cuarto piso volvió a guardarla. Una vez en el pasillo, se detuvo frente a la oficina en cuya puerta se leía Lasker Dental. Llamó con dos golpes suaves. Le abrió una recepcionista sonriente.
—Vengo a buscar al señor Lasker —dijo Bora sosteniendo el gorro de chofer bajo el brazo.
La mujer se mostró sorprendida. Andris no tenía chofer personal ni solía utilizar autos de alquiler. Sin dejar de sonreír, le explicó que el señor Lasker estaba en reunión, pero que le anunciaría su llegada. Con una sonrisa idéntica, Bora entró en la oficina.
—No se preocupe, no es necesario, yo me anunciaré personalmente —repuso Bora mientras ganaba el pasillo principal.
La recepcionista intentó tomarlo del brazo, pero él la esquivó con un movimiento de hombros. Mientras caminaba, Bora sacó la pistola y entonces la mujer, presa de un ataque de nervios, rompió a gritar. A su paso se cruzó con otros empleados. Ciego de ira, iba llevándose por delante a quien se interponía en su camino. Guiado por un instinto de animal al ataque, Bora llegó hasta la entrada del despacho de Andris quien, sorprendido por los gritos, abrió la puerta en ese preciso instante. Sin intención de golpearlo, Bora apoyó una mano sobre el pecho del dentista; venía con un impulso tal, que lo lanzó hacia atrás haciendo que cayera de espaldas. Al ingresar en el despacho, pudo ver a su esposa que, sentada en uno de los sillones, lo miraba con expresión demudada.
—Esto se acabó —dijo Bora mirando a Hanna y apuntando a Andris.
La mujer no entendió si la frase aludía a su matrimonio, a la vida de Andris o a ambas cosas a la vez.
El dueño de Lasker Dental no atinaba a incorporarse. Desde afuera llegaban gritos, corridas y palabras de pánico. Bora cerró la puerta, guardó el arma, extendió un brazo hacia Andris para ayudarlo a que se pusiera de pie y entonces, cuando ambos hombres estuvieron frente a frente, Bora le dijo al odontólogo:
—No permitiré que dé un paso más sobre mi honor como si fuese una alfombra de su mísero mundo de dientes postizos. Esta afrenta se lavará con sangre —dijo Bora. Se encaminó a la puerta y de pie bajo el dintel, antes de salir por donde entró, sentenció—: Lo reto a duelo.
Ni siquiera le dedicó una mirada a Hanna.